Wimsey le dio las gracias, le hizo unas cuantas preguntas sobre el trabajo en la agencia y se marchó. Paró un taxi y llegó inmediatamente a Scotland Yard.
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Como de costumbre, al inspector jefe Parker le encantó ver a lord Peter, pero cuando saludó a la visita su rostro feúcho pero agradable tenía una expresión preocupada.
–¿Qué pasa, Peter? ¿El caso Vane otra vez?
–Sí. La has liado bien liada con esto, muchacho.
–No sé… A nosotros nos parecía bastante sencillo.
–Charles, tesoro, desconfía de los casos sencillos, de quien te mira con sencillez a los ojos y de recibir información sencillamente de la propia fuente. Solo el embaucador más astuto puede permitirse el lujo de ser tan abiertamente directo. Incluso el recorrido de la luz es curvo… o eso dicen. Por lo que más quieras, muchacho, haz lo que puedas para enderezar las cosas antes de la siguiente vista. Si no lo haces, no te perdonaré jamás. Maldita sea, no querrás colgar a quien no se debe colgar… ¿no?, sobre todo a una mujer…
–Venga, fúmate un cigarro –dijo Parker–. Echas chispas por los ojos. ¿Qué has andado haciendo? Lo siento si hemos metido la pata, pero es asunto de la defensa señalar dónde nos equivocamos, y no se puede decir que dieran argumentos muy convincentes.
–No, Dios los confunda. Biggy hizo cuanto pudo, pero ese imbécil de Crofts, que encima es un bestia, no le proporcionó material. ¡Maldito sea! ¡Así se fría en el infierno y lo sirvan hirviendo con cayena!
–Bonita oratoria –dijo Parker, sin inmutarse–. Cualquiera pensaría que te has puesto un poco baboso con la chica.
–Así es como habla un amigo de verdad –replicó Wimsey con amargura–. Cuando perdiste la cabeza por mi hermana, yo podría haberte vuelto la espalda, y a lo mejor lo hice, pero te juro que nunca me burlé de tus sentimientos, ni dije que tu viril entrega fuera «ponerse baboso con una chica». No sé de dónde sacas esas expresiones, como le dijo la mujer del clérigo al loro. ¡Conque «baboso»! ¡Menuda ordinariez!
–¡Pero por Dios, no estarás diciendo en serio que…! –exclamó Parker.
–¡No, no! –replicó Wimsey con amargura–. ¿Cómo voy yo a hablar en serio? Yo soy el payaso. Ahora sé exactamente cómo se siente Jack Point. Pensaba que
Los alabarderos de la Casa Real
eran paparruchas sentimentales, pero no es verdad. ¿Te gustaría verme bailar con un jubón de bufón?
–Lo siento –dijo Parker, contestando más por el tono que por las palabras–. Si es así, lo siento muchísimo, muchacho. Pero ¿qué puedo hacer?
–Así se habla. Verás. Lo más probable es que ese tipejo asqueroso de Boyes se suicidara. La inefable defensa no ha sido capaz de encontrar arsénico en su poder, pero probablemente no serían capaces de encontrar una manada de vacas negras en un campo cubierto de nieve a plena luz del día y con microscopio. Quiero que os encarguéis de esto.
–Boyes, investigar arsénico –dijo Parker, tomando notas en un bloc–. ¿Algo más?
–Sí. Averigua si Boyes entró en algún bar de los alrededores de Doughty Street entre digamos las diez menos diez y las diez y diez de la noche del veinte de junio… si vio a alguien y qué bebió.
–Así se hará. Boyes, investigar bar. –Parker volvió a tomar nota–. ¿Qué más?
–En tercer lugar, si se recogió un frasco o un papel que hubiera podido contener arsénico en ese barrio.
–¿Ah, sí? ¿Y también quieres que busque el billete de autobús de la señora Brown a la puerta de Selfridge’s en las últimas compras navideñas? No tienes por qué ponerlo demasiado fácil.
–Es más probable que fuera un frasco que un papel –continuó Wimsey sin hacerle caso–, pues creo que debió de tomar arsénico líquido para que hiciera efecto tan rápidamente.
Sin más protestas, Parker anotó: «Boyes, Doughty Street, investigar frasco», y se quedó a la expectativa.
–¿Qué más?
–Eso es todo de momento. A propósito, yo echaría un vistazo en los jardines de Mecklenburgh Square. Bajo esos arbustos puede permanecer mucho tiempo cualquier cosa.
–De acuerdo. Haré lo que pueda. Y si descubres algo que de verdad demuestre que hemos ido mal encaminados, nos lo dirás, ¿verdad? No queremos cometer públicamente errores ignominiosos.
–Bueno… acabo de prometer con toda seriedad a la defensa que no iba a hacer tal cosa, pero, si descubro al asesino, te dejaré que lo detengas.
–Podría ser peor. En fin, ¡buena suerte! Curioso que tú y yo estemos en lados opuestos.
–Sí, mucho –replicó Wimsey–. Lo siento, pero es culpa tuya.
–No tendrías que haber estado fuera de Inglaterra. Por cierto…
–Dime.
–Serás consciente de que probablemente lo único que hizo nuestro joven amigo durante esos diez minutos fue quedarse en Theobalds Road o cerca de allí buscando un taxi, ¿no?
–¡Déjame en paz! –exclamó Wimsey enfadado, y salió.
0El día siguiente amaneció radiante y hermoso, y, mientras bajaba hacia Tweedling Parva, Wimsey sentía cierta euforia. La «Señora Merdle», el coche, llamado así porque, como la célebre dama, era reacio a «reñir»
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, ronroneaba alegremente con sus doce cilindros, y en el aire se notaba la helada matutina. Esas cosas animan.
Wimsey llegó a su destino alrededor de las diez, y le dieron indicaciones para seguir hasta la casa del párroco, uno de esos edificios enormes, llenos de recovecos innecesarios, que se comen los ingresos del titular mientras vive y cargan a sus herederos de facturas por deterioro en cuanto muere.
El reverendo Arthur Boyes estaba en casa y recibiría con gusto a lord Peter Wimsey.
El clérigo era un hombre alto, desgalichado, con arrugas de preocupación profundamente grabadas en el rostro y dulces ojos azules un poco perplejos por la decepcionante dificultad de las cosas. Llevaba una chaqueta negra y vieja, que le colgaba de los hombros estrechos y encorvados formando surcos. Le tendió a Wimsey una mano delgada y le rogó que tomara asiento.
A lord Peter le resultaba un poco difícil explicar su misión. Saltaba a la vista que su nombre no despertaba ningún eco en la mente de aquel párroco afable y tan poco mundano. Llegó a la conclusión de que, en lugar de hablar de su pasatiempo favorito, la investigación criminal, se presentaría, siendo igualmente veraz, como amigo de la acusada. Podía ser doloroso, pero al menos sería inteligible. Obrando en consecuencia empezó a decir, no sin cierta vacilación:
–Lamento tener que molestarlo, porque comprendo que es terriblemente penoso para usted, pero es sobre la muerte de su hijo, el juicio y demás. Por favor, no vaya a pensar que soy un entrometido y que he venido a darle la lata, pero es que me interesa profundamente… es un interés personal. Verá… Conozco a la señorita Vane. Es más, le tengo mucho afecto, ¿comprende?, y no dejo de pensar que alguien ha cometido un error y que… bueno, que me gustaría aclarar las cosas, si fuera posible.
–Ah, ya… ¡Por supuesto, por supuesto! –dijo el señor Boyes. Limpió minuciosamente unos quevedos y se los colocó en la nariz, torcidos. Miró a Wimsey, y al parecer no le disgustó lo que vio, porque añadió–: ¡Esa pobre infeliz! Le aseguro que no siento deseos de venganza… es decir, que nada me haría más feliz que saber que es inocente de tan atroz crimen. Aun le diría más, lord Peter: si fuera culpable, me dolería muchísimo ver que cumple el castigo. Por mucho que hagamos, no podemos devolver la vida a los difuntos, y es infinitamente preferible dejar la venganza en manos de Él, al que en realidad concierne. No cabe duda de que nada puede ser más terrible que quitarle la vida a un ser inocente. Si pensara que existe la mínima posibilidad de tal cosa, me obsesionaría hasta el fin de mis días. Y confieso que cuando vi a la señorita Vane ante el tribunal tuve profundas dudas sobre si la policía había actuado con justicia al acusarla.
–Gracias –dijo Wimsey–. Es usted muy amable al decir eso. Facilita mucho las cosas. Perdone, pero ha dicho «cuando la vi ante el tribunal». ¿No la había visto antes?
–No. Por supuesto, sabía que mi pobre hijo había establecido una relación ilícita con una joven, pero no tuve la determinación necesaria para verla, y estoy convencido de que ella, con muy buen criterio, no permitió a Peter que la pusiera en contacto con ninguno de sus familiares. Lord Peter, usted es un hombre más joven que yo, de la generación de mi hijo, y quizá comprenda que, aunque no era malo ni depravado… ni se me ocurriría pensarlo… sin embargo no existía entre nosotros la confianza plena que debería haber entre padre e hijo. No me cabe duda de que tuve gran parte de culpa. Si hubiera vivido su madre…
–Señor… –farfulló Wimsey–. Lo comprendo muy bien. Ocurre con frecuencia. Es más; ocurre continuamente. La generación de posguerra y eso. Hay muchas personas que se descarrían un poco, pero en realidad no hacen ningún daño. Es solo que no pueden enfrentarse cara a cara con los mayores. Suele pasarse con el tiempo. En realidad, no hay culpables. Pecadillos de juventud y… bueno, esas cosas.
–Yo no podía aceptar unas ideas tan contrarias a la religión y la moralidad –dijo el señor Boyes con tristeza–. Quizá hablara con demasiada franqueza. Si hubiera sido más comprensivo…
–No es posible –replicó Wimsey–. Cada cual tiene que comprenderlo por sí mismo. Y cuando es alguien que escribe libros, y se mete en ese grupo de personas, tiende a expresarse con mucho ruido, no sé si me entiende.
–Puede ser, puede ser, pero me lo reprocho. Sin embargo, eso no le sirve a usted de ayuda. Perdóneme. Si hay algún error, y salta a la vista que el jurado no estaba muy convencido, debemos poner todo nuestro empeño en solucionarlo. ¿Cómo puedo ayudar?
–Pues en primer lugar, y lamento que sea una pregunta odiosa, ¿le dijo su hijo en alguna ocasión o le escribió algo que lo indujera a pensar que… que estaba cansado de la vida o algo parecido? Lo siento.
–No, no… En absoluto. Naturalmente, la policía y el abogado me preguntaron lo mismo. He decir que, en verdad, jamás se me ocurrió semejante idea. No había nada que pudiera indicar tal cosa.
–¿Ni siquiera cuando se separó de la señorita Vane?
–Ni siquiera entonces. Lo cierto es que pensé que estaba más enfadado que abatido. He de reconocer que me llevé una sorpresa al enterarme de que, después de lo que había pasado entre ellos, la señorita Vane no estaba dispuesta a casarse con mi hijo. Todavía no logro comprenderlo. Aquel rechazo debió de suponer un duro golpe para él. Antes me había escrito una carta tan animada… Quizá la recuerde usted. –Hurgó en un cajón desordenado–. Aquí está, si quiere verla.
–¿Le importaría leer el párrafo, señor? –apuntó Wimsey.
–Sí, desde luego. Sí, vamos a ver. «Papá, será grato para tu moralidad saber que estoy dispuesto a regularizar la situación, como dice la gente de bien». El pobre muchacho a veces tenía una forma de escribir y de hablar un poco insensata, lo que no le hace justicia a su buen corazón. ¡Ay, por Dios! En fin. «Mi novia es una buena personita, y he decidido hacer las cosas como es debido. Se lo merece de verdad, y espero que cuando todo sea respetable extiendas tu paternal aprobación también a ella. No voy a pedirte que oficies tú, porque, como bien sabes, el registro civil va más conmigo, y aunque ella fue educada en loor de santidad, como yo, no creo que exija la “Voz que susurraba sobre el Edén” ni nada de eso. Te comunicaré cuándo se celebrará para que vengas a darnos tu bendición (
qua
padre si no
qua
párroco), si así lo deseas». Como ve, lord Peter, estaba dispuesto a hacer las cosas como es debido, y me emocionó que deseara mi presencia.
–Es natural –dijo lord Peter, y pensó: «Si ese joven estuviera vivo, con qué gusto le daría una patada en el culo».
–Y bueno, hay otra carta en la que dice que la boda se había quedado en nada. Aquí está. «Querido papá. Lo lamento, pero solo puedo responder a tu felicitación con un “gracias”. Se ha anulado la boda y la novia se ha escapado. No hay necesidad de dar demasiadas explicaciones. Harriet ha conseguido dejarnos en ridículo a los dos, de modo que no hay nada más que añadir». Después me enteré de que no se encontraba bien… pero todo eso ya lo sabe usted.
–¿Dio a entender el motivo de su enfermedad?
–No, no… Dimos por supuesto que había reaparecido la dolencia gástrica de siempre. Nunca fue un muchacho fuerte. Me escribió muy esperanzado desde Harlech, diciendo que estaba mucho mejor y que tenía planes para hacer un viaje a Barbados.
–¿Ah, sí?
–Sí. Pensé que le sentaría muy bien y que se distraería. Hablaba de ello como un vago proyecto, no como si ya lo tuviera preparado.
–¿Decía algo más sobre la señorita Vane?
–A mí no volvió a mencionarme su nombre hasta que lo vi moribundo.
–Ya… ¿Y qué le pareció lo que dijo entonces?
–No supe qué pensar. Entonces no teníamos sospechas de envenenamiento, naturalmente, y me imaginé que se refería a la pelea que había provocado la separación entre ellos.
–Comprendo. Verá, señor Boyes, suponiendo que no se tratara de autodestrucción…
–Francamente, no lo creo.
–Bien, pero ¿existe alguna otra persona que pudiera tener interés en su muerte?
–¿Quién podría ser?
–¿Ninguna… ninguna otra mujer, por ejemplo?
–Nunca supe que hubiera otra, y supongo que me habría enterado. No era reservado para esas cosas, lord Peter. Era extraordinariamente abierto y franco.
«Sí –pensó Wimsey–. Supongo que le gustaba presumir de ello. Cualquier cosa con tal de hacer daño. Maldito tipejo». Y en voz alta se limitó a decir:
–Hay otras posibilidades. ¿Hizo testamento, por ejemplo?
–Sí. No es que tuviera mucho que dejar, el pobre muchacho. Sus libros estaban muy bien escritos… tenía un buen intelecto, lord Peter, pero no le reportaban grandes cantidades de dinero. Yo lo ayudaba con una pequeña asignación, y con eso y con lo que ganaba con sus artículos para las publicaciones periódicas se iba arreglando.
–Sin embargo, creo que le dejó los derechos a alguien, ¿no es así?
–Sí. Quería dejármelos a mí, pero me vi obligado a decirle que no podía aceptar el legado. Verá, yo no compartía sus opiniones, y no me habría parecido bien beneficiarme de ellas. No; se los dejó a su amigo, el señor Vaughan.
–Ah… ¿Y puedo preguntarle cuándo hizo el testamento?
–Está fechado en la época de su estancia en Gales. Creo que antes había hecho otro en el que se lo dejaba todo a la señorita Vane.