¡Enhorabuena! Ya eres capaz de sentir algo agradable en segundos, a voluntad.
Estamos programados para convivir y prosperar en unas redes sociales, físicas y virtuales cada vez más amplias y más exigentes. Por ello se hace cada día más imprescindible lograr comprender a los demás y compartir un idioma que nos permita resolver, apoyar y cooperar con personas de culturas, edades y procedencias muy variadas. Una parte importante de las emociones universales que compartimos con el resto del mundo se expresa de forma silenciosa, sin palabras, a través del lenguaje no verbal. En las próximas rutas de este libro vamos a desbrozar algunos aspectos de este lenguaje universal.
Quisiera presentaros a Gretchen Rubin, una mujer que rezuma humana normalidad por todos los costados y que tiene un éxito increíble como escritora. ¿Por qué?
Gretchen es tan normal que su éxito deriva de algo que cualquiera de nosotros hace a diario: buscar una parcelita de felicidad a trancas y barrancas. Pero a diferencia de nosotros, Gretchen se ha dedicado a ello un año entero en cuerpo y alma y lo ha sabido comunicar con entusiasmo. Con un espíritu práctico encomiable, ha tomado apuntes de su periplo mientras loraba, gritaba, meditaba, gemía y cantaba hacia la felicidad. No se ha ahorrado detalle del periplo. El resultado de esta autoevaluación perpetua son doce mandamientos y un puñado de frases. Desde entonces, Gretchen tiene miles de seguidores en todo el mundo.
Sin más rodeos, os diré que mi mandamiento favorito es el primero: «Ser Gretchen». Es decir, ser uno mismo. No sé si Gretchen es feliz, pero ha encabezado la lista de libros más vendidos del The New York Times, y yo tenía la firme intención de seguirla a pies juntillas. Sin embargo, admito que desde que la escuché en su video-blog
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, he moderado mi entusiasmo por «Ser Gretchen». ¿Por qué? Pues porque Gretchen no burbujea. ¿Me comprenden? Para mí, ésa es la prueba del algodón de la felicidad, algo que emana de las personas felices, se abre camino hacia el exterior y se funde gozosamente con la luz y el aire, a pesar de los conflictos y las decepciones diarias. Ese día Gretchen, en vez de burbujear, aconsejaba cansinamente que si algo te da pereza, tienes que hacerlo nada más levantarte y repetidas veces, una cura de espanto denominada «Cuarto Mandamiento». Nuestra esforzada Gretchen aseguraba, a modo de ejemplo, que como le costaba esfuerzo refrescar su blog semanalmente, había decidido hacerlo todos los días de la semana excepto el domingo. Probablemente por esa dedicación entusiasta al deber, Gretchen, cansada y harta, se había lanzado a grabar el video-blog con la bata de baño puesta.
Eso, queridos lectores, es contraproducente. Si estás cansado, transmites cansancio. Si estás dubitativo, transmites dudas. Si estás rabioso, no hace falta que digas nada: tus manos contraídas y tus pupilas fijas te delatan. Al final, hay que admitir que somos lo que parecemos, que emitimos las señales de lo que cocinamos por dentro y que los demás están programados para leernos, aunque no digamos nada. Pretender no basta.
Nos comunicamos automáticamente, con palabras y sin ellas, en cuerpo y mente. Cada emoción que nos agita emerge a la superficie de la piel y deja una huella.
De hecho, dicen los expertos que pesa mucho más lo que no decimos, que nuestras propias palabras. Por ello, para comunicarnos bien, tenemos que aprender a leer el lenguaje del cuerpo, esto es, poner atención y cuidado en la escucha completa del otro. No necesitamos ser expertos leyendo las señales, porque ya estamos programados para sintonizar con las emociones que nos rodean. Sin darnos cuenta siquiera, desciframos automáticamente lo que los demás encierran. ¿Alegría?
¿Indiferencia? ¿Sorpresa? Todas esas emociones emergen y se plasman en los gestos y las miradas, en el tono de la voz y también en el uso de las palabras. Cuando reconocemos estas señales, evitamos prestar una atención parcial y selectiva, y abrimos la mente a una realidad más amplia.
Aprender a comunicarnos también es clave para expresarnos con eficacia, para trasladar al otro nuestras necesidades auténticas, para no perdernos en palabras planas, malentendidos o banalidades. Como ya hemos mencionado en el anterior capítulo, los humanos, por naturaleza, somos seres únicos, pero a menudo optamos por escondernos o refugiarnos en los lugares comunes del grupo. Por eso el Primer Mandamiento de Gretchen es tan difícil de seguir. Si nos dijesen: «¡Sé como los demás!» resultaría fácil, ya lo hacemos a diario. Y es que mostrarnos a los demás a menudo nos acobarda. Pero el desafío está precisamente en saber expresarnos para poder entrar en el cuerpo a cuerpo con el resto del mundo, con los ojos bien abiertos a la realidad compleja y siempre cambiante. Sólo así cobra sentido vivir, crear y construir juntos.
Antes de adentrarnos en los detalles, quisiera hacer un breve repaso a la extraordinaria mente que se expresa y se delata a través de nuestro lenguaje corporal. Con ella viajamos por la vida diaria y con ella tomamos decisiones, buscamos estrategias y alternativas y nos protegemos de los peligros del camino. Y ¿qué es exactamente la mente? Desde hace siglos, psicólogos, lingüistas, neurocientíficos y filósofos de todo el mundo han estudiado la naturaleza de la mente, que nos guía a cada paso de nuestras vidas, pero ésta sigue siendo, en muchos aspectos, un misterio fundamental del que nos queda mucho por descubrir. Cuando hablamos de mente nos referimos a la actividad del cerebro. Pero esa respuesta no es suficiente. Habría que ampliarla contestando a preguntas como por ejemplo, ¿hay conexiones entre la mente, el cuerpo y el cerebro?, ¿influye el entorno en nuestra mente?
Si no hay más remedio, cuéntame lo que sabemos acerca de la mente.
¡En realidad te estoy hablando de ti, de tu esencia! Para comprender mejor nuestras mentes vamos a recordar brevemente cómo funciona su órgano más evidente, el cerebro. La parte más antigua de nuestro cerebro es el talo encefálico, que une la espina dorsal con el cerebro. Tiene más de tres millones de años de antigüedad y es responsable de comportamientos automatizados tan poderosos como el famoso instinto de huida o agresión ante el peligro. Si hay alguna parte de nuestro cerebro empeñada en querer sobrevivir es ésta. La parte intermedia del cerebro es el área límbica, que tiene unos doscientos millones de años de antigüedad y que, combinada con el talo encefálico, conforma lo que solemos denominar «cerebro emocional», o, en palabras del psiquiatra Dan Siegel, el «cerebro de abajo». El «cerebro de arriba» es la corteza cerebral, más reciente y particularmente desarrollada en los humanos. Recordemos que el cerebro de arriba, que toma las decisiones conscientes y gestiona nuestras emociones, no termina de madurar hasta bien entrada la década de los veinte. Por ello, especialmente en los niños y jóvenes, el hemisferio derecho del cerebro y el «cerebro de abajo», más emocionales, tienden a dominar sus comportamientos y decisiones.
Sueles hablar a menudo de la mente consciente y la mente inconsciente.
Los científicos dividen la mente en dos partes, la mente consciente y la mente inconsciente. La mente consciente engloba todo aquello que podemos manipular deliberadamente, es decir, las decisiones que tomamos «a sabiendas». Ésa es la parte de la mente que durante siglos se ha considerado más evolucionada, frente a nuestras emociones e instintos. La mente inconsciente podría ser, según la definen algunos neurólogos y psiquiatras, como un ordenador programado con multitud de programas automáticos en base a nuestras experiencias vitales. Buena parte de estas experiencias podrían darse antes de los seis o siete años de vida, que es la etapa en la que se desarrolla y consolidan nuestros principales patrones emocionales.
Hace ya varias décadas que los científicos legaron a la conclusión de que nuestras vidas dependen menos de lo que creíamos de la mente consciente, y lo hicieron a través de estudios que muestran que la mente inconsciente toma decisiones una fracción de segundo antes de que lo hagamos conscientemente. Por ello, estos descubrimientos han cuestionado seriamente nuestra capacidad de libre albedrío
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y han puesto énfasis en la importancia de lograr comprender cómo se han conformado nuestros grandes patrones emocionales en la infancia, porque allí podría estar la clave de muchos de nuestros comportamientos y de las emociones que los guían (recordemos que, como dice Antonio Damasio, «en la base de cada pensamiento racional hay una emoción»).
En pocas palabras: dependemos de una parte de nuestro cerebro eminentemente instintiva y emocional y cuyos mecanismos sólo podemos percibir si aprendemos a leer entre líneas, analizando nuestros comportamientos y emociones para lograr comprender de dónde proceden.
Tampoco podemos seguir defendiendo otra tendencia dominante durante siglos —separar el cuerpo de la mente—, a la vista de lo que sabemos actualmente del cerebro. El cerebro no es sólo el órgano que tenemos en la cabeza; la vida mental de las personas implica todo el cuerpo, porque el talo encefálico y el área límbica —el «cerebro de abajo»— están profundamente influidos por todo el cuerpo, por el sistema nervioso autónomo, por los nervios periféricos… En este sentido, el impacto entre cuerpo y mente podría definirse como el resultado natural de que nuestro «cerebro» se extiende mucho más allá del órgano que tenemos en la cabeza.
Ya estamos preparados para adentrarnos a continuación en unas rutas muy particulares. Son tal vez las más discretas y pequeñas de toda nuestra geografía, se esconden en los recovecos de caminos perdidos entre la maleza, o en senderos modestos que no parecen levar a nada… Pero en estas rutas, ocultas en las caras, los ojos, las manos, los cuerpos y las miradas, están encerrados los secretos de la topografía humana.
Cómo pillar a un mentiroso…
Como veíamos en el capítulo anterior, las palabras no son necesariamente un medio de comunicación transparente sino que se utilizan a menudo para manipular, pero algo suele alertarnos cuando quien nos está hablando oculta una parte de la verdad. ¿Qué podemos hacer para descubrir cuándo las personas no nos dicen la verdad?
Tradicionalmente, para acometer la desagradable tarea de pillar a un mentiroso se ha utilizado un detector de mentiras, el llamado polígrafo. ¿Cómo puede el polígrafo pillar a un mentiroso? En realidad el polígrafo no detecta la mentira propiamente dicha, sino las alteraciones fisiológicas que se dan cuando mentimos: la máquina recoge cambios en el ritmo cardíaco, la presión arterial, la conductividad o temperatura de la piel, todos ellos signos de la activación emocional normal cuando haces algo arriesgado como mentir. También es corriente que aumente el ritmo respiratorio, el sudor, el rubor y el enrojecimiento facial, que pueden observarse sin la ayuda del polígrafo. Es decir, que la diferencia entre una persona y un polígrafo es que éste último registra los cambios fisiológicos con exactitud, detecta algunos que son tan mínimos que no pueden verse y desvela ciertas actividades —por ejemplo, el ritmo cardíaco— que directamente no son visibles. Lo hace amplificando señales procedentes de unos sensores que se adhieren a distintas partes del cuerpo. El polígrafo falla ante las personas muy ansiosas, que generan estas señales aunque no estén mintiendo, y también ante los psicópatas, que son excelentes mentirosos porque no les importa hacer daño a los demás.
Podemos transformarnos en muy buenos detectores de mentiras y de mentirosos simplemente fijándonos en las señales que emiten los demás. Hay dos tipos de señales básicas para percatarse de las mentiras: las verbales y las físicas. Es relativamente sencillo descubrir las mentiras cuando sabes cómo se comporta una persona cuando dice la verdad. Por ello, es aún más fácil detectar cuando mienten las personas que conocemos bien.
¿Por qué mentimos?
Durante millones de años hemos vivido en pequeñas comunidades donde mentir era difícil (dado que te conocían bien) y, por tanto, tenías muchas posibilidades de ser descubierto y castigado. Además, la colaboración entre personas para poder sobrevivir —que implica ayudarse y no mentirse— era fundamental. Aunque existen los mentirosos patológicos, que mienten sin remedio, son relativamente pocos, y de hecho un estudio encontró estructuras cerebrales atípicas en las personas que mienten habitualmente.
¿Es fácil mentir?
Hay que esforzarse mucho para ser un buen mentiroso: tienes que ponerte en el lugar del otro, manipularlo, adelantarte a sus reacciones, controlar tus emociones para no delatarte, tener buenas habilidades verbales… Los mentirosos patológicos suelen tener más materia blanca que la media y una cierta carencia de materia gris; esto significa que tienen más herramientas cognitivas con las que pueden mentir y menos escrúpulos morales. El ser humano no está demasiado bien dotado para mentir, excepto en dos casos: cuando está enfermo (los psicópatas mienten muy bien) o cuando se miente a sí mismo y, en consecuencia, se cree sus propias mentiras. Éste es un mecanismo muy corriente: justificamos nuestras propias mentiras hasta que nos las legamos a creer.
¿A partir de qué edad empezamos a mentir?
Empezamos a mentir en torno a los cuatro o cinco años, no por maldad sino para experimentar y para mejorar nuestro manejo del lenguaje, y luego lo seguimos haciendo para suavizar la realidad o para lograr nuestros fines. Todos los que estamos ahora mismo leyendo este libro hemos mentido hoy por lo menos una o dos veces: mentimos de media en el 30 a 38 por ciento de nuestras interacciones diarias.
¿Qué pistas hay cuando alguien miente? ¿Le crecerá la nariz?
Pues sí, resulta que cuando mentimos se liberan unas sustancias químicas que inflaman el tejido interno de la nariz, ésta se hincha un poco y sentimos la necesidad de rascárnosla. Ésa es una de las señales. Hay otras señales evidentes de que estás mintiendo, como tragar más saliva, parpadear más o menos de lo habitual, apretar los labios (porque estás callando algo) o mojártelos porque se te resecan (tienes miedo a que te pilen). Los mentirosos también desvían la mirada, tartamudean, no terminan las frases y están atentos a los pies, porque cuanto más lejos está una parte del cuerpo de nuestro cerebro, más complicado nos resulta controlarla. Por ello, cuando mientes o cuando estás muy incómodo, mueves inconscientemente mucho más los pies.