Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—¡Chist...! —les dije a los dos.
El reactor volvía por el norte en medio de un gran estrépito. Miramos al cielo en silencio y de pronto se encendieron las luces. Formaban una fulgurante línea de puntos: verdes para la zona de aproximación, blancas para la zona de seguridad y rojas para indicar que se acababa la pista de aterrizaje. Pensé en lo extraño que le resultaría todo aquello a cualquier persona que tuviese la mala suerte de pasar en coche por allí en el momento en que descendiera el avión. Mientras bajaba pude ver su oscura sombra y las parpadeantes luces de sus alas. El ruido era ensordecedor. El C—17 se dirigía directamente hacia donde estábamos nosotros; se abrió el tren de aterrizaje, y de la caja de las ruedas se derramó una luz verde esmeralda.
Yo tenía la paralizante sensación de que iba a presenciar un accidente: aquella monstruosa máquina gris mate con puntas de ala verticales y forma achaparrada iba a incrustarse en el suelo. Pasó por encima mismo de nuestras cabezas, sonando como un huracán, y tuvimos que taparnos los oídos con los dedos. A continuación tocó tierra con sus enormes ruedas, lanzando al aire hierba y suciedad, abriendo rodadas en la pista y escupiendo gruesos pedazos de tierra con sus ciento treinta toneladas de aluminio y acero. Tras levantar los alerones y conectar el inversor de empuje, el reactor se detuvo en medio de fuertes chirridos al final del campo, pese a que en éste no había sitio ni para jugar al fútbol.
Los pilotos metieron la marcha atrás y empezaron a retroceder ruidosamente por la hierba en dirección al lugar en el que nos encontrábamos, para así disponer de espacio suficiente para despegar. Cuando llegó con la cola al borde del camino sin asfaltar, el C—17 se detuvo. El tubo del reactor estaba levantado, de manera que no apuntaba hacia nosotros. La parte trasera se abrió como la boca de un tiburón; bajaron una rampa de metal y apareció el compartimiento de carga completamente abierto, iluminado y despidiendo un brillo de metal pulido.
Estuvimos un rato observando cómo trabajaban el jefe de carga y la tripulación. Se habían puesto el equipo para guerras químicas: capucha oscura, gafas protectoras y guantes negros que daban bastante miedo, sobre todo por la noche. Bajaron rápidamente la camioneta y la caravana de la plataforma del camión, las desengancharon y con el Jeep remolcaron la caravana al interior del C—17.
—Vamos —dijo Lucy tirándome del brazo—, no vayamos a perder el avión.
Salimos al campo y, tras subir por la rampa mecánica en medio de una vibración y un ruido increíbles, avanzamos entre las anillas y los rodillos que había ensamblados en la plana superficie de metal del suelo. Había kilómetros de cables y en el techo se veía material aislante al descubierto. El avión parecía lo bastante grande como para transportar varios helicópteros, autobuses de la Cruz Roja y tanques, y además contaba con unos cincuenta asientos plegables. Sin embargo, aquel día la tripulación la integraban únicamente el jefe de carga, los paracaidistas y una teniente llamada Laurel, quien supuse que se encontraba allí por nosotras.
Era una mujer joven y atractiva, morena y con el pelo corto. Nos estrechó la mano y nos sonrió como una amable auxiliar de vuelo.
—Están de suerte —nos dijo—. En primer lugar, no van a viajar aquí abajo, porque vamos a ir con los pilotos. Y en segundo lugar, tengo café.
—¡Qué maravilla! —exclamé en medio del ruido que hacían los miembros de la tripulación, que en aquel momento estaban sujetando la caravana y el Jeep al suelo con cadenas y telas metálicas.
En la escalera que subía del compartimiento de carga habían pintado el nombre del avión,
Metal Pesado
, que resultaba muy apropiado. La cabina de los pilotos era enorme y disponía de un sistema de control de vuelo electrónico y de unas pantallas instaladas a la altura de los ojos, como las que utilizan los pilotos de los cazas. El avión se dirigía con palancas en lugar de con volantes en forma de horquilla y tenía unos mandos de aspecto verdaderamente intimidante.
Trepé a una silla giratoria que había entre dos pilotos vestidos con monos verdes, los cuales estaban demasiado ocupados como para prestarnos atención.
—Si desean hablar pueden hacerlo con los auriculares, pero, por favor, no lo hagan cuando estén hablando los pilotos —nos dijo la teniente Laurel—. No tienen que ponérselos, aunque aquí dentro hace mucho ruido.
Yo estaba poniéndome el arnés de cinco puntos y fijándome en las máscaras de oxígeno que había colgadas al lado de cada asiento.
—Yo voy a estar aquí abajo, pero de vez en cuando subiré para ver cómo están —prosiguió la teniente—. El viaje a Utah es de unas tres horas. El aterrizaje no será muy brusco, porque tienen una pista tan larga que hasta podría aterrizar un trasbordador espacial. Al menos eso es lo que dicen, aunque ya saben qué fanfarrones son en el ejército.
Dicho aquello, la teniente Laurel bajó al compartimiento de carga. Los pilotos habían empezado a hablar, pero utilizaban una jerga y unos códigos que me resultaban incomprensibles. Asombrosamente, comenzamos el despegue cuando sólo había pasado media hora desde el aterrizaje.
—Entramos en pista —dijo un piloto—. ¿Carga? —Me imaginé que se refería al jefe de carga—. ¿Todo sujeto?
—Sí, señor —oí que decía una voz por los auriculares.
—¿Tenemos ya esa lista completa?
—Sí, señor.
—Vale. En marcha.
El avión se lanzó hacia delante, dando sacudidas sobre el campo con una fuerza cada vez mayor. Aquel despegue no se parecía a ninguno de los que yo había hecho. El carguero avanzó a más de ciento sesenta kilómetros por hora en medio de un gran estrépito y alzó el vuelo describiendo un ángulo de elevación tan acentuado que quedé aplastada contra el respaldo del asiento. De pronto el cielo se sembró de estrellas, y las luces de Maryland se transformaron en una red parpadeante.
—Vamos a unos doscientos nudos —dijo un piloto—. Puesto de mando aeronave 30601. Suban alerones. Orden cumplida.
Lancé una mirada a Lucy, que se encontraba detrás del copiloto intentando ver qué estaba haciendo y prestando atención a todo lo que decía, probablemente para grabarlo en su memoria. La teniente Laurel regresó con unas tazas de café, pero nada me hubiera mantenido despierta en aquel momento. Me quedé dormida a diez mil metros de altura, cuando el reactor volaba rumbo al oeste a unos novecientos cincuenta kilómetros por hora. Me desperté en el momento en que nos hablaban desde la torre de control.
Estábamos descendiendo sobre Salt Lake City, aunque Lucy no habría aterrizado nunca, concentrada como estaba en lo que se decía en la cabina. Me sorprendió mirándola, pero no quería distraerse. En mi vida había conocido a una persona como ella; tenía una curiosidad insaciable por todo lo que se pudiera montar, desarmar y programar. En general le interesaban todas las cosas a las que pudiera obligar a hacer algo que ella deseara. Las personas eran prácticamente lo único que no podía desentrañar.
La torre de control Clover nos mandó a la de Dugway; poco después empezamos a recibir instrucciones para realizar el aterrizaje. A pesar de lo que nos habían dicho sobre la longitud de la pista, cuando el reactor empezó a frenar sobre los cientos de luces parpadeantes del alquitranado y el aire golpeó los picos de seguridad, tuve la sensación de que íbamos a salir despedidos de nuestros asientos. La parada fue tan brusca que fui incapaz de imaginarme cómo sería físicamente posible y me pregunté si los pilotos habrían hecho prácticas. —¡Ahí queda eso! —exclamó uno de ellos alegremente.
L
a base de Dugway tenía el tamaño de Rhode Island y una población de dos mil habitantes. Sin embargo, a las cinco y media de la madrugada, que fue cuando aterrizamos, no pudimos ver nada. La teniente Laurel nos dejó con un soldado, quien nos invitó a subir a un camión y nos llevó a un lugar donde podríamos descansar y asearnos. Pero no había tiempo para dormir. El avión iba a salir aquel mismo día y nosotras teníamos que irnos en él.
Lucy y yo teníamos una reserva en el hotel Antelope, enfrente del centro social. Se trataba de una habitación de dos camas situada en la planta baja, con muebles de roble de poco peso y el suelo totalmente enmoquetado, todo ello de color azul. Desde allí se veían los barracones que había al otro lado del césped, donde los más madrugadores ya habían a empezado a encender las luces.
—No sé para qué vamos a ducharnos si tenemos que ponernos la misma ropa sucia —comentó Lucy, estirándose sobre su cama.
—Tienes toda la razón —dije mientras me quitaba los zapatos—. ¿Te importa si apago esta lámpara?
—Me harías un favor.
La habitación quedó a oscuras y de pronto me sentí ridicula.
—Esto es como una de esas fiestas en las que los invitados se quedan a dormir en la casa del anfitrión.
—Sí, un verdadero asco de fiesta.
—¿Te acuerdas de cuando te quedabas a dormir en casa de pequeña? —pregunté—. A veces nos pasábamos despiertas la mitad de la noche. Tú te negabas a irte a la cama y siempre querías que te contara otro cuento. Me dejabas agotada.
—Yo lo recuerdo al revés. Yo quería dormir y tú no me dejabas en paz.
—Eso es mentira.
—Es que me adorabas.
—No es verdad. Me resultaba insoportable estar en la misma habitación que tú —dije—, pero me dabas lástima y quería ser amable contigo.
Una almohada surcó la oscuridad y me golpeó la cabeza. La tiré por donde había venido. Entonces Lucy se lanzó de su cama a la mía, pero cuando llegó a ésta no supo qué hacer, porque ya no tenía diez años y yo no era Janet. Se puso en pie, volvió a su cama y ahuecó ruidosamente las almohadas para apoyarse sobre ellas.
—Parece que estás mucho mejor.
—Estoy mejor, pero no mucho. Sobreviviré.
—Tía Kay, ¿qué vas a hacer con Benton? Parece como si ya no pensaras en él.
—Oh sí, sí que pienso en él —respondí—. Lo que pasa es que últimamente las cosas se han escapado un poco de las manos, por no decir algo peor.
—Ésa es la excusa que siempre pone la gente. Si lo sabré yo... Me he pasado toda la vida oyéndosela a mi madre.
—Pero a mí no —puntualicé.
—A eso me refiero. ¿Qué vas a hacer con él? Podríais casaros.
El mero hecho de pensar en ello me molestaba.
—No creo que pueda hacer eso, Lucy.
—¿Por qué no?
—Porque tengo unas costumbres demasiado arraigadas; estoy muy metida en mis asuntos y ahora no puedo dejarlos. Tengo muchas responsabilidades.
—También necesitas tener una vida propia.
—Creo que ya la tengo —respondí—, aunque puede que no sea lo que todo mundo piensa que debería ser.
—Tú siempre me has dado consejos —dijo—. Quizás ahora me toque a mí dártelos a ti. Pues bien, creo que no deberías casarte.
—¿Por qué? —pregunté. El consejo me producía más curiosidad que sorpresa.
—Creo que aún no has asumido la muerte de Mark, y mientras no lo hagas no debes casarte. No lo harás con todo tu ser, ¿entiendes?
Me puse triste y me alegré de que la habitación estuviera a oscuras y Lucy no pudiera verme. Por primera vez en mi vida, le hablé como a una amiga en la que confiaba.
—Le echo de menos y es probable que nunca deje de hacerlo —dije—. Supongo que fue mi primer amor.
—Sé perfectamente a lo que te refieres —prosiguió mi sobrina—. Me preocupa que si ocurre algo nunca encuentre a otra persona. Pero no quiero pasarme el resto de la vida sin lo que tengo ahora. No quiero vivir sin una persona con la que puedo hablar de cualquier cosa, una persona que se preocupa por mí y que es buena. —Titubeó antes de poner finalmente el dedo en la llaga—: Una persona que no se pone celosa ni te utiliza.
—Lucy —dije—. Ring no va a volver a llevar una placa en su vida, pero sólo tú puedes quitar a Carrie el poder que ejerce sobre ti.
—Carrie no ejerce ningún poder sobre mí —afirmó malhumorada.
—Claro que lo ejerce. No creas que no lo comprendo. Yo también estoy furiosa con ella.
Lucy se quedó un momento callada.
—Tía Kay, ¿qué va a ocurrirme? —dijo entonces con voz queda.
—No lo sé, Lucy —respondí—. No tengo la respuesta, pero te prometo que voy a estar a tu lado en todo momento.
El tortuoso camino que la había conducido hasta Carrie acabó llevándonos a la madre de Lucy, es decir, a mi hermana. Vagué por las sierras y los riachuelos de mi infancia y le hablé a Lucy con franqueza de mis años de matrimonio con su ex tío Tony. Le hablé de la sensación que me producía tener la edad que tenía y saber que probablemente nunca tendría hijos. Ya empezaba a clarear y era hora de empezar el día. A las nueve estaba esperándonos en el vestíbulo el conductor del jefe de la base, un soldado tan joven que no necesitaba afeitarse.
—Tenemos que esperar a una persona que llegó justo después que ustedes —nos dijo mientras se ponía sus Ray-Bans—. Es un agente del FBI, de Washington.
Esto parecía impresionarle mucho. Evidentemente no tenía ni idea de quién era Lucy. Cuando le pregunté de qué trabajaba en el FBI, no cambió de expresión.
—Es un científico o algo así. Un pez gordo —respondió sin dejar de observar a Lucy, que llamaba la atención incluso después de pasarse toda la noche en vela.
El científico era Nick Galhvey, jefe de la Brigada de Desastres del FBI y experto forense de gran reputación. Yo lo conocía desde hacía años. Cuando entró en el vestíbulo, nos dimos un abrazo y Lucy le estrechó la mano.
—Es un placer, agente especial Farinelli. Créame, he oído hablar mucho de usted —le dijo—. De modo que Kay y yo vamos a hacer el trabajo sucio mientras usted se dedica a jugar con el ordenador.
—Sí, señor —respondió ella dulcemente.
—¿Hay algún sitio por aquí cerca donde podamos desayunar? —preguntó Gallwey al soldado, que estaba hecho un lío y había perdido repentinamente su desenvoltura.
Subimos al Suburban del jefe de la base y nos pusimos en camino bajo un cielo infinito. Nos rodeaban unas lejanas y despobladas cadenas montañosas con flora de las zonas altas del desierto como la salvia, el pino enano o el abeto, plantas mal desarrolladas por la falta de lluvia. En la Casa de los Mustangs, que era como llamaban a la base, el tráfico más cercano circulaba a sesenta y cinco kilómetros de distancia. Allí había depósitos de municiones en los que se guardaban armas de la Segunda Guerra Mundial, y el espacio aéreo era enorme y de acceso restringido. Vimos huellas de sal de aguas de otras épocas, y también un antílope y un águila.