–Pero lo único que ha hecho hasta ahora ha sido proporcionarme un móvil convincente para el asesinato. No veo cómo nos va a ayudar eso.
–Lo que he hecho ha sido demostrar que ese no fue el móvil –replicó Wimsey.
–¿Por qué?
–Usted no me lo habría dicho si lo hubiera sido. Habría intentado despistarme. Y además…
–Además, ¿qué?
–Pues que he visto al señor Cole, de Grimsby & Cole, y sé quién se va a llevar la mayor parte de las ganancias de Philip Boyes. Y por alguna razón no creo que el objeto amado sea él.
–¿No? –replicó la señorita Vane–. ¿Por qué no? ¿No sabe que adoro todas y cada una de sus múltiples papadas?
–Si lo que le gustan son las papadas, intentaré que me salgan unas cuantas, aunque va a ser tarea difícil. Pero usted siga sonriendo. Le sienta bien.
• • •
«Pues sí que estamos bien –pensó Wimsey cuando se hubieron cerrado las puertas de la cárcel–. Estas charletas animan a la paciente, pero no nos llevan a ninguna parte. ¿Y ese tipo, Urquhart? Tenía buena pinta en el juicio, pero nunca se sabe. Voy a acercarme a verlo».
De modo que se presentó en Woburn Square, pero se llevó una desilusión. El señor Urquhart se había ausentado para ver a una pariente enferma. No fue Hannah Westlock quien abrió la puerta, sino una mujer corpulenta, de edad, y Wimsey supuso que era la cocinera. Le habría gustado interrogarla, pero pensó que difícilmente lo recibiría bien el señor Urquhart si descubría que había sonsacado al servicio a sus espaldas. Por consiguiente se conformó con preguntar cuánto tiempo podría estar fuera el dueño.
–No acertaría a decirle, señor. Pienso que depende de cómo siga la enferma. Si se mejora, volverá enseguida, porque sé que últimamente tiene mucho trabajo. Si fallece, estará algún tiempo ocupado, encargándose de la sucesión.
–Comprendo –dijo Wimsey–. Es un poco complicado, porque quería hablar con él urgentemente. ¿No podría usted darme la dirección?
–Verá, señor, no sé si al señor Urquhart le gustaría. Si es una cuestión de negocios, podrían darle información en su despacho de Bedford Row.
–Muchas gracias –dijo Wimsey, anotando el número–. Iré allí. Es posible que puedan hacer lo que necesito sin tener que molestarlo.
–Sí, señor. ¿Quién dice que ha venido?
Wimsey le tendió su tarjeta, tras haber escrito arriba «Asunto: Vane», y añadió:
–Pero ¿cabe la posibilidad de que regrese pronto?
–Sí, señor. La última vez no estuvo fuera más de un par de días, y fue providencial, me parece a mí, con el pobre señor Boyes muriendo de esa forma tan terrible.
–Desde luego –replicó Wimsey, encantado de que surgiera el tema por sí solo–. Debieron de llevarse todos un disgusto tremendo.
–Pero si ni siquiera ahora puedo pensar en ello –dijo la cocinera–. Vamos, que se muera un caballero en la casa, y encima envenenado, cuando ha sido una la que le ha preparado la cena… es como si se te juntara todo.
–Pero la cena no fue la causante –dijo Wimsey en tono cordial.
–No, por Dios, señor… Eso lo demostramos con mucho escrúpulo. Como si en mi cocina pudiera haber percances… ¡Faltaría más! Pero la gente se pone a contar cosas a la primera de cambio. Aun así, no hubo ni una sola cosa que no probáramos el amo, Hannah y yo, y bien agradecida que estoy a eso, como supondrá.
–Estoy seguro.
Wimsey estaba a punto de formular otra pregunta cuando les interrumpió un fuerte timbrazo en la puerta de servicio.
–Ahí está el carnicero –dijo la cocinera–. Tendrá que disculparme el señor, pero con la doncella en la cama, con la gripe, estoy sola esta mañana. Le diré al señor Urquhart que ha venido.
Cerró la puerta, y Wimsey se dirigió a Bedford Row, donde lo recibió un empleado de edad que no puso obstáculos a proporcionarle la dirección del señor Urquhart.
–Aquí tiene, milord. En casa del señor Wrayburn, Appleford, Windle, Westmorland. Pero no creo que esté mucho tiempo fuera. Mientras tanto, ¿en qué podemos servirle?
–No, nada, gracias. Es que preferiría verlo personalmente, ¿sabe? En realidad, es sobre la triste muerte de su primo, el señor Philip Boyes.
–¡No me diga, milord! Qué asunto tan terrible. El señor Urquhart se llevó un enorme disgusto, porque además ocurrió en su propia casa. Era un joven excelente, el señor Boyes. El señor Urquhart y él eran grandes amigos, y se lo tomó muy mal. ¿Estuvo usted presente en el juicio, milord?
–Sí. ¿Qué le pareció el veredicto?
El empleado frunció los labios.
–Para ser sinceros, me sorprendió. A mí me parecía un caso muy claro, pero los jurados no son de fiar, sobre todo hoy en día, con mujeres. En esta profesión se ven muchas representantes del bello sexo –añadió, con sonrisa ladina–, y muy pocas se distinguen por su capacidad para comprender los asuntos jurídicos.
–Cuánta razón tiene –replicó Wimsey–. Pero si no fuese por ellas, habría muchos menos litigios, de modo que es bueno para el negocio.
–¡Je, je! Muy bueno, milord. En fin, hay que tomarse las cosas como vienen, pero en mi opinión (claro, yo soy un hombre chapado a la antigua), las damas eran realmente adorables cuando servían de adorno e inspiración y no participaban de manera activa en ningún asunto. Ahí tiene a nuestra joven empleada, y no digo que no fuera buena trabajadora, pero se le antoja casarse y me deja en la estacada, justo cuando el señor Urquhart está fuera. A ver: a un joven, el matrimonio le da estabilidad, y siente más apego por su trabajo, mientras que a una joven le pasa justo lo contrario. Es bueno que se case, pero también inoportuno, y en un bufete no resulta fácil contar con colaboración temporal. Naturalmente, parte del trabajo es confidencial, y en cualquier caso, siempre es deseable un ambiente de continuidad.
Wimsey aseguró al jefe del despacho que comprendía sus quejas y se despidió, deseándole los buenos días. Había una cabina de teléfono en Bedford Row, en la que Wimsey entró corriendo para llamar a la señorita Climpson.
–Lord Peter al habla… ¡Hola, señorita Climpson! ¿Cómo va eso? ¿Todo divinamente? ¡Estupendo! Bueno, verá. Se necesita una empleada de confianza en el bufete del señor Norman Urquhart, en Bedford Row. ¿Tiene a alguien? ¡Bien, bien! Sí, mándela para allá… Tengo especial interés… No, no para ninguna investigación especial, solo para que se entere de cualquier cotilleo sobre el asunto Vane… Sí, que vaya la de aspecto más formal, sin demasiado maquillaje y con la falda como es debido, sus buenos diez centímetros por debajo de la rodilla… El que se va a encargar es el jefe del despacho, y como la última chica se le ha ido porque va a casarse, lo de la atracción sexual le pone nervioso. ¡Vale! Mándela y ya le daré instrucciones. ¡Muchísimas gracias, y que su sombra no se haga más voluminosa!
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.
–¡Bunter!
–¿Sí, milord?
Wimsey tamborileó con los dedos sobre una carta que acababa de recibir.
–¿Te sientes en tu momento más radiante y más fascinante? ¿Acaso se refleja un lirio más brillante, pese al tiempo invernal, en el bruñido Bunter?
[9]
¿Estás poseído de ese sentimiento de conquista? ¿Del toque de Don Juan, por así decirlo?
Manteniendo en equilibrio la bandeja del desayuno, Bunter carraspeó con desagrado.
–Si se me permite decirlo, tienes buena planta, incluso impresionante, y cuando no estás de servicio, eres un mujeriego atrevido y de palabra fácil y estoy convencido de que tienes tu encanto –añadió Wimsey–. Entonces, Bunter, ¿qué más podría desear una cocinera o una doncella?
–Para mí es siempre un placer emplearme hasta el límite de mis posibilidades al servicio de su señoría.
–Y yo me doy perfecta cuenta –reconoció su señoría–. Me digo una y otra vez: «Wimsey, esto no puede durar. Uno de estos días este hombre admirable se sacudirá el yugo de la servidumbre y pondrá un bar o algo», pero nunca pasa nada. Aún más; cada mañana tengo el café servido, el baño preparado, la cuchilla de afeitar lista, elegidos corbata y calcetines y mi panceta con huevos en señorial plato presentados. Da igual. En esta ocasión preciso una lealtad que comporta más riesgo, riesgo para ambos, querido Bunter, pues si te dejaras arrastrar, mártir indefenso del matrimonio, ¿quién me traería entonces el café, quién me prepararía el baño, dispondría mi cuchilla de afeitar y llevaría a cabo todos los demás ritos sacrificiales? Y sin embargo…
–¿Quién es la persona en cuestión, milord?
–Son dos, Bunter, dos damas que vivían en una cabaña, Binnorie, oh, Binnorie
[10]
. A la doncella la conoces. Se llama Hannah Westlock, una mujer de treinta y pocos años, según creo, y no de mal ver. La otra, la cocinera… no soy capaz de silabear su delicado nombre, porque lo desconozco, pero sin duda es Gertrude, Cecily, Magdalen, Margaret, Rosalys o algún otro sonido dulce y armonioso… una mujer excelente, Bunter, quizá un tanto en sazón, lo cual no le quita mérito alguno.
–Desde luego que no, milord. En mi opinión, la mujer de edad madura y porte regio es con frecuencia más susceptible a las atenciones y la delicadeza que la joven alocada y desconsiderada, por hermosa que sea.
–Muy cierto. Supongamos, Bunter, que fueras portador de una misiva de cortesía para el señor Norman Urquhart, en Woburn Square. En el escaso tiempo del que podrías disponer, ¿serías capaz de introducirte, sibilinamente, digamos como una serpiente, en el seno del hogar?
–Si lo desea, milord, me esforzaré por introducirme para complacer a su señoría.
–Eso es generosidad. En caso de acción por infracción, o cualesquiera consecuencias de tal género, los cargos recaerán sobre la dirección, por supuesto.
–Le estoy muy agradecido, señoría. ¿Cuándo desea su señoría que comience?
–En cuanto haya escrito una nota para el señor Urquhart. Ya llamaré.
–Muy bien, milord.
Wimsey se acercó al escritorio. Tras unos momentos levantó la vista, un tanto irritado.
–Bunter, me da la impresión de que tengo a alguien rondándome. No estoy acostumbrado y me pone nervioso. Te ruego que dejes de rondarme. ¿La propuesta te resulta sumamente desagradable o es que quieres que me compre otro sombrero? ¿Qué es lo que te remuerde la conciencia?
–Perdone su señoría, pero es que se me había ocurrido preguntarle a su señoría, con todos los respetos…
–¡Por Dios, Bunter, no seas tan delicado! No lo soporto. ¡Empuña el puñal y acaba con la criatura!
[11]
¿Qué pasa?
–Quisiera preguntarle a su señoría si tiene pensado hacer ciertos cambios en su situación.
Wimsey dejó la pluma y se lo quedó mirando.
–¿Qué cambios, Bunter? ¿Acaso no acabo de expresar con la mayor elocuencia mi imperecedero apego a la adorada rutina de café, baño, maquinilla de afeitar, calcetines, huevos con panceta y las viejas caras conocidas? No te estarás despidiendo, ¿verdad?
–Por supuesto que no, milord. Lamentaría tener que dejar de estar al servicio de su señoría, pero había pensado que, posiblemente, si su señoría estaba a punto de adquirir nuevos lazos…
–¡Ya sabía yo que algo tenía que ver con el mundo de los accesorios! Por supuesto, Bunter, si lo consideras necesario. ¿Tienes en mente un estampado en especial?
–Su señoría no me ha comprendido. Me refería a lazos domésticos, milord. A veces, cuando un caballero reorganiza su casa sobre una base matrimonial, es posible que la dama prefiera tener voz y voto respecto al ayudante personal del caballero, en cuyo caso…
–¡Bunter! –exclamó Wimsey, visiblemente asustado–. ¿Se puede saber de dónde has sacado esas ideas?
–Me he atrevido a hacer una deducción, milord.
–Es lo que pasa por enseñar a la gente a ser detective. ¿Acaso he estado alimentando un sabueso en mi propio hogar? ¿Puedo preguntarte si has llegado al extremo de ponerle nombre a la dama?
–Sí, milord.
Hubo una pausa.
–¿Y bien? –preguntó Wimsey en tono apagado–. ¿Qué piensas, Bunter?
–Una dama muy agradable, si se me permite decirlo, milord.
–¿Eso te parece? Naturalmente, las circunstancias son insólitas.
–Sí, milord. Incluso me atrevería a denominarlas románticas.
–Podrías atreverte a denominarlas deplorables, Bunter.
–Sí, milord –replicó Bunter con tono compasivo.
–¿No irás a abandonar el barco, Bunter?
–Bajo ninguna circunstancia, milord.
–Entonces no vuelvas a darme un susto. Mis nervios ya no son lo que eran. Aquí tienes la nota. Entrégala y haz lo que puedas.
–Lo que ordene, milord.
–Ah, Bunter.
–¿Milord?
–Parece que se me nota demasiado, y no tengo el menor deseo de semejante cosa. Si ves que se me nota demasiado, ¿me darás un toque?
–Cómo no, milord.
Bunter se esfumó silenciosamente y Wimsey se acercó angustiado al espejo.
«Yo no veo nada –se dijo–. No hay lirio en mi frente, de angustia húmeda y rocío febril
[12]
. Pero supongo que es inútil intentar engañar a Bunter. En fin, los negocios son lo primero. Ya he cerrado dos, tres, cuatro madrigueras de zorro. ¿Y ahora qué? ¿Y ese tipo, Vaughan?».
• • •
Cuando Wimsey tenía que investigar algo en el mundo de la bohemia, tenía por costumbre reclutar como ayudante a la señorita Marjorie Phelps, que se ganaba la vida haciendo estatuillas de porcelana y, que, por consiguiente, solía encontrarse en su estudio o en el estudio de alguien. Si se la llamaba por teléfono a las diez de la mañana, probablemente se la pillaría haciendo huevos revueltos en el hornillo de gas. La verdad era que por ciertos episodios ocurridos entre ella y lord Peter en la época del misterio del Bellona Club resultaba un poco embarazoso y cruel meterla en el asunto de Harriet Vane, pero sin tiempo para andarse con remilgos a la hora de elegir sus armas, a Wimsey ya no le preocupaban los escrúpulos caballerosos. Cuando le pasaron la comunicación sintió alivio al oír: «¿Diga?».
–¡Hola, Marjorie! Soy Peter Wimsey. ¿Qué tal?
–Bien, gracias. Me alegro de volver a oír tu melodiosa voz. ¿En qué puedo servir a lord Investigador Supremo?
–¿Conoces a un tal Vaughan, que está metido en el misterio del asesinato de Philip Boyes?
–¡Peter! ¿Estás tú en eso? ¡Estupendo! ¿De qué lado te has puesto?
–El de la defensa.
–¡Viva!
–¿Y esa explosión de júbilo?