Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
Decidí no pasar más tiempo con el cadáver y salí al exterior. El equipo del IIMEIEEU estaba intranquilo, como si tuviera que ir a algún sitio y temiera perder el avión. Cuando bajé por las escaleras, me miraron fijamente. Pete estaba esperando más atrás, medio oculto entre los árboles, con los brazos cruzados. El guarda se encontraba a su lado.
—Este vehículo está completamente contaminado —anuncié—. Dentro hay un hombre de raza blanca sin identificación. Necesito que me ayude alguien a sacar el cadáver. Hay que aislarlo —añadí, mirando al capitán.
—Nos lo llevamos —dijo.
Hice un gesto de asentimiento.
—Pueden hacer la autopsia en su instituto; quizá sea conveniente que llamen a alguien del centro forense de Baltimore para que esté presente. Lo de la caravana es un problema distinto. Hay que llevarla a algún sitio donde se pueda trabajar en ella sin peligro. Hay que recoger pruebas y descontaminarlas. Pero, francamente, esto ya queda fuera de mi alcance. A menos que tengan una sala de contención que pueda albergar algo así de grande, quizá sea mejor enviarla a Utah.
—¿A Dugway?
—Sí —respondí—. Es posible que el coronel Fujitsubo pueda prestarnos ayuda.
El Polígono de Pruebas de Dugway era el centro de experimentación más grande que tenía el ejército para las armas defensivas biológicas y químicas. A diferencia del IIMEIEEU, que se encontraba en medio de la América urbana, Dugway disponía de los inmensos terrenos del desierto del Gran Lago Salado para realizar pruebas con láser, bombas inteligentes, bombas de humo y mecanismos de iluminación. Pero, más importante aún, tenía la única sala de pruebas de Estados Unidos que permitía tratar un vehículo del tamaño de un tanque del ejército.
El capitán se quedó un momento pensativo, mirándonos alternativamente a la caravana y a mí mientras tomaba una decisión y elaboraba un plan.
—Frank, coge el teléfono. Tenemos que mover esto lo antes posible —le dijo a uno de los científicos—. El coronel tiene que arreglar lo del transporte con las Fuerzas Aéreas; dile que nos manden algo rápido, que no quiero tener esto aquí fuera toda la noche. Y necesitamos un camión con plataforma de carga.
—Con todo el pescado que transportan en esta zona, seguro que podemos conseguir uno por aquí cerca —dijo Pete—. Ya me ocupo yo.
—Bien —prosiguió el capitán—. Que alguien me traiga tres bolsas para el cadáver y el aislador. —Luego se volvió hacia mí y me dijo—: Seguramente necesitará que le echen una mano.
—Y que lo diga —respondí, y echamos a andar hacia la caravana.
Abrí la torcida puerta de aluminio y él entró detrás de mí. Fuimos directamente a la parte de atrás sin perder el tiempo. Por la cara que puso Clark, comprendí que nunca había visto nada parecido, aunque, gracias a la capucha y al equipo de respiración, al menos no tenía que soportar el hedor de la carne humana en descomposición. Se arrodilló a un lado y yo al otro; el cuerpo pesaba, y el espacio era muy reducido.
—¿Hace calor aquí dentro o soy yo? —dijo en voz alta mientras forcejeábamos con los gomosos miembros del cadáver.
—Han subido la temperatura al máximo. —Estaba ya sin aliento—. Lo han hecho para acelerar la contaminación vírica, la descomposición. Es una forma habitual de dificultar la investigación del lugar de los hechos. A ver, vamos a meterlo en la bolsa. No hay mucho sitio, pero creo que podemos hacerlo.
Empezarnos a introducirlo en la segunda bolsa con las manos y los trajes resbaladizos debido a la sangre. Nos costó casi treinta minutos meter el cadáver en el aislador; cuando lo sacamos de la caravana, los músculos me temblaban, el corazón me latía con fuerza y estaba sudando a mares. Una vez fuera nos regaron de arriba abajo con un producto químico junto con el aislador, el cual fue transportado a continuación a Crisfield en un camión. Seguidamente, el equipo se puso a trabajar en la caravana.
Había que envolverlo todo excepto las ruedas en una pesada tela de vinilo azul con un filtro de partículas de aire de alto rendimiento. Me despojé del traje con gran alivio y me retiré al puesto de los guardas, que estaba abrigado y bien iluminado. Me limpié la cara y las manos. Tenía los nervios crispados y habría dado cualquier cosa por acostarme, meterme una buena dosis de NyQuil y quedarme dormida.
—Menudo cirio... —exclamó Pete entrando en el puesto junto con una fuerte ráfaga de aire frío.
—Cierra la puerta, por favor —dije temblando.
—¿Se puede saber qué te ha puesto de tan malhumor?
Se había sentado al otro lado de la habitación.
—La vida.
—No puedo creerme que hayas venido a este jodido sitio estando enferma. Me parece que te has vuelto loca.
—Gracias por tus palabras de apoyo.
—Oye, esto tampoco es que sea un placer para mí. He de ponerme a interrogar gente, pero estoy sin coche y no puedo moverme.
Tenía cara de estar nervioso.
—¿Qué vas a hacer?
—Buscar algo. He oído que Lucy y Janet están por aquí cerca y tienen coche.
—¿Dónde?
Hice ademán de ponerme en pie.
—No te alteres. Están buscando gente a la que interrogar, que es lo que yo debería estar haciendo. ¡Qué ganas tengo de fumar! Llevo prácticamente todo el día sin tocar un cigarrillo.
—Aquí dentro no —le indiqué, señalando un cartel.
—La gente está muñéndose de viruela y tú te pones a quejarte del tabaco, hay que joderse...
Saqué el frasco de Motrin y me tomé tres comprimidos sin agua.
—Y bien, ¿qué van a hacer ahora estos soldaditos del espacio? —preguntó.
—Unos se van a quedar en la zona buscando gente que haya podido estar expuesta a la acción del virus en Tangier o en el camping. Van a trabajar por turnos con otros miembros del equipo. Supongo que tú también tendrás que estar en contacto con ellos por si das con alguien que haya podido estar expuesto.
—¿Cómo? ¿Voy a tener que pasarme toda la semana vestido con un traje naranja? —Bostezó e hizo un chasquido con el cuello—. Son un coñazo. Dan un calor de cojones, menos en la capucha —dijo, pese a que en el fondo estaba orgulloso de haber llevado uno.
—No, no vas tener que llevar un traje de plástico.
—¿Y qué ocurre si me entero de que alguien al que he interrogado ha estado expuesto al virus?
—No le beses y ya está.
—No creo que sea un asunto divertido —dijo mirándome fijamente.
—Es de todo menos divertido.
—¿Y el muerto? ¿Van a incinerarlo a pesar de que no sabemos quién es?
—Van a hacerle la autopsia por la mañana —respondí—. Me imagino que guardarán el cadáver todo el tiempo que puedan.
—Esta historia es muy extraña. —Pete se frotó la cara con las manos—. ¿Y dices que dentro había un ordenador?
—Sí, un portátil. Pero no tenía ni impresora ni escáner. Sospecho que se trata de un escondite y que la persona en cuestión tiene la impresora y el escáner en casa.
—¿Y el teléfono?
Me quedé un momento pensando.
—No recuerdo haber visto ninguno.
—Bueno, el cable telefónico va de la caravana hasta la oficina. A ver si podemos averiguar alguna cosa, por ejemplo el titular de las facturas. Voy a informar a Benton de lo que hemos encontrado.
—Si la línea de teléfono sólo se ha utilizado para hablar por AOL —dijo Lucy al tiempo que entraba en el puesto y cerraba la puerta—, no habrá ninguna factura de teléfono. La única factura será la de AOL, y se la seguirán mandando a Perley, el hombre al que le birlaron la tarjeta de crédito.
Tenía cara de estar alerta, aunque iba algo desarreglada con los vaqueros y la chaqueta de cuero. Tras sentarse a mi lado, me examinó el blanco de los ojos y me palpó las glándulas del cuello.
—Saca la lengua —me dijo con seriedad.
—¡Ya basta!
La aparté tosiendo y riendo al mismo tiempo.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor. ¿Dónde está Janet? —pregunté.
—Por ahí, hablando. ¿Qué clase de ordenador hay dentro de la caravana?
—No me he parado a mirarlo con detenimiento —respondí—. No me he fijado en los detalles.
—¿Estaba encendido?
—No lo sé. No he mirado.
—Tengo que entrar.
—¿Qué quieres hacer?
—Creo que tengo que ir contigo.
—¿Ya te dejarán? —preguntó Pete.
—¿A quién demonios te refieres?
—A los pesados para los que trabajas —respondió.
—Me han dado el caso a mí y cuentan con que lo resuelva.
Lucy no quitaba los ojos de las ventanas y la puerta. Estaba infectada y acabaría sucumbiendo por la influencia de la policía. Debajo de la chaqueta tenía una pistola de nueve milímetros Sig Sauer en una funda de cuero con cartuchos de reserva, y probablemente llevaba unas nudilleras de metal en el bolsillo. Cuando abrieron la puerta, se puso tensa. Se trataba de otro guarda, quien entró en el puesto apresuradamente con el pelo todavía húmedo de la ducha y cara de estar nervioso y agitado.
—¿Puedo ayudarles en algo? —nos preguntó mientras se quitaba la chaqueta.
—Pues sí —dijo Pete, levantándose de la silla—. ¿Qué clase de coche tiene?
C
uando llegamos, el camión con plataforma de carga ya estaba esperando. La caravana se encontraba encima de ella envuelta en la tela de vinilo, brillando con una extraña luz difusa de color azul bajo las estrellas y la luna, y enganchada todavía a una camioneta. Estábamos aparcando cerca de un camino sin asfaltar, en la linde de un campo, cuando un avión enorme pasó sobre nuestras cabezas a una altura alarmantemente baja y produciendo un estruendo más fuerte que el de un reactor para vuelos comerciales.
—Pero ¿qué leches es eso? —exclamó Pete mientras abría la puerta del Jeep del guardia.
—Creo que es el avión que nos va a llevar a Utah —dijo Lucy desde el asiento trasero, donde estábamos sentadas ella y yo.
El guarda estaba mirando por el parabrisas con cara de incredulidad, como si hubiera llegado el momento de ascender al cielo.
—¡Joder! ¡Pero si nos están invadiendo!
Lo primero que bajaron fue un vehículo todo terreno envuelto en cartón ondulado y colocado sobre una pesada plataforma de madera. Cuando aterrizó sobre la tupida hierba seca del campo, sonó como una explosión, tras lo cual fue arrastrado por los paracaídas que había inflado el viento. Luego la tela de nailon verde se desmadejó sobre el todo terreno y empezaron a florecer en el cielo otras mochilas. El cargamento fue cayendo al suelo seguido por los paracaidistas, que oscilaban dos o tres veces antes de aterrizar ágilmente con los pies y despojarse de los arneses. Seguidamente recogieron la ondeante tela de nailon, y el ruido de su C—17 fue alejándose en dirección a la luna.
El Equipo de Control de Combate de las Fuerzas Aéreas de Charleston, Carolina del Sur, había llegado exactamente a las doce y trece minutos de la noche. Nos quedamos sentados en el Jeep y observamos fascinados cómo los aviadores empezaban a examinar la compactibilidad del terreno, ya que lo que estaba a punto de aterrizar en él pesaba lo suficiente como para destruir el asfaltado de una pista de aterrizaje normal. Los miembros del equipo de control tomaron medidas, fijaron los límites del terreno y pusieron dieciséis luces de aterrizaje con telemando para aeropuertos mientras una mujer vestida con un uniforme de camuflaje desenvolvía el todo terreno, ponía en marcha su ruidoso motor diesel y lo bajaba de la plataforma para quitarlo de en medio.
—Tengo que encontrar algún garito por aquí cerca —dijo Pete sin dejar de contemplar el espectáculo—. ¿Cómo demonios van a aterrizar con un avión militar de gran tamaño en un campo tan pequeño?
—Algo puedo decirte al respecto —le respondió Lucy, quien siempre tenía alguna explicación que dar cuando se trataba de un problema técnico—. Por lo visto, el C—17 está diseñado para aterrizar en pistas extraordinariamente pequeñas y de uso no autorizado, como ésta, o en el lecho seco de un lago. En Corea llegaron a utilizar autopistas.
—¡Ya estamos! —exclamó Pete con su sarcasmo habitual.
—Lo único que podría meterse en un lugar tan pequeño como éste es un C—130 —prosiguió Lucy—. El C—17 puede dar marcha atrás. ¿A que es alucinante?
—Es imposible que un carguero pueda hacer todo eso —afirmó Pete.
—Pues esta criatura sí que puede —dijo Lucy, como si quisiera adoptarla.
Pete empezó a mirar a su alrededor.
—Tengo tanta hambre que me comería un neumático. Daría el sueldo de un mes por una cerveza. Voy a bajar la ventanilla para fumar.
Tuve la impresión de que el guarda no quería que nadie fumara en su Jeep, que tan bien cuidado tenía, pero estaba demasiado atemorizado como para decir nada.
—Pete, vamos fuera —dije—. Nos sentará bien un poco de aire fresco.
Bajamos del vehículo y Pete encendió un Marlboro y lo chupó como si fuera leche materna. Los miembros del IIMEIEEU responsables del camión y de su escalofriante cargamento seguían vestidos con los trajes de protección y alejados de todo el mundo.
Estaban todos juntos sobre las roderas del camino sin asfaltar, observando cómo trabajaban los aviadores en el campo, que debía de medir varias hectáreas y que posiblemente sirviera de campo de deportes durante los meses más calurosos.
Cuando estaban a punto de dar las dos de la madrugada, llegó un Plymouth de camuflaje de color oscuro. Lucy se acercó trotando a él, y vi cómo se asomaba a la ventanilla del conductor y hablaba con Janet. Luego el coche se alejó.
—Ya estoy aquí —dijo con voz queda, tocándome el brazo.
—¿Va todo bien? —pregunté, consciente de lo difícil que debía de resultarles la vida que llevaban juntas.
—Por el momento está todo bajo control —respondió.
—Agente 007, ha sido usted muy amable al venir a ayudarnos hoy —le dijo Pete, fumando como si tuviera las horas contadas.
—¿Sabes una cosa? Ser irrespetuoso con los agentes federales constituye delito —respondió ella—. Sobre todo si quien lo comete forma parte de la minoría de origen italiano.
—Espero que tú también formes parte de una minoría. No quiero encontrarme por ahí con otras como tú.
Encendió una cerilla; en aquel momento se oyó a lo lejos el ruido de un avión.
—Janet va a quedarse aquí —le anunció Lucy—, lo cual significa que vais a trabajar juntos en este caso. Está prohibido fumar en el coche, y si intentas ligártela eres hombre muerto.