Veneno Mortal (15 page)

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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

–Desde luego –dijo Parker con paciencia–. El señor Bulfinch no tiene por qué preocuparse. Lo único que queremos es que nos cuente, en la medida que lo recuerde, lo de ese joven del que nos ha hablado, y que nos ayude a encontrar el sobre blanco. Podría usted evitar que se condenara a una persona inocente, y estoy seguro de que su marido no se opondría a eso.

–¡Pobrecilla! –exclamó la señora Bulfinch–. Estoy segura de que cuando leí la crónica del juicio, le dije a Bulfinch…

–Un momento, señora Bulfinch. Si no le importa empezar por el principio… Lord Peter comprendería mejor lo que nos está contando.

–Claro, claro. Verá, milord, antes de casarme yo era camarera en el Nine Rings, como dice el inspector jefe. Entonces era la señorita Montague, un apellido mucho mejor que Bulfinch, y casi sentí despedirme de él, pero a ver, una chica tiene que hacer un montón de sacrificios cuando se casa y uno más o menos no significa gran cosa. Yo allí solo trabajé en el salón de primera, porque no estaba dispuesta a batallar con los que se hinchan de cerveza, porque no es un barrio demasiado fino, aunque hay muchos señores letrados, muy educados, que se dejan caer por allí por la tarde, y van al salón de primera. Pues como estaba diciendo, estuve trabajando allí hasta que me casé, que fue en un día festivo de agosto pasado, y recuerdo que una tarde entró un caballero que…

–¿Sería capaz de recordar la fecha?

–El día justo no, porque no me gustaría decir una mentira, pero no debía andar lejos del día más largo, porque recuerdo haberle hecho el mismo comentario al caballero este, por decirle algo, ya sabe.

–Sí, le anda bastante cerca –replicó Parker–. ¿Alrededor del veinte o el veintiuno de junio?

–Pues sí, que yo recuerde. Y la hora de la noche en que fue, eso sí que puedo decirlo, porque sé que ustedes los expertos siempre están a vueltas con las manecillas del reloj. –La señora Bulfinch volvió a soltar una risita, y miró maliciosamente a su alrededor para que la jalearan–. Estaba allí un caballero… yo no lo conocía, porque no era del barrio, y me preguntó a qué hora cerrábamos, y le dije que a las once, y entonces él me dijo: «¡Gracias a Dios! Pensaba que me iban a echar a las diez y media». Entonces miré el reloj y le dije: «No, si tiene razón, señor. Lo que pasa es que siempre tenemos ese reloj un cuarto de hora adelantado». Según el reloj, eran y veinte, o sea que sé que en realidad eran las diez y cinco. Así que empezamos a hablar sobre las restricciones y que habían vuelto a intentar cambiarnos la hora de cierre a las diez y media, pero que teníamos un buen amigo entre los jueces, el señor Judkins, y así hablando, lo recuerdo muy bien, se abre la puerta de golpe y entra un señor joven, vamos casi se cae dentro, y grita: «¡Un coñac doble, rápido!». El caso es que yo no quería servirle enseguida, porque estaba muy pálido y raro, y pensé que llevaba más de una copa encima, y el jefe era muy maniático con esas cosas. Sin embargo, hablaba bien, con claridad, o sea que no se repetía ni nada, y aunque tenía los ojos un poco raros, no estaba con la mirada fija, a ver si me entienden. Es que en este negocio hay que poner a la gente en su sitio, ¿saben? No sé cómo, pero consiguió sujetarse a la barra, todo encogido y doblado, y me dice: «Sea buena y póngalo bien grande. Me siento fatal». El señor con el que estaba hablando le dijo: «Oiga, ¿qué le pasa?», y el otro señor le dice: «Voy a devolver». Y se cruzó los brazos sobre el chaleco, tal que así. –La señora Bulfinch se apretó la cintura y puso en blanco sus grandes ojos azules con expresión dramática–. Y entonces me di cuenta de que no estaba borracho, o sea que le puse un Martell doble con un chorrito de soda. Se lo tomó de un trago y dijo: «Ya me siento mejor». Y el otro señor lo ayudó a sentarse, rodeándolo con el brazo. Había bastante gente en el bar, pero no hicieron mucho caso, porque estaban pendientes de las noticias de las carreras de caballos. Entonces el caballero me pidió un vaso de agua. Se lo llevo, y me dice: «Perdone si la he asustado, pero es que acabo de llevarme una impresión terrible y se me debe haber agarrado al estómago. Es que tengo problemas gástricos, y cualquier preocupación o disgusto me afecta mucho», me dijo. «Pero a lo mejor se me pasa con esto». Y entonces sacó un sobre de papel con unos polvos, los puso en el vaso de agua, los removió con una pluma estilográfica y se lo bebió.

–¿Hizo burbujas o algo? –preguntó Wimsey.

–No, eran unos polvos sin más, y tardaron bastante en disolverse. Se lo bebió y dijo: «Con esto se arregla» o «Con esto se me arreglará», o algo por el estilo. Y después dijo: «Muchísimas gracias. Me siento mejor, y debería volver a casa, no vaya a ser que me pase otra vez». Y, muy caballero, alzó el sombrero y se marchó.

–¿Qué cantidad de polvos cree usted que puso en el agua?

–Pues un montón. No lo midió ni nada; lo echó directamente del sobre. Igual lo que cabe en una cucharilla de las de postre.

–¿Y qué fue del sobre? –apuntó Parker.

–Ah, ahí está la cosa. –La señora Bulfinch lanzó una mirada a la cara de Wimsey y pareció gustarle la impresión que estaba causando–. Acababa de marchase el último cliente, a eso de las once y cinco, y estaba George cerrando la puerta, cuando vi una cosa blanca en un asiento. Un pañuelo que se ha dejado alguien, pensé, pero cuando lo recogí, vi que era el sobre de papel. Así que le dije a George: «Fíjate. Ese señor se ha dejado la medicina», y él me dice: «¿Qué es?», y yo lo miré, pero le habían quitado la etiqueta. Era un sobre de esos de farmacia, con los bordes doblados y una etiqueta delante, pero de la etiqueta no quedaba nada.

–¿Ni siquiera pudo distinguir si estaba en negro o en rojo?

–Bueno, vamos a ver –dijo la señora Bulfinch, reflexionando–. Pues no, no podría asegurarlo, pero ahora que lo dice, creo recordar que había algo rojo, pero no lo recuerdo bien. No podría jurarlo. Lo que sí que sé es que no había ningún nombre ni letras ni nada, porque miré para ver qué era.

–Y supongo que no lo probaría, ¿verdad?

–Ni hablar. Igual era veneno o algo. Ya le digo que era un cliente con un aspecto raro.

Parker y Wimsey intercambiaron una mirada.

–¿Pensó eso en su momento o se le ocurrió más tarde, después de haber leído lo del juicio? –preguntó Wimsey.

–Pues claro que lo pensé en su momento –replicó la señora Bulfinch, irritada–. ¿Pues no le estoy diciendo que por eso no lo probé? Es más; así se lo dije a George en su momento. Además, si no era veneno a lo mejor era «nieve» o algo de eso. «Mejor ni tocarlo», le dije a George, y él me dijo: «Tíralo a la chimenea», pero yo no le hice caso. A lo mejor volvía aquel señor a por ello, así que lo metí detrás del mostrador, en el estante donde están las bebidas alcohólicas, y no volví a pensar en el asunto hasta ayer mismo, cuando vino el policía a preguntarme.

–Lo han buscado ahí, pero al parecer no han encontrado nada –dijo Parker.

–Bueno, yo de eso no sé nada. Yo lo dejé allí y me despedí del Rings en agosto, así que no puedo decir adonde ha ido a parar. Supongo que lo tirarían un día que limpiaran. Un momento, un momento. Miento; claro que volví a pensar en ello. Se me vino a las mientes cuando leí lo del juicio en
The News of the World,
y le dije a George: «No me extrañaría que fuera el señor ese que entró una noche en el Rings, que parecía tan enfermo… ¿Te imaginas?». Eso le dije, y él me dijo: «Venga, déjate de tonterías, Gracie. No querrás meterte en un lío con la policía, ¿no?». Es que George siempre ha llevado la cabeza muy alta.

–Es una lástima que no nos haya contado esto antes –dijo Parker con tono severo.

–Pero ¿cómo iba yo a saber que era importante? El taxista lo vio unos minutos después y ya estaba malo, así que esos polvos no podían tener nada que ver con el asunto, si acaso era ese señor, cosa que yo no puedo asegurar. Y encima, no me enteré de nada hasta que se celebró el juicio y todo eso.

–Pero va a haber otro juicio, y quizá tenga usted que prestar declaración –dijo Parker.

–Ya sabe dónde encontrarme –replicó la señora Bulfinch con coraje–. No pienso escaparme.

–Le estamos muy agradecidos por haber venido –dijo Wimsey con amabilidad.

–De nada –replicó la señora–. ¿Necesita algo más, señor inspector jefe?

–Nada más de momento. Si encontramos el sobre, quizá tendríamos que pedirle que lo identificara. Y, por cierto, sería conveniente que no hablara de este asunto con sus amigas, señora Bulfinch. Cuando las señoras se ponen a hablar, a veces una cosa las lleva a otra y al final recuerdan sucesos que nunca han ocurrido. Me comprende, ¿verdad?

–Yo no soy ninguna cotilla –repuso la señora Bulfinch, ofendida–. Pero en mi opinión, cuando se trata de buscarle los tres pies al gato, las señoras no coinciden con los señores.

–Supongo que puedo pasarle esta información a los abogados defensores, ¿no? –preguntó Wimsey cuando se hubo marchado la testigo.

–Por supuesto –respondió Parker–. Por eso te pedí que vinieras a oírlo… por si sirve de algo. Entretanto, daremos una buena batida, a ver si encontramos el sobre, claro.

–Sí –replicó Wimsey, pensativo–. Sí, eso tendréis que hacer, naturalmente.

• • •

El señor Crofts no pareció ponerse precisamente contento cuando le contaron esta historia.

–Lord Peter, ya se lo había advertido, lo que podía ocurrir si enseñábamos nuestras cartas a la policía –dijo–. Ahora que conocen este incidente, tendrán todas las oportunidades del mundo para jugar con ventaja. ¿Por qué no dejó que nosotros nos encargáramos de la investigación?

–¡Maldita sea! –replicó Wimsey con enfado–. Estuvo en sus manos unos tres meses y no hicieron absolutamente nada. La policía lo ha sacado a la luz en tres días. ¿No comprende que el tiempo es muy importante en este caso?

–Es muy probable, pero ¿no comprende usted que la policía no descansará hasta encontrar ese dichoso sobre?

–¿Y?

–¿Y si resulta que no es arsénico? Si lo hubiera dejado en nuestras manos, podríamos habérselo plantado ante las narices en el último momento, cuando fuera demasiado tarde para hacer más pesquisas, y habríamos echado por tierra los argumentos de la acusación. Presentándole al jurado la historia de la señora Bulfinch tal y como está ahora, tendrán que reconocer que el difunto se envenenó él mismo, pero claro, la policía encontrará o amañará algo que demuestre que los polvos eran completamente inocuos.

–¿Y si lo encuentran y es realmente arsénico?

–Naturalmente, en ese caso conseguiremos la absolución –contestó el señor Crofts–. Pero ¿confía en esa posibilidad, milord?

–Salta a la vista que usted no –repuso Wimsey con vehemencia–. Aún más; usted cree que su cliente es culpable, pero yo no.

–En interés de nuestra cliente, tenemos la obligación de considerar el lado desfavorable de todas las pruebas, con el fin de prever las cuestiones que pueda plantear la acusación. Insisto en que ha actuado usted con indiscreción, milord.

–Mire, no estoy dispuesto a aceptar una absolución por falta de pruebas. En cuanto al honor y la felicidad de la señorita Vane, podrían declararla culpable y absolverla por un simple elemento de duda. Quiero verla libre de toda sospecha y que se ponga al culpable donde debe estar. No quiero la menor sombra de duda sobre el asunto.

–Es lo deseable, milord –convino el abogado–, pero permítame recordarle que no se trata solamente de una cuestión de honor o de felicidad, sino de salvarle el cuello a la señorita Vane.

–Pues lo que yo digo es que sería mejor para ella que la ahorcaran sin más que seguir viviendo y tener que soportar que todo el mundo la considere una asesina que se libró por pura chiripa.

–¿De veras? –dijo el señor Crofts–. Mucho me temo que esa es una actitud que no puede adoptar la defensa. ¿Puedo preguntarle si es la actitud adoptada por la señorita Vane?

–No me sorprendería lo más mínimo –contestó Wimsey–. Pero es inocente, y vaya si les voy a convencer de que lo es, maldita sea.

–Magnífico, magnífico –replicó el señor Crofts con voz engolada–. A nadie le satisfaría más que a mí, pero insisto en que, en mi modesta opinión, su señoría no debería hacerle demasiadas confidencias al inspector jefe Parker.

Wimsey seguía echando chispas por dentro tras aquel encuentro cuando entró en el bufete del señor Urquhart, en Bedford Row. El jefe del despacho se acordaba de él y lo recibió con la deferencia debida a una visita tan ilustre como esperada. Rogó a su señoría que tomara asiento unos momentos y desapareció en otro despacho.

Una mecanógrafa de rostro feo, duro, bastante masculino, levantó la vista de la máquina de escribir cuando se cerró la puerta y saludó a lord Peter con un brusco movimiento de cabeza. Wimsey comprendió que era de la «residencia felina» y anotó mentalmente un elogio para la señorita Climpson por su rápida y eficaz capacidad organizativa. Sin embargo, no intercambiaron ni media palabra, y al cabo de unos momentos regresó el jefe del despacho y le rogó que entrase.

Norman Urquhart se levantó del escritorio y tendió amistosamente la mano a Wimsey. Lord Peter lo había visto en el juicio y se fijó en su pulcra vestimenta, la cabellera poblada, lisa y oscura, y el enérgico aire de respetabilidad y eficacia. Al verlo más de cerca, se dio cuenta de que era bastante mayor de lo que parecía desde lejos. Le calculó unos cuarenta y tantos años. Tenía la piel pálida y extrañamente diáfana, salvo por unas cuantas pecas, como producidas por la exposición al sol, algo insólito en aquella época del año y más aún en un hombre que no daba la impresión de realizar actividades al aire libre. Los ojos, oscuros y astutos, parecían un poco cansados y rodeados por círculos de un pardo amarillento, como si no les fuera ajena la preocupación.

El abogado saludó a su visita con cordialidad y le preguntó en qué podía servirlo.

Wimsey le explicó su interés por el juicio por envenenamiento de Vane y que contaba con el permiso de los señores Crofts & Cooper para asaetear a preguntas al señor Urquhart, y como de costumbre, añadió que lamentaba dar la lata.

–En absoluto, lord Peter, en absoluto. Tendré mucho gusto en ayudarle en lo que pueda, pero mucho me temo que usted ya sabe todo lo que sé yo. Por supuesto, me sorprendió enormemente el resultado de la autopsia, y he de reconocer que sentí alivio al saber que, en circunstancias tan especiales, no podía recaer sobre mí ninguna sospecha.

–Debió de ser terriblemente duro para usted –admitió Wimsey–. Pero parece que en su momento tomó una serie de precauciones dignas de elogio.

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