Un ambiente extraño (28 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—A ver si también me lo devuelven. —Estaba intentando recordar qué más me faltaba—. Y el teléfono también.

—Ha recibido un informe que tal vez le resulte interesante. Los pelos de animal que aparecieron en el torso son de conejo y de mono.

—Qué raro —fue lo único que se me ocurrió decir.

—Lamento tener que darle esta noticia. Los medios de comunicación han estado llamando para preguntar por el caso de Carrie Grethen. Por lo visto se ha producido otra filtración.

—¡Joder! —exclamé. Estaba pensando en Ring.

—¿Qué quiere que haga?

Consulté el reloj.

—Rose, tengo que ir a ver si consigo que me dejen subir al avión. No me han permitido pasar por los rayos X y sé lo que va a ocurrir cuando trate de embarcar con esto que llevo.

Ocurrió exactamente lo que me figuraba. Cuando entré en la cabina, una auxiliar de vuelo se fijó en la caja y sonrió.

—Traiga —dijo alzando las manos—. Permítame que lo ponga con el resto del equipaje.

—No puedo separarme de ella —respondí.

—No va a caber ni en el portaequipajes ni debajo del asiento, señora.

Su sonrisa ya era forzada, y la cola de pasajeros era cada vez más larga.

—¿Podríamos hablar de esto sin obstruir el paso? —pregunté al tiempo que entraba en la cocina.

La auxiliar de vuelo estaba justo a mi lado, casi pegada a mí.

—Señora, este vuelo tiene exceso de pasajeros. No tenemos nada de espacio.

—Tome —dije mostrándole mis documentos.

Echó un vistazo a la hoja de márgenes rojos del certificado de artículos peligrosos y, al llegar a la mitad de la columna en la que se indicaba que transportaba «sustancias infecciosas perjudiciales para el ser humano», se quedó de piedra. Presa de los nervios, recorrió la cocina con la mirada y me hizo acercarme a los servicios.

—Según el reglamento, sólo una persona cualificada puede manipular artículos peligrosos como éstos —le expliqué de manera razonable—, de modo que no puedo separarme de ella.

—¿Qué contiene? —me pregunté en voz baja, con los ojos desorbitados.

—Muestras de autopsia.

—¡Virgen Santísima!

Agarró inmediatamente la lista de asientos y poco después me acompañó a una fila vacía que había en primera clase, cerca del fondo.

—Póngala en el asiento de al lado. ¿No se derramará nada? —preguntó.

—La protegeré con mi vida.

—Aquí van a quedar muchos asientos libres, a menos que haya mucha gente que quiera cambiar de clase. Pero no se preocupe, los conduciré a otra parte —me aseguró, moviendo los brazos como si tuviera un volante en las manos.

Nadie se acercó a mí ni a mi compartimiento. Tomé café durante el vuelo, que resultó muy tranquilo. Me sentía desnuda sin busca ni teléfono, pero estaba encantada de estar sola. En el aeropuerto de Atlanta tomé innumerables escaleras y corredores mecánicos y, tras recorrer una distancia que me pareció kilométrica, logré salir al exterior y coger un taxi.

Tras salir de la 85 Norte tomamos la calle Druid Hills y enseguida empezamos a pasar por delante de casas de empeño y establecimientos de coches de alquiler, y más adelante por delante de enormes selvas de kudzus y zumaques venenosos, y de pequeños centros comerciales. El Centro de Prevención y Control de Enfermedades se encontraba en medio de los aparcamientos de la Universidad de Emory, delante de la Sociedad Americana contra el Cáncer. Era un edificio de cinco plantas de ladrillo color canela guarnecido de gris. Me presenté ante un mostrador en el que había unos guardias y un circuito cerrado de televisión y dije:

—Tengo que llevar esta caja al laboratorio Bio Nivel 4; he quedado en el vestíbulo con el doctor Bret Martin.

—Tendrá que ir acompañada, señora —dijo uno de los guardias.

—Mejor —dije mientras él cogía el teléfono—. Siempre me pierdo.

Le seguí hasta la parte de atrás del edificio, donde las instalaciones eran nuevas y se hallaban bajo una intensa vigilancia. Había cámaras por todas partes, el cristal era a prueba de balas y los pasillos consistían en pasarelas con suelo de rejilla. Pasamos por los laboratorios para el tratamiento de la gripe y de bacterias y por la zona de hormigón y ladrillo rojo del sida y de la rabia.

—Esto es impresionante —comenté. Hacía años que no pasaba por aquí.

—Pues sí, sí que lo es. Cuentan con todas las medidas de seguridad que uno pueda imaginar. Hay cámaras y detectores de movimientos en todas las entradas y salidas. Se hierve y quema toda la basura y se utilizan filtros de aire para eliminar todo lo que entre... salvo a los científicos. —Se echó a reír y abrió una puerta con una tarjeta perforada—. Bueno, ¿qué malas noticias nos trae?

—He venido precisamente para averiguarlo —respondí.

Ya habíamos llegado al vestíbulo. En realidad el Bio Nivel 4 sólo consistía en una enorme cubierta de flujo laminar con gruesas paredes de acero y hormigón. Era un edificio dentro de otro edificio, y sus ventanas estaban tapadas con persianas. Los laboratorios se hallaban detrás de gruesos tabiques de cristal, y los únicos científicos de traje azul que estaban trabajando aquel día de baja forzosa eran los que tenían el suficiente interés en lo que estaban haciendo como para ir al laboratorio fueran cuales fuesen las circunstancias.

—Éstos del gobierno... —estaba diciendo el guardia al tiempo que meneaba la cabeza—. ¿Qué se piensan? ¿Que las enfermedades como el Ebola van a esperar a que solucionen lo del presupuesto? —preguntó sin dejar de menear la cabeza.

Continuamos avanzando y pasamos por delante de unas salas de control que estaban a oscuras y unos laboratorios en los que no había nadie, y más adelante por un pasillo en el que había unas jaulas de conejos vacías y por delante de unas salas para primates de gran tamaño. Un mono me miró asomado a unos barrotes desde detrás de un cristal, con unos ojos tan humanos que me asusté. Recordé entonces lo que me había contado Rose. «Muerteadoc» había dejado pelos de mono y conejo en una víctima que yo sabía que había tocado. Quizá trabajara en un lugar como el Centro de Prevención.

—Tiran basura a la gente —dijo el guardia sin dejar de andar—. Lo mismo que hacen los defensores de los derechos de los animales. No deja de tener su lógica, ¿no le parece?

Cada vez estaba más angustiada.

—¿Adonde vamos? —pregunté.

—A donde me ha dicho el buen doctor que la lleve, señora —respondió el guardia. Ahora estábamos en una pasarela de diferente altura y nos dirigíamos a otra parte del edificio.

Pasamos por una puerta junto a la que había unas cámaras frigoríficas Reveo para temperaturas muy bajas, que parecían ordenadores del tamaño de grandes fotocopiadoras. Aunque estaban cerradas con llave, el pasillo era un mal sitio para dejarlas. Un hombre corpulento con una bata de laboratorio me estaba esperando. Tenía el pelo rubio y fino como el de un niño pequeño y estaba sudando.

—Soy Bret Martin —dijo tendiéndome la mano—. Gracias —añadió, haciendo una seña al guardia para indicarle que ya podía irse.

Le di la caja de cartón.

—Aquí es donde guardamos las muestras de viruela —dijo señalando las cámaras frigoríficas al tiempo que ponía la caja sobre una de ellas—. Están a setenta grados bajo cero. ¿Qué quiere que le diga? —Se encogió de hombros—. Se encuentran en el pasillo porque no tenemos espacio en la zona de máxima contención. No deja de ser una casualidad que me dé esto a mí, aunque no creo que se trate de la misma enfermedad.

—¿Todo lo que hay aquí es viruela? —pregunté, mirando con asombro.

—Todo no, y la que hay no va a durar mucho, por primera vez en este planeta hemos tomado la decisión de eliminar una especie.

—Qué ironía —dije—. La especie de la que está hablando ha eliminado a millones de personas.

—¿Así que usted opina que deberíamos coger este foco de infección y pasarlo por la autoclave?

Por la expresión de su cara me di cuenta de que pensaba algo que ya había oído en otras ocasiones. La vida era mucho más complicada que como yo la describía, y sólo las personas como él percibían sus matices más sutiles.

—No estoy diciendo que debamos destruir nada —repliqué—. En absoluto. En realidad, probablemente no debamos hacerlo debido a eso —añadí, mirando la caja que acababa de darle—. El que metamos la viruela en la autoclave no significa ni mucho menos que vaya a desaparecer. Creo que es como cualquier otra arma.

—Yo también. Me encantaría saber dónde tienen escondidas los rusos actualmente las muestras de viruela y si han vendido alguna a algún país del Oriente Medio o a Corea del Norte.

—¿Va a hacer reacciones en cadena de polimerasa con todo esto? —pregunté.

—Sí.

—¿Inmediatamente?

—En cuanto podamos.

—Por favor —dije—. Es urgente.

—Ésa es la razón por la que me encuentro aquí en este momento —respondió—. El gobierno considera que no soy necesario. Debería estar en mi casa.

—Tengo unas fotografías que el IIMEIEEU tuvo la gentileza de revelar cuando yo estaba en el Trullo —dije con un dejo de ironía.

—Me gustaría verlas.

Subimos al ascensor y salimos en la tercera planta. Me condujo a una sala de reuniones donde el personal del laboratorio se reunía para idear estrategias contra los espantosos azotes que tenía que combatir, los cuales no siempre eran capaces de identificar.

Por lo general en aquella sala se reunían bacteriólogos, epidemiólogos y la gente encargada de las cuarentenas, las comunicaciones, los patógenos especiales y las reacciones en cadena de polimerasa. Pero ahora estaba vacía; no había nadie excepto nosotros.

—En este momento soy la única persona a su disposición —me explicó el doctor Martin.

Saqué del bolso un grueso sobre y le mostré las fotografías. El se puso a mirarlas y permaneció un momento con la vista clavada en las imágenes en color del torso y del cadáver de Lila Pruitt, como si se hubiera quedado anonadado.

—Dios santo... —exclamó—. Creo que deberíamos investigar inmediatamente las vías de transpiración. Hay que ver a todas las personas que hayan podido estar en contacto con el virus. Lo digo en serio: hay que darse prisa.

—Eso creo que podemos hacerlo en Tangier —dije.

—Está más claro que el agua que no se trata ni de sarampión ni de varicela —dijo—. Pero también está claro que es una enfermedad eruptiva.

Entonces miró las fotografías de las manos y los pies con los ojos muy abiertos.

—¡Uf! —Las examinó sin pestañear y con el reflejo de la luz en las gafas—. ¿Qué demonios es esto?

—Se llama a sí mismo «muerteadoc» —le expliqué—. Me mandó unos archivos gráficos por AOL, de forma anónima, por supuesto. El FBI está intentando dar con él.

—¿Y a esta víctima de aquí la desmembró?

Asentí con la cabeza.

—También tiene manifestaciones parecidas a la de la víctima de Tangier.

El doctor Martin estaba mirando las vesículas del torso.

—Eso parece hasta el momento.

—¿Sabe una cosa? La viruela del mono lleva años preocupándome —dijo—. Hemos realizado un sinfín de estudios en África occidental, desde Zaire hasta Sierra Leona, donde se han dado casos de este virus y de viruela menor. Pero hasta el momento no hemos dado con el virus de la viruela. El temor que tengo es que un día de éstos alguna enfermedad eruptiva del reino animal va a hallar la manera de infectar a la gente.

Me acordé una vez más de la conversación telefónica que había mantenido con Rose acerca del asesinato y de los pelos de animales.

—Lo único que tiene que pasar es que el microorganismo salga al aire, por así decirlo, y encuentre a un huésped propenso.

Volvió a fijarse en las fotografías de Lila Pruitt en las que aparecía su cadáver desfigurado tendido sobre una cama sucia.

—Es evidente que estuvo expuesta a un número de virus lo bastante grande como para causarle una enfermedad devastadora —comentó. Estaba tan absorto que daba la impresión de estar hablando consigo mismo.

—Doctor Martin, ¿cogen los monos la viruela del mono o son sólo los portadores? —pregunté.

—La cogen y la contagian cuando hay contacto animal, como ocurre en la selva tropical de África. En el planeta se conocen nueve virus virulentos que causen enfermedades eruptivas, pero sólo dos se transmiten a los humanos: el virus
varióla
o viruela, que gracias a Dios ha desaparecido, y el
molluscum contagiosum.

—En el torso han aparecido unos residuos pegados que han sido identificados como pelo de mono.

Se volvió para mirarme y frunció el entrecejo.

—¿Cómo?

—Y pelo de conejo también. Me pregunto si no habrá alguien por ahí haciendo sus propios experimentos de laboratorio.

El doctor se levantó de la mesa.

—Vamos a empezar a investigar ahora mismo. ¿Dónde puedo localizarla?

—En Richmond. —Le di mi tarjeta y salimos de la sala de reuniones—. ¿Podría llamar alguien a un taxi?

—Por supuesto. Uno de los guardias de recepción. Lo siento, pero en el centro no hay ningún oficinista.

Como tenía la caja en las manos, apretó el botón del ascensor con el codo.

—Esto es una pesadilla. Tenemos salmonela en Orlando por un zumo de naranja no pasteurizado; otro posible brote de gran alcance de
eschericbia coli
O-uno-cinco-siete-H—siete, causado probablemente por comer carne de vaca picada cruda; botulismo en Rhode Island y una enfermedad respiratoria en una residencia de ancianos. Y luego el Congreso quiere recortarnos el presupuesto.

—Qué me va usted a contar a mí...

Nos detuvimos en todas las plantas para que subiera más gente. El doctor Martin seguía hablando.

—Fíjese. En una estación invernal de lowa hay un posible caso de shigella porque la lluvia ha inundado los pozos privados. A ver quién es el listo que consigue que intervenga el Departamento de Protección Medioambiental.

—Eso se llama misión imposible —comentó irónicamente alguien cuando volvieron a abrirse las puertas.

—Si es que aún existe —bromeó el doctor Martin—. Recibimos catorce mil llamadas al año y sólo disponemos de dos operadoras. A decir verdad, en este momento no tenemos ninguna. Coge el teléfono cualquier persona que pasa por ahí, yo incluido.

—Por favor, no se entretenga con esto —dije cuando llegamos al vestíbulo.

—No se preocupe —respondió dándome a entender que se hacía cargo—. En cuanto llegue a casa voy a llamar a tres personas para que se ocupen de ello.

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