–Bueno, es mucho más emocionante y difícil, ¿no?
–Eso me temo. A propósito, ¿conoces a la señorita Vane?
–Sí y no. La he visto con la panda de Boyes y Vaughan.
–¿Te cae bien?
–Regular.
–¿Y él? Quiero decir Boyes.
–Nunca se me aceleró el corazón con él.
–Pregunto si te cae bien.
–No funciona así. O te quedabas prendado de él o no. No era precisamente el chaval más alegre y animoso del mundo.
–Ya. ¿Qué es Vaughan?
–Parásito.
–Ya.
–Perro guardián. Nada debe entrometerse en la expansión de mi amigo el genio. Esa clase de persona.
–Ya.
–Deja de decir «ya». ¿Quieres conocerlo, a Vaughan?
–Si no es demasiado complicado…
–Pues preséntate aquí esta noche en un taxi y haremos la ronda. Seguro que lo encontramos en algún sitio. También a la pandilla rival, si quieres verlos… Los defensores de Harriet Vane.
–¿Esas chicas que prestaron declaración?
–Sí. Creo que Eiluned Price te caerá bien. Desprecia todo lo que lleve pantalones, pero demuestra ser buena amiga cuando es necesario.
–Iré, Marjorie. ¿Quieres cenar conmigo?
–Me encantaría, Peter, pero no creo que pueda. Tengo un montón de cosas que hacer.
–Vale. Entonces, me dejaré caer por allí hacia las nueve.
Por consiguiente, Wimsey estaba a las nueve en un taxi con Marjorie Phelps, dispuesto a visitar varios estudios.
–Me he dedicado a telefonear intensivamente –dijo Marjorie–, y creo que lo encontraremos en casa de los Kropotki. Son pro Boyes, bolcheviques y se dedican a la música. La bebida es mala, pero el té ruso es de fiar. ¿Va a esperar el taxi?
–Sí. Me da la impresión de que a lo mejor tenemos que batirnos en retirada.
–Qué bien ser rico. Está aquí en el patio de la derecha, encima de las caballerizas de los Petrovitch. Deja que vaya yo delante.
Subieron a trompicones por una escalera estrecha y agobiante, al final de la cual una magnífica confusión de ruidos de piano, cuerda y utensilios de cocina anunciaba que en la casa había diversión.
Marjorie aporreó una puerta y, sin esperar respuesta, la abrió de par en par. Al entrar pisándole los talones, Wimsey recibió, en plena cara, como una bofetada, una intensa y envolvente oleada de calor, ruido, humo y olor a fritura.
Era una habitación muy pequeña, débilmente iluminada por una sola bombilla, asfixiada en un farol de cristal pintado, y estaba hasta los topes de personas cuyas piernas de seda, brazos desnudos y pálidas caras surgían impresionantes de la oscuridad como luciérnagas. En medio, unas volutas de humo de tabaco surcaban lentamente el aire. En un rincón, una estufa de antracita con un destello rojo y fétido rivalizaba con un horno rugiente de gas en otro rincón, elevando la temperatura al punto de cocción. Sobre la estufa había una enorme tetera humeante; en una mesa auxiliar, un gigantesco samovar humeante; ante la cocina, una figura borrosa removía salchichas en una sartén con un tenedor, mientras un pinche se encargaba de lo que había en el horno, que Wimsey, de olfato fino, reconoció entre los demás elementos aromáticos de aquella amalgama, y lo reconoció bien: arenques. Al piano, que estaba al lado de la puerta, un joven de pelo rojizo y abundante tocaba algo de aire checoslovaco, en un obligado de violín con una persona extraordinariamente descoyuntada, de sexo indeterminable, con un jersey de lana de Shetland. Nadie miró cuando entraron. Marjorie se abrió paso entre las piernas desparramadas por el suelo y, tras elegir a una joven flaca de rojo, le vociferó algo al oído. La joven asintió con la cabeza e hizo una seña a Wimsey, quien tras sortear obstáculos fue presentado a la mujer flaca con una sencilla fórmula: «Peter… Nina Kropotki».
–¡Pues encantada! –gritó la señora Kropotki para hacerse oír en medio del clamor–. Siéntate a mi lado. Vanya te traerá algo de beber. ¿A que es precioso? Es Stanislas, que es todo un genio, su nueva obra sobre la estación de metro de Piccadilly… Grandioso, ¿
n’est-ce pas
? Cinco días seguidos sin dejar de subir y bajar por la escalera mecánica para empaparse de los valores tonales.
–¡Colosal! –vociferó Wimsey.
–Pues… ¿te parece? Ah, claro, sabes apreciarlo. Comprendes que en realidad es para orquesta. En el piano se queda en nada. Hacen falta el metal, los efectos, los timbales… ¡bruuum! Pero se percibe la forma, el perfil. ¡Ah! Ya termina. ¡Soberbio! ¡Magnífico!
Cesó el enorme estruendo. El pianista se secó la demacrada cara y miró furibundo a su alrededor. Quien tocaba el violín dejó el instrumento y se puso en pie; por las piernas, se descubrió que era una mujer. La habitación estalló en estrepitosa conversación. La señora Kropotki saltó por encima de los invitados sentados y estrechó entre sus manos las mejillas del sudoroso Stanislas. Retiraron la sartén del fuego con una descarga de grasa chisporroteante, alguien gritó el nombre de Vanya, y de repente Wimsey se topó con un rostro cadavérico y una voz gutural que bramaba: «¿Qué quieres beber?», mientras un plato de arenques pasaba peligrosamente por encima de su hombro.
–Gracias –dijo Wimsey–. Acabo de cenar… ¡Acabo de cenar! –rugió desesperado–. ¡Estoy lleno!,
¡complet!
Marjorie acudió a rescatarlo gritando con voz más estridente y un rechazo aún más rotundo.
–¡Llévate esa asquerosidad de aquí, Vanya! Me da ganas de vomitar. ¡Tráenos té, té, té!
–¡Té!–repitió el hombre cadavérico–. ¡Quieren té! ¿Qué os parece el poema tonal de Stanislas? Potente y moderno, ¿no? El alma de la revolución de las masas… el choque, la revuelta en el corazón mismo de la maquinaria. Les da algo que pensar a los burgueses, ¡claro que sí!
–¡Bah! –le soltó alguien a Wimsey al oído, mientras el cadavérico se daba la vuelta–. No es nada. Música burguesa. Música de programa. ¡Lindezas! Deberías oír «Éxtasis con la letra zeta», de Vrilovitch. Es pura vibración, sin estructuras anticuadas. En Stanislas (él se tiene en muy buen concepto, pero es más viejo que Matusalén) se nota la resolución detrás de cada acorde disonante. Simple armonía disfrazada. Está hueco, pero los embauca a todos porque es pelirrojo y eso realza sus facciones huesudas.
Desde luego, quien hablaba no pecaba de otro tanto, porque era calvo y redondo como una bola de billar. Wimsey replicó en tono apaciguador:
–En fin, ¿qué se puede hacer con esos instrumentos tan horrendos y anticuados de nuestra orquesta? ¡Bah! ¡Una escala diatónica! ¡Trece miserables semitonos! ¡Qué burgués! Para expresar la infinita complejidad de las emociones modernas haría falta una escala de treinta y dos notas hasta la octava.
–Pero ¿por qué aferrarse a la octava? –preguntó el gordo–, Hasta que se destierren la octava y sus asociaciones sentimentales seguiremos prisioneros de la convención.
–¡Así se habla! –exclamó Wimsey–. Yo prescindiría de todas las notas definidas. Al fin y al cabo, al gato no le hacen falta para sus melodías nocturnas, con lo potentes y expresivas que son. La sed amorosa del semental no tiene en cuenta ni la octava ni el intervalo al emitir el bramido de pasión. Es únicamente el hombre, atrapado en las redes de una convención embrutecedora que… ¡Ah, hola, Marjorie, perdón! ¿Qué pasa?
–Ven a hablar con Ryland Vaughan –dijo Marjorie–. Le he contado que eres un gran admirador de los libros de Philip Boyes. ¿Los has leído?
–Algunos. Creo que me estoy mareando.
–Pues dentro de una hora te sentirás peor, así que más te vale venir ahora.
Lo llevó hasta un rincón, junto a la cocina de gas, donde había un hombre extraordinariamente larguirucho repantigado sobre un cojín en el suelo, comiendo caviar de un tarro con un tenedor para encurtidos. Saludó a Wimsey con lúgubre entusiasmo.
–Qué asco de sitio, y qué asco todo –dijo–. Esta estufa da demasiado calor. Tómate algo. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Yo vengo aquí porque venía Philip. Cuestión de costumbres. Lo detesto, pero no hay otro sitio adonde ir.
–Claro, lo conocías mucho –dijo Wimsey, sentándose en una papelera, mientras pensaba que ojalá se hubiera puesto el traje de baño.
–Yo era su único amigo de verdad –replicó Ryland Vaughan, con tono lastimero–. Los demás solo querían copiarlo, como monos. ¡Loros! Todos unos cerdos.
–He leído sus libros y me parecen buenos –replicó Wimsey, no sin cierta sinceridad–. Pero me parece que debía de ser muy desgraciado.
–Nadie lo comprendía –dijo Vaughan–. Decían que era difícil tratar con él. ¿Y quién no lo sería con tanto contra lo que luchar? Le chupaban la sangre, y esos puñeteros editores suyos se llevaban hasta el último penique. Y encima esa bruja que lo envenenó. ¡Qué vida, por Dios!
–Sí, pero ¿por qué lo haría?… Si es que lo hizo ella, quiero decir.
–Pues claro que fue ella. Odio y pura envidia, ni más ni menos. Simplemente porque ella no es capaz de escribir más que estupideces. Harriet Vane tiene el mismo problema que todas esas mujeres del demonio… Se creen que pueden hacer cosas. Odian a un hombre y también odian su obra. Lo suyo habría sido que le hubiera bastado con ayudar y cuidar a un genio como Phil, ¿no? ¡Pues encima él le pedía consejo sobre su obra… a esa! ¡Dios del cielo!
–¿Y él seguía su consejo?
–¿Qué consejo? Si no se lo daba. Decía que jamás opinaba sobre la obra de otros escritores. ¡Conque otros escritores! ¡Menudo descaro! Por supuesto, entre nosotros no pintaba nada, pero ¿no se daba cuenta de la diferencia que había entre su inteligencia y la de Phil? Desde luego, desde el principio fue una estupidez que Philip se enredara con una mujer así. Al genio hay que servirlo, no discutir con él. Yo se lo advertí en su momento, pero estaba enamorado. ¡Y encima, querer casarse con ella…!
–¿Por qué quería casarse? –preguntó Wimsey.
–Restos de la educación clerical, supongo. Daba verdadera lástima. Además, creo que ese tipo, Urquhart, le hizo mucho mal. El típico abogado estirado… ¿Lo conoces?
–No.
–Lo tenía dominado, cosas de la familia, supongo. Noté la influencia sobre Phil antes de que empezara el verdadero problema. Quizá sea mejor que haya muerto. Habría sido espantoso verlo haciéndose convencional y sentando la cabeza.
–¿Y cuándo empezó a dominarlo ese primo suyo?
–Pues hace unos dos años, o quizá un poco más. Lo invitaba a cenar y esas cosas. En cuanto lo vi me di cuenta de que estaba dispuesto a hundir a Philip, en cuerpo y alma. Lo que quería, o sea, lo que quería Philip, era libertad y espacio para moverse, pero entre esa mujer, el primo, y el padre entre bastidores… ¡En fin! Ahora ya no valen lamentos. Ha quedado su obra, que es lo mejor de él. Al menos la dejó a mi cuidado. Al final Harriet Vane no metió el dedo en ese pastel.
–Estoy seguro de que está completamente a salvo en tus manos –dijo Wimsey.
–Pero cuando piensas en lo que podría haber sido, te dan ganas de cortarte las venas, ¿no? –replicó Vaughan, clavando en Wimsey unos ojos tristes e inyectados en sangre.
Wimsey le dio la razón y añadió:
–Por cierto, estuviste con él el último día, hasta que se fue a casa de su primo. ¿Piensas que podía llevar algo encima, como veneno o alguna cosa? No quisiera parecer cruel, pero se sentía desgraciado… sería terrible pensar que…
–No –repuso Vaughan–. No. Juro que no hizo una cosa así. Me lo habría contado… En aquellos últimos días confiaba en mí. Compartía todos sus pensamientos. Se sentía fatal, herido por esa maldita mujer, pero no se habría ido de este mundo sin decírmelo o sin despedirse de mí. Y, además… no habría elegido ese método. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Yo podría haberle dado… –Se calló de repente y miró a Wimsey, pero al no ver en su rostro sino atención y comprensión, añadió–: Recuerdo haber hablado con él de drogas: veronal, hioscina… esas cosas. Me dijo: «Ryland, si alguna vez quiero quitarme de en medio, tú me enseñarás cómo». Y lo habría hecho, si él de verdad lo hubiera querido. ¡Pero arsénico! Philip, que tanto amaba la belleza… ¿cómo podría haber elegido el arsénico, el veneno de los suburbios? Es absolutamente imposible.
–No es una de esas cosas que resulte agradable tomar, desde luego –dijo Wimsey.
–Mira –dijo Vaughan, con voz ronca e imponente (había trasegado sin cesar una serie de copas de coñac tras el caviar y empezaba a olvidar la cautela)–. ¡Mira esto! –Sacó una botellita del bolsillo superior de la chaqueta–. Esto está esperando hasta que termine de editar los libros de Phil. Reconforta tenerlo aquí y mirarlo de vez en cuando. Te da paz. Salir por la puerta de marfil… Eso es un clásico. A mí me educaron en los clásicos. Esta gente se reiría, pero no hay por qué decirles que lo he dicho yo… Es curioso, cómo se te queda en la cabeza:
… tendebantque manus ripoe ulterioris amore, ulterioris’ amore…
¿Cómo es eso de las almas apiñadas como hojas en Vallombrosa…? No, eso es de Milton…
amorioris ultore… ultoriore…
¡Maldita sea! ¡Pobre Phil!
El señor Vaughan estalló en llanto y le dio unas palmadas a la botellita.
Wimsey, con la cabeza y los oídos retumbándole como si estuviera en una sala de máquinas, se levantó con cuidado y se apartó de allí. Alguien había empezado una canción húngara y la estufa estaba al rojo vivo. Hizo señales de socorro a Marjorie, que estaba sentada en un rincón con un grupo de hombres. Uno de ellos parecía estar recitando sus propios poemas con la boca casi pegada al oído de Marjorie, y otro dibujaba algo en un sobre, mientras los demás los jaleaban con alegres aullidos. El ruido llegó a desconcertar al cantante, que se calló en mitad de un compás y gritó enfadado:
–¡Ya está bien de ruido y de interrupciones! ¡Es insoportable! ¡Me habéis liado! Voy a empezar desde el principio.
Marjorie se levantó de un salto, pidiendo perdón.
–Mira que soy bruta… No estoy manteniendo tus fieras a raya, Nina. Nos hemos puesto pesadísimos. Perdona, Marya, pero es que estoy de mal humor. Casi voy a recoger a Peter y nos marchamos. Ya me lo recitarás otro día, cuando me sienta mejor y tenga más espacio para que mis sentimientos se explayen. Buenas noches, Nina, lo hemos pasado divinamente… Ah, Boris, ese poema es lo mejor que has hecho jamás, pero es que no he podido oírlo como es debido. Anda, Peter, diles lo mal que me siento esta noche y llévame a casa.
–Es verdad –dijo Wimsey–. Como está nerviosa y tal… pues no tiene muy buenos modales, pero en fin…
–Los buenos modales son cosa de burgueses –soltó de repente, rotundo, un señor barbudo.