Por esa asombrosa perversidad de la mayoría de las cosas, no bien acababa de pedir el café, abrir el cuaderno y empezar a bosquejar los gabletes de la posada, cuando se detuvo un autobús del que se apeó una enfermera corpulenta con uniforme gris y negro. No entró en el Ye Cosye Corner, sino que siguió a buen paso por la acera de enfrente, con el velo ondeando al viento como una bandera.
La señorita Climpson emitió una viva exclamación de enojo que llamó la atención a la camarera.
–¡Qué irritación! –dijo–. Me he dejado la goma. Tendré que salir corriendo a comprar otra.
Dejó el cuaderno sobre la mesa y se dirigió a la puerta.
–Le guardaré el café, señorita –dijo la servicial camarera–. La papelería del señor Bulteel, ahí cerca del Bear, es la mejor.
–Gracias, gracias –replicó la señorita Climpson, y salió disparada.
El velo negro seguía ondeando a lo lejos. La señorita Climpson fue tras él, jadeante, manteniéndose junto a la calzada. El velo se adentró en una farmacia. La señorita Climpson cruzó la carretera un poco detrás y se puso a mirar un escaparate lleno de ropa de cuna. El velo salió, se agitó indeciso, dio media vuelta, pasó junto a la señorita Climpson y entró en una zapatería.
«Si es para cordones, será rápida –pensó–, pero como sea para probarse zapatos puede estar toda la mañana». Pasó lentamente junto a la puerta. Por suerte, en aquel momento salía un cliente, y mirando hacia el interior, alcanzó a ver el velo negro, que desapareció enseguida en la parte trasera del local. Abrió la puerta con resolución. Había un mostrador con artículos diversos a la entrada de la tienda, y la puerta por la que había desaparecido la enfermera llevaba el rótulo de SECCIÓN DE SEÑORAS.
Mientras compraba unos cordones de seda marrones, la señorita Climpson intentó tomar una decisión. ¿Entrar y aprovechar la oportunidad? Probarse zapatos suele ser un asunto largo y complicado. El sujeto queda aislado largo rato en una silla, mientras el dependiente sube escalerillas y recoge montones de cajas de cartón. También resulta relativamente fácil entablar conversación con una persona que se está probando zapatos, pero tiene una pega. Para dar sentido a tu presencia en la sección de pruebas hay que probarse zapatos, y ¿qué ocurre? En primer lugar, el dependiente te deja inválido arrebatándote el zapato del pie derecho y desaparece. ¿Y si entretanto tu presa concluye la compra y se marcha? ¿Debes seguirla a la pata coja? ¿Te arriesgas a despertar sospechas volviendo a ponerte precipitadamente el calzado, con los cordones arrastrando y murmurando la excusa nada convincente de que habías olvidado una cita? Y algo aún peor: ¿y si te encuentras en situación anfibia, con un zapato tuyo y otro de la tienda? ¿Qué impresión causarías saliendo de estampida con unos artículos que no te corresponden? ¿No se convertiría enseguida el perseguidor en perseguido?
Tras haber sopesado mentalmente el problema, la señorita Climpson pagó los cordones y se batió en retirada. Ya había estafado a un salón de té, y no podía esperar salir airosa de más de una fechoría en una sola mañana.
El detective, sobre todo si va vestido de obrero, recadero o repartidor de telegramas, se encuentra en una situación privilegiada para seguir los pasos a la presa: puede vaguear tranquilamente sin llamar la atención. La detective no debe vaguear. Por otra parte, puede pasarse horas enteras delante de un escaparate. La señorita Climpson eligió una sombrerería. Examinó con atención todos los sombreros de los dos escaparates, volviendo a revisar con aire resuelto un modelo sumamente elegante con velo y dos excrecencias como antenas. Justo en el momento en que un observador podría haber pensado que por fin se había decidido a entrar y preguntar el precio, la enfermera salió de la zapatería. La señorita Climpson movió la cabeza con pesar ante las antenas, volvió corriendo al otro escaparate, miró, dudó, vaciló y se marchó a toda prisa.
La enfermera estaba a unos metros de distancia, caminando con paso vivo, como un caballo que avista la caballeriza. Volvió a cruzar la carretera, miró un escaparate atestado de madejas de lana de colores, se lo pensó mejor, siguió y entró por la puerta del café Oriental.
La señorita Climpson se encontraba en la situación de quien, tras perseguir tenazmente una polilla, consigue acorralarla con un vaso. Por unos momentos el bicho no puede escapar y quien ha estado persiguiéndolo se toma un respiro. El problema que se plantea a continuación es cómo extraer la polilla sin hacerle daño.
Naturalmente, también resulta fácil seguir a una persona que entra en un café y sentarse a su mesa, si hay sitio, pero a lo mejor no le hace ninguna gracia. Puede pensar que eres un retorcido por abalanzarte sobre su mesa cuando hay otras libres. Es mejor poner alguna excusa, como entregar un pañuelo olvidado o decir que alguien se ha dejado el bolso abierto. Si la persona en cuestión no te proporciona una excusa, hay que inventársela.
La papelería estaba a pocos metros. La señorita Climpson entró y compró una goma de borrar, tres postales, un lápiz y un calendario, y esperó a que se lo pusieran todo en un paquete. Después cruzó despacio la calle y entró en el Oriental.
En la primera sala vio a dos mujeres y un niño que ocupaban un hueco, un señor de edad que bebía leche en otro y dos chicas que tomaban café y pasteles en un tercero.
–Perdonen, pero ¿es suyo este paquete? –les preguntó a las dos mujeres–. Acabo de recogerlo en la puerta.
La mayor, que evidentemente había estado de compras, revisó a toda prisa una serie de paquetes heterogéneos, apretándolos uno a uno para refrescar la memoria sobre su contenido.
–Creo que no es mío, pero no podría decirlo con certeza. Vamos a ver. Aquí van los huevos y la panceta y… ¿qué es esto, Gertie? ¿La ratonera? No, un momento, es jarabe para la tos, y esto… las suelas de corcho de tía Edith, y eso es Nugget…, pasta de arenque… el Nugget está aquí… ¡Santo cielo! Creo que se me ha caído la ratonera en alguna parte… pero no parece que sea ese paquete.
–No, madre –dijo la más joven–. ¿No se acuerda? Nos van a enviar la ratonera con la bañera.
–Ah, sí, es verdad. Entonces no falta nada. La ratonera y dos sartenes, que van con la bañera, y eso es todo, menos el jabón, que lo tienes tú, Gertie. Muchas gracias de todos modos, pero no es nuestro. Se le habrá caído a otra persona.
El anciano caballero lo rechazó firme pero cortésmente, y las dos chicas se limitaron a reírse como bobas. La señorita Climpson pasó a la segunda sala. Dos mujeres jóvenes y su acompañante le dieron las gracias y le dijeron que no era suyo.
Pasó a la tercera habitación. En un rincón había un grupo muy hablador con un terrier, y al fondo, en la zona más oscura y apartada del Oriental, estaba la enfermera, leyendo un libro.
El grupo de habladores no sabía nada del paquete; con el corazón latiéndole muy deprisa, la señorita Climpson se abalanzó sobre la enfermera.
–Perdone –dijo, sonriendo gentilmente–. Creo que este paquete debe de ser suyo. Me lo he encontrado en la puerta y ya he preguntado en todo el café.
La enfermera levantó la vista. Era una mujer mayor, con el pelo gris, con esos extraños ojos azules y grandes que desconciertan a quien los contempla con la intensidad de su mirada y que suelen denotar cierta inestabilidad emocional. Sonrió a la señorita Climpson y respondió afablemente:
–No, no es mío. Es usted muy amable, pero tengo todos mis paquetes aquí.
Señaló con gesto vago el asiento acolchado que ocupaba tres lados del hueco, y la señorita Climpson, tomándolo como una invitación, se sentó inmediatamente.
–Es extrañísimo –dijo la señorita Climpson–. Estoy segura de que debe de habérsele caído a alguien al entrar aquí. Y no sé qué hacer con él. –Lo apretó con delicadeza–. No creo que sea nada de valor, pero nunca se sabe. Supongo que debería llevarlo a la comisaría.
–¿Por qué no se lo da a la cajera? –sugirió la enfermera–. Es posible que venga el dueño a reclamarlo.
–¡Pues claro! –exclamó la señorita Climpson–. Qué lista es usted. Por supuesto, eso será lo mejor. Pensará que soy tonta, pero no se me había ocurrido. Es que no soy una persona muy práctica, pero admiro a las personas que lo son. No debería abrazar su profesión, ¿verdad? Cualquier emergencia me deja apabullada.
La enfermera volvió a sonreír.
–En gran medida es cuestión de adiestramiento –dijo–. Y naturalmente, también de autoadiestramiento. Todas esas pequeñas debilidades pueden curarse poniendo la mente bajo un control superior… ¿no le parece?
Posó sus ojos hipnotizantes en los de la señorita Climpson.
–Supongo que sí.
–Es un error terrible pensar que cualquier cosa de la esfera mental es grande o pequeña –añadió la enfermera, cerrando el libro y dejándolo sobre la mesa–. Incluso los pensamientos y los actos mínimos están dirigidos por igual por los centros superiores del poder espiritual, si llegamos a creerlo.
Se acercó una camarera a preguntarle a la señorita Climpson qué deseaba tomar.
–¡Por Dios! Me parece que me he sentado a su mesa sin permiso…
–No, no se levante –replicó la enfermera.
–¿Seguro? ¿De verdad? No quisiera interrumpirla…
–En absoluto. Llevo una vida muy solitaria, y siempre me alegro de encontrar a una amiga con quien hablar.
–Es usted muy amable. Sí, por favor, bollos con mantequilla y té. Qué café tan agradable, ¿no le parece? Es tan tranquilo… si no fuera por esos de ahí, los del perro, que hacen tanto ruido. No me gustan esos animales tan grandes, y además pienso que son peligrosos, ¿no cree?
La señorita Climpson no llegó a oír la respuesta, porque de repente vio el título del libro que estaba sobre la mesa, y el diablo, o un ángel de bondad (no estaba segura de cuál de los dos) le estaba presentando una auténtica tentación en bandeja de plata, por así decirlo. Era de la editorial Espiritista y se titulaba
¿Pueden hablar los muertos?
En un singular momento de inspiración, la señorita Climpson vio su plan perfectamente detallado. Supondría una serie de engaños contra los que su conciencia se rebelaba con horror, pero era un camino seguro. Luchó contra el demonio. ¿Podía justificarse algo tan perverso, aun por una causa justa?
Musitó un ruego en busca de ayuda, o eso pensó ella, pero la única respuesta que recibió fue un leve susurro al oído: «Bien hecho, señorita Climpson», y la voz era la de Peter Wimsey.
–Disculpe, pero por lo que veo estudia usted el espiritismo –dijo–. ¡Qué interesante!
Si había algún tema sobre el que la señorita Climpson podía asegurar que supiera algo era el espiritismo. Es una flor que crece magníficamente en el entorno de las casas de huéspedes. Cuántas veces habría prestado atención, mientras su inteligencia lo condenaba, al despliegue de planos y controles, correspondencias y comunicaciones verificables, cuerpos astrales, auras y materializaciones ectoplásticas. Que era un tema prohibido por la Iglesia lo sabía perfectamente, pero había sido señorita de compañía de demasiadas ancianas y en demasiadas ocasiones se había visto obligada a doblegarse en la casa de Rimmón
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Y, además, aquel extraño hombrecillo de la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas. Se había alojado dos semanas en el mismo hotel de Bournemouth que ella. Era experto en la investigación de casas embrujadas y en la detección de
poltergeists
. Simpatizó con la señorita Climpson, que pasó varias tardes muy amenas oyéndolo hablar sobre los trucos de los médiums. Gracias a él aprendió a mover mesas y a producir ruidos raros y chasquidos; sabía examinar dos pizarras selladas para encontrar las señales de las cuñas por las que se introducía un largo alambre negro con una tiza para escribir los mensajes de los espíritus. Había visto los ingeniosos guantes de goma que dejan la huella de las manos de un espíritu en un cubo de parafina y que, una vez desinflados, pueden retirarse con delicadeza de la parafina endurecida por un agujero más estrecho que la muñeca de un niño pequeño. Incluso sabía, teóricamente, porque nunca lo había llevado a la práctica, cómo poner las manos a la espalda para que se las ataran con el fin de forzar ese primer nudo de engaño con el que todos los nudos posteriores resultan inútiles y cómo revolotear por la habitación en penumbra tocando la pandereta aun estando atada en un armario negro con ambas manos llenas de harina. A la señorita Climpson le había sorprendido enormemente la estupidez y la perversidad del género humano.
La enfermera siguió hablando, y la señorita Climpson le respondió mecánicamente.
«No es más que una principiante –dijo la señorita Climpson para sus adentros–. Está leyendo un manual… Y no tiene ningún sentido crítico… Tendría que saber que aquella mujer había quedado en evidencia hacía tiempo… No se podía dejar sueltas a personas como ella… Eran incitaciones vivientes al fraude… No conozco a esa tal señora Craig de la que me está hablando, pero me imagino que debe de estar como una cabra… Tengo que evitar a esa señora. Probablemente sabe demasiado… Si esta pobrecilla se traga eso, seguro que se lo traga todo».
–Parece verdaderamente maravilloso, ¿verdad? –dijo la señorita Climpson en voz alta–. ¿Pero no resulta un poquito peligroso? A mí me han dicho que soy sensible, pero nunca me he atrevido a intentarlo. ¿Es sensato abrir la mente a esas influencias sobrenaturales?
–No es peligroso si sabes cómo hacerlo –respondió la enfermera–. Hay que aprender a construir un caparazón de pensamientos puros en torno al alma para que no puedan penetrar las malas influencias. Yo he mantenido conversaciones fantásticas con seres queridos ya fallecidos…
La señorita Climpson volvió a llenar la tetera y pidió a la camarera que le llevara unos dulces.
–… y por desgracia no tengo dotes de médium… es decir, de momento. No consigo nada cuando estoy sola. La señora Craig dice que ya llegará, con concentración y práctica. Anoche intenté algo con la
ouija
, pero solo salían espirales.
–Su mente consciente debe de ser demasiado activa –dijo la señorita Climpson.
–Sí, supongo que es eso. La señora Craig dice que soy extraordinariamente receptiva. Obtenemos unos resultados maravillosos cuando hacemos una sesión juntas. Pero ahora está fuera, por desgracia.
A la señorita Climpson le dio tal vuelco el corazón que estuvo a punto de derramar el té.
–Entonces, ¿es usted médium? –preguntó la enfermera.