–Bueno, al fin y al cabo nos dan más tiempo –dijo el señor Crofts–. No se podrá presentar hasta la próxima vista, lo que nos da un margen de un mes, y probablemente la próxima vez tendremos a Bancroft, que no es un juez tan severo como Crossley. La cuestión es: ¿podemos hacer algo para que nuestra causa tenga mejor cariz?
–Voy a hacer un denodado esfuerzo –dijo Wimsey–. Es que tiene que haber pruebas en alguna parte. Sé que han trabajado todos como hormiguitas, pero yo voy a trabajar como la hormiga reina. Y tengo una gran ventaja sobre todos ustedes.
–¿Cuál? ¿Más listo? –sugirió sir Impey, sonriendo.
–No… No me gustaría dar a entender eso, Biggy, pero creo en la inocencia de la señorita Vane.
–Maldita sea, Wimsey, ¿es que mis elocuentes discursos no te han convencido de que creo en ella sin reservas?
–Claro que sí. Estuve al borde del llanto. Me dije: ese es el viejo Biggy, que se va a retirar de la abogacía y a cortarse el cuello si este veredicto le es contrario, porque dejará de creer en la Justicia británica. No, viejo zorro… Lo que te delata es el triunfo que te has apuntado al haber conseguido un desacuerdo. Más de lo que te esperabas. Eso dijiste. Por cierto, y si no es indiscreción, ¿quién te paga, Biggy?
–Crofts & Cooper –dijo sir Impey con expresión picara.
–Supongo que estarán en esto por motivos de salud.
–No, lord Peter. En realidad, quienes corren con las costas de este proceso son los editores de la señorita Vane y… bueno, cierto periódico que está publicando su nuevo libro por entregas. Esperan buenas ganancias como resultado de todo esto, pero francamente no sé qué dirán ante los gastos de otro juicio. Espero noticias suyas esta misma mañana.
–Buitres –dijo Wimsey–. Bueno, más vale que sigan adelante, pero dígales que ya me encargaré yo del aval. Y no mencione mi nombre.
–Es muy generoso…
–En absoluto. No me perdería esta diversión por nada del mundo. Es uno de esos casos que me chiflan, aunque voy a pedir algo a cambio. Quiero ver a la señorita Vane. Tienen que hacerme pasar como parte de su equipo, para conocer su versión de los hechos con relativa privacidad. ¿Entendido?
–Supongo que se puede hacer –contestó sir Impey–. Mientras tanto, ¿alguna sugerencia?
–Todavía no he tenido tiempo, pero ya sonsacaré algo, no te preocupes. Ya he empezado a socavar a la policía. El inspector jefe Parker se ha ido a casa a preparar las coronas para su tumba.
–Ándate con cuidado –dijo sir Impey–. Cualquier cosa que descubramos resultará más eficaz si la acusación no lo sabe de antemano.
–Me andaré con pies de plomo, pero si encuentro al verdadero asesino (si es que existe), espero que no pongas ninguna objeción a que lo detengan, o a que la detengan, ¿no?
–No, no me opondré, pero la policía a lo mejor sí. En fin, caballeros, de momento no hay nada más, así que vamos a levantar la sesión. ¿Prestará la ayuda necesaria a lord Peter, señor Crofts?
• • •
El señor Crofts se empleó a fondo, y a la mañana siguiente lord Peter se presentó ante las puertas de la prisión de Holloway con sus credenciales.
–Sí, sí, milord. Recibirá el mismo trato que el abogado de la acusada. Sí, hemos recibido una comunicación aparte de la policía, y todo irá bien, milord. Lo acompañará el celador y le explicará las normas.
Llevaron a Wimsey por una serie de corredores desiertos hasta una pequeña habitación con puerta de cristal. En la habitación había una mesa de madera de pino y dos sillas resistentes a las manchas, una en cada extremo de la mesa.
–Aquí es, milord. Usted se sienta en un extremo y la presa en el otro, y tenga cuidado de no moverse del asiento y de no pasar ningún objeto por encima de la mesa. Estaré fuera y los veré por el cristal, milord, pero no podré oír nada. Si quiere tomar asiento, milord, ahora mismo traerán a la presa.
Wimsey se sentó a esperar, dominado por extrañas sensaciones. Enseguida se oyó ruido de pisadas, y entró la presa, acompañada por una celadora. Se puso frente a Wimsey, la celadora se retiró y cerró la puerta. Wimsey, que se había puesto en pie, se aclaró la garganta.
–Buenos días, señorita Vane –dijo en tono neutro.
La presa lo miró.
–Siéntese, por favor –dijo Harriet, con aquella voz curiosa y profunda que había atraído a Wimsey en el juicio–. Según creo, es usted lord Peter Wimsey, y viene de parte del señor Crofts.
–Sí –replicó Wimsey. La mirada fija de Harriet lo estaba poniendo nervioso–. Sí. Es que… eh… asistí al juicio y todo eso, y… eh… he pensado que podría hacer algo.
–Es usted muy amable –dijo la presa.
–¡No, no, maldita sea! O sea, quiero decir que me divierte investigar cosas, no sé si me entiende.
–Sí, lo entiendo. Como escribo novelas policíacas, he seguido su trayectoria con interés, naturalmente.
De repente le sonrió, y Wimsey se derritió.
–Pues en cierto modo está muy bien, porque así comprenderá que no soy tan idiota como parezco en este momento.
Eso hizo reír a Harriet.
–No parece un idiota, al menos, no más que cualquier otro caballero, dadas las circunstancias. El entorno no encaja con su estilo, pero verlo a usted reconforta. Y le estoy realmente agradecida, aunque por desgracia soy un caso perdido.
–No diga eso. No puede ser un caso perdido, a menos que de verdad lo hiciera usted, y sé que no es así.
–Pues, no, no lo hice yo, pero me da la impresión de que es como una novela mía, en la que inventé un crimen tan perfecto, tan sin fisuras, que no era capaz de idear una forma para que el detective lo probase y tuve que recurrir a la confesión del asesino.
–Si es necesario, haremos lo mismo. No sabrá por casualidad quién es el asesino, ¿verdad?
–No creo que exista. La verdad, creo que Philip tomó el veneno él mismo. Verá, era una persona bastante derrotista.
–Debió de tomarse muy mal la separación, ¿no?
–Bueno, supongo que en parte fue por eso, pero creo que en realidad fue porque no se sentía suficientemente valorado. Era muy dado a pensar que la gente estaba confabulada para hundirlo.
–¿Y era así?
–No creo, pero sí que ofendió a muchas personas. Era muy dado a exigir cosas como si tuviera derecho a ellas… y, claro, eso a la gente le molesta.
–Ya. Comprendo. ¿Se llevaba bien con su primo?
–Sí, sí, aunque, por supuesto, decía que no era sino la obligación del señor Urquhart cuidar de él. Su primo se encuentra en muy buena posición, pues tiene grandes relaciones profesionales, pero en realidad Philip no tenía por qué exigirle nada, ya que no se trataba de dinero de la familia ni nada parecido. Estaba convencido de que los grandes artistas se merecen comer a manteles a expensas de las personas normales y corrientes.
Wimsey conocía bastante bien esa variedad del temperamento artístico. No obstante, le sorprendió el tono de la respuesta, con un deje de amargura e incluso desprecio, o eso le pareció. Planteó la siguiente pregunta con cierta vacilación.
–Perdone que se lo pregunte, pero… ¿quería usted mucho a Philip Boyes?
–Debía de ser así, ¿no?… Dadas las circunstancias.
–No necesariamente –se atrevió a decir Wimsey–. Quizá sintiera lástima de él… o la hubiera seducido, o incluso acosado.
–Todo a la vez.
Wimsey reflexionó unos momentos.
–¿Eran ustedes amigos?
–No. –La palabra restalló con una especie de furia que lo sobresaltó–. Philip no era la clase de hombre que pudiera entablar amistad con una mujer. Quería que te entregaras. Yo le ofrecí esa entrega, de verdad. Pero no soportaba que me dejase en ridículo. No estaba dispuesta a que me pusiera a prueba como a un recadero, para ver si podía dignarse a rebajarse a mi nivel. Pensé de verdad que era honrado cuando decía que no creía en el matrimonio… y después se demostró que era una prueba, para ver si me humillaba lo suficiente ante él. Y claro, no lo hice. No me gustaba la idea de que se me ofreciera el matrimonio como premio de mala conducta.
–No me extraña –dijo Wimsey.
–¿Ah, no?
–No. Me da la impresión de que ese hombre era un engreído… por no decir que un poco canalla. Como ese tipo espantoso que se hacía pasar por paisajista y dejó en evidencia a una desgraciada joven cargándola con unos honores a los cuales no estaba destinada. No me cabe duda de que el tipejo se puso insoportable, con su alcurnia y su escudo de armas, los sumisos arrendatarios y todo lo demás.
Harriet volvió a reírse.
–Sí, es ridículo… pero también humillante. En fin, es lo que hay. Pensé que Philip nos había dejado en ridículo, a él y a mí, y, en el momento en que lo comprendí, todo se acabó, así… ¡zas!
Hizo un movimiento tajante con la mano.
–Creo que lo comprendo –dijo Wimsey–. Y encima, una actitud tan victoriana para un hombre de ideas avanzadas. Para él solo Dios; para ella, Dios en él y tal
[4]
. Bueno, me alegro de que piense eso.
–¿De verdad? No creo que vaya a resultar de mucha ayuda en este problema.
–No, yo quería llegar más lejos. Lo que quiero decir es que cuando todo esto haya acabado quiero casarme con usted, si es que me aguanta y eso.
Harriet Vane, que hasta entonces había estado sonriendo, frunció el entrecejo, y a sus ojos asomó una expresión de disgusto.
–Vaya, otra más. Ya van cuarenta y siete.
–¿Cuarenta y siete qué? –preguntó Wimsey, completamente desconcertado.
–Proposiciones de matrimonio. Me llegan con cada correo. Supongo que son de cretinos que quieren casarse con cualquiera que tenga cierta fama.
–Vaya. Eso me pone en una situación muy embarazosa –dijo Wimsey–. Es que verá, a mí no me hace ninguna falta la fama. Puedo salir en los periódicos sin ningún esfuerzo, por mí mismo. Para mí no es nada especial. Bueno, será mejor que no vuelva a hablar del asunto.
Parecía herido, y la muchacha lo miró con expresión de arrepentimiento.
–Lo siento… pero es que en mi situación te sientes fatal. Ha sido todo tan espantoso…
–Lo entiendo –dijo lord Peter–. Ha sido una estupidez…
–No, soy yo quien ha cometido una estupidez. Pero ¿por qué…?
–¿Que por qué? Bueno… pienso que es usted una persona muy atractiva para casarse. Nada más. O sea, quiero decir, que me he quedado prendado. No sé por qué. Es que sobre esas cosas no hay nada escrito, ya me entiende.
–Ya. En fin, es usted muy amable.
–Ojalá no pareciera que lo considera bastante raro. Sé que tengo una cara de bobo, pero eso no lo puedo evitar. Lo cierto es que me gustaría alguien con quien hablar de una forma sensata, que me hiciera interesante la vida. Y podría proporcionarle un montón de tramas para sus novelas, si eso le supone un aliciente.
–Pero no querría que su esposa escribiese libros, ¿no?
–Claro que sí. Sería muy divertido y mucho más fascinante que la clase de mujer a la que solo le interesan la ropa y la gente. Aunque, claro, la ropa y la gente están muy bien, pero siempre con moderación. No quiero decir con eso que tenga nada contra la ropa.
–¿Y la alcurnia y el escudo de armas?
–Ah, usted no tendría que molestarse con eso. Mi hermano se encarga de esos asuntos. Colecciono primeras ediciones e incunables, que es un poco aburrido, pero tampoco tendría que molestarse con eso, a no ser que quisiera.
–No me refiero a eso. ¿Qué pensaría su padre?
–Ah, la única que cuenta es mi madre, y, por lo que ha visto, le cae usted muy bien.
–¿Así que me han estado pasando revista?
–No… Maldita sea, me da la impresión de que hoy digo todo lo que no tendría que decir. Aquel primer día en los tribunales me quedé atónito, y fui corriendo a ver a mi
mater
, que es un cielo y comprende de verdad las cosas, y le dije: «¡Mira! Es la mujer por antonomasia, la única, y la están poniendo en una situación espantosa, y por Dios, ¡ayúdame!». No se puede imaginar lo horrible que fue.
–Parece odioso, sí. Lamento haber sido tan cruel, pero, a propósito, supongo que tendrá en cuenta que he tenido un amante, ¿no?
–Sí, claro. Yo también, si a eso vamos. Bueno, he tenido varias. Es una de esas cosas que le puede pasar a cualquiera. Puedo presentar varias cartas de recomendación. Me han dicho que hago el amor bastante bien, pero es que en estos momentos me encuentro en desventaja. No puede uno resultar muy convincente al otro extremo de una mesa y con un tipo mirando desde la puerta.
–Confío en su palabra, pero «por seductor que resulte deambular en libertad por un jardín de brillantes imágenes, ¿no estaremos distrayendo tu mente de otro asunto de casi igual importancia?». Parece probable…
–Si es capaz de citar
Kai Lung
, no me cabe duda de que nos llevaremos bien.
–Lo más probable es que yo no sobreviva para hacer el experimento.
–Maldita sea, no sea tan fatalista –dijo Wimsey–. Ya le he explicado, con sumo cuidado, que en esta ocasión estoy investigando el asunto. Cualquiera diría que no se fía de mí.
–Ya han condenado injustamente a muchas personas.
–Precisamente porque yo no he intervenido.
–No lo había pensado.
–Pues piénselo ahora. Ya verá; le parecerá precioso y ejemplar. A lo mejor, incluso contribuye a que establezca una diferencia entre los otros cuarenta y seis y yo, por si acaso se le olvidan mis rasgos faciales u otra cosa importante. Ah, por cierto…, no siente una absoluta repulsión hacia mí o algo parecido, ¿verdad? Porque si ese fuera el caso borraría mi nombre de la lista de espera.
–No –contestó Harriet, con dulzura y cierta tristeza–. No, no me repugna.
–¿No le recuerdo a una babosa ni le pongo la carne de gallina?
–Desde luego que no.
–Me alegro. A cualquier pequeño cambio, como hacerme raya en la melena, o dejarme bigote de cepillo, o licenciar el monóculo, estaría más que dispuesto, si eso va más de acuerdo con sus ideas.
–No, por favor; no cambie en ningún sentido.
–¿Lo dice en serio? –Wimsey se sonrojó un poco–. Espero que eso no signifique que por mucho que me esfuerce no llegaré ni a resultarle simplemente aceptable. Vendré cada vez vestido de una forma diferente, para que usted se pueda hacer una idea completa del asunto. Bunter, o sea, mi criado, se encargará de todo. Tiene un gusto exquisito para las corbatas, los calcetines y ese tipo de cosas. En fin, supongo que debería marcharme. Eh… bueno, ¿quiere pensárselo, si tiene un par de minutos libres? No hay prisa, pero no dude en decirlo si piensa que no podría aceptarlo de ninguna manera. No estoy intentando chantajearla con el matrimonio, ¿sabe? O sea, pase lo que pase, investigaré este asunto porque me divierte, ¿comprende?