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Authors: Patricia Cornwell

Un ambiente extraño (21 page)

—El viento está soplando del noroeste a veintidós nudos —anunció un guarda—. Las olas alcanzan el metro y medio.

Martínez empezó a alejarse del embarcadero.

—Éste es el problema con la bahía —me explicó—. Las olas vienen demasiado pegadas unas a otras, y por eso nunca se coge un ritmo bueno como en el mar. Supongo que sabrá que podemos desviarnos. No ha salido ninguna otra lancha; eso quiere decir que si nos hundimos, estaremos solos.

Empezamos a pasar lentamente por delante de unas casas antiguas con terrazas que daban a la bahía, y pistas para jugar a la petanca.

—Y si hay que rescatar a alguien, tendremos que acudir a la llamada —añadió mientras un miembro de la tripulación echaba un vistazo a los mandos.

Vi pasar una barca pesquera pilotada por un anciano que iba de pie, manejando un motor fuera borda, y que llevaba unas botas que le llegaban a la cadera. Se nos quedó mirando como si fuéramos veneno.

—De modo que es posible que acabe haciendo cualquier cosa.

A Martínez le pareció divertido hacerme aquella advertencia.

—No sería la primera vez —respondí. Empezaba a notar un olor repugnante.

—Pero en cualquier caso la llevaremos allí, tal como hicimos con el otro médico. No conseguí enterarme de cómo se llamaba. ¿Cuánto tiempo lleva usted trabajando para él?

—El doctor Hoyt y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —dije inexpresivamente.

Delante de nosotros había unas pesquerías herrumbrosas de las que salía humo; cuando nos aproximamos pude ver unas cintas transportadoras fuertemente inclinadas hacia el cielo que estaban metiendo millones de menhadens en la fábrica para la elaboración de fertilizante y aceite. Había gaviotas dando vueltas sobre los pilotes y observando con avidez cómo pasaban los diminutos y apestosos peces mientras nosotros avanzábamos por delante de otras fábricas que habían quedado reducidas a ruinas de ladrillo y ahora estaban derrumbándose en el estuario. El hedor era ya insoportable, aunque la actitud que yo mantenía era desde luego más estoica que la de la mayoría.

—Comida para gatos —dijo un guarda haciendo una mueca.

—Con razón dicen que a los gatos les huele el aliento.

—Yo no viviría aquí ni loco.

—El aceite de pescado es muy valioso. Los indios algonquinos usaban las lachas de fertilizante para el maíz.

—¿Qué demonios es una lacha? —preguntó Martínez.

—Es otra manera de llamar a esos asquerosos bichos. ¿A qué escuela fuiste tú?

—¡A ti qué te importa! Al menos no tengo que oler eso para ganarme la vida, a no ser que tenga que venir por aquí con bolonios como tú.

—¿Qué demonios es un bolonio?

Mientras continuaban las chanzas, Martínez empujó aún más la palanca de mando, los motores rugieron y la proa de la lancha se sumergió en el agua. Seguidos por los arcos iris que se formaban en la espuma de nuestra estela, pasamos por delante de escondites para cazadores de patos, y de boyas que indicaban dónde se encontraban las trampas para cangrejos. Martínez aumentó la velocidad a veintitrés nudos y entramos en las aguas azules de la bahía. Aquel día no había salido ninguna embarcación deportiva y lo único que se veía era un trasatlántico que se elevaba en el horizonte como una oscura montaña.

—¿A qué distancia está? —pregunté a Martínez, agarrada al respaldo de su silla y contenta de llevar el mono.

—A treinta y tres kilómetros en total —respondió en voz alta mientras se elevaba sobre las olas como si estuviera haciendo surf, se deslizaba oblicuamente y las sobrepasaba sin dejar de mirar hacia delante—. Normalmente no costaría tanto, pero esto está peor que de costumbre. Mucho peor, a decir verdad.

Su tripulación continuaba mirando los detectores de profundidad y dirección; el sistema indicador de posición señalaba el camino por satélite. Ahora no podía ver más que agua. La bahía nos atacaba por todas partes: por delante se elevaban enormes masas de espuma, y por detrás las olas batían fuertemente la superficie del mar como si fueran manos.

—¿Qué puede decirme sobre el lugar al que vamos? —pregunté casi gritando.

—La población es de unos setecientos habitantes. Hasta hace unos veinte años producían su propia electricidad y tienen una pequeña pista de aterrizaje hecha con material de dragados. Joder... —La lancha había caído violentamente en el seno de una ola—. Ésa casi la cojo al través. Ya verá cómo no tarda en revolvérsele el estómago.

Martínez avanzaba por la bahía con cara de concentración, como si cabalgara a lomos de un potro salvaje, mientras los miembros de la tripulación se agarraban a lo que podían, imperturbables pero alertas.

—Su economía se basa en la pesca del cangrejo azul y el cangrejo de caparazón blando; los venden por todo el país —siguió diciendo Martínez—. De hecho, hay gente rica que viene continuamente en avión sólo para comprar cangrejos.

—Eso es lo que dicen que van a comprar —comentó alguien.

—Tenemos problemas de alcoholismo, contrabando y drogas —me explicó Martínez—. Subimos a sus embarcaciones para comprobar si llevan chalecos salvavidas y ver si llevan drogas. Ellos lo llaman «hacer la revisión» —añadió mirándome con una sonrisa.

—Sí, nosotros somos «los guardianes» —dijo humorísticamente uno de los guardas imitando el acento de la isla—. Cuidado que vienen «los guardianes».

—Hablan como les da la gana —comentó Martínez mientras pasaba por encima de otra ola—. A lo mejor tiene problemas para entenderlos.

—¿Cuándo acaba la temporada del cangrejo? —pregunté. Tenía más interés en lo que se exportaba que en la forma de hablar de los habitantes de la isla.

—En esta época del año están dragando el fondo para pescarlos. Lo hacen durante todo el invierno; trabajan unas catorce o quince horas al día, y a veces se pasan fuera semanas enteras.

A estribor, a los lejos, un oscuro casco abandonado sobresalía del agua como una ballena. Un miembro de la tripulación se dio cuenta de que estaba mirándolo y me dijo:

—Es un carguero Liberty de la Segunda Guerra Mundial, que quedó encallado. La Armada lo utiliza para hacer prácticas de tiro.

Por fin empezamos a aminorar la marcha. Estábamos aproximándonos a la Costa Oeste, donde para frenar la erosión de la isla habían construido un malecón con rocas, barcos destrozados, frigoríficos oxidados, coches y demás chatarra. La isla se hallaba casi a la misma altura que la bahía, y en su punto más alto se elevaba sólo unos pocos metros por encima del nivel del mar. Sobre el horizonte se recortaban orgullosas las casas, el campanario de la iglesia y el depósito de agua azul de aquel árido y diminuto islote, un islote cuya población tenía que soportar el tiempo más inclemente con los mínimos medios.

Pasamos traqueteando lentamente por delante de marismas y esteros. En viejos embarcaderos agujereados había grandes montones de trampas para cangrejos hechas con alambre y corchos de colores, y barcas en mal estado de madera y con popas redondas, amarradas aunque no fuera de servicio. Seguimos avanzando; Martínez tocó la sirena de la lancha y el ruido rasgó el aire. Unos pescadores de Tangier con delantales, que estaban moviéndose de una parte para otra en sus cobertizos de cangrejeros y trabajando en sus redes, se volvieron y nos miraron con mala cara, como hace la gente cuando tiene una opinión personal que no es precisamente buena. Martínez atracó cerca de unos surtidores de combustible, y mientras la tripulación amarraba me dijo:

—Como la mayoría de la gente, el jefe de policía se llama Crockett. Davy Crockett. No se ría. —Lanzó una mirada escrutadora al embarcadero y a un bar que al parecer estaba cerrado en aquella época del año y exclamó—: Vamos.

Salí de la lancha detrás de él; el viento que soplaba desde la bahía era tan frío como el de un mes de enero. No habíamos avanzado mucho cuando una pequeña furgoneta dobló apresuradamente una esquina haciendo un fuerte ruido sobre la grava. Se detuvo y salió de ella un joven de expresión tensa. Llevaba un vaquero azul, una chaqueta de invierno oscura y una gorra en la que se leía: «Policía de Tangier.» Nos miró alternativamente a Martínez y a mí y al final clavó los ojos en lo que yo llevaba en las manos.

—Bien —me dijo Martínez—. La dejo con Davy. —Volviéndose a éste, añadió—: Te presento a la doctora Scarpetta.

Crockett saludó inclinando la cabeza.

—¿Que vienen todos?

—No, sólo va la doctora.

—Pues que la llevo para allá.

Había oído su dialecto en valles aislados cuyos habitantes vivían en otro siglo.

—La estaremos esperando aquí-me prometió Martínez, echando a andar hacia su lancha.

Seguí a Crockett hasta su furgoneta. Saltaba a la vista que la limpiaba por dentro y por fuera al menos una vez al día y que le gustaban los revestimientos de metal aún más que a Pete.

—Me imagino que habrá entrado en la casa —le dije cuando encendió el motor.

—Pues no. Que fue una vecina quien entró. Cuando me avisaron, llamé para Norfolk.

Empezó a dar marcha atrás, y una cruz de peltre que llevaba en el llavero se balanceó. Miré por la ventanilla unos restaurantes que había en unas pequeñas construcciones blancas con carteles pintados a mano y gaviotas de plástico colgadas de las ventanas. Un camión que transportaba trampas para cangrejos vino en dirección contraria y tuvo que detenerse para dejarnos pasar. La gente andaba en unas bicicletas sin frenos de mano ni marchas, aunque por lo visto el medio de transporte favorito era la motocicleta.

—¿Cómo se llama la difunta?

Empecé a tomar notas.

—Lila Pruitt —dijo sin darse cuenta de que mi puerta estaba casi tocando la cerca de alambre de una casa—. Una señora enviudé; no sé si esté muy cumplida. Que vendía ricetes a los turistas. Pastelillos de cangrejo y tal.

Anoté todo esto sin saber muy bien qué me estaba diciendo. Pasamos por delante de la Escuela Asociada de Tangier y de un cementerio.

Las lápidas estaban inclinadas en todas las direcciones, como si las hubiera azotado un vendaval.

—¿Cuándo la vieron por última vez? —pregunté.

—En Daby que la vion. —Hizo un gesto de asentimiento—. Que junio.

Esta vez no me había enterado prácticamente de nada.

—Perdone —dije—. ¿La vieron por última vez en un lugar llamado Daby nada menos que en junio?

—Sí.

Crockett volvió a asentir, como si lo que había dicho tuviera todo el sentido del mundo.

—¿Puede decirme qué es Daby y quién la vio allí?

—La tienda. Daby e Hijo. Que puedo llevarla para allá.

—Me lanzó una mirada y yo hice un gesto de negación—. Esté dentro para la compra y la vi. Junio creo.

Las extrañas sílabas y cadencias que utilizaba fluían bruscas, sincopadas y mezcladas unas con otras como el agua del mundo en que vivía. Había era «haíe», poder era «poer», cosas «coes» y hacer «haer».

—¿La vio alguno de los vecinos? —pregunté.

—Que hace mucho.

—¿Entonces quién encontró el cadáver? —insistí.

—Nadie.

Lo miré desesperada.

—Es que la señora Bradshaw fue para una ricete, entró y lo oliscó.

—¿Subió la señora Bradshaw al piso de arriba?

—Dijo que no. —Hizo un gesto de negación y añadió—: Se fue derecha para llamarme.

—¿Cuál es la dirección de la difunta?

—Aquí mismo. —Estaba frenando—. La calle de la escuela.

La casa, diagonal a la iglesia metodista de Swain, era un edificio de tablas blancas y constaba de dos pisos. En la parte de atrás había una pajarera sobre un poste oxidado y la ropa estaba todavía colgada del tendedero. En el jardín, sembrado de conchas de ostra, había una vieja barca de remos y trampas para cangrejos. Unas hortensias marrones bordeaban una cerca en la que había una curiosa fila de pequeños cajones pintados de blanco y colocados de cara a la calle, la cual estaba sin pavimentar.

—¿Qué es eso? —pregunté a Crockett.

—Para las ricetes que vendé. Veinticinco centavos por ricete. Habé que echarlo por la ranura. —Me señaló una y luego dijo—: La señora Pruitt no se traté mucho con la gente.

Por fin caí en la cuenta de que estaba hablando de recetas. Levanté el tirador de la puerta y él me dijo:

—La espero aquí.

Por la expresión suplicante de su cara supe que no quería acompañarme al interior de la casa.

—No deje que se acerque nadie.

—Que no se me preocupe por eso.

Salí de su furgoneta
y
lancé un vistazo a las demás casas y a las caravanas que había en los jardines de tierra arenosa. En algunas había cementerios familiares; los muertos habían sido enterrados allí donde había una elevación en el terreno, y las lápidas estaban desgastadas y suaves como marga e inclinadas o volcadas. Subí a la puerta de la casa de Lila Pruitt y observé que en una esquina de su jardín, a la sombra de unos enebros, había más lápidas.

La puerta de tela metálica estaba algo oxidada, y su muelle soltó un fuerte chirrido de protesta cuando la abrí. Entré en un porche cerrado que se inclinaba hacia la calle y en el que había un columpio forrado de plástico con motivos florales y, a su lado, una pequeña mesa también de plástico. Me imaginé a Lila Pruitt balanceándose y bebiendo té con hielo mientras miraba a los turistas que compraban sus recetas por veinticinco centavos, y me pregunté si los vigilaría para asegurarse de que pagaban.

La contrapuerta no estaba cerrada con llave. Al doctor Hoyt se le había ocurrido pegar con cinta adhesiva encima de ella un cartel de fabricación casera que rezaba: «ENFERMEDAD. ¡PROHIBIDA LA ENTRADA!» Se habría imaginado que los habitantes de Tangier posiblemente no sabrían lo que era un peligro biológico y habría buscado la manera de hacerse entender. Entré en un oscuro recibidor en una de cuyas paredes había una imagen de Jesucristo rezando a su Padre, y noté el insoportable olor de la carne humana en descomposición.

En el salón había señales de que alguien se había sentido mal durante mucho tiempo. En el sofá había almohadas y mantas sucias y desordenadas, y sobre la mesa de centro se veían pañuelos de papel, un termómetro, frascos de aspirinas, linimento y copas y platos sucios. Lila Pruitt había tenido fiebre y dolores, y había ido al salón a ponerse cómoda y ver la televisión.

Al final se había visto incapaz de salir de la cama, que fue donde la encontré, en un dormitorio del piso de arriba con papel pintado de capullos de rosa, y una mecedora junto a una ventana que daba a la calle. Había un espejo de cuerpo entero tapado con una sábana, como si Lila Pruitt no hubiera soportado su imagen reflejada en él. El doctor Hoyt, que era un médico de la vieja escuela, había cubierto el cadáver respetuosamente con la colcha, pero no había movido nada más. Sabía perfectamente que no debía tocar nada, sobre todo si a continuación iba a pasar yo por allí. Me quedé en el centro de la habitación y aguardé un rato. Parecía como si las paredes estuvieran más cerca las unas de las otras y el aire se hubiera vuelto negro por culpa del hedor.

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