–Eso me han dicho –respondió la señorita Climpson, cautelosa.
–A lo mejor si hiciéramos una sesión las dos…
Miró con avidez a la señorita Climpson.
–No, es que yo…
–¡Oh, vamos! Usted es una persona receptiva. Estoy segura de que obtendremos buenos resultados. Es que a mí no me gustaría intentar nada si no estuviera segura de la otra persona. Hay tanto falso médium por ahí… (¡Vaya, conque al menos eso sí lo sabes!, pensó la señorita Climpson), pero con una persona como usted te puedes sentir tranquila. Ya descubrirá cómo cambia su vida. Yo me sentía muy mal por tanto sufrimiento y tanto dolor como se ve hoy día en el mundo, hasta que comprendí que la supervivencia es algo cierto y que todos nuestros padecimientos nos son enviados sencillamente para prepararnos para la vida en un plano superior.
–Bueno, estoy dispuesta a intentarlo –replicó con calma la señorita Climpson–. Pero no puedo decir que crea de verdad en ello, ¿comprende?
–Creerá, creerá.
–Por supuesto, he visto cómo ocurrían un par de cosas extrañas… cosas que no podían ser trucos, porque yo conocía a esas personas, y no podía explicarme…
–¡Venga a verme esta noche! –dijo la enfermera persuasivamente–. Será una sesión tranquila, para ver si realmente es usted médium. A mí no me cabe duda.
–Muy bien –replicó la señorita Climpson–. ¿Por cierto, cómo se llama?
–Caroline Booth… señorita Caroline Booth. Soy la enfermera de una anciana que está paralítica y vive en la casa grande de Kendal Road.
«Gracias a Dios», pensó la señorita Climpson. Y dijo:
–Y yo me llamo Climpson. Debo de tener una tarjeta… Pues no. Me la he dejado, pero me alojo en Hillside View. ¿Cómo puedo llegar hasta su casa?
La señorita Booth le dio la dirección, le dijo a qué hora pasaba el autobús y añadió una invitación a cenar, que la señorita Climpson aceptó, tras lo cual se fue a casa y escribió apresuradamente una nota.
Estimado lord Peter:
Seguro que estará preguntándose qué ha sido de mí. ¡Pues al fin tengo noticias! ¡He asaltado la ciudadela! Voy esta noche a la casa y van a ocurrir grandes cosas.
Con mucha prisa y suya afectísima,
KATHERINE A. CLIMPSON
Volvió al centro después del almuerzo. En primer lugar, como era una mujer honrada, rescató el cuaderno y pagó la cuenta en Ye Cosye Corner, y explicó que se había encontrado con una amiga aquella mañana y se había entretenido. Después entró en varias tiendas. Al final eligió una pequeña jabonera de metal que se ajustaba a sus necesidades. Tenía los lados ligeramente convexos, y cuando estaba cerrada y se apretaba un poco producía un fuerte chasquido. Con habilidad y un trozo de cinta adhesiva muy resistente, la pegó a una gruesa liga elástica. Una vez sujeta a su huesuda rodilla, apretándola de golpe contra la otra rodilla emitía una serie de chasquidos capaces de convencer al más escéptico. Sentada ante el espejo, la señorita Climpson dedicó una hora a practicar antes del té, hasta que logró producir el chasquido con un mínimo de movimientos.
Otra de las compras consistió en un trozo de cable negro, como los que se utilizan para el ala de los sombreros. Juntando dos trozos, bien doblados para formar ángulo y atados a la muñeca, el artilugio era suficiente para balancear una mesa ligera. La señorita Climpson temía que una mesa pesada resultara excesiva, pero no había tenido tiempo de encargar alambre de hierro. De todos modos, lo intentaría. Sacó un vestido de terciopelo negro y amplias mangas y se aseguró de que el cable quedaba bien escondido.
A las seis se puso esa prenda, se colocó la jabonera en la pierna, hacia fuera, para que unos chasquidos inoportunos no asustaran a los viajeros del autobús, se embutió en una gruesa capa impermeable, recogió paraguas y sombrero y se puso en camino, dispuesta a robar el testamento de la señora Wrayburn.
Acabó la cena. Se había servido en una bonita habitación antigua revestida de paneles de madera, con techo y chimenea de estilo Adam, y la comida era buena. La señorita Climpson se sentía animada y dispuesta.
–Haremos la sesión en mi habitación, ¿le parece? –dijo la señorita Booth–. En realidad es el único sitio cómodo, porque naturalmente, la mayor parte de la casa está cerrada. Si me perdona un momento, voy a darle la cena a la señora Wrayburn y a ponerla cómoda, pobrecilla, y después empezamos. No tardaré más de media hora.
–Está impedida, ¿verdad?
–Sí, totalmente.
–¿Puede hablar?
–Hablar, hablar, no. A veces balbucea algo, pero no se la entiende. Es muy triste, además siendo tan rica. Cuando fallezca será un día de felicidad para ella.
–¡Pobre mujer! –exclamó la señorita Climpson.
Su anfitriona la llevó a un saloncito alegremente decorado y la dejó a solas entre las fundas de cretona y los adornos. La señorita Climpson recorrió con una rápida mirada los libros, en su mayoría novelas, con la excepción de unas cuantas obras clásicas de espiritismo, y después se fijó en la repisa de la chimenea. Estaba atestada de fotografías, como suele ocurrir con las chimeneas de las habitaciones de las enfermeras. Entre grupos de hospital y retratos con dedicatorias como «De su agradecido paciente» destacaba la fotografía enmarcada de un caballero con vestimenta y bigote de los años noventa, de pie junto a una bicicleta, como flotando en un balcón de piedra, con un desfiladero a lo lejos. El marco era de plata, pesado y recargado.
«Demasiado joven para ser su padre –pensó la señorita Climpson, mientras le daba la vuelta y quitaba el cierre del marco–. O un novio o su hermano predilecto. ¡Vaya! “Para mi queridísima Lucy, con eterno cariño, Harry.” No será un hermano, supongo. El estudio del fotógrafo, en Coventry. Negocio de bicicletas, posiblemente. ¿Y qué fue de Harry? Es evidente que no hubo boda. O murió o fue infiel. Un marco de calidad y en el sitio más destacado, un ramo de narcisos de invernadero en un florero… Supongo que Harry ha pasado a mejor vida. ¿Y esto? ¿Fotografía familiar? Sí, con los nombres debajo, como debe ser. La queridísima Lucy con orla, papá y mamá, Tom y Gertrude. Tom y Gertrude son mayores, pero aún podrían estar vivos. El padre es párroco. Una casa más bien grande… posiblemente en el campo. El fotógrafo es de Maidstone. Un momento. El padre con otro grupo, con doce chiquillos. Es maestro o da clases particulares. Dos chicos con sombrero de paja y cinta zigzagueante… o sea, probablemente maestro de escuela. ¿Y esa copa de plata? Los Booth y otros tres nombres… Regatas de Pembroke College, 1883. Un centro no demasiado caro. ¿Y si el padre no aceptaba a Harry por su relación con la industria de la bicicleta? Ese libro parece un premio del colegio. Pues sí. Maidstone College, para señoritas… mención especial en literatura inglesa. Claro. ¿Viene…? Ah, no, falsa alarma. Un joven con ropa de soldado. “De tu sobrino, con cariño, G. Booth…” Ya. El hijo de Tom, supongo. ¿Sobrevivió o no? Sí, esta vez sí que viene».
Cuando se abrió la puerta, la señorita Climpson estaba sentada ante la chimenea, enfrascada en la lectura de
Raymond
.
–Siento mucho haberle hecho esperar tanto –dijo la señorita Booth–, pero es que la pobrecita está muy intranquila esta noche. Se quedará en paz un par de horas, pero después tendré que volver a subir. ¿Empezamos ahora mismo? Estoy impaciente.
La señorita Climpson accedió sin dudar un momento.
–Normalmente usamos esta mesa –dijo la señorita Booth, acercando una mesita redonda de bambú con apoyadero entre las patas.
La señorita Climpson pensó que jamás había visto un mueble mejor adaptado para amañar fenómenos extraños y se felicitó por la elección de la señora Craig.
–¿Nos sentamos a la luz? –preguntó.
–No a plena luz –respondió la señorita Booth–. La señora Craig me explicó que los rayos azules de la luz solar o la electricidad son demasiado fuertes para los espíritus. Es que destruyen las vibraciones, ¿comprende? Así que normalmente apagamos la luz y nos sentamos a la luz del fuego, que es suficiente para tomar notas. ¿Escribo yo, o se encarga usted?
–Pues pienso que sería mejor que lo hiciera usted, que está más acostumbrada a estas cosas –contestó la señorita Climpson.
–De acuerdo. –La señorita Booth cogió un lápiz y un bloc y apagó la luz–. Vamos a sentarnos y a apoyar sobre la mesa las yemas de los dedos, sin hacer fuerza, justo en el borde. Lo mejor es formar un círculo, pero con dos personas no se puede. Y por lo menos al principio, es mejor que no hablemos, hasta que se establezca la comunicación. ¿A qué lado quiere ponerse?
–Pues aquí mismo.
–¿No le importa estar de espaldas al fuego?
A la señorita Climpson no le importaba en absoluto.
–Así estaremos bien, porque contribuirá a que los rayos no den directamente en la mesa.
–Eso me parecía a mí –replicó la señorita Climpson con toda sinceridad.
Apoyaron las yemas de los dedos sobre la mesa y se quedaron a la espera. Transcurrieron diez minutos.
–¿Ha notado algún movimiento? –susurró la señorita Booth.
–No.
–A veces tarda un poco.
Silencio.
–¡Ay! Me parece haber notado algo.
–Yo tengo como agujetas en los dedos.
–Y yo. Pronto pasará algo.
Otra pausa.
–¿Quiere descansar un poco?
–Me duelen las muñecas.
–Eso es hasta que se acostumbre. Es la energía que empieza a circular.
La señorita Climpson levantó los dedos y se frotó suavemente las muñecas. Los delgados ganchos negros se deslizaron hasta el borde la manga de terciopelo negro.
–Estoy segura de que estamos rodeadas de energía. Tengo un escalofrío en la espalda.
–Sigamos –dijo la señorita Climpson–. Ya he descansado.
Silencio.
–Noto como si alguien me agarrase por la nuca –susurró la señorita Climpson.
–No se mueva.
–Y se me han quedado dormidos los brazos desde el codo.
–¡Chist! A mí también.
La señorita Climpson podría haber añadido que le dolían los deltoides si hubiera conocido esa palabra, consecuencia nada insólita tras llevar sentada tanto tiempo con los pulgares sobre una mesa sin apoyarse sobre las muñecas.
–Tengo hormigueo de los pies a la cabeza –dijo la señorita Booth.
En ese momento la mesa dio una gran sacudida. La señorita Climpson había sobrevalorado la potencia necesaria para mover un mueble de bambú.
–¡Ah!
Tras una breve pausa para recuperarse, la mesa empezó a agitarse otra vez, pero más suavemente, hasta que el movimiento se redujo a un leve balanceo. La señorita Climpson descubrió que levantando con cuidado un pie, que era bastante grande, libraba prácticamente de todo el peso los cables de la muñeca. Fue una suerte, porque dudaba mucho de que pudieran soportar la presión.
–¿Le hablamos? –preguntó la señorita Climpson.
–Espere un momento –replicó la señorita Booth–. Quiere moverse hacia un lado.
La señorita Climpson se quedó perpleja, porque aquella petición parecía demostrar una gran imaginación pero, deferente, impartió a la mesa un ligero movimiento giratorio.
–¿Y si nos levantamos? –sugirió la señorita Booth.
La señorita Climpson se quedó un tanto desconcertada, porque no le iba a resultar fácil manejar una mesa oscilante encorvada y con una sola pierna. De modo que decidió entrar en trance. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y emitió un leve gemido, al mismo tiempo que retiraba las manos, dejando libres los cables, y la mesa siguió girando a trompicones, dando vueltas bajo la presión de sus dedos.
En la chimenea cayó un trozo de carbón con gran estrépito y soltó una llamarada. La señorita Climpson se sobresaltó, y la mesa dejó de dar vueltas y se paró en seco.
–¡Vaya por Dios! –exclamó la señorita Booth–. La luz ha dispersado las vibraciones. ¿Está bien, señora?
–Sí, sí –contestó la señorita Climpson, como distraída–. ¿Ha pasado algo?
–La energía era impresionante –dijo la señorita Booth–. Jamás la había sentido con tal potencia.
–Debo de haberme quedado dormida –dijo la señorita Climpson.
–Ha estado en trance –replicó la señorita Booth–. El control estaba tomando posesión. ¿Está muy cansada, o puede continuar?
–Me siento bien, pero un poco amodorrada –contestó la señorita Climpson.
–Es usted una médium con una fuerza extraordinaria –dijo la señorita Booth.
Flexionando discretamente un tobillo, la señorita Climpson estuvo a punto de darle la razón.
–Esta vez vamos a poner una mampara en la chimenea –dijo la señorita Booth–. ¡Mucho mejor así!
Las manos volvieron a posarse en la mesa, que empezó a bambolearse casi de inmediato.
–No vamos a perder más tiempo –dijo la señorita Booth. Se aclaró la garganta y preguntó, dirigiéndose a la mesa–: ¿Hay un espíritu ahí?
¡Crac!
Le mesa dejó de moverse.
–¿Me contestas con un golpe para decir «sí» y con dos para decir «no»?
¡Crac!
La ventaja de este sistema de interrogatorio es que obliga a quien pregunta a tomar la iniciativa.
–¿Eres el espíritu de un difunto?
–Sí.
–¿Eres Fedora?
–No.
–¿Eres uno de los espíritus que han llegado a mí antes?
–No.
–¿Eres un espíritu amigo?
–Sí.
–¿Te alegras de vernos?
–Sí. Sí. Sí.
–¿Estás bien?
–Sí.
–¿Vienes a pedir algo para ti?
–No.
–¿Quieres ayudarnos personalmente?
–No.
–¿Hablas en nombre de otro espíritu?
–Sí.
–¿Quieres hablar con mi amiga?
–No.
–¿Y conmigo?
–Sí. Sí. Sí. (La mesa dio una tremenda sacudida.)
–El espíritu, ¿es una mujer?
–No.
–¿Un hombre?
–Sí.
Un grito ahogado.
–¿Es el espíritu con el que he estado intentando comunicarme?
–Sí.
Pausa y ligera inclinación de la mesa. –¿Vas a hablarnos por mediación del alfabeto? ¿Un golpe para la A, dos para la B, y así sucesivamente?
«Un poco tarde para el aviso», pensó la señorita Climpson.
¡Crac!
–¿Cómo te llamas?
Ocho golpecitos y un prolongado suspiro.
Un golpecito…
–H-A…
Varios golpecitos seguidos.
–¿Era una R? Vas demasiado deprisa.
¡Crac!
–H-A-R… ¿Es así?