¿En qué escalón de esta búsqueda vital se encuentra mi respetable lector? No me vengan los descreídos y los desganados, parapetados tras su soledad o tras un fino halo de persistente cinismo, a asegurarme que nada de esto forma parte fundamental de su vocabulario diario. O no me digan entonces que viven, sino admitan más bien que malviven, porque ésa es precisamente la paradoja: que aunque no pronunciemos estas palabras, cada célula de nuestro ser las reclama a gritos. Necesitamos comer, soñar y amar como el aire que respiramos. Es éste el mismísimo aliento de la vida, lo que distingue sin remedio a los vivos de los muertos.
Les invito pues a escribir en la arena, en un papel o en un rincón de sus cabezas, cómo serían sus vidas si pudiesen —que por cierto, sí que pueden— describir su vida soñada. ¿Dónde estarían ahora mismo? ¿Qué trabajo, qué labor o misión levarían a cabo? ¿Quién y quiénes estarían a su lado? El guion de esta vida ideal debería parecerse lo más posible a su vida real. Como los escultores que cincelan con paciencia y pasión una figura soñada en un bloque de granito, cada persona que cruza la Tierra debe luchar por hacer realidad aquello que forma parte de su ser esencial. Se nos haría larga, muy larga la travesía del día a día si perdiésemos en el camino la sabiduría profunda del buen comer, soñar y amar.
Un abrazo de seis segundos
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La piedra de toque de este libro, su arranque y su inspiración, es el amor. Ninguna vida se conforma sin una referencia constante al amor. Ningún sentimiento es más determinante en nuestras vidas, ninguno tiene un impacto más radical en nuestra capacidad de ser felices, ninguno justifica las inmensas redes sociales, las responsabilidades, los anhelos y los deseos que pesan sobre las personas desde que nacen hasta que mueren. El amor nos guía, nos da esperanza, nos entristece y nos mueve por encima de todo.
A través de los continentes y de las culturas, el amor es la vida a la búsqueda de más vida, de creatividad, de refugio, de placer, de ternura, de protección, de seguridad. Del cóctel de todas esas necesidades, a veces contradictorias, sobresale la batalla interna de cada persona entre la necesidad de autonomía y la necesidad de intimidad. No siempre necesitamos el mismo amor, ni con la misma intensidad. Pero al final, sea cual sea el color del amor en nuestras vidas, hay que encontrarle una salida, una forma de expresarse, un lugar en el que enraizarlo.
Las rutas que atraviesan nuestra necesidad de amor y de afecto son las grandes rutas de nuestras vidas, unas arterias principales que recorren nuestra geografía y que hemos de mantener abiertas, limpias de maleza, transitables, asequibles para el resto del mundo. Por esas rutas tenemos que lograr que circulen oxígeno y agua, que broten flores y plantas, que haya lugares de refugio para resguardarse de las tormentas. Como no podemos gestionar ni transformar lo que no comprendemos, en estas páginas dedicadas al amor he querido mostrar varios de sus mecanismos más comunes, para que los lectores puedan despejar dudas o adoptar estrategias que les ayuden a cohabitar y a transitar más armónicamente por este sentimiento escurridizo, fluido e imprescindible.
Pero antes de seguir, unas palabras acerca de los cimientos del amor: la empatía.
Durante las docenas de programas de El Hormiguero, creo que logré no pronunciar casi nunca la palabra «empatía». Aludí a ella, sin embargo, docenas de veces, porque es uno de los cimientos del amor en cualquiera de sus expresiones. Y uno de los mecanismos concretos que subyacen en nuestra extraordinaria capacidad de empatía —de ponernos en la piel de los demás, de sentir por ellos son las neuronas espejo. Si bostezas, si bebes agua, si te agachas para recoger una zapatilla, tus neuronas —las células de tu cerebro— se encienden y se conectan. Pero las neuronas espejo hacen algo aún más especial: se encienden sólo con ver a los demás hacer cualquier cosa, y también nos hacen sentir lo que ellos sienten. Allí radica no sólo nuestra capacidad de empatía sino también la simpatía, la compasión, la conciencia, la colaboración, la mala conciencia y el sentimiento de culpabilidad… La mirada y el sentimiento de los demás nos enciende y nos conecta. No estamos preparados para estar solos, sino para estar conectados.
El mecanismo de la empatía encierra una cierta paradoja, ya que tendemos a sentirla más fácilmente por aquellos que se parecen más a nosotros. Los parecidos y la convivencia refuerzan los mecanismos de la empatía. Probablemente una de las señales de la sofisticación moral y de la capacidad de compasión de una civilización sea lograr ensanchar los círculos de empatía. Amar fuera del clan, respetar y ponerse en la piel de personas de culturas, razas, género, edad o creencias diferentes a las propias requiere una empatía mayor que cuando amamos o respetamos a alguien de nuestra misma tribu.
La historia nos nuestra claramente que luchamos desde hace siglos para abrir nuestros círculos de empatía hacia las personas de nuestra propia especie. En las próximas décadas lograremos sin duda mostrar mayor empatía y respeto también por otras especies a las que hoy en día seguimos tratando, en muchos casos, con crueldad. Veamos un ejemplo concreto que muestra la necesidad de tantas especies de recibir afecto.
Los experimentos del doctor Harlow
Desde que nacemos, todos los primates, humanos y no humanos, tocamos a nuestras madres de muchas formas distintas. Unos experimentos clásicos en los años sesenta empezaron a sugerir que necesitamos sentirnos seguros y amparados, es decir, conectados con los demás, por encima de todo. El responsable de los experimentos fue un psicólogo norteamericano bastante siniestro llamado Harry Harlow, que retiraba a unos monitos de sus madres y los enjaulaba con madres «mecánicas»
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. En las jaulas había una madre de tela y otra de alambre. Las dos «madres» eran muy poco atractivas, pero la de alambre tenía un dispositivo por el que se podía beber leche. Sin embargo, los monitos, asustados y desamparados, elegían pasar veintidós horas al día cerca de la madre de trapo y sólo acudían a la madre de alambre para alimentarse. Algunos monitos, obligados por el experimento, crecían sólo con la madre de alambre: digerían peor la leche y tenían sistemas inmunológicos más débiles. Esto resultó muy llamativo en una época en la que se decía que el contacto físico entre niños y adultos malcriaba y estropeaba al niño y que las emociones tenían poco peso real en la vida de la gente, frente a las necesidades fisiológicas. Ahora sabemos a ciencia cierta que, por encima de la pura supervivencia, sólo florecemos si nuestras necesidades emocionales, en especial la necesidad de protección y afecto, están atendidas.
¿Cuánto amor necesitamos?
Cuarenta millones de años de evolución aseguran que necesitamos tocarnos los unos a los otros. Tenemos la necesidad, nunca lo bastante reconocida y atendida, de sentirnos físicamente. Tocarnos y mirarnos es algo profundamente programado, pero para conectar con los demás hacen falta tiempo y ganas. Sospecho que muchos de nosotros no solemos tocar a los demás ni nos tocan como necesitamos, sintiendo física y emocionalmente a las personas que queremos. Los demás primates pasan mucho tiempo acicalándose recíprocamente y tocándose. La especie humana, en cambio, tiende a limitar el contacto físico al ámbito sexual. Podemos recordar lo bien que sienta tocarse con un sencillo ejercicio: durante veinte segundos, con los ojos cerrados y como si fuésemos primates, palpemos nuestras caras y manos. Este ejercicio puede hacerse solo o en compañía de otras personas.
¿Cómo puedo saber cuándo logro conectar realmente con los demás?
Cuando conectamos de verdad con los demás somos capaces de observarnos, de comprendernos y de aprender a través de esta observación. Conectar es absorber algo de la otra persona, y eso requiere una atención especial.
¿Qué sentidos importan más para conectar con los demás?
Los sentidos que más pesan cuando conectamos con los demás son la vista, el tacto y el oído: ver, tocar y escuchar, en este orden. El órgano más importante para tocar a los demás es la piel. Para sentir, las manos, seguidas de cerca por los labios y la lengua. La piel de las manos es especialmente sensible, ya que tiene un sistema nervioso capaz de detectar el dolor, el tacto y la temperatura.
¿Por qué es tan importante el tacto para sentir al otro? Cuando nos tocan, nos relajamos y baja el cortisol, la hormona del estrés. Tal vez por ello los humanos pagamos dinero para masajes y cuidados similares, aunque nos los den completos extraños.
¿Y las redes sociales? ¿Sirven para conectarse?
Depende, porque para comunicarse y conectar con otra persona necesitamos tiempo de calidad. Es difícil conectar sin tocarse ni mirarse. Por ello determinados usos de las redes sociales no bastan para satisfacer nuestra necesidad profunda de contacto físico y emocional con las personas.
¿Qué impide que podamos conectar con los demás?
Por encima del contacto físico, lo que puede impedirnos conectar con los demás es la falta de atención. Para acceder a nuestra extraordinaria capacidad para la empatía, esto es, ponernos en la piel del otro y sentir por esa persona, basta con interrumpir la conexión. Por tanto la indiferencia o la falta de tiempo suelen dinamitar las relaciones entre las personas. A modo de ejemplo, vamos a relatar un conocido experimento que se levó a cabo en la Universidad de Princeton.
El estudio partió de la observación de cuarenta seminaristas que, a modo de examen, tenían que dar un sermón. A la mitad de los seminaristas se les asignó un tema al azar y a la otra mitad se les pidió que hablaran sobre la parábola del Buen Samaritano, que se narra en el evangelio de San Lucas y que habla de que sólo un extraño se brindó a ayudar a un pobre hombre en apuros, mientras todos los demás le ignoraban. Para dar su sermón, los seminaristas tenían que cruzar un patio de la universidad camino del aula del examen. En el patio había un hombre que gemía, tirado por el suelo, aparentemente desesperado. El hombre era un actor, pero los seminaristas no lo sabían. Tan sólo veinticuatro de los cuarenta seminaristas tuvieron a bien pararse para socorrer a ese hombre. Los demás pasaron de largo. Los que se pararon no fueron los que levaban preparado el sermón sobre el Buen Samaritano, sino los que iban con menos prisa. Es decir, que para conectar, ¡hay que tener tiempo! La falta de tiempo, sin embargo, es un problema que hoy en día arrastramos constantemente.
¿Por qué es importante tomarme tiempo para poder relacionarme con los demás?
Estamos biológicamente programados para sentir a los demás, y por tanto para querer ayudarlos. Pero cuando corremos por la calle de una gran ciudad o cuando nos conectamos a la red a toda prisa es casi imposible sentir empatía. De hecho, la gente es capaz de pasar de largo en determinados trechos de las grandes avenidas urbanas aunque vea cómo están robando a otras personas. ¿Por qué parecemos de repente tan fríos? Pues porque para conectar necesitas mirar y sentir al otro, darle ese tiempo. Si pasas de largo deprisa tu cerebro prácticamente no se involucra y te da la señal de que el problema de la otra persona no va contigo. Es un mecanismo que nos ayuda a no cargar con todos los problemas del mundo, aunque puede ser tremendo porque podemos terminar conviviendo con grandes injusticias sin mover un dedo, simplemente porque estamos desconectados.
¿Cuánto tardamos en conectar, en dejar que broten las emociones que nos vinculan a los demás?
Tardamos sólo unas décimas de segundo en reaccionar ante estímulos evidentes, como presenciar que otra persona sufre un accidente. Pero tardamos mucho más, entre seis y ocho segundos, en poder sentir determinadas emociones por los demás, como por ejemplo la admiración. También necesitamos tiempo para tomar una decisión moral que tenga que ver con la justicia o con el deber.
¿Y en los telediarios?
Allí el tiempo que se presta a cada noticia es muy corto, y eso dificulta que podamos ponernos en la piel de los demás, conectar con esa noticia y reflexionar acerca de ella. El sentido de la emoción, del sentimiento, es conectarte con el otro, expresarte, comunicarte. Cuando «apagas y enciendes» el sentimiento sin tomarte el tiempo de darle su valor, éste pierde su sentido.
Para sentir al otro, para dar la oportunidad de que las emociones de los demás, sus problemas y sus alegrías nos leguen, tenemos que darles tiempo y, si es posible, utilizar los sentidos. Quisiera recomendar un gesto que tenemos muy a mano para conectar con los demás que nos hará sentir mucho mejor. Vamos a practicar darnos un abrazo de verdad, de los que ayudan a mejorar la salud física y mental de niños y mayores.
¿Cuánto debe durar un abrazo?
Un buen abrazo tiene que durar al menos seis segundos, para que pueda consolidarse el proceso químico correspondiente en el cerebro. Se puede abrazar el cuerpo entero de las personas, frente a frente, o sólo de lado. El abrazo comunica que no hay miedo, por lo que la actitud es importante. Hay que mirarse y conectar antes de abrazarse. Y, por supuesto, nunca abraces a alguien si no quiere ser abrazado por ti…
Conectarse sin emoción es como no estar conectados. El abrazo nos hace sentir bien, alivia la soledad, ayuda a superar el miedo… Y no hay que olvidar que las personas que abrazan envejecen más despacio. En casa, en el coche, en la calle, si estás con un amigo, con tus hijos, tus padres, tus abuelos, los vecinos… Recuerda cada día que un abrazo verdadero, de al menos seis segundos, es una gran terapia para todos.
¿Cuántos amigos necesitamos para sentirnos bien?
¿Es cierto que los humanos vivimos en redes sociales más amplias que las de las demás especies?
Sí. Se ha comprobado que en el resto de los seres vivos existe una relación entre la cantidad de relaciones que mantienen entre ellos y el tamaño del cerebro. Los pájaros más promiscuos tienen cerebros más pequeños, tal vez porque no tienen tantas habilidades sociales. El cerebro humano, en cambio, consume mucha energía —un 20 por ciento del consumo de la energía total de nuestro cuerpo—, y ello se relaciona con la necesidad de gestionar redes sociales muy complejas: amantes, familias, amigos, compañeros… Vivimos rodeados.
¿Hay algún límite a la cantidad de personas con las que podemos relacionarnos?
El máximo número de relaciones que nuestro cerebro consigue mantener de forma simultánea es de ciento cincuenta, una cifra denominada «número de Dunbar», en homenaje al antropólogo y biólogo evolucionista que investigó estas cuestiones, Robin Dunbar. De estas ciento cincuenta relaciones, hay un núcleo íntimo de entre cinco y doce personas que son con las que tenemos un trato más intenso, a las que se añade otro grupo de unas cien personas adicionales con las que hablamos, de media, una vez al año.