–¿De veras? –dijo Wimsey–. Y supongo que ella lo sabía. –Repasó mentalmente una serie de posibilidades contradictorias, y añadió–: Pero no ascendería a una gran cantidad, claro.
–No, no. Mi hijo sacaba de sus libros cincuenta libras al año como mucho. Aunque, según me han dicho, después de esto le irá mejor a su nuevo libro –añadió el anciano con una sonrisa triste.
–Es muy probable –replicó Wimsey–. Con tal de que salgas en los periódicos, a los encantadores lectores no les importa el porqué. Sin embargo… En fin, así son las cosas. Supongo que no tendría dinero que dejar.
–Nada en absoluto, lord Peter; en nuestra familia nunca ha habido dinero, ni siquiera en la de mi esposa. Somos los típicos ratones de sacristía. –Sonrió ante su bromita clerical–. Salvo Cremorna Garden, supongo.
–Salvo… ¿Cómo dice?
–La tía de mi esposa, Cremorna Garden, muy famosa en los años sesenta.
–Dios mío… ¿la actriz?
–Sí, pero, por supuesto, jamás se habló de ella. Nadie se preguntaba cómo sacaba el dinero. Me imagino que no de peor manera que los demás, pero en aquellos tiempos nos escandalizábamos fácilmente. No hemos sabido nada de ella desde hace más de cincuenta años. Creo que está ya muy senil.
–¡Diantres! ¡No tenía ni idea de que siguiera viva!
–Sí, creo que sí, aunque debe de tener bastante más de noventa años. Desde luego, Philip nunca recibió dinero de ella.
–Bien. Con eso queda descartado el dinero. ¿No tendría su hijo un seguro de vida, por casualidad?
–No que yo sepa. Entre sus papeles no encontramos ninguna póliza, y no tengo noticia de que nadie haya reclamado nada.
–¿No dejó deudas?
–Algunas insignificantes… Cuentas en tiendas y cosas así, quizá por valor de unas cincuenta libras.
–Muchísimas gracias –dijo Wimsey poniéndose en pie–. Eso despeja mucho el terreno.
–Lamento que no le haya hecho avanzar mucho.
–Al menos me indica por dónde investigar –replicó Wimsey–, y eso ahorra tiempo. Ha sido usted muy atento al tomarse tantas molestias conmigo.
–No tiene la menor importancia. Pregúnteme cuanto quiera saber. Nadie se alegraría más que yo de que esa muchacha quedara libre de toda sospecha.
Wimsey volvió a darle las gracias y se despidió. Había recorrido más de un kilómetro por la carretera cuando lo invadió un remordimiento. Dio la vuelta a la señora Merdle, volvió volando a la iglesia, metió con cierta dificultad un puñado de billetes en un buzón con el rótulo de GASTOS DE LA IGLESIA y reanudó el camino de vuelta a la ciudad.
• • •
Mientras conducía el coche por el centro, le vino algo a la cabeza y, en lugar de dirigirse a Piccadilly, donde vivía, se internó en una calle al sur del Strand, donde se encontraban las oficinas de los señores Grimsby & Cole, que publicaban las obras del señor Philip Boyes. Tras una breve espera, lo acompañaron al despacho del señor Cole.
El señor Cole era un hombre robusto y jovial, y sintió un vivo interés al enterarse de que el famoso lord Peter Wimsey se estaba ocupando de los asuntos del señor Boyes, asimismo famoso. En calidad de coleccionista de primeras ediciones, Wimsey dio a entender que le gustaría obtener ejemplares de todas las obras de Philip Boyes. El señor Cole dijo que lamentablemente no podía servirle de ayuda, y, bajo la influencia de un cigarro puro muy caro, adoptó un tono confidencial.
–Mi querido lord Peter, no me gustaría parecer insensible –dijo, mientras la papada se le desplegaba en seis o siete–, pero, entre usted y yo, el señor Boyes no ha podido hacer nada mejor en su propio beneficio que haber sido asesinado así. Se vendió hasta el último ejemplar una semana después de que se conocieran los resultados de la exhumación, se agotaron dos ediciones de su último libro antes de que empezara el juicio, al precio original, de siete con seis, y las bibliotecas no paraban de pedir los primeros títulos, de modo que tuvimos que hacer una nueva impresión de toda la obra. Por desgracia, no habíamos guardado el tipo de imprenta, y los impresores tuvieron que trabajar día y noche, pero lo conseguimos. Los encuadernadores van a toda máquina con la edición de tres con seis peniques y ya está encargada la de un chelín. Decididamente, no creo que pudiera encontrar una primera edición en Londres por nada del mundo. Aquí no tenemos sino los ejemplares del archivo, pero vamos a sacar una edición conmemorativa especial, con retratos, en papel hecho a mano, limitada y numerada, al precio de una guinea. No es lo mismo, pero…
Wimsey le rogó que apuntara su nombre para una colección a una guinea por libro, y añadió:
–Qué triste que el autor no pueda beneficiarse, ¿verdad?
–Verdaderamente doloroso –admitió el señor Cole, con las gruesas mejillas comprimidas entre dos pliegues longitudinales desde las aletas de la nariz hasta la boca–. Y aún más triste que ya no vaya a producir más obra. Un joven con mucho talento, lord Peter. Siempre sentiremos orgullo y melancolía, el señor Grimsby y yo, por saber que supimos reconocer su calidad antes de que hubiera posibilidades de remuneración económica. Un
succès d’estime
, nada más, hasta este penosísimo acontecimiento, pero cuando la obra es buena, no tenemos por costumbre preocuparnos por el rendimiento monetario.
–En fin, a veces compensa arrojar el pan a las aguas –dijo Wimsey–. Ya sabe, eso tan religioso de «que aquellos que en abundancia den el fruto de las buenas obras sean en abundancia por ti recompensados». Veinticinco después del domingo de la Santísima Trinidad.
–Así es –replicó el señor Cole sin excesivo entusiasmo, posiblemente porque su conocimiento del devocionario de la Iglesia anglicana era incompleto, o quizá porque había percibido un deje de burla en el tono de su interlocutor–. Bueno, he disfrutado muchísimo con la charla. Lamento no poder hacer nada con las primeras ediciones.
Wimsey le rogó que no se preocupara, y tras despedirse cordialmente bajó a toda prisa la escalera.
Su siguiente visita fue al despacho del señor Challoner, el agente de Harriet Vane. Challoner era un hombrecillo moreno, brusco, con cierto aire combativo, cabellera revuelta y gruesas gafas.
–¿Éxito? –dijo, después de que Wimsey se presentara y le explicara su interés por la señorita Vane–. Sí, claro que es éxito de ventas, bastante vergonzoso, por cierto, pero no se puede evitar. Tenemos que hacer cuanto podamos por nuestra cliente, en cualesquiera circunstancias. Los libros de la señorita Vane siempre se han vendido bastante bien (alrededor de los tres o cuatro mil ejemplares que marcan el tope en este país), pero, naturalmente, este asunto ha impulsado las ventas una barbaridad. El último libro ha llegado a tres ediciones, y el nuevo título ha vendido siete mil ejemplares antes de su publicación.
–Todo para bien desde el punto de vista económico, ¿no?
–Sí, claro… pero, sinceramente, no sé si estas ventas artificiales beneficiarán mucho el prestigio de la autora a la larga. Ya sabe: más dura será la caída. Cuando dejen libre a la señorita Vane…
–Me alegra que diga «cuando».
–No se me ocurriría considerar otra posibilidad, pero cuando eso ocurra es probable que decaiga rápidamente el interés del público. Por supuesto, de momento estoy consiguiendo los contratos más ventajosos que puedo, para cubrir los tres o cuatro próximos libros, pero en realidad solo puedo controlar los anticipos. Los ingresos reales dependerán de las ventas, y ahí es donde preveo una caída. Sin embargo, me va bastante bien con los derechos por series, que son importantes desde el punto de vista del rendimiento inmediato.
–Como empresario, ¿no está contento en líneas generales de que esto haya ocurrido?
–A largo plazo, no. Y personalmente no hará falta decir que me entristece muchísimo y que estoy seguro de que se ha cometido un error.
–Es lo mismo que pienso yo –replicó Wimsey.
–Por lo que sé de su señoría, diría que la señorita Vane no podía haber tenido más suerte, por su interés y su ayuda.
–Gracias… muchas gracias. Oiga… el libro ese sobre el arsénico… Supongo que no podría dejármelo para que le echara un vistazo, ¿verdad?
–Por supuesto que sí, si le sirve de ayuda. –Tocó un timbre–. Señorita Warburton, tráigame un juego de galeradas de
Muerte en el bote
. En Trufoot’s están acelerando lo más posible la publicación. El libro no estaba terminado cuando se produjo la detención. Con un empuje y un coraje insólitos, la señorita Vane ha dado los toques finales y ha corregido las pruebas. Naturalmente, todo tuvo que pasar por las manos de las autoridades penitenciarias. Sin embargo, no deseábamos ocultar nada. No cabe duda de que la pobre muchacha lo sabe todo sobre el arsénico. Están todas, ¿verdad, señorita Warburton? Aquí tiene. ¿Desea algo más?
–Solo una cosa. ¿Qué opina de Grimsby & Cole?
–Nunca los tengo en consideración –contestó el señor Challoner–. No estará pensando en hacer algo con ellos, ¿verdad, lord Peter?
–Bueno, no sé que estoy… En serio.
–Si lo hace, lea atentamente el contrato. No voy a decirle que nos lo traiga a nosotros, pero…
–Si publico algo con Grimsby & Cole, le prometo que lo haré por mediación de ustedes –dijo lord Wimsey.
Lord Peter Wimsey entró poco menos que dando saltos en la prisión de Holloway a la mañana siguiente. Harriet Vane lo saludó con una especie de sonrisa compungida.
–Así que ha vuelto a aparecer.
–¡Claro que sí, por Dios! Seguramente esperaba que lo hiciera. Pensaba que le había causado esa impresión. Bueno… Se me ha ocurrido una buena trama para una novela de misterio.
–¿En serio?
–Magnífica. Verá, es una de esas ideas que te suelta una persona y te dice: «Había pensado hacerlo yo mismo, si tuviera tiempo para sentarme tranquilamente a escribir». Supongo que sentarse con tranquilidad es lo único que se necesita para crear obras maestras. Pero un momento; primero tengo que revisar un asunto. Veamos… –Hizo como si consultara un cuaderno–. Ah, sí. ¿Por casualidad sabe si Philip Boyes hizo testamento?
–Creo que sí, cuando vivíamos juntos.
–¿A nombre de quién?
–Pues al mío. No es que tuviera mucho que dejar, el pobre. Fundamentalmente, quería un albacea literario.
–Y, de hecho, ¿es usted la albacea?
–¡Dios santo! No lo había pensado. Di por supuesto que lo cambiaría cuando nos separamos. Supongo que lo haría, de lo contrario, me habría enterado cuando murió, ¿no cree?
Lo miró inocentemente, y Wimsey se sintió un poco incómodo.
–Entonces, ¿no sabía que lo había cambiado? Quiero decir… antes de morir.
–La verdad es que no volví a pensar en el asunto. Si lo hubiera pensado… me lo habría imaginado, naturalmente. ¿Por qué?
–Por nada –contestó Wimsey–. Es que me alegro de que no sacaran a colación el testamento en el barullo ese.
–¿Se refiere al juicio? No tiene que andarse con tantos remilgos para hablar de ello. Lo que quiere decir es que si hubiera pensado que seguía siendo su heredera podría haberlo asesinado por el dinero. Pero no era para tirar cohetes, ¿sabe? Yo ganaba cuatro veces más que él.
–Ya, ya. Es solo esa tontería de trama que se me ha metido en la cabeza. Sí, es bastante absurda, ahora que lo pienso.
–Cuénteme.
–Pues verá… –Wimsey se atragantó y a continuación explicó su idea con excesivo desenfado–. Es sobre una chica (también serviría un hombre, pero vamos a suponer que es una chica), que escribe novelas, relatos de crímenes, concretamente. Y tiene un… un amigo que también escribe. Ninguno de los dos tiene grandes éxitos de ventas, sino que son novelistas corrientes, ¿comprende?
–Sí. Es algo que puede ocurrir.
–Y el amigo hace testamento y le deja su dinero (los ingresos por libros y demás) a la chica.
–Ya.
–Y a la chica, que está harta de él, se le ocurre una maniobra grandiosa para que los dos sean éxitos de ventas.
–¿Ah, sí?
–Sí. Se lo carga con el mismo método que ha utilizado en su última novela de suspense.
–Muy osada –dijo muy seria la señorita Vane, como aprobándolo.
–Sí. Y claro, los libros del amigo son inmediatamente éxitos de ventas y ella se hace con el botín.
–Francamente ingenioso. Un móvil para el asesinato completamente nuevo, lo que llevaba años buscando. Pero ¿no le parece un poco arriesgado? Incluso podrían sospechar de ella por el asesinato.
–Entonces, también sus libros serían éxitos de ventas.
–¡Es verdad! Pero posiblemente no viviría para disfrutar de los beneficios.
–Esa es la pega, claro –replicó Wimsey.
–Porque, a menos que fuera sospechosa, la detuvieran y la juzgaran, la maniobra solo funcionaría a medias.
–Eso es –dijo Wimsey–. Pero como experta fabricante de misterios, ¿no podría pensar una solución?
–Supongo. Podría probar una coartada ingeniosa, por ejemplo. O, si era muy malvada, lograr echarle la culpa a otra persona, o hacer que la gente pensara que su amigo se había suicidado.
–Demasiado impreciso. ¿Cómo lo conseguiría?
–No podría decirlo ahora mismo. Me lo pensaré y se lo comunicaré. ¡Ah… tengo una idea! –¿Sí?
–Es una persona con una monomanía… no, no homicida. Es demasiado sosa, y además no muy justa para con el lector. Hay alguien a quien desea ayudar… Digamos su madre, su padre, una hermana, un amante o una causa para la que necesita dinero desesperadamente. Hace testamento a favor de uno de ellos, y se deja colgar por el crimen, sabiendo que el objeto amado recibirá el dinero. ¿Qué le parece?
–¡Estupendo! –exclamó Wimsey, entusiasmado–. Pero… un momento. A ella no le darían el dinero, ¿no? No se puede uno beneficiar de un crimen.
–¡Maldición! Es cierto. Entonces, solo sería su dinero, pero podría solucionarlo con una escritura de donación. ¡Sí, mire! Si lo hacía inmediatamente después del asesinato, una escritura de donación de todo lo que poseía, en eso quedaría incluido todo lo que heredase por el testamento del amigo. Entonces todo iría a parar al objeto amado, y no creo que pudiera impedirse legalmente.
Harriet miró a Wimsey con ojos radiantes.
–Mire, corre usted peligro –dijo Wimsey–. Es demasiado lista, pero ¿a que la trama es buena?
–¡Un exitazo seguro! ¿Lo escribimos?
–¡Claro que sí, diantres!
–Pero me temo que no tendremos la oportunidad.
–No diga eso. Claro que vamos a escribirlo. ¿Para qué estoy yo aquí, maldita sea? ¡Incluso si pudiera resignarme a perderla a usted, no podría perder la oportunidad de escribir mi éxito de ventas!