Un ambiente extraño (39 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—Si consigo localizarla, ¿quiere que le pase con ella?

—Por descontado —respondí.

Rose consiguió hablar con Phyllis Crowder al cabo de quince minutos, cuando yo estaba a punto de ir a la reunión de personal.

—¿Dónde demonios andas? ¿Qué tal estás? —pregunté.

—Esta puñetera gripe... —dijo—. No la cojas.

—Ya la he cogido, y aún no me he librado de ella. Te he llamado a Richmond.

—Es que estoy en casa de mi madre, en Newport News. Como trabajo cuatro días a la semana, vengo aquí a pasar los otros tres. Lo hago desde hace años.

No lo sabía, pero nunca habíamos tenido mucho trato.

—Phyllis, lamento tener que molestarte si no estás bien, pero necesito que me ayudes en una cosa. En 1978 se produjo un accidente en el laboratorio de Birmingham en el que tú trabajaste. He buscado toda la información posible al respecto, pero lo único que sé es que había una fotógrafa médica trabajando sin protección en un laboratorio de viruela y que...

—Sí, sí-dijo interrumpiéndome—. Lo sé todo sobre ese asunto. Por lo visto la fotógrafa estuvo expuesta al virus porque había un conducto de ventilador sin aislar y murió. El virólogo se suicidó. El caso lo cita siempre la gente que aboga por la destrucción de todas las muestras congeladas.

—¿Trabajabas tú en aquel laboratorio cuando ocurrió el accidente?

—Afortunadamente, no. Sucedió unos años después de que me marchara. Yo ya estaba en Estados Unidos entonces.

Aquello era decepcionante. Phyllis sufrió un acceso de tos y prácticamente tuvo que dejar de hablar.

—Lo siento... —Volvió a toser y añadió—: Éstas son las ocasiones en las que una detesta vivir sola.

—¿No tienes a nadie que pase a verte?

—No.

—¿Y la comida?

—Me las apaño.

—¿Quieres que te lleve algo? —pregunté.

—Ni se te ocurra.

—Yo te ayudo a ti si

me ayudas a mí-añadí—. ¿Tienes algún archivo de Birmingham? ¿Algo relacionado con el trabajo que se estaba realizando en el laboratorio cuando tú estabas allí? ¿Algo que puedas consultar?

—Seguro que tengo algo en algún rincón de la casa —respondió.

—Si lo encuentras te llevo un poco de guisado.

Cinco minutos más tarde salía del centro e iba corriendo hasta mi coche. Fui a casa y saqué del frigorífico varias raciones de guisado casero. Luego, cuando iba por la autopista 64 en dirección este, llené el depósito de gasolina. Llamé a Pete por el teléfono del coche y le conté lo que ocurría.

—Esta vez sí que has perdido la razón —exclamó—. ¿Que vas a hacer un viaje de ciento cincuenta kilómetros para llevarle comida a alguien? ¿Y por qué nos has llamado a Domino's para que le lleven una pizza a casa?

—No se trata de eso. Tengo razones para hacer el viaje, créeme. —Me puse las gafas de sol—. Es posible que averigüe algo allí. Puede que tenga algo que nos sirva.

—Avísame si descubres algo —dijo—. Llevas el busca, ¿verdad?

—Verdad.

A aquella hora del día no había mucho tráfico, pero evité rebasar los ciento diez para que no me multaran por exceso de velocidad. A la media hora ya estaba pasando por Wiliamsburg, y veinte minutos después llegué a Newport News siguiendo las indicaciones que me había dado Phyllis. El barrio se llamaba Brandon Heights y sus habitantes pertenecían a diferentes clases económicas. Conforme me acercaba al río James las casas fueron haciéndose más grandes. Phyllis vivía en una modesta casa de dos pisos. La había pintado recientemente de blanco cáscara de huevo y conservaba el jardín en buen estado.

Aparqué detrás de una camioneta, cogí el guisado y me colgué el bolso y el maletín del hombro. Cuando Phyllis salió a la puerta, tenía un aspecto espantoso. Estaba pálida y tenía los ojos hinchados debido a la fiebre. Iba vestida con una bata de franela y unas zapatillas de cuero con pinta de haber pertenecido antes a un hombre.

—Eres la amabilidad en persona —me dijo al abrirme la puerta—. O eso o estás loca.

—Depende de a quién se lo preguntes.

Entré en la casa y me detuve a mirar las fotografías enmarcadas que había colgadas de las planchas de madera del oscuro recibidor. La mayoría eran de personas de excursión o pescando, y habían sido tomadas hacía mucho tiempo. Me llamó la atención una en la que aparecía un anciano sonriendo, con una pipa de maíz en la boca, un sombrero azul claro y un gato en las manos.

—Es mi padre —me explicó Phyllis—. Ahí es donde vivían mis padres y los padres de mi madre. Son esos de ahí. —Me los señaló—. Cuando el negocio que tenía mi padre en Inglaterra empezó a ir mal, vinieron aquí a vivir con la familia de mi madre.

—¿Y tú? —pregunté.

—Yo me quedé. Estaba en la escuela.

La miré; dudaba que fuera tan mayor como quería hacerme creer.

—Siempre quieres que piense que eres un dinosaurio en comparación conmigo —comenté—, pero estoy segura de que no es así.

—A lo mejor lo que ocurre simplemente es que a ti no se te nota la edad como a mí-dijo clavando sus febriles y oscuros ojos en los míos.

—¿Vive todavía algún miembro de tu familia? —pregunté mientras observaba las fotografías.

—Mis abuelos murieron hará unos diez años y mi padre hace cinco. A partir de entonces empecé a venir aquí todos los fines de semana para cuidar a mi madre. Aguantó todo lo que pudo.

—Debió de ser difícil con lo ocupada que estás siempre con el trabajo —comenté mientras miraba una vieja fotografía en la que aparecía en una barca riendo y sosteniendo una trucha arco iris.

—¿Quieres pasar y sentarte? —preguntó—. Voy a dejar esto en la cocina.

—No, no, dime dónde está. Así ahorrarás fuerzas —insistí.

Me condujo por un comedor que tenía aspecto de no haber sido utilizado desde hacía años, pues habían quitado la araña; del techo colgaban unos cables sobre una mesa polvorienta, y las cortinas habían sido reemplazadas por persianas. Cuando llegamos a la cocina, que era grande y anticuada, a mí ya se me había puesto la piel de gallina. Al poner el guisado sobre la encimera, me resultó difícil conservar la calma.

—¿Té? —preguntó.

Apenas tosía ya. Aunque fuera cierto que estaba enferma, ésta no era la razón por la que no había acudido al trabajo.

—No, no quiero nada.

Me sonrió, pero cuando nos sentamos a la mesa de la cocina me miró con ojos penetrantes. Yo trataba desesperadamente de pensar qué podía hacer. Lo que sospechaba no podía ser cierto. ¿O acaso debía haberlo descubierto antes? La conocía desde hacía más de quince años; habíamos trabajado juntas en numerosos casos y compartido información, y nos habíamos apoyado la una a la otra como mujeres. En los viejos tiempos habíamos tomado café y fumado juntas. Me parecía una mujer simpática y brillante y nunca había notado en ella nada siniestro. Sin embargo, me hacía cargo de que éste era la clase de comentario que solía hacer la gente cuando se descubría que el vecino de la casa de al lado era un asesino múltiple, un pederasta o un violador.

—Háblame de Birmingham —le dije.

—De acuerdo.

—Se ha encontrado la muestra congelada de la enfermedad —dije—. Los tubos tienen etiquetas de Birmingham con fecha de 1978. Lo que me pregunto es si se realizarían en el laboratorio investigaciones sobre variedades mutantes de la viruela. ¿Sabes tú algo de eso?

—No estaba allí en 1978 —afirmó, interrumpiéndome.

—Pues yo creo que sí, Phyllis.

—Da igual.

Se levantó a poner el té. Yo no dije nada y esperé a que volviera a sentarse.

—Estoy enferma, y a estas alturas tú también deberías estarlo —dijo. Yo sabía que no se refería a la gripe.

—Me sorprende que no crearas tu propia vacuna antes de comenzar con todo este asunto —comenté—. Me parece un poco temerario de tu parte, siendo como eres una persona tan meticulosa.

—No la habría necesitado si ese cabrón no hubiera entrado en la caravana y no lo hubiese echado todo a perder —masculló—. ¡Ese cerdo asqueroso...! —exclamó temblando de ira.

—Cuando estabas hablando conmigo por Internet —añadí—. Fue entonces cuando te quedaste conectada; él empezó a forzar la puerta de la caravana, de modo que le pegaste un tiro y saliste huyendo en tu camioneta. Supongo que sólo ibas a la isla James durante tus largos fines de semana. Allí podías introducir tu encantadora enfermedad en los nuevos tubos y alimentar a tus queridas criaturas.

Mientras hablaba empecé a notar cómo la furia se iba apoderando de mí. Sin embargo, a ella no parecía importarle; al contrario, estaba disfrutando.

—Después de todos los años que llevas en la medicina, ¿las personas no son para ti más que platinas y platillos de Petri? ¿Qué ocurre con sus caras, Phyllis? He visto a las personas a las que les has hecho esto. —Me incliné hacia ella—. Una anciana que murió sola en su sucia cama, sin nadie que pudiera oírla siquiera cuando gritaba para pedir agua. Y ahora Wingo, que no me deja que le mire, un chico que es un pedazo de pan y que se está muriendo... ¡Tú lo conoces! ¡Ha estado en tu laboratorio! ¿Qué te ha hecho?

Pero le traía sin cuidado. A ella también le consumía la ira.

—Dejaste el pulverizador de Vita de Lila Pruitt en uno de los cajones que usaba para vender recetas por veinticinco centavos. Corrígeme si me equivoco —dije con mordacidad—. Pensó que se habían equivocado con su correo y que lo habían echado en el buzón de un vecino. Qué bien que te manden una cosita así gratis, se dijo, y entonces se roció la cara. Lo tenía sobre la mesilla del dormitorio y, cada vez que tenía dolores, se rociaba con él.

Phyllis guardó silencio. Le brillaban los ojos.

—Probablemente repartirías todas tus pequeñas bombas en la isla de Tangier a la vez y luego irías a dejar la mía y las de los empleados de mi centro. ¿Qué tenías pensado hacer a continuación? ¿Infectar a todo el mundo?

—Quizá —se limitó a decir.

—¿Porqué?

—A mí me lo hicieron antes. Es un ajuste de cuentas.

—¿Quién te ha hecho algo a ti que sea remotamente parecido a esto?

—Estaba en Birmingham cuando ocurrió. Me refiero al accidente. Se insinuó que yo tenía parte de culpa y me obligaron a marcharme. Fue algo completamente injusto y para mí supuso un verdadero revés, porque era joven y estaba totalmente sola. Tenía miedo. Mis padres me habían dejado para irse a Estados Unidos y vivir en esta casa. Les gustaba vivir en el campo, ir de excursión, pescar...

Estuvo un buen rato ausente, como si se encontrara allí, en aquella época.

—No estaba muy bien considerada, pese a que había trabajado de firme. Conseguí otro trabajo en Londres, en un puesto tres categorías inferior al otro. —Clavó los ojos en mí y añadió—: Fue injusto. Fue el virólogo quien causó el accidente. Pero como aquel día yo estaba allí, y luego él se suicidó oportunamente, fue fácil acusarme a mí de todo. Además, en el fondo no era más que una chiquilla.

—De modo que robaste el virus antes de marcharte —dije.

Sonrió fríamente.

—¿Y lo has conservado durante todos estos años?

—No es difícil si todos los lugares en los que trabajas tienen frigoríficos de nitrógeno y siempre te ofreces amablemente a llevar el control de existencias —respondió orgullosamente—. Lo guardé.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? —Había levantado la voz—. Era yo la que estaba trabajando en él cuando ocurrió el accidente. Era mío, así que antes de irme cogí una muestra de él y de los otros virus con los que estaba experimentando. ¿Por qué iban a quedárselo ellos? No eran lo bastante inteligentes como para hacer lo que yo estaba haciendo.

—Pero no es viruela, o no exactamente viruela —dije.

—Bueno, es aún peor, ¿no? —Los labios le temblaban de la emoción que le producía recordar aquella época—. Inserté el ADN de la viruela del mono en el genoma de la viruela.

Cada vez estaba más nerviosa. Cuando cogió la servilleta y se sonó la nariz, le temblaban las manos.

—Luego, cuando comenzó el nuevo año académico y eligieron al jefe de departamento, me postergaron —prosiguió con los ojos llenos de lágrimas de rabia.

—Phyllis, eso no es justo...

—¡Cierra la boca! —gritó—. Con todo lo que le he dado a esa puta facultad... Soy la persona con más experiencia. Todos, tú incluida, habéis aprendido a dar los primeros pasos gracias a mí y ahora resulta que le dan el puesto a un hombre porque no soy doctora. Sólo tengo la tesis —masculló.

—Se lo han dado a un patólogo que estudió en Harvard y que tiene todos los méritos para el puesto —dije terminantemente—. Además, da igual. Lo que has hecho no tiene excusa. ¿Has guardado el virus todos estos años para hacer esto?

La tetera estaba silbando estridentemente. Me levanté y apagué el fuego.

—No es la única enfermedad exótica que tengo en mis archivos de investigación. He estado reuniendo enfermedades, —dijo—. De hecho pensaba que quizás algún día podría realizar un trabajo importante. Estudiaría los virus más temidos del mundo y averiguaría algo sobre el sistema inmunológico humano que podría salvarnos de desastres como el sida. Pensaba que podía ganar el premio Nobel. —Se había calmado de forma extraña, como si estuviera satisfecha consigo misma—. Pero no diría que en Birmingham ya tenía pensado provocar algún día una epidemia.

—Bueno, no la has provocado —repliqué.

Me miró con los ojos entornados y expresión perversa.

—No se ha puesto enfermo nadie excepto las personas que al parecer han utilizado la loción facial —le expliqué—. Yo he estado con las víctimas en varias ocasiones y he estado expuesta a la acción del virus, pero me encuentro bien. El virus que creaste no tiene futuro porque sólo afecta a la primera persona pero no se reproduce. No hay infección secundaria. No es epidémico. Lo que has creado es pánico, enfermedad y muerte en unas cuantas víctimas inocentes. Y por si fuera poco, has trastornado la industria pesquera de una isla llena de gente que probablemente ni siquiera sabe qué es el premio Nobel.

Me apoyé sobre el respaldo de la silla y la miré con atención, pero a ella no parecía importarle todo lo que le había dicho.

—¿Por qué me mandaste fotografías y mensajes? —le pregunté en tono apremiante—. Las fotografías las hiciste en el comedor, sobre esa mesa. ¿Quién fue tu conejillo de Indias? ¿Tu vieja y desvalida madre? Le rociaste el virus para ver si le causaba efecto, ¿verdad? Luego, al ver que sí se lo causaba, le pegaste un tiro en la cabeza. La desmembraste con una sierra para autopsias, de modo que nadie asociara su muerte con los pulverizadores cuyo contenido ibas a manipular.

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