–Es un rasgo característico de los casos de envenenamiento por arsénico, según me ha dicho su señoría –replicó Bunter–. Un síntoma angustioso. ¿Había sufrido algo parecido antes?
–No puede decirse que fueran calambres –respondió Hannah–, aunque recuerdo que cuando estuvo enfermo en primavera se quejaba de no poder dejar quietos las manos y los pies. Algo como agujetas, por lo que pude entenderle. Para él era una molestia enorme, porque tenía que terminar uno de esos artículos suyos deprisa y corriendo, y entre eso y lo mal que tenía los ojos, escribir era un martirio para él.
–Por lo que dijo el caballero de la acusación cuando lo estaba discutiendo con sir James Lubbock, deduje que esas agujetas, la mala vista y demás eran signos de que le habían dado arsénico con regularidad, si así puedo expresarlo –dijo el señor Bunter.
–Tiene que ser una mujer más mala que el demonio –dijo la señora Pettican–. Tome otro panecillo, señor Bunter. Vamos, que torturar a la pobre criatura durante tanto tiempo… Atizarle en la cabeza a alguien o pegarle una cuchillada si te ha puesto de los nervios, hasta ahí llego, pero los horrores de un envenenamiento poquito a poquito, en mi opinión es obra de un demonio hecho carne.
–Esa es la palabra, señora Pettican: un auténtico demonio –convino la visita.
–Y cuánta maldad, aparte de causarle la muerte tan dolorosamente a un ser humano –intervino Hannah–. Y bueno, gracias a la misericordia divina que no estemos todos bajo sospecha.
–Desde luego –dijo la señora Pettican–. Bueno, es que cuando el amo nos contó que habían desenterrado al pobre señor Boyes y que se lo habían encontrado lleno de esa porquería de arsénico, me dio un mareo como cuando te subes en los caballos esos del tiovivo. «¡Pero, señor, aquí, en nuestra casa!». Así se lo dije, y él va y me dice: «Sinceramente, espero que no, señora Pettican».
Contenta tras haber impartido ese regusto macbethiano a la historia, la señora Pettican añadió:
–Pues sí, eso es lo que le dije. «En nuestra casa», le dije, y vamos, después no pegué ojo durante tres noches, entre la policía, el susto y esto y lo de más allá.
–Pero naturalmente, no tuvieron ningún problema para demostrar que no había ocurrido en esta casa, ¿no? –apuntó Bunter–. La declaración de la señorita Westlock en el juicio fue magnífica, y estoy seguro de que lo dejó todo claro como el agua ante el juez y el jurado. El juez la felicitó, señorita Westlock, y estoy seguro de que se quedó corto… con lo bien y lo claro que se expresó usted ante todo el tribunal.
–Bueno, yo es que nunca he sido precisamente vergonzosa –reconoció Hannah–, y encima, como lo repasé todo tan bien con el amo y después con la policía, pues sabía las preguntas que me iban a hacer, y se puede decir que me lo tenía preparado.
–Es extraordinario, lo bien que pudo dar detalles, hace ya tanto tiempo –dijo Bunter, maravillado.
–Es que verá, señor Bunter, la mañana misma después de que se pusiera tan malo el señor Boyes, el amo vino a vernos, y sentado ahí, tan ricamente como está usted ahora mismo, nos dice: «Me temo que el señor Boyes está muy enfermo». Así nos los dijo. «Piensa que debe de ser algo de la comida que no le ha sentado bien, a ver si va a ser el pollo. Así que me gustaría que la cocinera y tú repasarais conmigo todo lo que cenamos anoche para ver si caemos en la cuenta de lo que puede haber sido», dijo. Y yo le dije: «Señor, no sé yo qué podría haber comido el señor Boyes en mal estado, porque la cocinera y yo comimos lo mismo, y usted también, y estaba todo divinamente», le dije.
–Y yo le dije lo mismo –intervino la cocinera–. Y, además, que fue una comida bien sencilla… ni ostras ni mejillones ni nada por el estilo, porque, como todo el mundo sabe, el marisco es un auténtico veneno para el estómago de algunas personas. Solo un buen plato de sopa para entonarse, su poquito de pescado, pollo guisado con zanahorias y nabos en la salsa y tortilla. No puede haber nada más ligero. Claro que hay personas que los huevos no pueden verlos ni en pintura, mi madre, sin ir más lejos. Era comer un trozo de pastel, y con que llevara un solo huevo, se ponía malísima y se llenaba de granos, como urticaria, una cosa increíble. Pero el señor Boyes era un señor al que le gustaban los huevos, y tenía predilección por las tortillas.
–Sí, esa noche la preparó él mismo, ¿verdad?
–Sí –contestó Hannah–, y bien que lo recuerdo, porque el señor Urquhart puso mucho interés en los huevos, que si eran recién puestos y tal, y le recordé que había unos cuantos que él había traído por la tarde de esa tienda de la esquina de Lamb’s Conduit Street, donde siempre los tienen recién traídos de la granja, y también le recordé que uno de ellos estaba un poco rajado y dijo: «Vamos a usar ese para la tortilla esta noche, Hannah», y yo llevé un cuenco limpio de la cocina y los puse allí, el que estaba rajado y otros tres, y no volví a tocarlos hasta que los llevé a la mesa. «Y además, señor», le dije, «están los otros ocho de la docena, y si quiere, puede comprobar que no podrían ser más frescos y buenos». ¿Verdad, cocinera?
–Sí, Hannah. Y el pollo, que era una preciosidad. Le dije a Hannah que era tan joven y tierno que daba lástima guisarlo, porque asado habría quedado maravillosamente. Pero el señor Urquhart siente debilidad por el pollo guisado. Dice que así tiene más sabor, y no sé, a lo mejor tiene razón.
–Si se hace con un buen caldo de carne –dictaminó el señor Bunter–, se ponen las verduras bien apretadas en capas, sobre una base de panceta con no demasiada grasa y bien condimentado con sal, pimienta y pimentón dulce, pocos platos pueden superar a un pollo guisado en la cazuela. Personalmente, recomendaría un
soupçon
de ajo, pero comprendo que es algo que no agrada a todos los paladares.
–Yo es que no puedo ni verlo ni olerlo –dijo la señora Pettican con franqueza–, pero por lo demás coincido con usted, siempre y cuando se añadan los menudillos al caldo, y yo me inclinaría por unas setas cuando es la época, aunque no de esas de lata o de tarro, que parecen muy bonitas pero están más sosas que el agua hervida. Pero como bien sabrá, señor Bunter, el secreto está en cómo guisarlo, con la tapa bien sujeta a la cazuela para que mantenga el sabor, y a fuego lento para que los jugos se paseen bien y se mezclen, como si dijéramos. No voy a negar que así queda de lo más sabroso; eso nos pareció a Hannah y a mí, a pesar de que nos encanta un asado con su buen relleno y remojándolo cada poco con el jugo para compensar la sequedad, pero es que al señor Urquhart no le hables de asados, y como el que paga es él, pues está en su derecho de dar órdenes.
–En fin, no cabe duda de que si en el pollo hubiera habido algo en mal estado, difícilmente se habrían librado usted y la señorita Westlock –dijo Bunter.
–Desde luego, porque no voy a ocultar que, como tenemos muy buen apetito, nos lo acabamos todo, menos un pedacito que le di al gato –dijo Hannah–. Al día siguiente el señor Urquhart quiso ver los restos, y le molestó mucho que no quedara nada y que estuviera todo fregado… Como si en esta cocina quedara algo sin fregar de un día para otro.
–Yo es que no aguanto empezar el día con platos sucios –dijo la señora Pettican–. Quedaba un poco de sopa, nada, una pizquita, y el señor Urquhart se la llevó al médico, que la probó y dijo que era muy buena, según nos dijo la enfermera Williams, aunque ella no la había probado.
–Y el borgoña, lo único que solo tomó el señor Boyes, pues el señor Urquhart me dijo que le pusiera el corcho bien apretado y que lo guardara –dijo Hannah Westlock–. Y menos mal que lo hicimos, porque la policía vino a verlo después.
–Tuvo gran clarividencia el señor Urquhart al tomar tales precauciones, porque en su momento no se pensaba sino que el pobre hombre había muerto de muerte natural –dijo Bunter.
–Eso mismo dijo la enfermera Williams –replicó Hannah–, pero lo achacamos a que es abogado y sabe qué hay que hacer en caso de muerte súbita. Y bien exigente que se puso, porque me hizo poner un trozo de esparadrapo en la boca de la botella con mis iniciales allí escritas, para que nadie la abriera sin darse cuenta. La enfermera Williams decía que el señor Urquhart esperaba que se hiciera una investigación, pero como el doctor Weare habló con el señor Boyes sobre los ataques esos al hígado que había tenido toda la vida, pues naturalmente ni se planteó ningún problema con el certificado.
–Claro, pero es una gran suerte que el señor Urquhart comprendiese tan bien sus obligaciones –dijo Bunter–. Más de un caso ha visto su señoría en el que una persona inocente ha estado a punto de acabar en la horca por no haber tomado esas pequeñas precauciones.
–Y cuando pienso en lo poco que faltó para que el señor Urquhart no estuviera en casa en aquel momento… Solo de pensarlo me dan palpitaciones –dijo la señora Pettican–. Había tenido que marcharse, por esa vieja cargante que siempre se está muriendo y nunca acaba de morirse. Bueno, si ahora está otra vez allí, en Windle, con la señora Wrayburn. Esa mujer tiene más dinero que pesa, eso sí, y no le hace ningún bien a nadie, porque según dicen está ya senil. Y en sus tiempos fue muy mala, y sus familiares no quieren saber nada de ella, menos el señor Urquhart, y me imagino que él tampoco querría saber nada, pero, como es su abogado, tiene esa obligación.
–Como bien sabemos usted y yo, señora Pettican, las obligaciones no siempre son agradables de cumplir –comentó el señor Bunter.
–Los ricos no tienen dificultades para que otros cumplan sus obligaciones por ellos, y me atrevería a decir que la señora Wrayburn sí las tendría si fuera pobre, por muy tía abuela que sea, conociendo al señor Urquhart –dijo Hannah Westlock.
–Ah –dijo Bunter.
–No quiero comentar nada, pero usted y yo sabemos cómo funciona el mundo, señor Bunter –añadió la señorita Westlock.
–Supongo que el señor Urquhart sacará algún beneficio cuando la vieja se vaya al otro barrio –apuntó Bunter.
–Puede ser. No es de los que hablan –dijo Hannah–, pero no es lógico que dedique tanto tiempo y que se vaya corriendo a Westmorland por nada. Aunque yo no metería la mano en un dinero ganado con malas artes. Eso no puede traer nada bueno, señor Bunter.
–Hija mía, es fácil hablar cuando seguramente no tendrás ocasión de que te tienten –dijo la señora Pettican–. Cuántas grandes familias habrá en este reino de las que no se habría oído hablar jamás si alguien no hubiera tenido unas costumbres más libres que con las que nosotros nos criamos. De saberse la verdad, la cantidad de trapos sucios que saldrían a relucir.
–Ya lo creo –dijo Bunter–. He visto collares de diamantes y abrigos de piel que deberían llevar la etiqueta de «precio del pecado» si los actos realizados en la oscuridad se revelaran en los tejados de las casas, señora Pettican. Y hay familias que van con la cabeza muy alta y que no habrían existido de no haber sido porque algún rey se divirtió en cama ajena, como se suele decir.
–Dicen que algunos que estaban muy arriba no estaban lo suficientemente alto para no tener en cuenta a la señora Wrayburn en sus años mozos –dijo Hannah, misteriosamente–. La reina Victoria no consintió que actuara para la familia real... Sabía demasiadas cosas sobre sus enredos.
–Era actriz, ¿no?
–Y muy guapa, según dicen, aunque no acabo de acordarme de su nombre artístico –dijo la señora Pettican, pensativa–. Era muy raro, eso sí... Hyde Park
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o algo por el estilo. Lo de Wrayburn le viene por matrimonio. Se casó con un don nadie, solo para tapar el escándalo, por eso se casó con él. Dos hijos tuvo, pero no sabría yo decir de quién, y los dos murieron del cólera, que sin duda fue castigo de Dios.
–No es eso lo que dijo el señor Boyes –replicó Hannah con aires de superioridad–. El diablo los devolvió a su casa, así lo dijo.
–Bueno, lo dijo sin pensar, y no me extraña, teniendo en cuenta la gente con la que vivía –dijo la señora Pettican–. Pero con el tiempo se habría tranquilizado si se hubiera salvado. Bien agradable que era cuando quería. Aquí que venía y se ponía a charlar de esto y lo de más allá, con mucha gracia.
–Es usted demasiado blanda con los señores, señora Pettican –dijo Hannah–. Para usted, cualquiera que tenga cosas raras o enfermedades es un angelito.
–¿Así que el señor Boyes sabía lo de la señora Wrayburn?
–Sí, claro, era asunto de familia, y seguro que el señor Urquhart le contó más cosas que a nosotras. ¿En qué tren dijo el señor Urquhart que iba a volver, Hannah?
–Dijo que tuviéramos la cena para las siete y media, así que supongo que será el de las seis y media.
La señora Pettican miró el reloj de la pared y, Bunter, tomándoselo como una indirecta, se levantó y se despidió.
–Espero que vuelva usted por aquí, señor Bunter –dijo la cocinera con gentileza–. El amo no tiene inconveniente en que vengan caballeros respetables a la hora del té. Yo libro los miércoles.
–Y yo los viernes y cada dos domingos –apuntó Hannah–. Si es usted evangélico, señor Bunter, el reverendo Crawford, en Judd Street, es un predicador maravilloso. Pero a lo mejor no estará usted aquí en Navidad.
El señor Bunter replicó que sin duda pasarían esos días en casa del duque de Denver y se marchó rodeado de un halo de gloria vicaria.
–Vaya, Peter. Aquí está la señora a la que tanto deseabas conocer –dijo el inspector jefe Parker–. Señora Bulfinch, permítame presentarle a lord Peter Wimsey.
–Encantada, sin duda –dijo la señora Bulfinch.
Soltó una risita y se empolvó la cara, grandota y blanca.
–Antes de su unión con el señor Bulfinch, la señora Bulfinch era el alma del bar Nine Rings, en Gray’s Inn Road, y conocida por su encanto y su gracia.
–Vaya, vaya, hay que ver cómo es, ¿eh? No le haga ni caso, su señoría, que ya sabe cómo son estos policías.
–Unos pobres desgraciados –repuso Wimsey, moviendo la cabeza–. Pero no necesito sus recomendaciones. Me fío más de mis ojos y mis oídos, señora Bulfinch, y lo único que puedo decir es que, si hubiera tenido la suerte de haberla conocido antes de que fuera demasiado tarde, habría sido la ambición de mi vida verme las caras con el señor Bulfinch.
–Es igual de malo que él –replicó la señora Bulfinch, muy complacida–, y lo que le diría Bulfinch, no lo sé. Menudo disgusto se llevó cuando vino el agente para pedirme que me pasara por Scotland Yard. «No me gusta esto, Grade», me dijo. «En esta casa siempre hemos sido gente decente, sin problemas de alborotos ni de dar de beber después de la hora de cierre, y como te metas entre esos, nunca se sabe qué pueden llegar a preguntarte». «No seas bobo», le dije. «Todos los muchachos me conocen, y no tienen nada contra mí, y si lo que quieren es que les hable del caballero que se dejó un sobre en el Rings, pues yo no tengo ningún inconveniente, porque no tengo nada que echarme en cara. ¿Qué iban a pensar si me negara?», le dije. «Diez a uno a que pensarían que algo raro pasa». Y va y me dice: «Vale, pero yo voy contigo». Y le digo: «¿Ah, sí? ¿Y qué pasa con el camarero nuevo que ibas a contratar esta mañana? Porque yo en la barra no pienso servir, que no estoy yo acostumbrada a esas cosas, o sea que haz lo que quieras». Así que me he venido y allí que lo he dejado. Eso sí, me parece bien. No digo nada en contra de Bulfinch, pero con policía o sin ella, creo que sé cuidar de mí misma.