¿Es mejor no enamorarse?
El enamoramiento es un proceso intenso, pero muy útil de cara a la transformación y al aprendizaje personal. Es el momento, tal vez uno de los pocos, en el que logras hacerte vulnerable y por tanto abierto al cambio. Se ha comprobado incluso en el cerebro, que, según el neurólogo Norman Doidge, en esa etapa se vuelve más maleable, más abierto al cambio. ¿Cómo te vas a perder este regalo de la vida? Es mejor aprender a gestionarlo.
Dime entonces cómo puedo gestionar los síntomas del desamor…
Puedes evitar obsesionarte. Sabemos que estar obsesionado con otra persona hace muy difícil que puedas superar el desamor. Fíjate que tras el abandono ocurre un fenómeno curioso conocido en psicología como «la atracción de la frustración», que consiste en que la persona que sufre desamor vuelve a sentir por su ex una pasión que no tenía al final de la relación amorosa. Por tanto, tienes que entrenarte para ir dejando la obsesión atrás poco a poco, como si fuese gimnasia emocional.
Así irá cambiando tu adicción cerebral y podrás desengancharte.
¿Y esto cuánto dura? Porque parece un trabajo difícil…
Es complicado hablar de tiempos, aunque algunos expertos hablan de entre tres meses y tres años. Una buena noticia es que para muchos el desamor asusta de entrada pero no duele tanto ni tanto tiempo como tememos. Hay estudios que lo ratifican una y otra vez. Y cuando haya pasado un tiempo de la ruptura, regálate algo bonito para celebrar lo bien que lo estás levando. Ahora eres una versión mejorada de ti mismo: eres más fuerte y más sabio.
Veamos a continuación los estadios clásicos del desamor y las pérdidas. Aunque cada persona se enfrenta a las pérdidas a su manera y a su ritmo, hay una serie de estadios que son muy típicos.
El primer estadio es la negación. Niegas que tu amor se haya ido, no aceptas el final. Es una forma de protegerte contra el dolor. Estás como en estado de susto, de shock, o incluso estás algo eufórico, como si la realidad no fuera contigo.
El segundo estadio es el de la ira, cuando reaccionas y te enfadas. Por una parte venderías tu alma al diablo para que él o ella regresase, pero por otra estás enfadado. Un estudio demuestra que la gente se recupera más deprisa si acepta que hay una época de enfado. Líbrate de los recuerdos de esta persona, ayuda a tu cerebro a no estar obsesionado, a mirar al futuro. Fuera fotos, cartas, camisetas, cepillo de dientes…
El tercer estadio es el de la negociación. Estás lleno de dolor y de sentimiento de culpa. Empiezas a reprocharte lo que has hecho mal o las cosas que no habéis podido hacer juntos… Lo mejor es hablar de lo que sientes, expresarlo, darle forma, aunque duela. Resistirte al dolor lo empeora. Llora, habla con amigos, haz deporte… Recuerda que estás pasando las etapas normales de las pérdidas y que mejorarás si te enfrentas a ello.
Ahora viene el cuarto estadio, el de la depresión. Aquí sientes tristeza y soledad. Estás empezando a aceptar que estás ante una pérdida de verdad. Eso te absorbe, te sientes vacío y es frecuente que te aísles porque nada te interesa. Pide ayuda profesional si puedes porque te será muy útil. Sabemos que las personas que logran comprender y sacar una lección de sus tristezas son las que mejor salen adelante. Hay que comprender lo que pasó para poder asimilarlo y pasar página.
No sólo estás triste, sino que además sientes que tienes que cargar sin ganas con todo lo que el otro hacía antes por ti… Si a veces te sientes incapaz de hacer lo que antes hacía él o ella, recuerda que hacer cosas que creemos que no podemos hacer, como cambiar una rueda del coche, mejora mucho la autoestima.
Somos más capaces de sobrevivir solos de lo que pensamos. Ahora eres tu propio héroe.
Ojo a la quinta y última fase, porque es fundamental: ¿resignación o aceptación? Aquí el peligro es pensar: «La vida es un asco, pero no tengo más remedio que aguantarme…». Eso sería resignación, y es lo peor que te puede pasar. Tenemos que lograr comprender lo ocurrido, aceptarlo y sacarle partido. No es fácil, habrá momentos de nostalgia y la felicidad no vuelve de repente, pero lo importante es sentir que por fin estás mirando hacia delante con un poco de ilusión.
¿Una sugerencia para esta fase?
Antonio Damasio, uno de los padres de la neurociencia, dice que una emoción negativa intensa se supera con otra emoción igual de intensa y de signo contrario.
Busca pues activamente esas emociones positivas fuertes. Una buena señal es si has hecho cambios en tu vestuario o en tu peinado… Apúntate a algo que siempre quisiste hacer, como clases de cocina japonesa, clases de salsa… Haz lo que sea que te haga reír y te regale ilusión, ¡póntelo como meta! El amor nos hace vulnerables, pero es el regalo que nos da la vida para aprender y para cambiar. El desamor, si se supera con inteligencia, puede hacerte más independiente y más consciente de lo que necesitas ahora. Por ello, la próxima persona que vas a querer va a tener mucha suerte.
Paradójicamente, el siglo XXI nos conecta como nunca lo hemos estado antes, aunque también sacude las instituciones familiares más sólidas, aquellas que tradicionalmente habían amparado nuestra necesidad de relacionarnos y de amar. Amar más allá del clan, agrandar los círculos familiares de empatía que colmaban hasta hace poco nuestras aspiraciones afectivas y encontrar nuevas formas satisfactorias de relacionarnos serán sin duda algunos de los retos fundamentales de las próximas décadas.
El mundo de mi hija Tici está lleno de cajitas para clasificar. Es su medida para comprender el mundo que la rodea. Si caminas erecto y tu piel es suave, eres uno de los suyos. Si vas encorvado y tienes el rostro marcado por los embistes de la vida, te clasifica como miembro de una especie misteriosa. «El abuelo de Paula anda muy recto y se mueve mucho. No parece un abuelo», me dijo el otro día. «¿Y qué parece?», le pregunté con curiosidad. «Parece humano», dictaminó con absoluta seriedad mi duendecillo.
Entiendo a Tici, porque vista con poca perspectiva esta vida nos puede parecer muy confusa y nuestros comportamientos humanos impredecibles. Nos pasamos los días ensayando en qué cajitas mentales podríamos encajar a las personas, los objetos y las experiencias que vamos acumulando, principalmente porque no nos han enseñado un sistema más sensato. Lo malo de este procedimiento aleatorio es que es probable que leguemos a la edad adulta con un desorden insostenible en nuestras cajitas, con personas y comportamientos que se solapan y contradicen hasta desconcertarnos por completo. Para enfrentarnos a ese caos mental y emocional, quizá adoptemos algunas creencias inmutables construidas al hilo de la interpretación de experiencias personales más o menos afortunadas, de refranes populares y de las opiniones de nuestros padres, que tampoco tuvieron método ni ayuda para organizar sus propias cajitas.
Si durante siglos el deber de sobrevivir físicamente en un mundo complejo y violento nos ha levado a respuestas enlatadas para simplificar nuestras vidas y asegurar la obediencia del grupo y del individuo, el futuro será muy distinto. Por encima de las resistencias a educarnos para comprendernos, vamos a necesitar enfrentarnos al auge de enfermedades mentales con políticas de prevención que ayuden a las personas a evitar comportamientos dañinos y una gestión emocional deficiente y destructiva. Este cambio de paradigma es ya palpable, aunque los mecanismos sociales y educativos no lo reflejen con la suficiente agilidad. Pero afortunadamente, a lo largo de las próximas décadas todos accederemos a las claves de lo que ocurre en nuestro interior.
Una señal que nos puede guiar cuando intentamos comprender las reacciones de las personas que nos rodean es ésta: los humanos vivimos dudando siempre entre el amor y el miedo, y elegimos a diario en qué parte de la balanza nos queremos situar. Las reacciones que pesan en la parte del miedo son todas aquellas que supuestamente nos ayudan a sobrevivir en un mundo del que desconfiamos: renuncias, rechazos, desprecios, codicia, ataques, agresividad, desconfianza, palabras hirientes, falta de iniciativa, huidas y reproches. De ellas hablaremos extensamente en este capítulo, porque son las que nos arrastran a comportamientos, pensamientos y palabras cuyo impacto puede ser muy destructivo, tanto, que necesitamos imperiosamente aprender, y enseñar a nuestros hijos, a gestionarlos. La parte de la balanza que fomenta comportamientos que tienen que ver con el afecto, la compasión y la curiosidad, refleja en cambio emociones tendentes a la transparencia y a la colaboración. De éstas hablaremos en las últimas rutas de este libro.
El lugar en el que se colocan las personas en este equilibrio entre el amor y el miedo dice mucho acerca de qué temen, qué desean o qué desconocen. Cuando emprendemos las rutas de las emociones más reactivas —la ira, el desprecio, la envidia o la venganza— transitamos caminos resbaladizos y acerados, llenos de gravilla y desniveles que nos empujan cabeza abajo. Resulta importante aprender a mirar donde pisamos antes de aventurarnos en parajes dominados por la mente más instintiva. Cuando comprendemos y reconocemos las señales de las fuerzas que nos arrastran, pasamos de ser esclavos a ser dueños de nuestras emociones. No es una utopía. Lean y convénzanse.
Sólo vemos lo que nos interesa ver
¿Por qué veo el mundo desde una perspectiva subjetiva?
Pondré un ejemplo. ¿Os habéis planteado alguna vez cómo percibe el mundo exterior una hormiga? Como todos los demás seres vivos, una hormiga depende de sus sentidos para comprender lo que la rodea. Las hormigas no ven demasiado bien y utilizan sus antenas para oler. Si una hormiga está muy cerca de otra hormiga, podrá verla. Pero a un humano no podrá verlo porque está a una escala demasiado grande. Para una hormiga, un humano a una pequeña distancia simplemente no existe
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Todo lo vemos a nuestra medida.
Estamos encerrados en la caja negra del cerebro.
La información del mundo exterior le lega al cerebro a través de los sentidos. Es como si estuviésemos encerrados en una caja negra con cinco aberturas, que son nuestros cinco sentidos. El cerebro hace lo que puede con los medios que tiene pero es una estructura física y como cualquier estructura física tiene limitaciones. Si pensamos por ejemplo en el nervio óptico, éste contiene un millón de fibras, parecidas a cables, que viajan desde la retina hasta el tálamo; sin embargo, este millón de fibras, que en principio parece un número muy grande, es pequeño si lo comparamos con el total de píxeles que tenemos en la cámara del teléfono móvil. Y pese a ello, nuestra experiencia de la realidad es mucho más detallada y nítida que la de la cámara de un móvil.
¿Cómo conseguimos tanto con tan pocos medios?
Tiene que ver con cómo interpretamos la realidad. El cerebro procesa la información que recibe a su manera: cuando la retina se fija en un objeto no capta cada detalle, sino que es el cerebro el que decide qué es más importante en esa información. Por ello, sólo vamos a ver lo que el cerebro cree que nos interesa ver: los bordes de los objetos van a tener más importancia que el interior de los mismos, y las esquinas más que las líneas rectas, porque contienen más información. En base a estos principios nuestro cerebro construye la realidad y rellena, de alguna manera, la información que no le lega, imaginando por aproximación lo que podría haber ahí fuera.
Nos pasa continuamente, hay cientos de ejemplos de cómo nos engaña el cerebro: recuerda por ejemplo que tus ojos ven en dos dimensiones, de izquierda a derecha y de arriba abajo, como si viviesen pegados a una hoja de papel. Si cierras un ojo y luego el otro de manera alternativa, verás que la imagen se desplaza de izquierda a derecha. Este desplazamiento es el que utiliza el cerebro para construir la tercera dimensión. Cuando miras la luna, el cerebro, para que no te parezca extraña, prefiere poner su tamaño a la medida de los demás objetos terráqueos, como los picos de las montañas. Por eso cuando miras al horizonte ves la luna más grande aunque sea la misma que la que brilla en el cielo, lejana y solitaria. ¿Y has pensado alguna vez por qué, si la Tierra viaja por el sistema solar a unos doscientos cincuenta kilómetros por segundo, no notamos esa velocidad? Es porque no tenemos un órgano específico capaz de sentir la velocidad absoluta: sólo podemos detectar la velocidad relativa, es decir, cuando aceleramos o cuando nos movemos en función de otro objeto.