Read Veneno Mortal Online

Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Veneno Mortal (6 page)

Parker parecía consternado. Confiaba en el criterio de Wimsey y, a pesar de estar convencido de lo contrario, se echó a temblar.

–¿Dónde está el fallo, muchacho?

–No hay ninguno. Todo es perfecto. No tiene nada mal, salvo que la chica es inocente.

–Estás hecho todo un psicoanalista de andar por casa –dijo Parker, riéndose por reír–. ¿Verdad, duquesa?

–Ojalá hubiera conocido a esa chica –contestó la duquesa, saliéndose por la tangente como de costumbre–. Una cara interesante y verdaderamente excepcional, aunque quizá no precisamente guapa, lo que la hace todavía más interesante, porque los guapos son en muchos casos imbéciles. He leído uno de sus libros, realmente bueno y muy bien escrito, y no adiviné quién era el asesino hasta la página doscientas, francamente inteligente, porque suelo adivinarlo hacia la quince. Qué curioso, escribir libros sobre asesinatos y que te acusen de un crimen; algunos pensarán que es un castigo. Yo me pregunto: si no lo hizo ella, ¿habrá descubierto al asesino? Supongo que los autores de novelas de detectives no detectan mucho en la vida real, ¿no?, salvo, claro, Edgar Wallace, que está como en todas partes, y el bueno de Conan Doyle y el negro como se llame y, claro, el del caso Slater, menudo escándalo, aunque ahora que lo pienso eso fue en Escocia, donde tienen unas leyes rarísimas, sobre todo en lo relativo a las bodas. En fin, supongo que pronto lo sabremos, no la verdad necesariamente, sino lo que el jurado piensa del asunto.

–Sí; están tardando bastante más de lo que me esperaba, pero, oye, Wimsey, me gustaría que me dijeras…

–Demasiado tarde, demasiado tarde. Ya no te dejo entrar. He guardado mi corazón en una caja de plata y la he cerrado con un clavo de oro. Ya no importa la opinión de nadie, salvo la del jurado. Espero que la señorita Climpson se lo esté explicando todo. Como empiece a hablar, no habrá quien la pare al menos durante un par de horas.

–Pues ya llevan media hora –dijo Parker.

–¿Qué, todavía esperando? –preguntó Salcombe Hardy al volver a la mesa de la prensa.

–Pues sí… ¡Y a esto le llamas tú veinte minutos! Según mis cálculos, vamos por tres cuartos de hora.

–Llevan ya una hora y media –le dijo una chica a su prometido, justo detrás de Wimsey–. ¿Qué estarán discutiendo?

–A lo mejor piensan que no ha sido ella.

–¡No digas tonterías! Claro que fue ella. Si se le nota en la cara. Dura, eso es lo que es; y encima no ha llorado ni nada.

–Qué sé yo –replicó el joven.

–No querrás decir que te gusta, ¿verdad, Frank?

–Pues no sé, pero a mí no me parece una asesina.

–¿Y cómo sabes qué aspecto tiene una asesina? ¿Es que conoces a alguna?

–Bueno, las he visto en el museo de madame Tussaud.

–Ya, figuras de cera. Todas las figuras de cera parecen asesinos.

–Bueno, a lo mejor. Anda, toma un bombón.

–Dos horas y cuarto –dijo impaciente Waffles Newton.

–Se habrán quedado dormidos. Habrá que hacer una edición especial. ¿Y si se pasan toda la noche deliberando?

–Bueno, ahora me toca a mí ir a tomar algo. Tenme informado, ¿eh?

–¡Vale!

–He hablado con uno de los ujieres –le dijo el sabelotodo con aires de importancia a un amigo–. El juez acaba de enviar recado al jurado para preguntarles si puede ayudarlos.

–¿Sí? ¿Y qué han dicho?

–No sé.

–Ya llevan tres horas y media –susurró la chica detrás de Wimsey–. Tengo un hambre que me muero.

–¿Sí, cielo? ¿Nos vamos?

–No. Quiero oír el veredicto. Como hemos esperado tanto, mejor que nos quedemos otro rato.

–Bueno, pues entonces voy a salir a comprar unos bocadillos.

–Ah, qué bien. Pero no tardes, porque estoy segura de que me entrará la histeria al oír la sentencia.

–Vuelvo enseguida. Tendrías que alegrarte de no formar parte del jurado… No les permiten tomar nada.

–¿Cómo? ¿Nada de comer ni de beber?

–Nada. Y para mí que tampoco tienen luz ni estufa.

–¡Pobrecillos! Pero hay calefacción central, ¿no?

–Desde luego, aquí hace bastante calor. Me gustaría salir a tomar un poco de aire.

Cinco horas.

–En la calle hay un montón de gente –dijo el sabelotodo al volver de reconocer el terreno–. Unas cuantas personas se han puesto a abuchear a la acusada, un grupo de hombres las han atacado y al final se han llevado a un tipo en ambulancia.

–¡No me digas! ¡Qué divertido! ¡Mira! El señor Urquhart; ha vuelto. A mí me da lástima. ¿A ti no? Debe de ser espantoso que se te muera alguien en tu casa.

–Está hablando con el fiscal general. Claro, ellos han comido como es debido.

–El fiscal no es tan apuesto como sir Impey Biggs. ¿Es verdad que cría canarios?

–¿Quién? ¿El fiscal general del Estado?

–No, sir Impey.

–Sí, claro. Ha ganado varios premios con ellos.

–¡Qué curioso!

–Anímate, Freddy –dijo lord Peter Wimsey–. Observo cierto movimiento. Ya vienen, mi amor, mi vida, que jamás hubo tan etéreo caminar
[3]
.

Todos se pusieron en pie. El juez ocupó su asiento. La acusada, muy pálida a la luz eléctrica, volvió a sentarse en el banquillo. Se abrió la puerta que daba a la sala del jurado.

–Mírales las caras –dijo la joven novia–. Dicen que si van a decir «culpable» no miran al acusado. ¡Ay, cógeme de la mano, Archie!

El secretario del tribunal se dirigió al jurado en un tono mezcla de reproche y educación.

–Señoras y señores del jurado, ¿han llegado a un veredicto común?

El presidente se levantó con semblante ofendido e irritado.

–Lamento decir que nos ha resultado imposible llegar a un acuerdo.

En la sala hubo exclamaciones y murmullos. El juez se inclinó hacia delante, muy cortés y sin el menor signo de cansancio.

–¿Cree que con un poco más de tiempo podrán llegar a un acuerdo?

–Me temo que no, señoría. –El presidente lanzó una mirada furibunda hacia una esquina de la tribuna del jurado, donde estaba la solterona, con la cabeza gacha y las manos fuertemente entrelazadas–. No veo posibilidad alguna de que lleguemos a ponernos de acuerdo.

–¿Puedo ayudarles de alguna forma?

–No, gracias, señoría. Comprendemos perfectamente las pruebas, pero no podemos ponernos de acuerdo sobre ellas.

–Es lamentable, pero creo que quizá deberían volver a intentarlo y, si entonces aún no han podido tomar una decisión, tendrán que volver a decírmelo. Entre tanto, si mis conocimientos de derecho pueden servirles de ayuda, deben saber que, por supuesto, estoy a su disposición.

Los miembros del jurado salieron a trompicones, con expresión sombría. El juez abandonó el estrado arrastrando sus vestiduras escarlatas. El murmullo de las conversaciones se elevó hasta el estruendo.

–¡Diantres! –exclamó Freddy Arbuthnot–. Seguro que es esa señorita Climpson tuya la que los tiene a todos en vilo, Wimsey. ¿No has visto cómo la ha fulminado con la mirada el presidente?

–Buena chica –replicó Wimsey–. ¡Excelente chica! Tiene una conciencia dura como una piedra. A lo mejor sigue aguantando mecha.

–Para mí que has corrompido al jurado, Wimsey. ¿Le has hecho una seña o algo?

–No –contestó Wimsey–. Aunque no me creas, me he abstenido incluso de levantar una ceja.

–Y él mismo lo ha dicho –murmuró Freddy–, lo cual dice mucho en su favor. Pero la gente que quiere comer lo está pasando fatal.

Seis horas. Seis horas y media.

–¡Por fin!

Los miembros del jurado volvieron a entrar por segunda vez, con señales de agotamiento. La sufrida madre y esposa había estado llorando y aún ahogaba su llanto en el pañuelo. El hombre del resfriado parecía medio muerto. El pintor llevaba el pelo todo revuelto, como un matojo. El director de empresa y el presidente del jurado tenían expresión de querer matar a alguien, y la solterona mayor estaba con los ojos cerrados y movía los labios como si rezara.

–Señoras y señores del jurado, ¿han llegado a un acuerdo sobre el veredicto?

–No. Estamos completamente seguros de que jamás nos pondremos de acuerdo.

–¿Están completamente seguros? –dijo el juez–. No deseo meterles prisa. Estoy dispuesto a esperar cuanto ustedes quieran.

El gruñido del director de empresa pudo oírse incluso en la galería. El presidente del jurado se contuvo y replicó con voz entrecortada, a medio camino entre el enfado y el agotamiento:

–Jamás llegaremos a un acuerdo, señoría… Ni aunque nos quedáramos aquí hasta el día del Juicio Final.

–Es lamentable –dijo el juez–. Pero en tal caso, no queda más remedio que dispensarles y ordenar un nuevo juicio. Me consta que todos ustedes han hecho cuanto estaba en su mano y que han puesto todos los recursos de su inteligencia y su conciencia al servicio de este asunto, al que han prestado su atención y entusiasmo. Quedan dispensados, y tienen derecho a quedar exentos de formar parte de un jurado en los próximos doce años.

Casi antes de que hubieran concluido las últimas formalidades, y mientras las vestiduras del juez desaparecían flameantes por la pequeña puerta oscura, Wimsey se lanzó hacia los abogados. Cogió al abogado defensor por la toga.

–¡Muy bien, Biggy! Tienes otra oportunidad. Deja que me meta en esto y lo solucionamos.

–¿Tú crees, Wimsey? Francamente, he de confesar que hemos salido mejor parados de lo que me esperaba.

–La próxima vez nos irá mejor. Oye, Biggy, tómame juramento como actuario o algo. Quiero entrevistarme con ella.

–¿Con quién? ¿Con mi cliente?

–Sí. Tengo un presentimiento con este asunto. Tenemos que conseguir que la suelten, y sé cómo hacerlo.

–Pues ven a verme mañana. Ahora tengo que ir a hablar con ella. Estaré en mi bufete a las diez. Buenas noches.

Wimsey fue corriendo hacia la puerta lateral, por donde salían los miembros del jurado. La última señora, con el sombrero torcido y el impermeable echado de mala manera sobre los hombros, era la solterona. Wimsey se precipitó hacia ella y la tomó de la mano.

–¡Señorita Climpson!

–¡Ay, lord Peter! ¡Ay, Dios mío! Qué día tan espantoso. Es que verá, he sido yo quien ha causado todos los problemas, o bueno, la mayoría, aunque dos me han apoyado con toda valentía, y ¡ay, lord Peter!, espero no haberme equivocado, pero es que no podía, vamos, que no puedo en conciencia decir que ella es la culpable cuando estoy segura de que no lo es. ¡Ay, Dios mío, Dios mío!

–Tiene toda la razón del mundo. Ella no lo hizo, y gracias a Dios que usted se ha enfrentado a ellos y le ha dado otra oportunidad. Voy a demostrar que ella no lo hizo. Y voy a llevarla a usted a cenar… Y, oiga, señorita Climpson…

–Dígame.

–Espero que no le importe, porque no he podido afeitarme desde esta mañana, pero voy a llevarla a un rincón apartado y a darle un beso.

4

El día siguiente era domingo, pero sir Impey Biggs anuló una cita que había concertado para jugar al golf (sin gran pesar, ya que llovía a cántaros) y celebró un consejo de guerra extraordinario.

–Vamos a ver, Wimsey. ¿Qué idea tienes? –preguntó el abogado–. Permíteme que te presente al señor Crofts, de Crofts & Cooper, abogados de la defensa.

–Mi idea es que no fue la señorita Vane –contestó Wimsey–. Me imagino que a ustedes se les habrá ocurrido lo mismo, pero con el apoyo de mi mente privilegiada no cabe duda de que la imaginación se disparará aún más.

Como no tenía muy claro si era una broma o una necedad, el señor Crofts sonrió con deferencia.

–Así es, pero me gustaría saber cuántos miembros del jurado lo consideran así –dijo sir Impey.

–Bueno, al menos a eso sí puedo contestarte, porque conozco a uno de ellos. Una mujer, media mujer y unos tres cuartos de hombre.

–¿Qué quieres decir exactamente?

–Pues que la mujer que conozco defendió que la señorita Vane no es de esa clase de personas. Han intentado acosarla, claro, porque no podía señalar ningún punto flaco en la cadena de las pruebas, pero dijo que la actitud de la acusada formaba parte de las pruebas y que tenía derecho a tomarlo en cuenta. Por suerte, es una mujer delgada, dura, mayor, de digestiones agradecidas y una conciencia anglicana militante, con un tesón extraordinario, además de un resuello inagotable. Los dejó que dieran rienda suelta a sus argumentos hasta quedarse exhaustos, y después dijo que seguía sin creérselo y que no pensaba decir que se lo creía.

–Bueno es saberlo –replicó sir Impey–. Alguien capaz de creerse todos los artículos de la fe cristiana no va a achantarse por una nimiedad como unas pruebas desfavorables, pero no podemos esperar que la tribuna del jurado esté siempre llena de gente tan religiosa e inflexible. ¿Y la otra mujer y el hombre?

–Bueno, lo de esa mujer no me lo esperaba. Es esa señora corpulenta con una bombonería que parece bastante próspera. Dijo que no creía que la acusación hubiese quedado probada, y que era más que posible que Boyes hubiera tomado el veneno él mismo, o que se lo hubiera dado su primo. Cosa curiosa, le había influido el hecho de haber asistido a un par de procesos por envenenamiento con arsénico, y en otros casos no la había convencido el veredicto, en especial el del juicio de Seddon. No tiene muy buen concepto de los hombres en general (ha enterrado a su tercer marido) y desconfía de las pruebas periciales por una cuestión de principios. Dijo que personalmente pensaba que la señorita Vane podría ser la autora, pero que no se fía un pelo de las pruebas médicas. Al principio estaba dispuesta a votar como la mayoría, pero le cogió aversión al presidente, que intentó apabullarla con su autoridad masculina, y al final dijo que iba a apoyar a mi amiga, la señorita Climpson.

Sir Impey se echó a reír.

–Muy interesante. Ojalá tuviéramos siempre esta información interna sobre los jurados. Tenemos que sudar la gota gorda para preparar las pruebas, y de repente una persona se aferra a algo que en realidad no prueba nada y otra la apoya basándose en que no se puede uno fiar de las pruebas. ¿Y el hombre?

–El pintor, y la única persona que realmente comprendía la clase de vida que llevaban esos dos. Creyó la versión de la pelea que dio tu cliente, y dijo que si la chica tenía de verdad esos sentimientos hacia el hombre, lo último que hubiera hecho habría sido matarlo. Más bien se habría distanciado para verlo sufrir, como el hombre de la muela picada de la canción cómica. También se creyó la historia de la compra de los venenos, algo que, naturalmente, a los demás les parecía muy dudoso. Además, dijo que, por lo que había oído, Boyes era un sinvergüenza y un engreído, y que quien se lo haya cargado ha prestado un servicio público. Tiene la desgracia de haber leído algunos libros suyos, y lo consideraba una excrecencia social y una alteración del orden público. Incluso pensaba que era más que probable que se hubiera suicidado y, si alguien estaba dispuesto a adoptar ese punto de vista, él lo secundaría. También sembró cierta inquietud entre los miembros del jurado al decir que estaba acostumbrado a trasnochar y a las habitaciones cargadas de humo, y que no tenía el menor inconveniente en pasarse una noche entera sin dormir. La señorita Climpson dijo que por una causa justa valía la pena tomarse algunas molestias y añadió que su religión le había enseñado a soportar el ayuno. Justo entonces la tercera señora se puso histérica y otro hombre, que tenía que cerrar un trato importante al día siguiente, perdió los estribos; de modo que el presidente dijo que para evitar la violencia física pensaba que lo mejor sería acordar que no estaban de acuerdo. Y así están las cosas.

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