–Claro que sí –replicó Wimsey–. Unos modales horrorosos y tienes represiones para dar y tomar. Vamos, Marjorie, o empezaremos a ponernos educados.
–Empiezo otra vez –dijo el cantante–. Desde el principio.
–¡Puf! –exclamó Wimsey en la escalera.
–Sí, ya lo sé. Creo que soy una auténtica mártir por soportarlo. En fin, has visto a Vaughan. Un bonito ejemplar de bobo, ¿no crees?
–Sí, pero no creo que asesinara a Philip Boyes. ¿Y tú? Tenía que verlo para asegurarme. ¿Adónde vamos ahora?
–Vamos a ver en la casa de Joey Trimbles. Es el baluarte de la panda de la oposición.
Joey Trimbles ocupaba un estudio sobre unas antiguas caballerizas. Había el mismo gentío, el mismo humo, más arenques, todavía más copas y más calor y conversaciones. Por si fuera poco, había una luz eléctrica deslumbrante, un gramófono, cinco perros y un fuerte olor a óleos. Se esperaba a Sylvia Marriott. Wimsey se vio envuelto en una discusión sobre el amor libre, D. H. Lawrence, la lascivia de la gazmoñería y la inmoralidad de las faldas largas. Pero al cabo de un rato fue rescatado por una mujer de mediana edad y aspecto masculino, sonrisa siniestra y un mazo de cartas, que se puso a adivinarles el futuro a todos. Los allí presentes se reunieron a su alrededor, y al mismo tiempo entró una chica que anunció que Sylvia tenía un esguince en un tobillo y no podía ir. Todos dijeron a una, con afecto: «¡Pobrecita! ¡Qué rabia!», y se olvidaron del asunto inmediatamente.
–Nos largamos –dijo Marjorie–. No te molestes en despedirte. Nadie se va a dar cuenta. Lo de Sylvia es una suerte, porque estará en casa y no se nos podrá escapar. A veces me gustaría que todos tuvieran esguinces en el tobillo y, sin embargo, la verdad es que casi toda esta gente lo hace bien. Incluso la panda de Kropotki. Antes yo disfrutaba con estas cosas.
–Nos estamos haciendo viejos, tú y yo –dijo Wimsey–. Lo siento, qué grosería, pero es que ya voy para los cuarenta, Marjorie.
–Muy bien llevados, aunque, Peter, cielo, esta noche pareces hecho polvo. ¿Qué pasa?
–Nada, salvo la edad.
–Como no te andes con cuidado acabarás por sentar la cabeza.
–Pero si hace años que senté la cabeza…
–Sí, con Bunter y los libros. A veces te envidio, Peter.
Wimsey no replicó. Marjorie lo miró casi preocupada y le tomó del brazo.
–Peter, sé feliz, por favor. O sea, tú siempre has sido esa clase de persona segura a la que nada puede afectar. No cambies, ¿vale?
Era la segunda vez que le pedían a Wimsey que no cambiara; la primera vez, esa petición lo había exaltado; en esta ocasión lo aterrorizó. Mientras el taxi avanzaba a sacudidas por un lluvioso Embankment, sintió por primera vez esa impotencia sorda y rabiosa que constituye el primer aviso del triunfo de la mutabilidad. Como el Ataúlfo envenenado de
La tragedia del necio,
podría haber gritado: «¡Ah, estoy cambiando, cambiando, cambiando espantosamente». Venciera o fracasara en aquella empresa, las cosas no volverían a ser lo mismo. No es que se le fuera a romper el corazón por un amor catastrófico (había sobrevivido a los fastuosos tormentos de la sangre juvenil), y en esa misma liberación de la ilusión reconoció la pérdida de algo. A partir de entonces, cada hora de alborozo no sería una prerrogativa, sino otro logro, un hacha, una caja de botellas o una escopeta más rescatada de un naufragio, a modo de Crusoe.
También por primera vez empezó a dudar de su capacidad para seguir adelante con lo que había emprendido. Sus sentimientos personales ya habían interferido en una investigación, pero jamás habían llegado a ofuscarlo. Iba a tientas, aferrándose vacilante a esto y aquello, a posibilidades efímeras y burlonas. Planteaba preguntas al azar, dudando de su objetivo, y la falta de tiempo, que en su momento le había servido de estímulo, en esta ocasión lo asustaba y confundía.
–Perdona, Marjorie –dijo, despertando–. Me parece que soy un pesado. Probablemente es falta de oxígeno. ¿Te importa que abramos un poco la ventanilla? Así está mejor. Con buenos alimentos y un poquito de aire para respirar me pondré a dar brincos como una cabra, hasta una edad deshonrosamente provecta. Cuando me arrastre por los clubes nocturnos de mis bisnietos, calvo, amarillento y con el sostén de un discreto corsé, la gente me señalará con el dedo y dirá «¡Mira, mira! Ese es el malvado lord Peter, famoso por no haber pronunciado una sola palabra sensata durante los últimos noventa y seis años. Es el único aristócrata que se libró de la guillotina en la revolución de 1960. Lo tenemos de mascota para los niños». Y yo menearé la cabeza, y con un despliegue de mi moderna dentadura postiza diré: «¡Ajá! No se divierten tanto como en mis años jóvenes. ¡Pobres criaturas, con esa vida tan ordenada!».
–No quedarán clubes nocturnos para que te arrastres hasta ellos si son tan disciplinados.
–Claro que sí. La naturaleza se vengará. Se escaparán de los juegos comunitarios organizados por el gobierno para hacer solitarios en las catacumbas con un tazón de leche descremada. ¿Es aquí?
–Sí. Espero que haya alguien abajo que nos abra, si Sylvia se ha fastidiado la pierna. Sí… Oigo pasos. Ah, eres tú, Eiluned. ¿Qué tal está Sylvia?
–Bastante bien, solo que hinchada, o sea, el tobillo. ¿Subes?
–¿Está visible?
–Sí, totalmente respetable.
–Qué bien, porque he venido con lord Peter Wimsey.
–Ah –dijo la chica–. Encantada. Se dedica a descubrir cosas, ¿no? ¿Ha venido a por el cadáver o algo?
–Lord Peter está investigando el asunto de Harriet Vane, y está de su parte.
–¿Ah, sí? Estupendo. Me alegro de que alguien esté haciendo algo. –Era una chica baja, corpulenta, de nariz belicosa y un tic en un ojo–. ¿A usted qué le parece? Creo que fue él mismo. Era de esa clase de personas autocompasivas, ya me entiende. Hola, Syl… Ha venido Marjorie, con un tipo que va a sacar a Harriet de la trena.
–¡Tráelo aquí inmediatamente! –se oyó decir desde el interior.
La puerta daba a una pequeña habitación amueblada con la mayor sencillez, en la que una joven pálida, con gafas, descansaba en una tumbona con un pie vendado y apoyado sobre un cajón.
–No me puedo levantar porque, como decía Jenny Wren, tengo la espalda mal y la pierna rara
[13]
. ¿Quién es el defensor, Marjorie?
Se hicieron las presentaciones, e inmediatamente Eiluned Price preguntó con cierta agresividad:
–¿Puede tomar café, Marjorie? ¿O necesita un refrigerio masculino?
–Es absolutamente recto, correcto y formal, y toma cualquier cosa salvo cacao y gaseosa.
–No, si lo digo porque ciertos seres del sexo masculino necesitan estimulantes, y resulta que no contamos con los medios y el bar está a punto de cerrar.
Fue ruidosamente hasta el aparador, y Sylvia dijo:
–No haga caso a Eiluned. Le encanta tratarlos a palos. Dígame, lord Peter, ¿ha encontrado alguna pista o algo?
–No sé –contestó Wimsey–. He tendido unas cuantas trampas, y confío en que alguien quede pillado.
–¿Ha visto ya al primo… a ese Urquhart?
–Tengo una cita con él mañana. ¿Por qué?
–La teoría de Sylvia es que fue él –dijo Eiluned.
–Interesante. ¿Por qué?
–Intuición femenina –respondió rotundamente Eiluned–. No le gusta cómo lleva el pelo.
–Lo único que digo es que es demasiado liso para ser natural –protestó Sylvia–. ¿Y quién iba a ser si no? Estoy segura de que no fue Ryland Vaughan. Es un cretino odioso, pero esta historia lo ha dejado destrozado de verdad.
Eiluned soltó un resoplido de desdén y salió a buscar agua al grifo del rellano.
–Piense lo que piense Eiluned, no me creo que lo hiciera el propio Phil Boyes.
–¿Por qué? –preguntó Wimsey.
–Era demasiado charlatán –contestó Sylvia–. Y estaba demasiado pagado de sí mismo. No creo que por voluntad propia quisiera privar al mundo del privilegio de sus libros.
–Claro que sí –replicó Eiluned–. Habría sido capaz de hacerlo por rencor, para que los adultos se sintieran culpables. No, gracias –dijo cuando Wimsey se acercó para coger el recipiente del agua–. Soy capaz de llevar algunos litros de agua yo sólita.
–¡Otro mazazo! –exclamó Wimsey.
–Eiluned ve con malos ojos las gentilezas entre ambos sexos –dijo Marjorie.
–Pues nada. Adoptaré la actitud de objeto decorativo y pasivo –replicó Wimsey afablemente–. Señorita Marriott, ¿tiene idea de por qué podría querer cargarse a su primo ese abogado tan engominado?
–Ni la menor idea. Me he limitado a basarme en la vieja teoría de Sherlock Holmes, según la cual, cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser verdad.
–Eso lo dijo Dupin antes que Sherlock. No discuto la conclusión, pero en este caso pongo en duda las premisas. Sin azúcar, gracias.
–Pensaba que a todos los hombres les gusta el café como almíbar.
–Sí, pero es que yo soy poco corriente. ¿No se había dado cuenta?
–No he tenido mucho tiempo de observarlo, pero considero un punto a su favor lo del café.
–Muchísimas gracias. Verán… ¿Pueden decirme cómo reaccionó la señorita Vane ante la muerte?
–Pues… –Sylvia reflexionó un momento–. Cuando murió… se llevó un disgusto, claro…
–Se llevó un susto –intervino la señorita Price–, pero en mi opinión agradeció haberse librado de él. Y no me extraña. ¡Menudo bruto egoísta! La utilizó y la incordió lo indecible durante un año y al final la ofendió. Y era uno de esos seres rapaces que no te sueltan. Se alegró, Sylvia. ¿De qué sirve negarlo?
–Sí, tal vez. Fue un alivio saber que todo estaba acabado con él, pero entonces no sabía que lo habían asesinado.
–No. El asesinato lo estropeó un poco… si es que fue asesinato, algo que yo no me creo. Philip Boyes siempre estuvo decidido a ser una víctima, y resulta irritante que al final lo consiguiera. Creo que por eso lo hizo.
–La gente hace cosas así –comentó Wimsey, pensativo–. Pero es difícil demostrarlo. O sea, un jurado se inclina mucho más a creer en una razón tangible, como el dinero, pero en este caso no he encontrado dinero por ninguna parte.
Eiluned se echó a reír.
–No, no había mucho dinero, salvo el que ganaba Harriet. El público es absurdo y no valoraba a Phil Boyes. Él no podía perdonárselo a Harriet.
–Pero ¿no le resultaba útil?
–Naturalmente, pero de todos modos le molestaba. Ella debería haberse encargado de la obra de Phil, en lugar de ganar dinero por su cuenta para los dos con sus estupideces. Pero así son los hombres.
–No nos tiene en muy buen concepto, ¿verdad?
–He conocido a demasiados que piden dinero prestado –contestó Eiluned Price–, y a demasiados con la mano muy larga. De todos modos, las mujeres son iguales, porque si no, no lo consentirían. Gracias a Dios, yo nunca he pedido prestado ni he prestado… excepto a mujeres, y las mujeres lo devuelven.
–La gente que trabaja mucho suele devolver el dinero, supongo –replicó Wimsey–. Excepto los genios.
–A las mujeres que son genios no las miman –dijo la señorita Price con tristeza–, así que aprenden a no esperar nada.
–Nos estamos desviando del tema, ¿no? –intervino Marjorie.
–No –repuso Wimsey–. Se está arrojando cierta luz sobre las figuras centrales del problema, lo que a los periodistas les gusta llamar protagonistas. –Torció levemente la boca con gesto sardónico–. La luz implacable que golpea el patíbulo resulta muy esclarecedora.
–No diga eso –suplicó Sylvia.
Fuera sonó un teléfono, y Eiluned Price salió a responder.
–Eiluned está en contra de los hombres, pero es una persona de toda confianza –dijo Sylvia. Wimsey asintió con la cabeza–. Pero se equivoca con Phil. Naturalmente, no lo soportaba, y se inclina a pensar que…
–Es para usted, lord Peter –dijo Eiluned al volver–. Vaya corriendo. Se sabe todo. Lo llaman de Scotland Yard.
Wimsey salió apresuradamente.
–¿Eres tú, Peter? He dado una batida por todo Londres. Hemos encontrado el bar.
–¡No!
–En serio. Y estamos tras la pista de un sobre de polvo blanco.
–¡Dios santo!
–¿Puedes venir mañana a primera hora? A lo mejor ya lo tenemos.
–Iré, brincando como una cabra por los riscos. Te venceremos, maldito señor inspector jefe Parker.
–Eso espero –replicó Parker afablemente, y colgó.
Wimsey entró pavoneándose en la habitación.
–La señorita Price tiene todas las de ganar –anunció–. Es suicidio, cincuenta a uno y ningún aceptante. Voy a corretear por toda la ciudad sonriendo de oreja a oreja.
–Lamento no poder acompañarlo, pero me alegraré si me equivoco –dijo Sylvia Marriott.
–Pues yo me alegro de tener razón –replicó Eiluned Price, impasible.
–Y tú tienes razón, yo tengo razón y todo está en su sitio –dijo Wimsey.
Marjorie Phelps lo miró y no dijo nada. De repente sintió como si le hubieran pasado por dentro un rodillo de escurrir la ropa.
Solo el señor Bunter sabía con qué obsequiosos métodos había logrado convertir la entrega de una nota en una invitación a tomar el té, invitación que fue aceptada. A las cuatro y media del día que tan alegremente había acabado para lord Peter, él estaba en la cocina de la casa del señor Urquhart tostando panecillos. Había alcanzado una maestría extraordinaria en su preparación; si era un tanto generoso con la mantequilla, eso no perjudicaba a nadie, salvo al señor Urquhart. Es natural que la conversación derivara hacia el tema del asesinato. Nada va mejor con un buen fuego y panecillos con mantequilla que un día lluvioso fuera y una considerable dosis de placenteros horrores dentro de casa. Cuanto más recio el azote de la lluvia y más espantosos los detalles, mejor es el sabor. En aquella ocasión coincidían todos los ingredientes de una grata reunión.
–Estaba terriblemente blanco –dijo la señora Pettican, la cocinera–. Lo vi cuando me llamaron para que subiera las bolsas de agua caliente. Le pusieron tres, una en los pies, otra en la espalda y la grande de goma en el estómago. Blanco y temblando, estaba, y venga a vomitar. Se quejaba de que daba lástima.
–Pues a mí me pareció que estaba verde, cocinera –replicó Hannah Westlock–. O a lo mejor era verde amarillento. Pensé que le iba a dar una ictericia, como aquellos ataques que tuvo en primavera.
–Sí que tenía mal color entonces –convino la señora Pettican–, pero nada que ver con lo de esta última vez. Y los dolores y los calambres de las piernas eran horrorosos. Y eso convenció a la enfermera Williams, una joven muy agradable y nada estirada como otros que yo me sé. Me dijo: «Señora Pettican», que para mí que son mejores modales que que te llamen cocinera, que es lo que hacen casi todos, como si te pagaran un sueldo por el derecho a no llamarte por tu nombre, «señora Pettican», me dijo, «no había visto unos calambres como estos salvo en otro caso, clavadito a este, y ya lo verá usted, señora Pettican, cómo esos calambres no son porque sí», me dijo. Pero, ¡ay!, qué poco comprendí el significado de esas palabras en su momento.