Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
Los monitores se estaban encendiendo por toda la sala; en uno de ellos reconocí la cara del coronel Fujitsubo. Luego, tras una serie de parpadeos, apareció Bret Martin en otra y nos miró fijamente.
—Cámaras encendidas —dijo la agente a cargo del tablero de mandos—. Micrófonos encendidos. ¿Puede alguien hacer una prueba?
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno —dijo el AER por el micrófono.
—¿Qué tal el volumen?
—Aquí bien —respondió Fujitsubo desde Frederick, Maryland.
—Aquí también —dijo Martin desde Atlanta.
—Pueden empezar cuando quieran —anunció la agente del tablero de mandos mirándonos a todos.
—Un breve resumen para asegurarnos de que estamos todos al corriente —dije—. Tenemos un brote de un virus que, según parece, está relacionado con la viruela. Por ahora sólo se ha detectado en la isla de Tangier, a treinta kilómetros de la costa de Virginia. Hasta el momento se han registrado dos muertes y un enfermo. Es probable que también estuviera infectada una reciente víctima de homicidio. Se sospecha que la vía de transmisión son unas muestras de loción facial aroma-terapéutica Vita contaminadas de forma deliberada.
—Eso no se ha comprobado todavía.
Era el comisario Miles quien había hablado.
—Las muestras estarán aquí en cualquier momento —dijo Martin desde Atlanta—. Iniciaremos los análisis inmediatamente; esperamos tener una respuesta antes de mañana por la tarde. Mientras tanto, hemos prohibido el envío de las muestras hasta que sepamos exactamente qué es lo que tenemos entre manos.
—Pueden hacer reacciones en cadena de polimerasa para ver si se trata del mismo virus —dijo el comisario Miles mirando las pantallas de vídeo.
El doctor Martin hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, podemos hacerlo.
El comisario Miles nos miró a todos.
—¿Cuál es la situación entonces? ¿Tenemos a un desequilibrado suelto, a una especie de asesino del Tylenol que ha decidido utilizar una enfermedad? ¿Cómo sabemos si esos pequeños pulverizadores no están ya por todas partes?
—Creo que el asesino está tomándoselo con calma. —Benton había empezado a hacer lo que mejor se le daba—. Empezó matando a una persona. Cuando vio que obtenía resultados, pasó a un isla diminuta. Como también ha obtenido resultados, ahora ha atacado un centro del departamento de sanidad situado en el centro de una ciudad. —Se volvió hacia mí y añadió—: Si no lo detenemos o elaboramos una vacuna, pasará a la siguiente fase. Otro motivo por el que sospecho que el asesino se encuentra en la zona es que, por lo visto, los pulverizadores han sido entregados personalmente y con un franqueo falso de correo en los paquetes para que parezca que los ha repartido el cartero.
—Entonces usted cree que se trata de una manipulación de producto.
—Opino que se trata de una acción terrorista.
—¿Con qué propósito?
—Todavía no lo sabemos —respondió Benton.
—Pero esto es mucho peor que el asesino del Tylenol o que Unabomber —dije—. El mal que ellos causan se restringe a la persona que toma el comprimido o abre el paquete. Pero en el caso del virus, el mal se extiende más allá de la primera víctima.
—Doctor Martin, ¿qué puede decirnos de este virus en particular? —preguntó el comisario Miles.
El doctor nos miró con ojos inexpresivos desde su pantalla y respondió:
—Tradicionalmente empleamos cuatro métodos para analizar la viruela. La microscopia electrónica, con la que hemos obtenido una imagen directa del virus.
—¿La viruela? —exclamó el comisario Miles casi gritando—. ¿Está usted seguro de eso?
—Espere, déjeme acabar —dijo el doctor Martin—. También hemos comprobado la identidad antigénica utilizando gel de agar-agar. Sin embargo, el análisis del cultivo de membrana corioalantoidea de embrión y de otros cultivos de tejido nos va a costar dos o tres días, de manera que aún no disponemos de resultados, aunque sí tenemos el de las reacciones en cadena, el cual confirma que es un virus relacionado con la viruela. El problema es que no sabemos cuál. Es muy extraño: se trata de un virus desconocido en la actualidad, no es la viruela del mono ni la menor extraída de éste, ni tampoco las clásicas viruelas menor y mayor, aunque parece que está relacionada con ellas.
—Doctora Scarpetta-dijo el coronel Fujitsubo—, ¿puede decirme todo lo que sabe sobre el contenido de ese pulverizador de loción facial?
—Agua destilada y fragancia. No trae una lista de ingredientes, aunque los pulverizadores de este tipo no suelen traerla —respondí.
El coronel estaba tomando notas.
—¿Aséptico? —preguntó, mirándonos nuevamente por el monitor.
—Eso espero, puesto que en el modo de empleo se recomienda pulverizarlo sobre la cara y las lentillas —le respondí.
—Me pregunto entonces cuánto tiempo podemos prever que se conservarán esos pulverizadores contaminados —prosiguió el coronel Fujitsubo vía satélite—. El virus de la viruela no es muy estable en condiciones húmedas.
—Eso es importante —comentó el doctor Martin, ajustándose el auricular—. El virus aguanta muy bien en condiciones secas y con una temperatura normal puede sobrevivir desde varios meses hasta un año. Es sensible a la luz del sol, pero dentro de un pulverizador eso no supone un problema. El calor no le va bien, lo cual significa, desgraciadamente, que ésta es su mejor época del año.
—Entonces es posible que muchos no surtan efecto —dije—, aunque dependerá de lo que la gente haga cuando los reciba.
—Es posible —respondió el doctor Martín.
Benton dijo:
—Está claro que el criminal al que estamos buscando sabe de enfermedades infecciosas.
—No podría ser de otra manera —recalcó el coronel Fujitsubo—. El virus tiene que ser cultivado y propagado; si se trata realmente de terrorismo, el autor del crimen ha de estar muy familiarizado con las técnicas básicas de laboratorio. Sabe cómo protegerse para manipular un virus como éste. Partimos del supuesto de que sólo hay una persona implicada, ¿no?
—Yo opino que sí, pero la respuesta es que no lo sabemos —contestó Benton.
—Se llama a sí mismo «muerteadoc» —dije.
—¿Como el doctor Muerte? —preguntó el coronel Fujitsubo, frunciendo el entrecejo—. ¿Con eso quiere decirnos que es médico?
Una vez más resultaba difícil dar una respuesta, pero la pregunta más molesta era también la más difícil de hacer.
—Doctor Martin —dije. Martínez se recostó silenciosamente en su silla sin dejar de prestar atención—, al parecer sólo hay aislados víricos en su centro y en un laboratorio ruso. ¿Tiene alguna idea de cómo han podido conseguir éste?
—¡Exacto! —exclamó Benton—. Por desagradable que pueda resultar, tenemos que examinar su lista de empleados. ¿Ha habido expulsiones o despidos recientemente? ¿Ha dejado alguien el trabajo durante los últimos meses o años?
—Las muestras del virus de la viruela de que disponemos están tan controladas e inventariadas como el plutonio —respondió el doctor Martin con seguridad—. Las he revisado yo personalmente y puedo asegurarles que no se ha tocado nada. No falta ni una. Además no es posible entrar en una de las cámaras frigoríficas sin autorización y sin saber la clave de la alarma.
Tras un momento de silencio, Benton dijo:
—Creo que sería una buena idea que nos proporcionara una lista de las personas que han recibido dicha autorización durante los últimos cinco años. En principio,
y
basándome en la experiencia, el perfil que he trazado de este individuo es el de un hombre blanco posiblemente de cuarenta y pocos años. Lo más probable es que viva solo, pero si no es así o si sale con alguien, tiene vedada una parte de su casa, su laboratorio...
—Entonces es probable que se trate de un antiguo empleado de laboratorio —dijo el agente especial encargado del caso.
—O alguien de esas características —respondió Benton—. Alguien con formación, preparado. Es una persona introvertida; para decir esto me baso en varias cosas, de las cuales no es la menos importante su tendencia a escribir en minúscula. Su rechazo a utilizar puntuación indica que se considera distinto a las demás personas y que para él no rigen las mismas normas. No es hablador y puede que sus colegas lo consideren reservado o tímido. Dispone de tiempo y, lo que es más importante, considera que el sistema lo ha tratado mal. Cree que la autoridad suprema del país, que nuestro gobierno, le debe una disculpa. En mi opinión, ésta es la clave para comprender el móvil del autor del crimen.
—Entonces se trata de una venganza —dije—. Así de sencillo.
—Nunca es tan sencillo. Ojalá lo fuera —me indicó Benton—. Pero creo que la venganza es la clave; de ahí que sea importante que todos los departamentos gubernamentales que se ocupan de enfermedades infecciosas nos faciliten los expedientes de todos los empleados que durante los últimos meses o años hayan sido amonestados, despedidos, expulsados, dados de baja o cualquier cosa por el estilo.
El coronel Fujitsubo carraspeó.
—Bien, hablemos entonces de logística.
Había llegado el momento de que la guardia costera presentara un plan. Martínez se levantó de la silla y sujetó unos grandes mapas a unos tableros. El ángulo de las cámaras fue modificado para que los invitados que no se encontraban en la sala pudieran verlos.
—¿Puede sacar los mapas en pantalla? —preguntó Martínez a la agente del tablero de mandos.
—Ya los tengo —respondió ésta—. ¿Qué tal? —añadió volviéndose hacia los monitores.
—Bien.
—No sé... ¿Podría acercar un poco la imagen?
Mientras la agente aproximaba la cámara, Martínez sacó un puntero láser y dirigió su brillante punto de color rosa a la línea de la bahía de Chesapeake que dividía a Virginia de Maryland y cruzaba la isla de Smith, al norte de la isla de Tangier.
—Tenemos una serie de islas al norte, en dirección a la bahía Fishing y el río Nanticoke, en Maryland. Ésa es la isla Smith, ésa South Marsh y ésa Bloodsworth. —El punto rosa iba saltando de una a otra—. Aquí abajo está Crisfield, que se encuentra a veintiocho kilómetros de Tangier. —Nos miró y añadió—: Muchos pescadores llevan sus cangrejos a Crisfield. Y muchos habitantes de Tangier tienen parientes allí, lo cual me causa una gran preocupación.
—A mí lo que me preocupa es que los habitantes de Tangier no vayan a cooperar —dijo el comisario Miles—. La cuarentena va a dejarles sin su única fuente de ingresos.
—Sí, señor —dijo Martínez al tiempo que consultaba su reloj—. Estamos dejándoles sin ella en este preciso momento. Para rodear la isla contamos con lanchas y barcos procedentes de lugares tan lejanos como Elizabeth City.
—De modo que a partir de este momento no va a salir nadie de la isla —dijo Fujitsubo. Su cara seguía reinando sobre todos nosotros desde la pantalla de vídeo.
—En efecto.
—Bien.
—¿Y si la gente se resiste? —quise saber. Era una pregunta obvia—. ¿Qué va a hacer con ella? No puede detenerlos y correr el riesgo de exponerse al virus.
Martínez titubeó. Alzó la vista hacia la pantalla de vídeo y preguntó a Fujitsubo:
—Coronel, ¿podría responder usted a esta pregunta?
—En realidad ya hemos hablado de este asunto largo y tendido —nos informó el coronel—. He hablado con el secretario de Transportes, el vicealmirante Perry, y con el secretario de Defensa, por supuesto. En resumen, se han aligerado los trámites para obtener la autorización de la Casa Blanca.
—¿Autorización para qué?
Había sido el comisario Miles quien había formulado la pregunta.
—Para tirar a matar si falla todo lo demás —nos dijo Martínez a todos los presentes.
—Dios mío... —murmuró Benton.
Tenía la vista clavada en aquellos dioses del día del juicio final. No daba crédito a lo que estaba oyendo.
—No queda otro remedio —dijo el coronel Fujitsubo—. Si cunde el pánico y la gente empieza a huir de la isla y no atiende a los avisos de la guardia costera, llevará la viruela a tierra firme. Repito, la llevará. Esto no es una suposición, sino una realidad. Se trata de una población que no ha sido vacunada desde hace treinta años, o cuya inmunización se llevó a cabo hace tanto tiempo que ya no resulta eficaz. Por otra parte, la enfermedad puede haberse mutado hasta tal punto que la vacuna de la que disponemos en el presente ya no sirva de protección. En resumidas cuentas, las perspectivas no son halagüeñas.
No sabía si tenía el estómago revuelto porque me encontraba mal o por lo que acababa de oír. Pensé en aquel pueblo pesquero deteriorado por la intemperie, con sus lápidas inclinadas y sus tranquilos y rústicos habitantes que sólo querían que se les dejara en paz. Respondían al poder superior de Dios y de las tormentas, y no eran por tanto la clase de gente que obedeciera a cualquiera.
—Tiene que haber otra manera —dije.
Pero no la había.
—La viruela tiene fama de ser una enfermedad infecciosa sumamente contagiosa. Hay que contener este brote —afirmó Fujitsubo, pese a que era una obviedad—. Tenemos que preocuparnos por las moscas domésticas que ronden a los pacientes y por los cangrejos que vayan a mandar a tierra firme. ¿Existirá la posibilidad de que los mosquitos transmitan el virus, como en el caso del
tanapox?
Como aún no hemos identificado del todo la enfermedad, ni siquiera sabemos por qué cosas tenemos que preocuparnos.
El doctor Martin me miró.
—Ya hemos enviado varios equipos con enfermeras, médicos y aisladores para camas al objeto de que esa gente no tenga que ir al hospital y pueda quedarse en casa.
—¿Y qué me dice de los cadáveres y la contaminación? —le pregunté.
—Según las leyes de Estados Unidos, esto constituye una emergencia sanitaria de primer orden.
—Me hago cargo, pero vaya al grano —dije con impaciencia, porque se me estaba poniendo burocrático.
—Habrá que quemarlo todo excepto a los pacientes. Los cadáveres serán incinerados. La casa de la señora Pruitt va a ser incendiada.
Fujitsubo trató de tranquilizarnos.
—El IIMEIEEU ya ha enviado un equipo. Vamos a hablar con los ciudadanos para hacerles comprender la situación.
Pensé en Davy Crockett y en su hijo, en los vecinos y en el pánico que sentirían al ver cómo unos científicos con trajes espaciales invadían su isla y empezaban a quemar sus casas.
—¿Sabemos a ciencia cierta que la vacuna de la viruela no va a surtir efecto? —preguntó Benton.