Si tuviésemos que resumir todo lo que hemos comentado en una sola frase, podríamos decir que perdonar no es olvidar: es recordar lo que nos ha herido y dejarlo ir. Y esta reflexión nos leva a plantearnos ahora por qué, a pesar de que actúan como un veneno para el cuerpo y la mente y no parecen servir a un fin claro, a veces nos empeñamos en agarrarnos a pensamientos negativos y a desear el mal a los demás.
La Schadenfreude: «Quiero que fracases» o por qué nos alegramos de la desdicha de los demás
El concepto del que estamos hablando se llama en literatura científica «Schadenfreude», una palabra alemana que evoca un sentimiento universal: regodearse ante el fracaso de los demás. La Schadenfreude se agudiza si hay razones para creer que se está haciendo justicia («se lo merece…»), pero eso no explica por qué a veces nos alegramos del dolor ajeno. Se puede desear justicia sin ser un sádico.
¿Hay alguna explicación razonable a esto, o es que sencillamente somos malas personas y ya está?
Como nos es muy fácil ponernos en la piel de los demás, cuando les pasa algo malo pensamos: «Menos mal que eso no me ha pasado a mí…». Es un reflejo natural que te hace sentir bien y a salvo. Pero alegrarse por la desdicha ajena —la Schadenfreude— tiene mucho que ver con la envidia.
¿Y de qué sirve la envidia?
Desear lo que tiene el otro, si no lo levas a extremos, es una forma de mantener conexiones con el grupo, de competir, de no quedarte atrás. Pero, ojo, porque cuando sientes mucha envidia se activan nodos de dolor físico en tu cerebro. La envidia duele. En cambio, cuando un envidioso se entera de que a la persona que envidia le va mal, se le activan los centros de recompensa del cerebro. Y eso le alivia el dolor que siente.
¿Quién se alegra más por la desdicha ajena?
Un estudio del año 2012 de la Universidad de Leiden, en Holanda, revela que cuanto menos autoestima tienes, más posibilidades hay de que sientas alegría, en vez de compasión, cuando les va mal a los demás. Es porque te da la sensación de que no sólo tú eres un «fracasado».
¿Y esto tiene algún remedio? ¿Podemos hacer algo para no sentir envidia por los demás y desearles el mal?
La envidia paraliza y envenena, te obsesionas con una sola persona en vez de intentar transformar el sistema que ha permitido que esa persona se equivoque.
Recordad que una emoción intensa de signo negativo se cura con otra emoción intensa del signo opuesto. Contra la envidia, podemos visualizar, imaginar, cómo cuidamos y deseamos lo mejor incluso a aquellos que consideramos enemigos… La justicia no está reñida con la compasión.
Al final de nuestra infancia, salimos al mundo exterior armados con nuestras experiencias familiares, y sentimos amor y miedo y curiosidad en la medida en la que aprendimos en nuestras casas. Es fácil que leguemos a manipular a las personas —tanto a los amigos como a los amores— para que encajen en nuestros guiones; por eso, si tu infancia fue sobre todo negativa, te será más difícil tener amigos y amores sanos. Como buena parte de tu guión aprendido es inconsciente —lo tienes grabado en tu cerebro pero no eres consciente de ello ni de su poder—, el esfuerzo por comprender nuestro pasado y nuestras circunstancias nos libera. Comprende qué te hace ser como eres y podrás transformarlo.
Estamos programados para cambiar: la plasticidad cerebral
Podemos cambiar. Aunque intuitivamente tememos que sea difícil, ello nos ocurre porque no hemos aprendido a gestionar un cerebro cuyas estructuras y funciones, contrariamente a lo que se creyó durante décadas, están preparadas para cambiar. Esta característica extraordinaria del cerebro es lo que denominamos «plasticidad cerebral», algo que el neurólogo Norman Doidge, autor de El cerebro que se cambia a sí mismo, define como la característica del cerebro de ser cambiable y adaptable. La plasticidad del cerebro es lo que le permite modificar sus estructuras y funciones en respuesta a las experiencias mentales. Éstas incluyen sentir, percibir, planear o ejecutar acciones motoras e imaginar.
¿Por qué solemos elegir los comportamientos rígidos?
Es lo que Norman Doidge denomina «la paradoja de la plasticidad»: nuestros cerebros están preparados para adoptar comportamientos rígidos o flexibles según cómo entrenemos el cerebro.
¿De qué forma se fijan los hábitos, los pensamientos y los comportamientos en el cerebro?
Vamos a verlo con una de las imágenes que utiliza uno de los grandes neurocientíficos, Alvaro Pascual-Leone, que sugiere esta imagen para comprender cómo funciona nuestro cerebro: imagina que tu cerebro es una montaña nevada en invierno. Hay elementos de esta montaña que te vienen dados, como la pendiente de sus laderas, las rocas, la consistencia de la nieve… Eso serían nuestros genes, y nacemos con ello.
Ahora imagina que coges un trineo y que empiezas a bajar esta montaña. La primera vez que bajes seguirás el camino más fácil en función de las características de la colina y de cómo conduces. Si te pasas la tarde entera bajando en trineo crearás varios senderos y te gustará mucho usarlos; estarán muy marcados por las huelas del trineo y cada vez te costará más salirte de esos caminos para crear senderos nuevos. Ése es tu cerebro. A fuerza de repetir las cosas más o menos igual, las haces de forma automática. Eso te puede levar a adoptar hábitos buenos y hábitos malos.
Una vez que creas hábitos malos, es difícil salirte de ellos porque son caminos veloces y bien trillados por los que el trineo se desliza solo. Si quieres cambiar esos caminos tendrás que bloquear el impulso de seguirlos para poder, deliberadamente, abrir nuevos senderos. Esto implica que la característica que ahora conocemos del cerebro —su plasticidad, su capacidad para cambiar físicamente y para renovarse— tiene un lado bueno y otro malo. El malo es que nos cuesta desaprender los comportamientos una vez que los hemos consolidado. El bueno es que podemos cambiar si aprendemos a deshacer caminos.
Explica Norman Doidge que lo que los humanos tendemos a hacer es a observar nuestros comportamientos rígidos, creados por nosotros mismos, y afirmar: «Mi cerebro es rígido, yo no puedo cambiar ni alterar lo que hago». ¡Pero claro que tu cerebro puede cambiar! Simplemente ocurre que has fomentado comportamientos rígidos y automáticos, y que cuando no usamos determinadas funciones cerebrales alternativas éstas empiezan a degradarse.
Si cambiar no sólo es posible sino que estamos dotados para ello, ¿por qué nos cuesta tanto?
El cambio mental requiere un esfuerzo, exactamente en la misma medida en que lo requiere el cambio físico. Pero así como podemos decidir qué cambios físicos queremos —una tripa más firme, una cintura más fina, más resistencia cuando corremos…— y podemos medir esos cambios de forma concreta, los cambios psicológicos son mucho más sutiles y tenemos menos facilidad para diagnosticar los que son necesarios y medir su impacto en nuestra vida. De momento, ése es el papel del psicoterapeuta, pero en las próximas décadas, a medida que los métodos diagnósticos sean más automáticos y más fiables y que podamos contar con una forma de autoevaluarnos y modular los tratamientos terapéuticos en función de las necesidades, cambiar será un proceso mucho más familiar y corriente.
¿Entonces la psicoterapia podría definirse como un tratamiento neuroplástico?
Exactamente. La psicoterapia y cualquier tratamiento psicoterapéutico eficaz conlleva determinados cambios en el cerebro. Esto se ha visto en escáneres cerebrales después de levar a cabo trabajo psicodinámicos, terapias conductivo-conductuales y trabajos interpersonales, y también se aprecia en algunas terapias específicas que se han desarrollado para comprender el alcance de la neuroplasticidad. Es importante ser consciente de ello, ya que en los años sesenta, setenta y ochenta se creía que las terapias eran «sólo hablar», y que las únicas intervenciones biológicas reales tenían que ver con la medicación. Ahora sabemos que no es así: las terapias en las que el paciente habla son, según Norman Doidge, como operaciones de microcirugía. Cuando ayudamos a las personas a recordar un trauma, activamos los circuitos cerebrales asociados a este trauma y esos circuitos, cuando se activan, se vuelven más maleables, como han demostrado científicos como Joseph LeDoux de la Universidad de Nueva York. Cuando un circuito es más maleable, es más fácil volver a programarlo. Por ello a veces es importante hablar del pasado en las terapias, porque no puedes cambiar las redes cerebrales si no las activas. La psicoterapia se centra en esos dos procesos: desaprender y aprender, y ambos son procesos plásticos.
¿Qué circunstancias nos levan a cambiar, es decir, a activar nuestro potencial plástico de nuevo?
Por ejemplo, cuando tenemos que colaborar con otro ser. No podríamos colaborar con otras personas si fuésemos demasiado rígidos. Ésa sería una buena razón: somos más receptivos al aprendizaje cuando somos colaborativos. De hecho, las personas que se comprometen en relaciones amorosas maduras perciben este proceso de apertura al otro: enamorarse invita a aprender y a cambiar, y es un tiempo muy fértil desde el punto de vista plástico. Por ello, es importante dedicar tiempo al principio de una relación a consolidar comportamientos constructivos que formen una base sana para la relación, y a deshacer patrones interpersonales negativos.
Cuando aprendemos algo nuevo, ¿ese aprendizaje tiene un efecto inmediato en el cerebro?
Sí, definitivamente. Ahora sabemos que cuando cambiamos el comportamiento y los esquemas mentales estamos utilizando la forma más contundente de producir cambios biológicos en el individuo. Numerosos estudios lo avalan, entre ellos los del científico Eric Kandel, que han demostrado que cuando un animal aprende algo no sólo cambia el número de conexiones sinápticas entre dos neuronas —y estamos hablando de entre mil trescientas y dos mil seiscientas a medida que el animal aprende o desaprende algo— sino que determinados genes se activan en las neuronas para fabricar proteínas y lograr esa conexión. Esto nos da la clave de que nuestra vida mental puede influir en la expresión, o activación, de determinados genes.
¿Influye el sueño en mi capacidad de aprender o desaprender?
¡Desde luego! Estamos comprobando que el cerebro consolida estos cambios durante el sueño. Es por ello por lo que una siesta o una buena noche antes de un examen son importantes. Aunque parece que no ocurre nada cuando dormimos, en realidad consolidamos y ordenamos aprendizajes y emociones durante el sueño.
¿Por qué a veces siento como si nada cambiase, aunque lo esté intentando?
Nos inspira escuchar historias acerca de personas que logran consolidar grandes cambios, que consiguen levar a cabo una dieta importante, recuperarse de determinados accidentes cardiovasculares o lograr vivir de forma autónoma con sólo medio cerebro… Y es que los humanos somos capaces de levar a cabo grandes cambios, sobre todo si nos enfrentamos a grandes retos, porque en esos momentos la alternativa es sobrevivir o resignarse. Pero en todos los casos estos cambios requieren un trabajo deliberado paciente y a veces considerable. En los procesos de cambio existen lo que se denomina «mesetas de aprendizaje»: cuando realizamos los ejercicios que nos permiten estimular las neuronas, hay momentos durante los cuales el trabajo del cerebro es, sobre todo, consolidar el aprendizaje, periodos necesarios en los que los cambios sintomáticos son menos evidentes, aunque no significa que nada cambie.
Dame algún ejemplo práctico de cómo puedo deshacer caminos mentales y emocionales a través de un cambio de comportamiento.
Vamos a centrarnos en algunos ejemplos de cambio que podemos poner en marcha de forma sencilla y consciente. Dice Oliver James, un reconocido psicólogo británico, que si no comprendes tu pasado estás condenado a repetirlo. Hemos visto en estas páginas que la familia es un entorno donde tendemos, por costumbre, a repetir patrones mentales y emocionales. Por ello sugerimos estas maneras prácticas de cambiar:
– Revisa tu guión familiar. Jugamos un papel estático en nuestras familias. En la próxima reunión familiar, como si estuvieses en medio de un pequeño teatro, juega a cambiar ese guión. Si eres el que siempre se acuerda de levar regalos en Navidad, olvídate este año. Si eres el que siempre ayuda a recoger, instálate como si nada en el sofá después de comer. Si eres el que siempre lega tarde, lega a la hora por esta vez. Verás algo curioso: ¡Todos se resistirán a que cambies!
– Cambia de entorno. Es difícil cambiar en el mismo entorno en el que se generaron nuestros comportamientos y emociones problemáticos. Cambiar es mucho menos complicado si cambiamos de entorno, o si cambiamos algunas características de nuestro entorno: amigos, aficiones, trabajo, casa, barrio, rutinas…
– Haz de tu vida una creación permanente. Cambia algunas cosas de forma consciente y deliberada. El ejercicio consiste en que todos los días voy a hacer un gesto distinto: ir a comprar el pan por otro camino, hacer la cama de forma distinta, freír un huevo de otra manera, vestirme un poco diferente, no sentarme siempre en el mismo lugar en la mesa… Reinvento cada acción automática, hay muchas en nuestras vidas. Impongo conciencia y no camino de forma automática sino que hago de mi vida una creación permanente.
Los humanos necesitamos estabilidad. Pero demasiada estabilidad puede significar que hemos renunciado a utilizar nuestras capacidades, nuestra creatividad, que nos encerramos en un papel y en un guión que aprendimos en la infancia y que tal vez no nos hace felices. No seas un esclavo sin saberlo. Cuestiona cómo vives, lo que eres y cómo te relacionas con el resto del mundo. Escribe tu propio guión y reinvéntate.
Mi hija Tici quiere aprender francés. Le he preguntado que por qué y me lo ha explicado con ese mohín paciente que pone cuando me tiene que explicar algo obvio:
«¿Y si un francés me pregunta que si quiero un cruasán? Tendré que poder contestarle», apuntó con absoluta convicción. Queda claro que uno debe estar preparado para cualquier situación, y por ello levamos un tiempo practicando francés, mezclando tenazmente los cruasanes con la torre Eiffel. «Comment allez-vous?», canturrea Tici todo el día por casa. Es mucho más aplicada que yo, que tengo una cansina tendencia a olvidarme de las cosas importantes. Afortunadamente muchas veces ni siquiera requiere mi atención porque se contesta a sí misma: «Très bien; merci, Madame»; «Très bien; merci, Monsieur». El acento deja algo que desear, pero ella está lanzada.