»En resumidas cuentas, la hermana mayor, Jane, la que se casó con el maestro, se desentendió de la oveja negra de la familia. Su marido y ella se refugiaron en su virtud y se estremecían solo con ver el ignominioso nombre de Cremorna Garden anunciado en el Olympic y el Adelphi. Le devolvían sin abrir las cartas que ella les enviaba y le negaron la entrada a su casa, y fue el colmo cuando Henry Brown intentó que la expulsaran de la iglesia con ocasión del funeral de su esposa.
»Mis abuelos eran menos estrictos. Ni iban a visitarla ni la invitaban a su casa, pero de vez en cuando reservaban un palco para sus actuaciones, le enviaron una invitación para la boda de su hijo y eran amables con ella, si bien guardando las distancias. En consecuencia, mantuvo una relación cordial con mi padre, y acabó por dejar sus asuntos en manos de él. Mi padre sostenía que el patrimonio es el patrimonio, cualesquiera que sean los medios por los que se ha adquirido, y decía que si un abogado se negara a hacerse cargo del dinero sucio tendría que echar a la mitad de sus clientes.
»La anciana ni perdonaba ni olvidaba nada. Solo con oír el nombre de Brown y Boyes soltaba espumarajos por la boca. De ahí que en el momento de hacer testamento pusiera el párrafo que tiene ahora ante usted. Yo le hice ver que Philip Boyes no tenía nada que ver con el acoso que había sufrido, ni tampoco Arthur Boyes, pero la antigua herida seguía abierta, y no quiso oír ni una palabra en su favor. Así que redacté el testamento tal y como ella quería. Si no lo hubiera hecho yo, lo habría hecho otro.
Wimsey asintió con la cabeza y se puso a repasar el testamento, que tenía fecha de hacía ocho años. Designaba a Norman Urquhart como único testamentario y, tras varios legados a sirvientes y obras de beneficencia para el teatro, rezaba como sigue:
Lego el resto de mis bienes, cualesquiera que sean y dondequiera que estén situados, a mi sobrino nieto Norman Urquhart, abogado con bufete en Bedford Row, de por vida, y para que a su muerte se dividan a partes iguales entre sus descendientes legítimos, pero si el mencionado Norman Urquhart falleciese sin descendencia legítima, dichas propiedades pasarían a [a continuación figuraban los nombres de las obras benéficas anteriormente especificadas]. Dispongo así de mis bienes en muestra de agradecimiento a la consideración hacia mí demostrada por el susodicho Norman Urquhart, mi sobrino nieto, y su padre, el difunto Charles Urquhart, durante toda su vida, y para garantizar que ninguna parte de mis bienes quede en manos de mi sobrino nieto Philip Boyes ni sus descendientes. Y con este fin y para recalcar la sensación del trato inhumano al que fui sometida por la familia del susodicho Philip Boyes, encarezco al susodicho Norman Urquhart mi último deseo, que ni preste ni transfiera al susodicho Philip Boyes ninguna parte de los ingresos derivados de los susodichos bienes de los que el susodicho Norman Urquhart disfrute ni que emplee los mismos para asistir al susodicho Philip Boyes bajo ninguna circunstancia.
–Vaya. Muy claro y muy vengativo –dijo Wimsey.
–Sí… pero ¿qué se puede hacer con esas ancianitas que no atienden a razones? Estuvo ojo avizor hasta que se convenció de que yo lo expresaba con suficiente dureza antes de firmarlo.
–Pues a Philip Boyes debió de dejarle bastante deprimido –dijo Wimsey–. Gracias. Me alegro de haber visto todo esto. La teoría del suicidio parece bastante más probable.
A lo mejor podía ser así en teoría, pero la teoría no cuadraba tan bien como habría deseado Wimsey con lo que sabía sobre el carácter de Philip Boyes. Personalmente, tenía más confianza en la idea de que la última entrevista con Harriet había sido el factor decisivo del suicidio. Pero tampoco eso lo convencía. No se creía que Philip Boyes hubiera profesado tal amor a Harriet Vane. Pero a fin de cuentas, a lo mejor es que no quería tener buen concepto de aquel hombre. Se temía que sus sentimientos lo estuvieran ofuscando un poco.
Volvió a casa y leyó las pruebas de la novela de Harriet. No cabía duda de que escribía bien, pero tampoco cabía duda de que sabía demasiado sobre arsénico. Además, el libro era sobre dos pintores que vivían en Bloomsbury y llevaban una existencia ideal, llena de amor, risas y pobreza, hasta que alguien envenena cruelmente al joven y deja a la joven inconsolable y firmemente decidida a vengarlo. Wimsey apretó los dientes y fue a la cárcel de Holloway, donde estuvo a punto de dar un espectáculo de celos. Por fortuna acudió en su ayuda el sentido del humor tras haber interrogado a su cliente hasta el límite del agotamiento y las lágrimas.
–Lo siento –dijo–. La verdad es que estoy terriblemente celoso de ese tipo, Boyes. No debería estarlo, pero lo estoy.
–Claro, y siempre lo estaría –replicó Harriet.
–Y si lo estuviera, no sería la persona adecuada con la que convivir. ¿No es eso?
–Sería muy desgraciado, aparte de todos los demás inconvenientes.
–Pero un momento. Si se casara conmigo no tendría celos, porque entonces sabría que le gusto de verdad.
–Cree que no sentiría celos, pero los sentiría.
–¿Sí? No, seguro que no. ¿Por qué habría de sentirme celoso? Sería como si me casara con una viuda. ¿Todos los segundos maridos son celosos?
–No lo sé, pero es que no es exactamente lo mismo. Nunca confiaría de verdad en mí, y los dos lo pasaríamos mal.
–Maldita sea, pero si con una sola vez que usted dijera que le importo algo todo iría bien –replicó Wimsey–. Me lo creería. Es precisamente porque no lo dice por lo que me imagino tantas cosas.
–Seguiría imaginándose cosas aunque no quisiera. No podría ser franco conmigo. Ningún hombre lo es.
–¿Nunca?
–Bueno, casi nunca.
–Eso sería horrible –replicó Wimsey–. Por supuesto, si actuase como un perfecto imbécil, la situación sería desesperante. Sé a lo que se refiere. Conocí a un tipo con ese demonio de los celos. Si su mujer no estaba continuamente colgada de su cuello, decía que eso demostraba que no significaba nada para ella, y si ella expresaba su afecto la llamaba hipócrita. La situación se hizo insostenible, y la mujer se fugó con alguien que le importaba un comino, mientras que él iba diciendo por ahí que siempre había sabido lo que pasaba con ella. Pero los demás decían que era por su culpa, por su estupidez. Es todo muy complicado. Parece que quien lleva ventaja es el primero que siente celos. Quizá podría usted sentir celos de mí. Ojalá, porque eso demostraría que le intereso un poco. ¿Quiere que le cuente algunos detalles de mi repugnante pasado?
–No, por favor.
–¿Por qué?
–No quiero saber nada de las demás.
–¡Por Dios! ¿De verdad? Creo que esto es bastante prometedor. O sea, si tuviera sentimientos de madre hacia mí, estaría deseando ayudarme y comprenderme. Detesto que me ayuden y me comprendan. Y al fin y al cabo, ninguna tenía nada especial, salvo Barbara, claro.
–¿Quién es Barbara? –preguntó Harriet inmediatamente.
–Pues una chica. La verdad es que le debo mucho –contestó Wimsey, pensativo–. Cuando se casó con el otro empecé a dedicarme a investigar, para curar los sentimientos heridos, y al fin y al cabo ha sido muy divertido. Eso sí, me quedé hecho polvo en esa ocasión. Incluso hice un curso especial de lógica por ella.
–¡Dios santo!
–Por el placer de repetir
Barbara celarent darii ferio baralipton.
Tiene una especie de cadencia romántica y misteriosa que en cierto modo expresa la pasión. Cuántas veces bajo la luz de la luna lo habré musitado a los ruiseñores que rondan el jardín de Saint John… pero, claro, es que yo era de Balliol, pero los edificios son contiguos.
–Si alguien llega a casarse con usted será por el placer de oírle decir sandeces –dijo Harriet en tono severo.
–Una razón humillante, pero más vale eso que nada.
–Yo también era muy dada a las sandeces, pero se me ha pasado a la fuerza –dijo Harriet, con lágrimas en los ojos–. Sí, yo en realidad era una persona muy alegre… Tantas suspicacias y tanta tristeza no van conmigo, pero es que ya no tengo coraje.
–No me extraña, pobre criatura. Pero lo superará. Siga sonriendo y déjelo todo en manos del tío Peter.
Cuando Wimsey llegó a casa había una nota para él.
Estimado lord Peter:
Como puede ver, me dieron el trabajo. La señorita Climpson envió a seis de nosotras, todas con diferentes historiales y recomendaciones, naturalmente, y el señor Pond, el jefe del despacho, me contrató, sujeto a la aprobación del señor Urquhart.
Como solo llevo aquí un par de días, no puedo contarle gran cosa sobre mi patrón, personalmente, salvo que es muy goloso y guarda secretamente en su mesa delicias turcas y bombones de crema, que se come a escondidas mientras dicta. Parece bastante amable.
Pero hay una cosa, y es que creo que sería interesante investigar sus actividades financieras. Ya he averiguado algunas cosillas en la Bolsa, y ayer, en su ausencia, contesté a una llamada para él que yo no tendría por qué haber atendido. A una persona corriente no le habría dicho nada, pero a mí sí, porque sé algo del hombre que llamó. Averigüe si el señor U. tuvo algo que ver con el Megatherium Trust antes de que quebrase.
Le informaré cuando surja algo.
Atentamente,
JOAN MURCHISON
–¿El Megatherium Trust? –dijo Wimsey–. Bonito lío en el que meterse para un abogado respetable. Preguntaré a Freddy Arbuthnot. Es un burro integral, salvo cuando se trata de acciones y cotizaciones. Por alguna razón infame, eso lo comprende muy bien.
Volvió a leer la carta y observó mecánicamente que estaba escrita con una Woodstock, con la «p» minúscula desportillada y la «A» mayúscula desplazada.
De repente despertó y volvió a leerla por tercera vez, observando, en esta ocasión no mecánicamente, la «p» desportillada y la «A» mayúscula defectuosa. Después se sentó, escribió unas letras en una hoja de papel, la dobló, la puso a nombre de la señorita Murchison y le pidió a Bunter que la echara al correo.
Por primera vez en aquel desagradable caso sintió el leve rebullir de las aguas, una idea viva que surgía lenta y oscuramente de las profundidades de su mente.
Cuando Wimsey era ya viejo y más parlanchín si cabe solía decir que el recuerdo de aquellas navidades en la casa del duque, en Denver, lo estuvo rondando obsesivamente en pesadillas todas las noches durante los veinte años siguientes. Pero es posible que lo recordara con ventajas. No cabe duda de que sometió su carácter a terribles pruebas. Todo empezó en un momento de lo más inoportuno, mientras tomaban el té, y la señora Dimsworthy, la Rara, soltó con su voz aguda y dominante: «Y dígame, lord Peter, ¿es cierto que está defendiendo a esa horrenda envenenadora?». La pregunta actuó como cuando se descorcha una botella de champán. La curiosidad contenida de toda la concurrencia por el asunto Vane se desbordó con una ráfaga de espuma burbujeante.
–A mí no me cabe duda de que fue ella, pero no la culpo –dijo el capitán Tommy Bates–. Menudo tipejo. Vamos, que poner su fotografía en la contracubierta de sus libros… Qué se puede esperar de esa gentuza. Y las intelectuales… hay que ver cómo se enamoran de los tipos más asquerosos. Habría que envenenarlos a todos, como a las ratas. Con el daño que hacen al país…
–Pero era muy buen escritor –protestó la señora Featherstone
[16]
, una mujer de unos treinta y tantos años cuya figura, tremendamente recinchada, parecía proclamar que mantenía una lucha continua por calcular su peso ateniéndose a las primeras sílabas de su apellido y no a la segunda–. Sus libros son típicamente galos, por su audacia y mesura. La audacia no es infrecuente, pero ese estilo conciso tan perfecto es un don que…
–Bueno, si le gustan esas porquerías –interrumpió el capitán groseramente.
–Yo no lo considero así –dijo la señora Featherstone–. Desde luego, es sincero, y eso es lo que no puede perdonar la gente de este país. Es nuestra hipocresía nacional, pero la belleza de la escritura lo eleva a un plano superior.
–Pues yo no consiento esas guarrerías en mi casa –insistió el capitán–. Pillé a Hilda leyéndolo y le dije: «Ya lo estás devolviendo ahora mismo a la biblioteca». No quiero meterme en nada, pero hay que poner ciertos límites.
–¿Y cómo sabía cómo es el libro? –preguntó Wimsey inocentemente.
–Pues porque me bastó con leer el artículo de James Douglas en
The Express
–contestó el capitán Bates–. Los párrafos que citaba eran indecentes, una auténtica porquería.
–En fin, bien está que lo hayamos leído todos –dijo Wimsey–. Hombre prevenido vale por dos.
–Tenemos que estar sumamente agradecidos a la prensa –dijo la duquesa viuda–. Es un gran detalle por su parte desbrozárnoslo todo para evitarnos el trabajo de leer los libros, ¿verdad?, y una auténtica alegría para los pobrecillos que no pueden gastarse siete peniques, o ni siquiera sacarse la tarjeta de una biblioteca. Bueno, supongo, aunque estoy segura de que sale bastante barato si lees deprisa. No es por lo barato, porque le he preguntado a mi doncella, una muchacha extraordinaria empeñada en cultivar su espíritu, mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de mis amigos, pero sin duda se debe a la educación gratuita del pueblo y en el fondo sospecho que vota a los laboristas, aunque yo nunca pregunto porque no me parece bien, y además, si lo hiciera, no tendría por qué importarme, ¿no?
–Aunque no creo que la joven lo asesinara por ese motivo –replicó su nuera–. Por lo visto, ella era tan mala como él.
–Vamos, Helen, ¿cómo puedes decir eso? –intervino Wimsey–. Maldita sea, escribe novelas policíacas, y en las novelas policíacas siempre sale triunfante la virtud. Es la literatura más pura que tenemos.
–El diablo siempre está dispuesto a citar las Escrituras cuando le conviene –dijo la joven duquesa–, y, según dicen, las ventas de esa desgraciada crecen a pasos agigantados.
–Estoy convencido de que todo este asunto es una maniobra publicitaria que se les ha ido de las manos –dijo el señor Harringay, un hombretón risueño, extraordinariamente rico y relacionado con la City–. Nunca se sabe con esa gente de la publicidad.
–Pues parece el típico caso de matar la gallina de los huevos de oro –dijo el capitán Bates, soltando una estruendosa carcajada–. A no ser que Wimsey nos salga con uno de sus trucos de magia.
–Eso espero –intervino la señorita Titterton–. A mí me chiflan las novelas policíacas. Yo conmutaría la sentencia por trabajos forzados a condición de que escribiera una novela cada seis meses. Además, resultaría mucho más útil que recoger estopa o coser sacas para que luego Correos las pierda todas.