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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Veneno Mortal (22 page)

–Acabo de terminar, señora Hodges –dijo alegremente.

–Pues no sabía yo qué pensar –replicó la señora Hodges–. Como no he oído la máquina…

–Es que he estado tomando notas a mano –dijo la señorita Murchison.

Arrugó la página incompleta de la declaración y la tiró a la papelera junto con la que había empezado a mecanografiar de nuevo. Sacó de un cajón del escritorio una primera página correctamente mecanografiada, que ya tenía preparada a tal efecto, la añadió al resto del texto, metió el original y las copias solicitadas en un sobre, lo cerró, escribió la dirección de los señores Hanson & Hanson, se puso el sombrero y el abrigo y salió, despidiéndose con amabilidad de la señora Hodges en la puerta.

Tras un corto paseo llegó a las oficinas de los señores Hanson, en cuyo buzón depositó la declaración. Después, con paso enérgico y tarareando, se dirigió a la parada de autobuses del cruce de Theobald’s Road y Gray’s Inn Road.

«Creo que me merezco una buena cenita en el Soho», pensó.

Mientras iba desde Cambridge Circus hasta Frith Street se puso otra vez a tararear. «Pero ¿qué es este espanto que estoy cantando?», se preguntó de repente. Tras cierta reflexión, cayó en la cuenta de que era «Entrando a raudales por las puertas, entrando a raudales por las puertas…». «¡Dios Santo! –se dijo–. Me estoy volviendo loca, eso es lo que pasa».

15

Lord Peter felicitó a la señorita Murchison y la invitó a un almuerzo muy especial en Rules, donde hay un excelente coñac añejo para quienes saben apreciar tales cosas. Al final, la señorita Murchison volvió un poco tarde al bufete del señor Urquhart, y con las prisas se le olvidó devolver las ganzúas, pero es que cuando el vino es bueno y la compañía agradable, no se puede estar pendiente de todo.

Con toda la fuerza de voluntad de la que pudo hacer acopio, Wimsey volvió a su casa para pensar, en lugar de salir disparado a la cárcel de Holloway. Aunque era una obra de caridad y de necesidad animar a la presa (y así era como justificaba sus visitas, casi diarias), no podía engañarse, y sabía que resultaría mucho más útil y caritativo demostrar la inocencia de Harriet. Y hasta el momento no había hecho grandes progresos.

La teoría del suicidio le había parecido muy esperanzadora cuando Norman Urquhart sacó a relucir el borrador del testamento, pero su fe en aquel borrador había sido socavada. Aún quedaba la vaga esperanza de rescatar el paquete de polvo blanco del Nine Rings, pero a medida que transcurrían los días, implacables, la esperanza disminuía, casi hasta el punto de desvanecerse. Le crispaba no estar participando en el asunto… Sentía enormes deseos de ir a Gray’s Inn Road, a interrogar, amenazar, sobornar o registrar a cualquiera o cualquier sitio que guardara relación con el bar, pero sabía que la policía lo haría mejor que él.

¿Por qué había intentado engañarlo Norman Urquhart con el testamento? Podría haberse negado a darle información, sin ningún problema. Había un misterio en todo aquello. Pero si no era en realidad el legatario, Urquhart estaba siguiendo un juego peligroso. Si la anciana moría y se verificaba el testamento, probablemente los hechos saldrían a la luz… y la señora podía morir en cualquier momento.

«Qué fácil sería acelerar un poquito la muerte de la señora Wrayburn», pensó con cierto remordimiento. Tenía noventa y tres años y estaba muy delicada. Una sobredosis de algo, incluso un sobresalto, un pequeño susto… De nada servía pensar esas cosas. Sin darse cuenta, empezó a preguntarse quién viviría con la anciana y cuidaría de ella.

Era el 30 de diciembre, y todavía no tenía ningún plan. En las estanterías, los magníficos libros de santos, historiadores, poetas, filósofos, se burlaban de su impotencia, hilera tras hilera. Tanta sabiduría y tanta belleza incapaces de mostrarle cómo salvar de una sórdida muerte en la horca a la mujer que deseaba a todo trance. Y él que se creía tan listo para esas cosas… La enorme y complicada estupidez de todo lo rodeaba como una trampa. Apretó los dientes, rabioso e impotente, recorriendo a grandes zancadas la habitación sofisticada, exquisita, inútil. El gran espejo veneciano sobre la chimenea le devolvió el reflejo de su cabeza y sus hombros. Vio una cara pálida, absurda, con el cabello del color de la paja peinado hacia atrás; un monóculo disparatado bajo una ceja que temblaba ridículamente; una barbilla afeitada a la perfección, imberbe, epicena; una camisa de cuello muy alto, almidonado de manera impecable; una corbata elegantemente anudada, a juego con el pañuelo que asomaba tímido por el bolsillo superior de la chaqueta de un traje caro confeccionado en Savile Row. Agarró una pesada estatuilla de bronce que había sobre la repisa de la chimenea, una pieza maravillosa con una pátina que, a pesar de la brusquedad del movimiento, acarició con los dedos, y sintió el impulso de destrozar el espejo y destrozar la cara, de prorrumpir en aullidos y gestos de animal.

¡Qué estupidez! Eso no se podía hacer. Las inhibiciones heredadas de veinte siglos de civilización te ataban de pies y manos con cadenas de ridículo. ¿Y qué si rompía el espejo en mil pedazos? No pasaría nada. Entraría Bunter, sin asomo de sorpresa ni emoción, barrería los despojos y recomendaría un baño caliente y un masaje. Y al día siguiente encargaría otro espejo, porque llegaría gente que haría preguntas y lamentaría cortésmente el accidente sufrido por el anterior. Y Harriet Vane sería colgada de todos modos.

Wimsey se calmó, pidió el sombrero y el abrigo, y tomó un taxi para ir a ver a la señorita Climpson.

–Hay una misión que me gustaría que cumpliera usted personalmente –dijo con más brusquedad que de costumbre–. No puedo confiar en nadie más.

–Es usted muy amable al presentarlo así –dijo la señorita Climpson.

–El problema es que no puedo decirle ni por dónde empezar. Todo depende de lo que se encuentre cuando llegue allí. Quiero que vaya a Windle, a Westmorland, y localice a una anciana senil y paralítica, la señora Wrayburn, que vive en una casa llamada Appleford. No sé quién la cuida, ni cómo va a entrar en esa casa, pero tiene que hacerlo, y tiene que averiguar dónde guarda el testamento y, si es posible, verlo.

–¡Santo cielo! –exclamó la señorita Climpson.

–Y lo que es peor: solo dispone de una semana –añadió Wimsey.

–Es muy poco tiempo –objetó la señorita Climpson.

–Verá: a menos que encontremos una buena razón para que lo retrasen, presentarán el caso Vane en las primeras vistas. Si lograra convencer a los abogados defensores de que existe una mínima posibilidad de aportar pruebas nuevas, podrían solicitar un aplazamiento, pero de momento no tengo nada que se pueda considerar una prueba… solo un vaguísimo presentimiento.

–Comprendo –dijo la señorita Climpson–. Bueno, nadie puede hacer más de lo que esté en su mano, y hay que tener fe. Según dicen, la fe mueve montañas.

–Pues por lo que más quiera, hágase con una buena provisión –dijo Wimsey con pesimismo–, porque me da la impresión de que esta tarea es como mover el Himalaya y los Alpes, con un poquito de nieve del Cáucaso y un toque de las montañas Rocosas para animar el asunto.

–Puede confiar en que haré todo lo posible –replicó la señorita Climpson–, y le pediré al pobre párroco que diga una misa con un propósito especial para alguien que va a acometer una empresa difícil. ¿Cuándo quiere que empiece?

–Inmediatamente –contestó Wimsey–. Creo que lo mejor es que se presente allí tal y como es y se aloje en el hotel del pueblo… no, mejor en una casa de huéspedes; tendrá más oportunidades para enterarse de cotilleos. No sé mucho sobre Windle, salvo que hay una fábrica de calzado y unas vistas muy buenas, pero no es un sitio muy grande, y supongo que todo el mundo conoce a la señora Wrayburn. Es muy rica, y fue famosa en su época. Con quien tiene que hacer buenas migas es con la persona… tiene que ser una mujer… que cuida y atiende a la señora Wrayburn, que estará detrás de ella a todas horas, por así decirlo. Cuando descubra su punto flaco, meta una cuña como si fuera un cuchillo. Ah, por cierto. Es posible que el testamento no esté allí, sino en manos de ese tipo, un abogado llamado Norman Urquhart que anda por Bedford Row. En ese caso, lo único que puede hacer es sonsacar a quien sea para averiguar lo que sea, cualquier cosa, que vaya en su contra. Es el sobrino nieto de la señora Wrayburn, y va a verla algunas veces.

La señorita Climpson tomó nota de las instrucciones.

–Y ahora me largo y le dejo a usted a cargo del asunto –dijo Wimsey–. Recurra a la empresa para el dinero que quiera, y si necesita material de cualquier tipo, envíeme un telegrama.

• • •

Tras dejar a la señorita Climpson, lord Peter Wimsey fue presa una vez más del
Weltschmerz
y la autocompasión, pero en esta ocasión se dejó dominar por una dulce melancolía. Convencido de que era completamente inútil, decidió hacer lo poco que estuviera en su poder antes de retirarse a un monasterio o a la helada inmensidad de la Antártida. Se dirigió resueltamente a Scotland Yard, y allí preguntó por el inspector jefe Parker.

Parker estaba en su despacho, leyendo un informe que acababan de entregarle. Saludó a Wimsey con una expresión que denotaba más bochorno que agrado.

–¿Vienes por lo del sobre de polvos?

–No, esta vez no –dijo Wimsey–. No creo que volváis a saber nada de eso. No, es… bueno, un asunto más delicado. Es por mi hermana.

Parker dejó el informe, sobresaltado.

–¿Por lady Mary?

–Esto… sí. Según tengo entendido, ha salido contigo… o sea, a cenar y tal y cual… ¿no?

–Lady Mary me ha concedido el honor de acompañarla en un par de ocasiones –replicó Parker–. Yo no pensaba, no sabía, quiero decir que no comprendí que…

–Claro que lo comprendiste, y a eso vamos –dijo Wimsey, todo solemne–. Verás, no es porque yo lo diga, pero Mary es una chica con la cabeza sobre los hombros y…

–Te puedo asegurar que no tienes que decírmelo –lo interrumpió Parker–. ¿Acaso crees que he interpretado mal los detalles que ha tenido conmigo? Hoy en día, las mujeres de mejor reputación salen a cenar sin carabina con amigos, y lady Mary…

–No estoy hablando de carabinas –dijo Wimsey–. En primer lugar, Mary no se plegaría a semejante cosa, y encima, pienso que son majaderías. Pero como resulta que soy su hermano y tal… bueno, tendría que hacerse cargo Gerald, pero como no se llevan demasiado bien y no creo que Mary sea de las que van a contarle secretitos al oído, sobre todo porque él se lo soltaría inmediatamente a Helen, pues… ¿qué iba diciendo? Ah, sí, como hermano de Mary, supongo que es mi deber, o algo así, mangonear un poco y decir unas palabritas aquí y allá, a ver si sirven de ayuda.

Parker asaeteó el papel secante, pensativo.

–No hagas eso –dijo Wimsey–. Se te va a estropear la pluma. Hazlo con un lápiz.

–Supongo que no debería haberme atrevido a… –dijo Parker.

–¿A qué te has atrevido, bobo? –preguntó Wimsey, alzando el cuello como un gorrión.

–Nada a lo que se pueda poner la menor objeción –replicó Parker, un tanto acalorado–. ¿Qué estás pensando, Wimsey? Comprendo que desde vuestro punto de vista no sea correcto que lady Mary Wimsey cene en un restaurante con un policía, pero si te crees que jamás le he dicho una sola palabra que no hubiera podido pronunciarse con el mayor decoro…

–… en presencia de su madre, juzgas mal a la mujer más pura y delicada que haya vivido jamás e insultas a tu amigo –lo interrumpió Peter, quitándole las palabras de la boca y rematándolas con mucha labia–. Eres un perfecto Victoriano, Charles. Me gustaría conservarte en una caja de cristal. Claro que no has dicho ni media palabra. Lo que quiero saber es por qué.

Parker se quedó mirándolo.

–Llevas unos cinco años mirando a mi hermana con ojos de carnero degollado y asustándote como un conejo cada vez que se pronuncia su nombre –añadió Wimsey–. ¿Qué pretendes con eso? No queda nada decorativo, ni resulta estimulante. Pones nerviosa a la pobre chica, y a mí me das una idea muy pobre de tus agallas, si me permites la expresión. A ningún hombre le gusta ver a otro temblando delante de su hermana, o desde luego, no con ese temblor tan prolongado. Resulta antiestético y molesto. ¿Por qué no dices, sacando ese viril pecho: «Peter, querido cabeza de melón, he decidido lanzarme a la vieja trinchera familiar y ser un hermano para ti»? ¿Qué te lo impide? ¿Es por Gerald? Sí, ya sé que es imbécil, pero no es mal tipo, de verdad. ¿Es por Helen? Es un poco bicho, pero no tienes por qué verla mucho. ¿Es por mí? Porque en ese caso, como estoy pensando en hacerme ermitaño… Hubo un Pedro el Ermitaño, ¿no?, me quitaré de en medio. A ver, cántalo, vejestorio, y lo solucionamos ahora mismo. ¡Venga!

–¿Estás… me estás pidiendo…?

–¡Te estoy pidiendo que me expliques tus intenciones, maldita sea! –exclamó Wimsey–. Y si eso no es suficientemente Victoriano, ya me dirás. Comprendo que le hayas dado tiempo a Mary para que se recupere de esa desgraciada historia con Cathcart y el tal Goyles, pero, venga, hombre, no hay que excederse con la delicadeza. No creerás que una chica puede pasarse la vida entre que voy y que vengo, ¿no? ¿Estás esperando a un año bisiesto o qué?

–Vamos a ver, Peter. No seas idiota. ¿Cómo puedo pedirle a tu hermana que se case conmigo?

–Cómo lo hagas es asunto tuyo. Puedes decir: «¿Qué, qué tal si nos casamos o algo, nena?». Estaría muy al día, y más claro, el agua. También podrías hincar una rodilla en tierra y decirle: «¿Serías tan amable de concederme tu mano y tu corazón?», que queda bonito y es anticuado y además tiene el mérito añadido de la originalidad, en los tiempos que corren. O podrías escribirle una carta, o enviarle un telegrama, o llamarla por teléfono. Pero allá tú y tus gustos.

–No estás hablando en serio.

–¡Dios santo! ¿Es que nunca me voy a librar de mi fama de payaso? Charles, Mary lo está pasando fatal por tu culpa, y ojalá te cases con ella y lo soluciones de una vez por todas.

–¿Que lo está pasando fatal… por mí? –dijo Parker, casi gritando–. ¿Que yo… o sea que lo pasa fatal…?

Wimsey se dio unos expresivos golpecitos en la cabeza.

–¡Madera pura! De eso estás hecho. Pero parece que empieza a entrarte algo en esa mollera. Pues sí, tú… ella, fatal… ¿Te vas enterando?

–Peter, si de verdad pensabas que…

–Y no pierdas los estribos, porque conmigo no te va a servir de nada. Eso resérvalo para Mary. He cumplido con mi deber fraterno, y todo tiene un límite. Tranquilízate y sigue con tus informes…

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