Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
Cogí un bisturí y unos portaobjetos de cristal limpios, me tapé la boca y la nariz con la mascarilla quirúrgica, volví a la sala de las cámaras frigoríficas y cerré la puerta. La capa exterior de la piel del torso estaba mojada porque había empezado a descongelarse; para acelerar el proceso, le puse encima unas toallas húmedas y calientes antes de trabajar las vesículas, es decir, las erupciones agrupadas sobre la cadera y en los desiguales bordes de las zonas amputadas.
Raspé con el bisturí varios conjuntos de vesículas y las extendí sobre los portaobjetos. Cerré la cremallera de la bolsa y le puse unas etiquetas de un vivísimo color naranja para indicar que existía peligro biológico. Me temblaban tanto los brazos del esfuerzo que casi no pude levantar el cadáver para meterlo de nuevo en su estante de la cámara frigorífica. No había nadie a quien pudiera pedir ayuda excepto a Evans, de modo que tuve que apañármelas yo sola. En la puerta puse más señales de aviso.
Subí al segundo piso y abrí la puerta de un pequeño laboratorio que habría tenido el mismo aspecto que la mayoría de no ser por diversos instrumentos que se utilizaban únicamente en el estudio microscópico de los tejidos orgánicos, es decir, en histología. En una mesa había un procesador de tejidos con el cual se fijaban y deshidrataban muestras de hígado, riñón o bazo, y a continuación se las empapaba con parafina. Los fragmentos macizos pasaban después al centro de inclusión, y de ahí al micrótomo, donde eran reducidos a delgadas tiras. El producto final fue lo que me tuvo inclinada sobre el microscopio en el piso de abajo.
Mientras los portaobjetos se secaban con aire, rebusqué en los estantes, aparté tarros de soluciones de color azul, rosa y naranja vivo y saqué yodo de Gram para bacterias, rojo aceite para la grasa del hígado, nitrato de plata, escarlata de Biebrach y naranja acridínico mientras pensaba en Tangier, donde hasta aquel momento no había tenido ningún caso. Tampoco se cometían allí muchos delitos, según me habían dicho; sólo había alcoholismo, algo habitual entre la gente de mar. Me acordé una vez más del cangrejo azul, e irracionalmente deseé que Bev me hubiera vendido atún o escorpina.
Encontré un frasco de colorante Nicolaou, metí en él un cuentagotas y puse cuidadosamente una pequeñísima cantidad de líquido rojo en cada uno de los portaobjetos. Después los tapé con cubiertas, los metí en una carpeta de cartón duro y bajé a mi planta. Los empleados, que ya habían empezado a llegar al trabajo, me miraron con cara de extrañeza cuando me vieron aparecer en el pasillo y entrar en el ascensor con la bata, la mascarilla y los guantes. Rose estaba en mi despacho recogiendo las tazas de café sucias que había en mi escritorio. Al verme se quedó de piedra.
—¡Doctora Scarpetta! —exclamó—. ¿Qué demonios pasa?
—No estoy segura, pero espero que nada —respondí al tiempo que me sentaba detrás de mi escritorio y le quitaba la funda al microscopio.
Rose se quedó en la puerta observando cómo colocaba un portaobjetos sobre la platina. Por el humor del que estaba sabía que había un problema grave.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó seriamente con voz queda.
Enfoqué el frotis del portaobjetos tras aumentar cuatrocientas cincuenta veces la imagen y luego le apliqué una gota de aceite. Miré con detenimiento las olas formadas por las inclusiones eosinofílicas de color rojo vivo que había dentro de las células epiteliales infectadas, esto es, los cuerpos citoplasmáticos de Guarnieri que indican la existencia de un virus causante de una enfermedad eruptiva. Coloqué una micro cámara Polaroid en el microscopio y saqué varias instantáneas en color de alta resolución de lo que, según mis sospechas, había matado cruelmente a la anciana. La muerte no le había dejado ninguna opción humanitaria; de haberme encontrado en su situación, yo habría optado por una pistola o un cuchillo.
—Llama a la Facultad de Medicina de Virginia a ver si ya ha llegado Phyllis —le dije a Rose—. Dile que necesito la muestra que le envié el sábado.
Una hora más tarde Rose me dejó en el cruce entre la calle Once y la calle Marshall, delante de la facultad de medicina, donde yo había hecho las prácticas de patología forense cuando no era mucho mayor que los estudiantes a los que ahora aconsejaba y dictaba largas conferencias durante todo el año. El edificio Sanger, con su fachada de chillones baldosines de color azul que podía verse a kilómetros de distancia, tenía un estilo arquitectónico propio de los años sesenta. Entré en un ascensor atestado de médicos a los que conocía, y de estudiantes que los temían.
—Buenos días.
—Buenos días. ¿A dar clase?
Hice un gesto de negación, rodeada de batas de laboratorio.
—Tengo que pediros prestado el microscopio de electrones de transmisión.
—¿Se ha enterado de la autopsia que practicamos abajo el otro día? —me dijo un especialista del pulmón cuando se abrieron las puertas—. Neumoconiosos por polvo mineral. Beriliosis, para ser exactos, algo muy poco habitual por estos lares.
Cuando llegué al cuarto piso, me dirigí rápidamente al laboratorio de microscopio por electrones de patología, en el que se encontraba el único microscopio de electrones de transmisión que había en la ciudad. Lo habitual era que no hubiera ni un centímetro libre en los carros y las mesas, que solían estar atestados de fotomicroscopios, microscopios ópticos y demás instrumentos esotéricos para analizar células y cubrir muestras con carbono para microanalizarlas con rayos X.
Por regla general, el microscopio de electrones de transmisión se reservaba para los vivos y se empleaba sobre todo en biopsias renales y para examinar tumores específicos, pero rara vez con los virus y casi nunca con las muestras de autopsias. Desde el punto de vista de mis continuas necesidades y de los pacientes ya fallecidos, resultaba difícil despertar gran interés en científicos y médicos cuando las camas de los hospitales estaban llenas de gente esperando oír una palabra tranquilizadora ante la posibilidad de un final trágico. Por consiguiente, en ninguna de las ocasiones anteriores en que había tenido que recurrir a ella había instado a la microbióloga Phyllis Crowder a que se pusiera inmediatamente manos a la obra. Pero ella sabía que este caso era distinto.
Reconocí su acento británico desde el pasillo; estaba hablando por teléfono.
—Lo sé. Eso lo comprendo —estaba diciendo cuando llamé a la puerta, pese a que estaba abierta—. Pero vas a tener que cambiar de hora o hacerlo sin mí. Ha surgido otro asunto. —Sonrió y me hizo una señal para que entrara.
La conocía desde la época en que había hecho mis prácticas y siempre había creído que las palabras elogiosas de los profesores como ella habían sido la
razón
principal por la que yo había acabado solicitando la plaza de forense jefe del estado. Andaba por la misma edad que yo y estaba soltera; tenía el pelo corto y gris oscuro como los ojos, y siempre llevaba al cuello una cruz de oro que parecía una antigüedad. Sus padres eran de Estados Unidos, pero ella había nacido en Inglaterra, que era donde había estudiado y trabajado en su primer laboratorio.
—¡Malditas reuniones! —exclamó en tono de queja cuando colgó el teléfono—. No hay nada que me reviente más. Gente sentada sin hacer nada, sólo hablando.
Sacó unos guantes de una caja y me dio un par junto con una mascarilla.
—Hay otra bata de laboratorio detrás de la puerta —añadió.
La seguí al interior del oscuro cuarto en el que había estado trabajando antes de que sonara el teléfono. Me puse la bata de laboratorio y cogí una silla mientras ella miraba una pantalla fosforescente verde que había dentro de la enorme cámara de visionado. El microscopio de electrones de transmisión se parecía más a un instrumento de oceanografía o astronomía que a un microscopio normal. La cámara siempre me recordaba al casco de una escafandra por el que uno podía ver imágenes misteriosas y fantasmales en un mar iridiscente.
Un haz de luz de cien mil voltios recorría un cilindro de metal grueso llamado «mira», que se extendía desde la cámara hasta el techo y caía sobre mi muestra, que en este caso era una tira de hígado reducida a un grosor de seis o siete centésimas de micrómetro. Los frotis como los que yo había visto con mi microscopio óptico eran demasiado gruesos para que los atravesara el haz de electrones.
Al darme cuenta de ello durante la autopsia, había fijado las secciones de hígado y bazo con glutaraldehído, el cual penetra en el tejido con gran rapidez. Seguidamente había enviado las muestras a Phyllis Crowder para que las incluyera en plástico y las cortara primero con el ultramicrótomo y luego con el cuchillo de diamante antes de colocarlas sobre una diminuta rejilla de cobre y colorearlas con iones de uranio y plomo.
Lo que ninguna de las dos se imaginaba cuando miramos por la cámara y nos pusimos a observar la sombra verde de una muestra aumentada casi cien mil veces era que fuéramos a encontrarnos con lo que estábamos viendo ahora.
Phyllis movió unos botones para ajustar la intensidad, el contraste y el aumento de imagen, y en la pantalla aparecieron las muriformes partículas de las dos cadenas de ADN de un virus con un tamaño de entre doscientos y doscientos cincuenta nanómetros. Lo que tenía ante los ojos era el virus de la viruela.
—¿Qué opinas? —pregunté con la esperanza de que me demostrara que estaba equivocada.
—No cabe duda de que se trata de un virus causante de una enfermedad eruptiva —respondió sin querer comprometerse—. La cuestión es saber cuál. Me preocupa mucho que las erupciones no sigan ninguna distribución nerviosa, que sea poco habitual que una persona de edad tan avanzada contraiga la varicela y que exista la posibilidad de que ahora tengas otro caso con las mismas manifestaciones. Hay que realizar otras pruebas, pero yo consideraría esto una emergencia sanitaria. —Me miró—. Una emergencia de ámbito internacional. Yo llamaría al CCE.
—Eso es precisamente lo que voy a hacer —dije tragando saliva.
—¿Qué sentido le ves a que esto esté relacionado con un desmembramiento? —preguntó mientras hacía nuevos ajustes y se asomaba a la cámara.
—Ninguno —respondí al tiempo que me levantaba. Me sentía débil.
—Asesinatos en cadena aquí y en Irlanda, violaciones, descuartizamientos ...
La miré. Ella soltó un suspiro y me preguntó:
—¿No te arrepientes alguna vez de no haberte dedicado a la patología de hospital?
—Los asesinos con los que tú tratas resultan más difíciles de ver, nada más —respondí.
La única manera de llegar a la isla de Tangier era por avión o por barco. Como no tenían mucho turismo, disponían de pocos transbordadores y su servicio acababa a mediados de octubre. Lo que había que hacer entonces era ir en coche hasta Crisfield, Maryland, o en mi caso recorrer los ciento treinta y cinco kilómetros que había hasta Reedville, que era donde la guardia costera iba a recogerme. Salí del centro forense cuando casi todos los trabajadores estaban a punto de ir a comer. Hacía una tarde desapacible, el cielo estaba nublado y soplaba un fuerte viento frío.
Había encargado a Rose que llamara al Centro de Prevención y Control de Enfermedades de Atlanta (CCE), pues cada vez que lo había intentado yo me habían hecho esperar. Rose también tenía que localizar a Pete y a Benton para decirles adonde me dirigía y que les llamaría en cuanto pudiera. Tomé la 64 Este y luego la 360 y no tardé en encontrarme en medio de tierras de labranza.
Los maizales tenían el color marrón de los campos en barbecho, y los halcones descendían y remontaban el vuelo sobre una región del mundo en que las iglesias baptistas tenían nombres como Fe, Victoria o Sión. Los kudzus cubrían los árboles como cotas de malla, y al otro lado del río Rappahannock, en el estrechamiento del norte, se veían casas en medio de enormes fincas que los propietarios de la última generación ya no podían mantener. Pasé por delante de más campos y vi árboles de Júpiter y el palacio de justicia de Northumberland, que había sido construido antes de la guerra de Secesión.
En Heathsville había cementerios con flores de plástico, parcelas cuidadas y algún que otro jardín con un ancla pintada. Cogí un desvío y crucé frondosos pinares y maizales tan próximos a la estrecha carretera que hubiera podido sacar el brazo por la ventanilla y tocar los tallos. En el embarcadero de Buzzard's Point había veleros amarrados; el
Chesapeake Breeze
, un barco turístico pintado de azul, blanco y rojo, no iba a moverse de allí hasta la primavera. No tuve problemas para aparcar, y en la caseta donde vendían los billetes no encontré a nadie que me pidiera una sola moneda.
En el muelle estaba esperándome una lancha de la guardia costera. Los guardas llevaban unos monos, conocidos por el nombre de mustangs, de vivos colores azul y naranja. Uno de ellos estaba subiendo al embarcadero; era mayor que los demás, tenía el pelo y los ojos castaños y llevaba una Beretta de nueve milímetros colgada de la cadera.
—¿La doctora Scarpetta? —preguntó mostrando su autoridad sin aspavientos, pero sin disimularla.
—Sí, soy yo —le respondí. Llevaba varios bolsos, entre ellos una pesada maleta con el microscopio y la micro cámara.
—Permítame que la ayude. —Me tendió la mano y añadió—: Soy Ron Martínez, jefe del puesto de Crisfield.
—Gracias —dije—. Muchas gracias por haber venido.
—Muchas gracias a usted, doctora.
Una ola empujó la lancha patrullera de doce metros contra el embarcadero y redujo la distancia. Me agarré a la barandilla y subí a bordo. Martínez bajó por una empinada escalera y yo le seguí hasta una bodega, atestada de material de salvamento, mangueras y enormes rollos de cuerda, en la que el aire estaba cargado debido a los gases del motor diesel. El guarda metió mis pertenencias en un lugar seguro y las sujetó. A continuación me dio un mustang, un chaleco salvavidas y unos guantes.
—Es mejor que se los ponga por si se cae al agua. No es una idea agradable, pero puede ocurrir. El agua debe de andar por los diez grados. —Me miró fijamente—. Quizá prefiera quedarse aquí abajo —añadió en el momento en que la lancha chocaba nuevamente con el embarcadero.
—No me mareo, pero soy claustrofóbica —le dije mientras me sentaba en un estrecho reborde y me quitaba las botas.
—Quédese donde quiera, pero le advierto que la mar está revuelta.
Volvió a subir y yo me puse el mono como buenamente pude. Era todo veleros y cremalleras y estaba lleno de cloruro de polivinilo para que aguantase con vida un poco más en caso de que se hundiera la lancha. Me calcé nuevamente las botas y luego me puse el chaleco salvavidas, que iba equipado con un cuchillo, un silbato, un espejo para hacer señales y bengalas. No pensaba quedarme allí abajo de ninguna manera, así que subí a la cabina. La tripulación se encontraba en la cubierta cerrando la tapa del motor, y Martínez estaba sentado en el asiento del piloto abrochándose el cinturón.