Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—Está en el piso de arriba —dije en medio del ruido del aire que me entraba en los oídos.
Les indiqué el camino y subieron la camilla. Cuando vieron lo que había sobre la cama, se quedaron un momento callados.
—Dios mío. Nunca he visto cosa igual —dijo un científico.
Todo el mundo empezó a hablar apresuradamente.
—Hay que envolverla con las sábanas.
—Y meterla en las bolsas y cerrarlas herméticamente.
—Hay que meter toda la ropa de cama en la autoclave.
—Joder, ¿qué hacemos? ¿Quemar la casa?
Entré en el cuarto de baño y recogí las toallas del suelo mientras ellos envolvían el cadáver y lo levantaban. Estaba resbaladizo y resultaba difícil de mover, pero al final consiguieron llevarlo de la cama al aislador portátil, un aparato concebido para llevar a personas vivas, y cerraron herméticamente las solapas de plástico. Ver un cadáver embolsado y metido en algo que parecía una tienda de oxígeno me impresionó incluso a mí. Levantaron la camilla por ambos extremos, y seguidamente bajamos por las escaleras y salimos a la calle.
—¿Que va a ocurrir cuando nos vayamos? —pregunté.
—Tres de nosotros nos vamos a quedar —respondió uno de los científicos—. Mañana vendrá otro helicóptero.
Fuimos interceptados por otro científico vestido con un traje naranja que llevaba una bombona de metal no muy diferente de las que utilizan los exterminadores de plagas. Descontaminó la litera y también a todos nosotros rociándonos un producto químico mientras la gente seguía congregándose y mirando. La guardia costera se encontraba junto a la furgoneta de Crockett, quien estaba hablando con Martínez. Fui a hablar con ellos, pero saltaba a la vista que la ropa de protección que llevaba les desconcertaba, y retrocedieron sin ningún disimulo.
—Hay que precintar esta casa —le dije a Crockett—. Hasta que sepamos con certeza qué ocurre, nadie puede entrar ni acercarse a ella.
Tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y no paraba de parpadear.
—Si otra persona se pone enferma han de avisarme inmediatamente —añadí.
—Que en esta época del año la gente se enferma —respondió—. Que coge la gripe y algunas personas se resfrían.
—Si alguien tiene fiebre, siente dolor de espalda o le salen erupciones, llámeme o llame a mi centro enseguida. Estas personas están aquí para ayudarles —añadí señalando al equipo médico.
Por la cara que ponía, era evidente que no quería que se quedara nadie allí, en su isla.
—Por favor, hágase cargo —insistí—. Se trata de un asunto de suma importancia.
Hizo un gesto de asentimiento; de pronto apareció detrás de él un niño que acababa de salir de la oscuridad y le cogió de la mano. No contaría más de siete años. Tenía el pelo rubio y enmarañado y los ojos claros y muy abiertos, que no me quitaba de encima, como si fuera la aparición más aterradora que hubiera visto jamás.
—Papi, la gente del cielo.
El niño me señaló.
—Anda, Darryl —dijo Crockett a su hijo—. Vete para casa.
Me volví hacia el helicóptero, cuyas hélices hacían un sordo golpeteo. El aire circulante me refrescaba la cara, pero por lo demás me sentía incomodísima, pues el traje era hermético. Eché a andar por el jardín que había junto a la iglesia. Las hélices seguían tableteando, y el ruidoso viento estaba arrancando hierbajos y pinos enanos.
El Blackhawk estaba abierto e iluminado por dentro, y el equipo médico sujetaba la camilla como habría hecho si el paciente hubiera estado vivo. Subí a bordo, me senté en una silla lateral destinada a los miembros de la tripulación y me abroché el cinturón mientras uno de los científicos cerraba la puerta. El helicóptero alzó el vuelo vibrando y haciendo un gran estrépito. Era imposible oír a los demás sin auriculares, y éstos no funcionaban bien si llevabas la capucha puesta.
Al principio esto me desconcertó. Nos habían descontaminado los trajes, pero los miembros del equipo médico no querían quitárselo. Entonces lo comprendí: había estado expuesta al virus del cadáver de Lila Pruitt y antes a los del torso. Nadie quería respirar el mismo aire que yo, a menos que éste hubiera pasado previamente por un FPAAR, esto es, un filtro de partículas de aire de alto rendimiento. Así pues permanecimos en silencio, mirándonos los unos a los otros y a nuestra paciente. Cuando el helicóptero puso rumbo a Maryland y aceleró, cerré los ojos.
Pensé en Benton, en Lucy y en Pete. No tenían idea de lo que estaba sucediendo y estarían muy intranquilos. Me preocupaba no saber cuándo volvería a verlos y en qué estado. Tenía las piernas sudorosas y los pies ardiendo, y no me sentía bien. No podía evitar el miedo a los fatídicos primeros síntomas: escalofríos, dolores, agotamiento y sed causada por la fiebre. De pequeña me habían puesto la vacuna contra la viruela, pero también se la habían puesto a Lila Pruitt y a la mujer cuyo torso seguía guardado en la cámara frigorífica. Había visto sus cicatrices, las zonas estiradas y descoloridas del tamaño de una moneda de veinticinco centavos en las que les habían inyectado la enfermedad.
Acababan de dar las once cuando aterrizamos, pero no pude ver dónde nos encontrábamos. Había dormido el tiempo suficiente como para sentirme desorientada, y la vuelta a la realidad me resultó brusca y ruidosa cuando abrí los ojos. La puerta volvió a abrirse y vi el parpadeo de las luces blancas y azules de la plataforma de un helipuerto situado enfrente de un edificio grande y de líneas rectas que había al otro lado de una carretera. Había muchas ventanas iluminadas para la hora que era, como si la gente estuviera despierta y aguardando nuestra llegada. Los miembros del equipo médico soltaron la camilla y la cargaron apresuradamente en la parte trasera de una furgoneta mientras la científica me acompañaba, con una mano enguantada sobre mi brazo.
No vi adonde se llevaban la camilla. Me hicieron cruzar la carretera y subir por una rampa situada en el lado norte del edificio. Luego sólo hubo que recorrer un pasillo; me hicieron pasar a una ducha y me limpiaron con un chorro de Envirochem. Me desnudé, y esta vez me limpiaron con un chorro de agua caliente enjabonada. Había unos estantes con camisones y zapatillas de hospital. Me sequé el pelo con una toalla y, siguiendo las indicaciones que me habían dado, dejé mi ropa en el suelo junto con el resto de mis pertenencias.
En el pasillo estaba esperándome una enfermera, que me hizo pasar rápidamente por delante de la sala de cirugía y de las paredes de unas autoclaves que me recordaron a las campanas de acero que se emplean para bucear. El aire apestaba a animales de laboratorio esterilizados. Iba a quedarme en la habitación 200, en cuya entrada había una línea roja que advertía a los pacientes aislados que no debían cruzarla. Recorrí la habitación con la mirada y vi una pequeña cama de hospital en la que había una pequeña manta hidrotérmica, un ventilador, un frigorífico y un pequeño televisor colgado en una esquina. Me fijé en unos serpentines de aire amarillos conectados a unas tuberías que había en la pared y en la gaveta de acero de la puerta, en la que dejaban las bandejas de las comidas y las bañaban con rayos ultravioleta antes de recogerlas.
Me senté sobre la cama, sintiéndome sola y abatida. Me negaba a pensar en lo grave que podía ser la situación en la que me encontraba. Pasaron los minutos. Entonces se cerró ruidosamente una puerta exterior y la mía se abrió de par en par.
—Bienvenida al Trullo —dijo el coronel Fujitsubo al entrar.
Llevaba una capucha Racal y un pesado traje de vinilo azul, que conectó a uno de los serpentines de aire.
—John —dije—. No estoy preparada para esto.
—Kay, sé razonable.
La expresión de su cara recia resultaba severa e incluso amedrentadora tras el plástico, y yo me sentía vulnerable y sola.
—Tengo que avisar a varias personas de que estoy aquí —dije.
Se acercó a la cama, abrió un paquete de papel con su enguantada mano y sacó un frasquito y un cuentagotas.
—A ver ese hombro. Ya es hora de vacunarte otra vez. Además vamos a ponerte un poco de inmunoglobulina.
—Hoy es mi día de suerte —comenté.
Me frotó el hombro derecho con alcohol. Yo me quedé muy quieta y él me hizo dos incisiones en la piel con un escarificador y echó unas gotas de suero.
—Espero que esto no sea necesario —añadió.
—Nadie lo espera tanto como yo.
—El lado bueno es que seguramente tengas una estupenda respuesta anamnéstica y alcances un nivel de anticuerpos superior a cualquiera que hayas tenido antes. La vacunación en un plazo de veinticuatro a cuarenta y ocho horas después de la exposición al virus suele causar efecto.
No dije nada. Él sabía tan bien como yo que tal vez ya fuera demasiado tarde.
—Le practicaremos la autopsia a las nueve horas. A ti vamos a tenerte varios días más, por si acaso —dijo mientras tiraba los envoltorios a la basura—. ¿Has notado algún síntoma?
—Me duele la cabeza y me siento rara —respondí.
Me miró con una sonrisa en los labios. El coronel Fujitsubo era un médico sobresaliente que había ascendido con facilidad por el escalafón del Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas o IPFA antes de asumir la dirección del IIMEIEEU. Estaba divorciado y tenía algunos años más que yo. Sacó una manta doblada de los pies de la cama, la extendió de una sacudida y me la puso sobre los hombros. Luego arrimó una silla, se sentó en ella a horcajadas y apoyó los brazos sobre el respaldo.
—John, estuve expuesta al virus hace casi dos semanas —dije.
—Por el caso de homicidio.
—Ahora ya debo tenerlo.
—Lo que pasa es que no sabemos qué es. El último caso de viruela se dio en octubre de 1977 en Somalia. Desde entonces ha desaparecido de la faz de la tierra.
—Estoy segura de lo que vi por el microscopio de electrones. Pudo transmitirse a causa de una exposición anormal.
—¿Me estás diciendo que lo han hecho a propósito?
—No lo sé. —Tenía dificultades para mantener los ojos abiertos—. Pero ¿no te parece extraño que la primera persona contagiada fuera también asesinada?
—Todo este asunto me parece extraño. —Se levantó—. Aparte de ofrecer medidas de contención biológicamente seguras para el cadáver y para ti, no hay mucho que podamos hacer.
—Pues yo creo que no hay nada que no podáis hacer —repliqué. Sus conflictos jurisdiccionales me importaban muy poco.
—En este momento no se trata de un problema militar sino de salud pública. Sabes perfectamente que no podemos apartar al CCE de este asunto por las buenas. En el peor de los casos, el problema consiste en un brote, sea del tipo que sea. Y éste es el campo que mejor dominan.
—Hay que poner a Tangier en cuarentena.
—De eso hablaremos después de la autopsia.
—Algo que tengo pensado hacer —añadí.
—A ver qué tal te sientes —dijo en el momento en que se asomaba una enfermera a la puerta.
Tras conversar brevemente con ella, el doctor Fujitsubo se fue. Luego entró la enfermera, vestida también con un traje de vinilo azul. Era una mujer joven y estaba de un buen humor que resultaba molesto. Se puso a explicarme que trabajaba en el hospital Walter Reed, pero que venía al instituto a ayudar cuando tenían pacientes en la unidad de contención especial, algo que afortunadamente no ocurría a menudo.
—La última vez fue cuando internaron a dos empleados del laboratorio que habían estado expuestos a la acción del virus Hanta con el que estaba contaminada la sangre de un ratón de campo medio descongelado —me explicó—. Esas enfermedades hemorrágicas son horribles. Creo que estuvieron aquí unos quince días. El doctor Fujitsubo me ha dicho que quiere un teléfono. —Dejó una delgada bata sobre la cama y añadió—: Luego se lo traigo. Aquí tiene un poco de Advil y agua. —Lo puso todo sobre la mesilla—. ¿Tiene hambre?
—Si pudiera traerme queso y unas galletas saladas o algo así, se lo agradecería. —Tenía el estómago tan revuelto que estaba a punto de vomitar.
—Aparte del dolor de cabeza, ¿se siente bien?
—Sí, gracias.
—Bien, confiemos en que siga igual. ¿Por qué no va al cuarto de baño, hace sus necesidades, se asea y se mete en la cama? Ahí tiene el televisor.
Me lo señaló. Estaba hablándome de forma sencilla, como si fuera una niña.
—¿Y mis cosas?
—Las esterilizarán, no se preocupe —me respondió con una sonrisa.
No lograba entrar en calor, de modo que tomé otra ducha. Pero por mucho que me lavara, nada borraría lo ocurrido aquel desdichado día. Seguía viendo la imagen de una boca hundida, con los ojos semiabiertos pero sin vista, y un brazo entumecido colgado de un repugnante lecho mortal. Cuando salí del cuarto de baño, vi que me habían traído un plato de queso y galletas y que la televisión estaba encendida. Sin embargo, no me habían traído el teléfono.
—Joder... —mascullé cuando volví a acostarme.
A la mañana siguiente me dejaron el desayuno en la gaveta de la puerta. Me puse la bandeja sobre las rodillas y vi el programa
Hoy
, algo que no solía hacer. Martha Stewart se puso a batir algo con merengue mientras yo trataba de comerme un huevo pasado por agua que estaba tibio. No tenía apetito y no sabía si me dolía la espalda porque estaba cansada o por algún otro motivo en el que no quería pararme a pensar.
—¿Cómo estamos?
Era la enfermera, que acababa de aparecer en la habitación respirando aire filtrado con el FPAAR.
—¿No pasa calor con eso? —le pregunté, señalándole el traje con el tenedor.
—Supongo que lo pasaría si lo llevara durante mucho tiempo. —Tenía un termómetro digital en la mano—. A ver, no será más que un momento.
Levanté la vista hacia el televisor y me lo metió en la boca. Estaban entrevistando a un médico sobre las vacunas contra la gripe de aquel año. Cerré los ojos hasta que un pitido anunció que ya había pasado el tiempo suficiente.
—Treinta y seis grados y cuatro décimas. Tiene la temperatura un poco baja. Lo normal es tener treinta y seis grados y ocho décimas.
Me puso en el brazo la abrazadera para tomarme la presión sanguínea.
—Ahora la tensión... —Apretó vigorosamente la pera para meter aire y dijo—: 10,8 y 7. Ni que estuviera muerta.
—Gracias —musité—. Necesito un teléfono. Nadie sabe dónde estoy.
—Lo que usted necesita es mucho reposo. —Había sacado el estetoscopio, que empezó a pasarme por encima del camisón—. Respire hondo. —Estaba frío, lo moviera por donde lo moviera. Ella siguió prestando atención con expresión seria—. Otra vez. —Luego, tal como se suele hacer, pasó a auscultarme la espalda.