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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Veneno Mortal (27 page)

PREGUNTA: Buenas noches. ¿Quién está ahí?

RESPUESTA: Pongo. Buenas noches. Que el cielo os bendiga.

P. Nos alegramos mucho de que estés con nosotras, Pongo.

R. Pues sí. ¡Aquí estamos otra vez!

P. ¿Eres tú, Harry?

R. Sí, para dar recuerdos. Hay mucha gente aquí.

P. Cuantos más, mejor. Nos alegra estar con todos nuestros amigos. ¿Qué podemos hacer?

R. Atención. Obediencia a los espíritus.

P. Haremos lo que podamos, si nos dices qué.

R. ¡Iros al cuerno!

P. Vete, George. No queremos hablar contigo.

R. No interfieras, bobo.

P. ¿No puedes echarlo, Pongo? (En ese momento el lápiz dibujó una cara horrible.)

P. ¿Es tu retrato?

R. Soy yo. G. W. ¡Ja, ja! (El lápiz zigzagueó impetuosamente y empujó la
ouija
hasta el borde la mesa. Una vez en su sitio, empezó a escribir con la letra que atribuimos a Pongo).

R. Lo he echado. Mucho ruido esta noche. F. envidioso y lo manda a molestarnos. No importa. Pongo más poderoso.

P. ¿Quién tiene envidia?

R. No importa. Mala persona.
Maladetta
.

P. ¿Sigue ahí Harry?

R. No. Cosas que hacer. Hay un espíritu que desea vuestra ayuda.

P. ¿Quién es?

R. Muy difícil. Esperad. (El lápiz trazó una serie de amplias curvas.)

P. ¿Qué letra es esa?

R. ¡Tonta! No seas impaciente. Hay una dificultad. Vuelvo a intentarlo. (El lápiz estuvo garabateando unos minutos y al final escribió una «C» grande.)

P. La letra «c». ¿Es correcto?

R. C-C-C…

P. Tenemos una «C».

R. C-R-E… (Otra brusca interrupción.)

R. (Con la letra de Pongo.) Lo intenta, pero hay mucha resistencia. Pensad en cosas que ayuden.

P. ¿Quieres que cantemos un himno?

R. (Otra vez Pongo, muy enfadado.) ¡Idiota! ¡Calla! (Volvió a cambiar la letra.) M-O…

P. ¿Forma parte de la misma palabra?

R. R-N-A.

P. ¿Quieres decir Cremorna?

R. (Con la nueva letra.) Cremorna, Cremorna. ¡Ya está! ¡Bien, bien!

En ese momento la señorita Booth se volvió hacia la señorita Climpson y le dijo perpleja:

–Qué raro. Cremorna era el apellido artístico de la señora Wrayburn. Espero que… No puede haber fallecido de repente. Estaba muy tranquila cuando la dejé. ¿Voy a ver qué pasa?

–¿No será otra Cremorna? –apuntó la señorita Climpson.

–Un apellido tan poco común…

–¿Y si preguntamos quién es?

P. Cremorna… ¿y qué más?

R. (Con el lápiz escribiendo muy rápido.) Rosaleda… más fácil.

P. No lo entiendo.

R. Rosa… Rosa… Rosa… ¡Tonta!

P. ¡Ah! (Vaya por Dios, está mezclando los dos nombres.) ¿Te refieres a Cremorna Garden?

R. Sí.

P. ¿Rosanna Wrayburn?

R. Sí.

P. ¿Ha fallecido?

R. Aún no. En el destierro.

P. ¿Sigue en el cuerpo?

R. Ni en el cuerpo ni fuera del cuerpo. Esperando. (Interrumpe Pongo.) Lo que llamáis la mente ha partido, el espíritu espera el gran cambio en el destierro. ¿Por qué no entendéis? Deprisa. Grandes dificultades.

P. Cuánto lo sentimos. ¿Tiene dificultades con algo?

R. Grave problema.

P. Espero que no sea por el tratamiento del doctor Brown o por mí…

R. No seas tonta. (Cremorna.) Mi testamento.

P. ¿Quiere cambiar su testamento?

R. No.

SEÑORITA CLIMPSON. Menos mal, porque no creo que fuera legal. ¿Qué quiere que hagamos, querida señora Wrayburn?

R. Enviarlo a Norman.

P. ¿A Norman Urquhart?

P. Sí. Él sabe.

P. ¿Sabe qué hacer con él?

R. Lo necesita.

P. Muy bien. ¿Puede decirnos dónde podemos encontrarlo?

R. Lo he olvidado. Buscad.

P. ¿Está en la casa?

R. Digo que lo he olvidado. Aguas profundas. Sin seguridad. Se pierde, se pierde… (La escritura se hizo irregular y apenas visible.)

P. Intente recordar.

R. En… b… b… b… (Confusión y el lápiz se tambalea.) No puedo. (De repente, con letra distinta y vigorosamente.) Vete, vete, vete.

P. ¿Quién es?

R. (Pongo.) Se ha ido. Ha vuelto la mala influencia. ¡Ja, ja! ¡Fuera! Se acabó. (El lápiz escapó de la mano de la médium y, al volver a ponerlo sobre la mesa, se negó a contestar más preguntas.)

–¡Qué irritación! –exclamó la señorita Booth.

–Supongo que no tendrá ni idea de dónde está el testamento, ¿no?

–Ni la más remota idea. «En… b…», ha dicho. ¿A qué se referiría?

–Quizá al banco –sugirió la señorita Climpson.

–Podría ser. En ese caso, el señor Urquhart sería la única persona que podría sacarlo.

–Entonces, ¿por qué no lo hace? Ha dicho que lo necesita.

–Claro. Entonces debe de estar en la casa. ¿Qué significará esa «b»?

–Buró, bolso, biblioteca…

–¿Baúl? Podría ser casi cualquier cosa.

–Lástima que no haya podido terminar el mensaje. ¿Lo intentamos otra vez o buscamos en los sitios con más posibilidades?

–Vamos a buscar primero y si no encontramos nada lo intentamos otra vez.

–Buena idea. Hay unas llaves en uno de los cajones del buró que son de sus cajas y sus cosas.

–¿Y si probamos con eso? –preguntó audazmente la señorita Climpson.

–Sí. Me ayudará, ¿verdad?

–Si le parece conveniente… Al fin y al cabo, soy una extraña en esta casa.

–El mensaje iba dirigido a usted tanto como a mí. Me gustaría que me acompañara. Podrían ocurrírsele sitios donde mirar.

La señorita Climpson no puso más objeciones, y fueron al piso de arriba. Era una historia extraña… prácticamente robar a una mujer impedida en beneficio de alguien a quien jamás había visto. Extraño, pero el motivo debía de ser bueno, siendo de lord Peter.

En lo alto de la hermosa escalera de amplia curva había un corredor ancho y largo, con las paredes cubiertas desde el suelo hasta el techo de retratos, dibujos, cartas autógrafas enmarcadas, programas de teatro y todas las baratijas nostálgicas del camerino.

–Su vida entera está aquí y en estas dos habitaciones –dijo la enfermera–. Si se vendiera esta colección, sacarían mucho dinero. Y supongo que algún día se venderá.

–¿Y sabe a quién irá a parar el dinero?

–Pues siempre he pensado que al señor Norman Urquhart. Es familiar suyo, el único, que yo sepa. Pero nunca me ha hablado de ello.

Abrió una puerta alta, con elegantes paneles curvos y arquitrabe clásico, y encendió la luz.

Era una habitación inmensa, señorial, con tres altas ventanas y el techo con delicadas molduras de guirnaldas de flores y antorchas. Sin embargo, la pureza de las líneas quedaba desfigurada e incluso mancillada por el espantoso papel pintado con enrejado de rosas y las pesadas cortinas afelpadas de un carmesí chillón, con gruesos cordones y flecos dorados, como el telón de un teatro Victoriano. Cada metro cuadrado de espacio estaba abarrotado de muebles: extemporáneas vitrinas taraceadas, apretujadas contra costureros de caoba; mesas inverosímiles con estanterías atestadas de adornos que abrazaban las bases de pesados mármoles y bronces alemanes; biombos de laca; burós de estilo Sheraton, jarrones chinos, lámparas de alabastro, sillas y otomanas de todas clases, colores y épocas, todo ello apiñado como plantas que luchan por la existencia en una jungla tropical. Era la habitación de una mujer sin gusto ni mesura, que no rechazaba nada ni entregaba nada, para quien el hecho de poseer se había convertido en la única realidad firme en un mundo de pérdidas y cambios.

–Podría estar aquí o en el dormitorio –dijo la señorita Booth–. Voy a por las llaves.

Abrió una puerta que había a la derecha. Infinitamente curiosa, la señorita Climpson fue tras ella, de puntillas.

El dormitorio era aún más pesadillesco que el salón. Una lamparita alumbraba débilmente junto a la cama, enorme y dorada, con colgaduras de brocado con rosas que caían en largos pliegues en cascada desde un dosel apoyado sobre regordetes cupidos dorados. Alrededor del estrecho círculo de luz se erguían armarios monstruosos, más vitrinas, cómodas gigantescas. Sobre el tocador, con volantes y frunces, había un ancho espejo de tres lunas, y un gigantesco espejo giratorio en el centro de la habitación reflejaba los imponentes y sombríos contornos de los muebles.

La señorita Booth abrió la puerta central del armario más grande. Giró sobre los goznes con un chirrido y salió una tufarada a franchipán. Saltaba a la vista que en la habitación no se había cambiado nada desde que su dueña quedara postrada por la parálisis y el silencio.

La señorita Climpson se acercó sin hacer ruido a la cama. Instintivamente se movió con cautela, como un gato, aunque era evidente que nada podría sorprender ni asustar a quien la ocupaba.

Un rostro viejo, muy viejo, tan diminuto entre la enormidad de las sábanas y las almohadas que podría haber sido el de una muñeca, alzó los ojos sin parpadear, sin ver. Estaba cubierto de finas arrugas, como una mano empapada de agua y jabón, pero los grandes surcos excavados por la experiencia se habían alisado con la relajación de los músculos inmovilizados. Estaba hinchado y chafado al mismo tiempo. A la señorita Climpson le recordó un globo rosa del que se ha escapado casi todo el aire. La semejanza se acentuaba gracias al aliento que salía entrecortadamente por los labios laxos, en pequeños resoplidos y silbidos. Del gorro de dormir con volantes sobresalían unos mechones de cabello lacio y blanco.

–Qué curioso. Pensar que está ahí en la cama y que su espíritu se puede comunicar con nosotros –dijo la señorita Booth.

A la señorita Climpson le invadió la sensación de estar cometiendo un sacrilegio. Tuvo que realizar un esfuerzo prodigioso para no confesar la verdad. Se había subido la liga con la jabonera por encima de la rodilla, por precaución, y la goma se le estaba clavando dolorosamente en los músculos de la pierna, a modo de recordatorio de sus iniquidades.

Pero la señorita Booth ya se había dado la vuelta y estaba abriendo los cajones de uno de los burós.

• • •

Al cabo de dos horas seguían buscando. La letra «b» ofrecía un campo de investigación especialmente extenso. La señorita Climpson la había elegido por ese motivo, y esa previsión recibió su recompensa. Con un poco de ingenio, esa letra tan provechosa podía aplicarse casi a cualquier escondrijo de la casa. Si no se trataba de burós, butacas, bolsas o baúles, podría adjetivarse como blancos, beis, bajos, bonitos o brillantes, como objetos de dormitorio o de tocador, y como todo cajón, estantería o casillero de cada uno de los objetos estaba lleno de recortes de prensa, cartas y recuerdos diversos, de tanto esfuerzo a las investigadoras empezaron a dolerles la cabeza, las piernas y la espalda sin mucho tardar.

–No tenía ni idea de que pudiera haber tantos sitios –dijo la señorita Booth.

Sentada en el suelo, con la cabellera negra despeinada y las decorosas enaguas negras remangadas casi hasta la jabonera, la señorita Climpson le dio la razón con aire cansino.

–Es agotador, ¿verdad? –añadió la señorita Booth–, ¿Quiere que lo dejemos? Puedo seguir buscando yo sola mañana. No tiene por qué cansarse tanto.

La señorita Climpson se puso a reflexionar. Si se encontraba el testamento mientras ella no estaba allí y se enviaba a Norman Urquhart, ¿podría verlo la señorita Murchison antes de que volvieran a esconderlo o a destruirlo? Eso se planteó.

No lo destruirían; lo esconderían. Por el mero hecho de que se lo hubiera enviado la señorita Booth, el abogado no podría deshacerse de él, puesto que ya habría un testigo de su existencia; pero sí podía ocultarlo durante cierto tiempo, y el tiempo era precisamente lo esencial en aquella empresa.

–No, si no estoy nada cansada –replicó muy resuelta, apoyándose sobre los talones y retocándose el peinado para recuperar algo de su pulcritud habitual. Tenía entre las manos un bloc de tapas blancas, que había encontrado en un cajón de una de las cómodas de estilo japonés, y estaba hojeándolo mecánicamente. Se fijó por casualidad en una serie de números, 12, 18, 4, 0, 9, 3, 15, y se preguntó sin mucho interés qué representarían.

–Aquí ya hemos buscado por todos lados –dijo la señorita Booth–. Creo que no nos hemos dejado nada… a no ser, claro, que haya un cajón secreto o algo.

–¿Y si estuviera en la biblioteca?

–¡En un libro! Pues claro que sí. ¡Si seremos tontas, no haberlo pensado antes! En las novelas policíacas los testamentos siempre están escondidos en libros.

«En más casos que en la vida real», pensó la señorita Climpson, pero se levantó, se sacudió la ropa y dijo animadamente:

–Así es. ¿Hay muchos libros en la casa?

–Miles –contestó la señorita Booth–. Abajo, en la biblioteca.

–No sé por qué, pero tenía la impresión de que la señora Wrayburn no lee mucho.

–No, no gran cosa. Según me dijo el señor Urquhart, los libros fueron adquiridos con la casa, como un lote. La mayoría son antiguos… libracos encuadernados en cuero, ya sabe. Una pesadez tremenda. Yo aquí nunca encuentro nada que leer, pero es esa clase de libros donde se puede esconder un testamento.

Salieron al corredor.

–Por cierto, ¿a los criados no les parecerá un poco raro que andemos dando vueltas por la casa tan tarde?

–Duermen en la otra ala del edificio. Además, saben que a veces tengo visita. La señora Craig se ha quedado muchas veces hasta estas horas, cuando las sesiones se ponían interesantes. Hay una habitación libre donde pueden quedarse las personas que vienen a verme.

La señorita Climpson no se opuso y bajaron la escalera, pasaron por el vestíbulo y entraron en la biblioteca. Era grande, y los libros ocupaban las paredes en apretadas hileras: para que se te cayera el alma a los pies.

–Claro, si la comunicación no hubiera insistido en algo que empezaba por «b»…

–¿Qué?

–Pues que yo habría supuesto que cualquier documento estaría en la caja fuerte.

La señorita Climpson gruñó mentalmente. ¡Pues claro! ¿Dónde si no iba a estar? Si no se hubiera despistado con aquella ocurrencia suya… ¡En fin! Tenía que hacer de tripas corazón.

–¿Por qué no miramos ahí? –propuso–. La letra «b» puede referirse a algo distinto, o haber sido una interrupción de George Washington. Le pegaría mucho decir palabras que empiecen por be, ¿no le parece?

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