Una mochila para el Universo (10 page)

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Authors: Elsa Punset

Tags: #Ensayo, Ciencia

No creo que Tici acabe hablando francés. Su entorno, o al menos yo, se lo va a poner difícil. Tengo la creencia arraigada de que puestos a aprender un idioma extranjero, es más práctico elegir uno que hablen muchas personas. ¿Que por cuál me decanto? Hagan apuestas. Pero vaya por delante que tengo claro que los humanos, para navegar por nuestras extensas y complejas redes sociales, para colaborar, crear, amar y odiar a los demás, sólo disponemos de dos instrumentos básicos: las palabras y las emociones.

Vayamos por partes. Las palabras nacen en la corteza cerebral, una parte del cerebro muy desarrollada en nuestra especie, tanto que durante siglos olvidamos que nuestro cerebro es, sobre todo, emocional. Despreciábamos las emociones porque nos asemejaban demasiado a las demás especies y porque nos faltaban los medios técnicos para comprender sus mecanismos y su alcance. Hemos ensalzado la mente racional porque nos enorgullece poder hablar y divisar estrategias sofisticadas para crear y para conquistar. Pero las palabras, que nacen en la mente racional, son una herramienta cargada de intencionalidad, diseñada para lograr acuerdos de colaboración con nuestros congéneres aunque para ello haga falta engañar y manipular. Lo hacemos a diario sin cuestionarlo siquiera. ¿Quién dice lo que realmente piensa? Para sobrevivir y sacarle partido a la vida en sociedad, modulamos automáticamente la mayor parte de nuestros pensamientos porque no nos conviene hablar con transparencia.

No lamento que el lenguaje verbal no sea inocente: la palabra cumple una función estratégica en el desarrollo de nuestra especie. Pero como tantas personas, sueño con una forma de comunicarnos limpia, un idioma en el que pudiéramos siempre comprendernos, como una buena canción capaz de conmover a todos los seres del planeta o un poema que aliviase la tristeza de todos sus habitantes.

Ese idioma no es una quimera. Estamos programados para poder comunicarnos y comprendernos sin palabras, a través de las emociones, que conforman un idioma universal innato aunque históricamente hayamos tendido a menospreciar su alcance. Estamos dotados para ese idioma y a menos que seamos psicópatas —personas incapaces de sentir por los demás, que representan un porcentaje muy pequeño en la sociedad—, estamos mental y fisiológicamente programados para comprender y para sentir los mecanismos que dictan nuestros comportamientos y los del resto del mundo. Más aún: somos psicólogos natos, cada uno de nosotros, expertos y doctores en comprendernos y en comunicarnos, aunque nos empeñemos en no desarrollar esta capacidad, uno de nuestros talentos más característicos.

Y es que para casi todos nosotros las emociones que nos habitan son grandes desconocidas. Durante siglos dedicamos nuestros esfuerzos a sobrevivir físicamente y esa tarea nos ocupó casi por entero, pero superada esa fase de supervivencia, en el mundo actual, donde priman la autonomía personal y los cambios permanentes, requerimos una alfabetización emocional de la que carecemos. No podemos amaestrar, gestionar y transformar aquello que nos resulta, en gran parte, incomprensible.

Sólo si aprendemos a ser dueños, y no esclavos, de nuestras emociones podremos compartir, convivir y colaborar en paz. Ganas de hacerlo no nos faltan: la sed de Tici para comunicarse con los demás es un anhelo natural y poderoso con el que nacemos. Necesitamos aprender a fomentarlo en vez de cercenarlo.

No es sólo el desconocimiento del mundo emocional el que nos impide acercarnos a los demás. Hay otros elementos que frenan nuestra capacidad de empatía, por ejemplo la indiferencia, un obstáculo temible que, como veremos a lo largo de estas páginas, desactiva nuestra capacidad de comprender a las personas. La indiferencia suele ampararse en las prisas, la ignorancia o el desinterés. Si no miramos, el resto del mundo es invisible. Para evitarlo, para contrarrestarlo, necesitamos dedicar tiempo y atención al presente, mirar, tocar y escuchar para conectar con las emociones de los demás, para comprender los mecanismos mentales y emocionales, universales, que nos mueven.

¿Qué podemos hacer para potenciar el lenguaje de las emociones? Bastaría con ayudar a las personas a poner un nombre a cada emoción, a reconocer su grado y su impacto, a saber cómo gestionarlas para desactivar sus efectos cuando estos son nocivos o exagerados. Bastaría con facilitar el aprendizaje de las emociones para que pudiésemos comprendernos y expresarnos al margen del color de las palabras que hablamos. Es un sueño del que sólo nos separa la voluntad política y social de potenciar lo mucho que nos une, en vez de ahondar en lo poco que nos separa.

RUTA 7. LOS VIENTOS QUE ME MUEVEN

Las emociones se contagian como un virus

Las rutas que vamos a atravesar ahora no están hechas de polvo y tierra, sino más bien de agua y aire, y por ello casi no dejan huella visible, aunque erosionan y tiñen todo cuanto tocan… Son éstas las rutas más inconscientes y fluidas de cuantas recorremos, y su curso las leva, como las aguas de un río, a desaparecer bajo tierra para emerger más adelante convertidas en catarata o torrente. Son aguas poderosas que requieren nadadores flexibles, intuitivos y rápidos. Naveguémoslas.

¿Qué son las emociones?

Las emociones son el resultado de cómo experimentamos, física y mentalmente, la interacción entre nuestro mundo interno y el mundo externo. Para un humano, las emociones se expresan a través de comportamientos, expresiones de sentimiento y cambios fisiológicos. Aunque las emociones básicas son universales, las experiencias emocionales, o sentimientos, son más personales en la medida en que se contagian del humor de cada persona, de su temperamento, personalidad, disposición y motivación.

¿Son importantes las emociones?

Cada gesto que hacemos, cada mirada sobre lo que nos rodea y cada sentimiento que nos mueve están dictados por una emoción. Las emociones no son un lujo o algo prescindible, no son una corriente de sentimientos y sensaciones pasajeros y sin importancia, sino que nos recorren a cada minuto y guían nuestro comportamiento a través del dolor y del placer. Las emociones son claves porque modulan cada uno de nuestros gestos, anhelos, deseos y motivaciones y nos empujan a recorrer el mundo, a resolver problemas, a intercambiar con los demás, a crear, descubrir, odiar o destruir. Como dice Maya Angelou, la gente olvida lo que dices, la gente olvida lo que haces, pero nunca olvida cómo la haces sentir.

¿Cómo se desarrollan las emociones?

Cuando necesito explicar en pocos minutos el impacto y el desarrollo de las emociones en nuestras vidas, a menudo recurro a la imagen de una joven chimpancé al que el primatólogo Frans de Waal llama Rosi
[11]
. La mirada de Rosi me conmueve: sentada en las manos de su cuidadora humana, este pequeño chimpancé huérfano mira a la cámara, a la vida que la rodea, y lo hace de frente. Suele ser difícil captar la mirada de los jóvenes chimpancés cuando están con sus madres porque éstas les protegen de la mirada de los demás, o de una cámara fotográfica, apretándoles contra su regazo. En este caso, desde los brazos de su madre adoptiva humana, la mirada de Rosi es curiosa, confiada y alegre. A veces acompaño su imagen con un retrato de mi hija pequeña, una fotografía donde ésta mira a la cámara con la misma mezcla de alegría y confianza que muestra Rosi: me gusta recordar que tantas especies compartimos emociones básicas y una mirada alegre y confiada al nacer.

Muy pronto los sustos, golpes o desprecios que nos propina el entorno apagan o mitigan al menos una parte de la confianza inicial con la que legamos al mundo.

Por ello en los primeros seis o siete años de vida, los humanos conformamos los grandes patrones emocionales que dictan cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo vemos a los demás. Grabamos entonces en nuestras mentes emocionales, y por tanto en nuestros comportamientos, si somos dignos de ser amados y si resulta seguro sentir curiosidad por el mundo que nos espera. Nuestras primeras experiencias con el amor y con la curiosidad empezarán a conformar patrones de respuestas automáticas en función de cómo nos tratan cuando somos pequeños. Arrastraremos estos patrones, estas respuestas automáticas, el resto de nuestras vidas. Modificar estos patrones exigirá en la edad adulta lograr primero descifrarlos, una labor lenta, consciente y deliberada comparada con el aprendizaje rápido, inconsciente e intuitivo de la infancia.

Si tenemos todos las mismas emociones, ¿por qué parecemos diferentes?

Aunque a todos nos habitan emociones básicas y universales, nos desarrollamos y expresamos en función de nuestro perfil genético, de nuestras circunstancias y del entorno que nos rodea. Pero todos queremos ser amados, y si no nos aman buscamos formas de protegernos ante la indiferencia o la agresividad de los demás; y todos queremos explorar el mundo, pero si eso nos pone en peligro desarrollamos tácticas para que el mundo exterior no pueda agredirnos. Para algunos, eso significará una conquista ruidosa y fanfarrona; para otros, una renuncia a cualquier aventura o una serie de intentos de acercarse a los demás, seguidos de maniobras evasivas que desconciertan a nuestros alegados. La herida puede ser la misma para muchos, pero las formas de afrontar el dolor que ésta provoca serán siempre variadas.

No somos clones, somos genéticamente únicos. Por ello somos capaces de interpretar el mundo desde muchas perspectivas y de encontrar soluciones diversas a problemas universales, enraizados todos ellos en las emociones universales que nos unen. No habría catedrales, ni hospitales, ni vías de tren, ni escuelas, ni libros, ni sinfonías, si no fuésemos todos algo diferentes, pero lo bastante similares como para poder colaborar y crear y construir juntos. El pegamento de nuestras extensas y complejas redes sociales son las emociones que compartimos. Éstas nos unen tanto que no sólo podemos comprender lo que sienten los demás sino que, a menos que seamos psicópatas, podemos sentir físicamente las emociones de los demás. Llamamos empatía a esta capacidad innata de ponernos en la piel de los demás.

¿Qué nos aleja de nuestra tendencia innata a sentir por los demás y a ayudar?

Muchos elementos pueden impedir que las personas actúen desde su capacidad colaborativa y empática. El desarrollo de la empatía, por ejemplo, está ligado a la necesidad básica de apego, es decir, a cómo hemos experimentado el amor y la seguridad en nuestros primeros años de vida. Las personas que crecieron desconfiando del amor de sus padres generalmente se mantienen en la fase egocéntrica del contagio emocional automático (una expresión de empatía básica), o se vuelven fríos porque huyen del sufrimiento: no lo toleran ya que han aprendido a desconfiar del afecto de los demás porque no les brindó seguridad o calidez.

¿Por qué se contagian las emociones?

Estamos programados para contagiarnos emociones por diversas razones:

  • – Para aprender. Nos copiamos desde que nacemos, como un bebé recién nacido que a las pocas horas de nacer ya puede imitar a sus padres
    [12]
    . Imitar nos ayuda a aprender de los demás.

  • – Para sobrevivir. Las emociones de los demás pueden salvarnos la vida. Imagina por ejemplo una bandada de pájaros que picotean en una plazoleta a la que se acerca un gato sigilosamente. El primer pájaro que lo vea saldrá volando, y todos le van a seguir sin pensar, como un solo pájaro, porque la bandada les da protección, multiplica sus posibilidades de detectar peligro y de cobijarse.

Como no queremos estar fuera del grupo, imitamos a los demás de forma consciente e inconsciente: copiamos gestos, risas, toses, acentos, seguimos modas en la forma de vestir o de hablar… Aunque sea una programación antigua diseñada para ayudarnos a sobrevivir, no ha cambiado porque todavía funcionamos con muchos instintos ancestrales. De hecho, los estudios más recientes indican que la presión social es capaz de cambiar y moldear nuestras decisiones porque el cerebro nos alerta cuando no pensamos como los demás, y nos recompensa si nos conformamos a la mayoría. También hay que tener en cuenta que las emociones, sobre todo las emociones más intensas, como el desprecio, la ira o la tristeza, se contagian como un virus, porque esas son las emociones que el cerebro cree que más pueden ayudarnos a sobrevivir.

La globalización implica una mayor capacidad de contagio emocional, un fenómeno natural que se está acelerando y amplificando por lo fácil que resulta hoy en día conectarnos.

¿Existen estrategias para protegernos del contagio de las emociones más negativas?

  • – «Escucha las emociones pero no bailes siempre con su música.» Filtra el contagio emocional de forma consciente; para desactivar algo inconsciente y programado en el cerebro, tienes que poner un foco de luz sobre la programación, como si abrieras el capó del coche para arreglar algo. Recupera libertad a la hora de sentir y pensar.

  • – Exagera los «activadores» del buen humor: come chocolate, haz deporte, baila, sal con los amigos, ve al cine…

  • – Elimina o limita lo que te desgasta: la crítica interna, las personas amargadas, las limitaciones que te impones, las luchas de poder, todo lo que supone perder tiempo y energía. Reemplázalos con situaciones y personas positivas.

  • – Tu cerebro, naturalmente, pone el foco en lo negativo: tú céntrate en lo que haces bien, es decir, pon el foco en lo positivo, en lo que te hace sentir bien, en lo que te alimenta, en el trabajo, en tu vida personal. Busca metas claras que tengan sentido para ti y te den alegría. Pasa tiempo con personas positivas, sus emociones también son contagiosas.

No contamines a los demás, piensa antes de enviar un correo desagradable o de decir algo negativo. Tenemos una gran capacidad para hacer daño o para dar alegría a los demás, para contagiarles consciente o inconscientemente nuestras emociones. ¡Reparte contagio positivo!

RUTA 8. UN MUNDO ENORME PARA TAN POCA COSA

¿Somos insignificantes?

Los humanos, por naturaleza, somos rabiosamente únicos; pero como hemos visto, nos reconforta escondernos en los latiguillos y lugares comunes de la masa. Por eso ser uno mismo es tan difícil de conseguir. Si nos dijesen: «¡Sé como los demás!», no nos costaría demasiado: es fácil, ya lo hacemos a diario. Pero una cosa es esa zona de confort donde nos refugiamos y otra muy distinta el lugar creativo desde el que ofrecemos algo único al resto del mundo. Esto último entraña riesgos y peligros que nuestro cerebro, programado para sobrevivir, quisiera evitar como sea. El desafío está precisamente en hacer florecer ese conjunto extraño e irrepetible de pequeñas manías, fobias, momentos de gloria y latigazos de inspiración que perfilan, desde el miedo o desde el amor, cada momento de nuestras irrepetibles vidas. Pero como nos empeñamos en ser tan parecidos, al final puede parecer que no nos distinguimos de los demás, que somos insignificantes.

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