Veneno Mortal (31 page)

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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Realizó la siguiente prueba en medio de un silencio expectante. La mancha se disolvió y desapareció bajo la solución decolorante.

–Entonces, es arsénico –dijo Parker.

–Por supuesto que es arsénico –dijo Wimsey con cierta indiferencia–. ¿No te lo había dicho? –añadió con voz temblorosa, intentando contener la alegría de la victoria.

–¿Nada más? –preguntó Freddy, decepcionado.

–¿Le parece poco? –replicó la señorita Murchison.

–No es gran cosa, pero hemos avanzado mucho –intervino Parker–. Demuestra que Urquhart tenía arsénico en su poder, y con una investigación oficial en Francia, probablemente averigüemos si ya estaba en su poder este sobre en junio pasado. Por cierto, he observado que es ácido arsenioso blanco corriente, sin mezcla de carbón ni añil, lo que coincide con lo que se encontró en la autopsia. Es convincente, pero lo sería aún más si descubriésemos que Urquhart tuvo ocasión de administrarlo. De momento, lo único que hemos hecho ha sido demostrar claramente que no pudo habérselo dado a Boyes ni durante la cena, ni antes ni después en el tiempo necesario para que se manifestaran los síntomas. Reconozco que tantos impedimentos y tan reforzados por los testimonios de varias personas resultan sospechosos de por sí, pero para convencer a un jurado preferiría algo mejor que un
credo quia impossibile.

–Adivina, adivinanza –replicó Wimsey, imperturbable–. Lo que ocurre es que hemos pasado algo por alto. Probablemente algo evidente. Con la bata reglamentaria y una onza de tabaco de pipa, me comprometo a despachar este pequeño problema en un santiamén. Entretanto, tú tomarás medidas para poner a buen recaudo, de una forma oficial y concienzuda, las pruebas que nuestros amables amigos tan hábilmente han recogido con métodos tan poco convencionales, y estarás al tanto para detener al culpable cuando llegue el momento, ¿verdad?

–Y lo haré con mucho gusto –contestó Parker–. Aparte de las razones personales, preferiría ver en el banquillo a ese tipo engominado que a cualquier mujer, y si el cuerpo ha cometido un error, cuanto antes se corrija, mejor para todos los interesados.

Wimsey se quedó aquella noche entre el negro y el amarillo pálido de la biblioteca, bajo la mirada de los grandes infolios. Representaban el tesoro de añeja sabiduría y belleza poética del mundo entero, por no hablar de miles de libras contantes y sonantes; pero aquellos consejeros reposaban mudos en sus estanterías. Desparramados por mesas y sillas estaban los tomos de un vivo escarlata de
Los procesos británicos más destacados
–Palmer, Pritchard, Maybrick, Seddon, Armstrong, Madeleine Smith, los grandes profesionales del arsénico–, en compañía de las principales autoridades en medicina forense y toxicología.

Los espectadores salían de los teatros en tropel para volver a casa en sedanes y taxis, las luces alumbraban el espacio vacío de Piccadilly, los camiones retumbaban, lentos e infrecuentes, sobre el negro asfalto, la larga noche declinaba y el reacio amanecer invernal se debatía lánguidamente sobre los apiñados tejados de Londres. Silencioso y preocupado, Bunter preparaba café en la cocina mientras leía la misma página del Boletín británico de fotografía una y otra vez.

A las ocho y media sonó el timbre de la biblioteca.

–¿Sí, milord?

–Mi baño, Bunter.

–Como ordene, milord.

–Y café.

–Inmediatamente, milord.

–Y pon todos los libros en su sitio, menos estos.

–Sí, milord.

–Sé cómo ocurrió.

–¿En serio, milord? Con todos mis respetos, permítame que le felicite.

–Todavía tengo que probarlo.

–Eso es una cuestión secundaria, milord.

Wimsey bostezó. Cuando Bunter regresó al cabo de unos minutos con el café, estaba dormido.

Bunter retiró los libros en silencio y miró con cierta curiosidad los que habían quedado abiertos sobre la mesa. Eran
El proceso de Florence Maybrick, Medicina forense y toxicología,
de Dixon Mann, un volumen con título alemán, idioma que Bunter no conocía, y
Un muchacho de Shropshire,
de A. E. Housman.

Los examinó unos momentos y se dio una suave palmada en el muslo.

«¡Pero claro! –se dijo–. ¡Qué panda de burros somos todos!».

Dio un golpecito a su amo en el hombro.

–El café, milord.

21

–Entonces, ¿no va a casarse conmigo? –preguntó lord Peter.

La presa negó con la cabeza.

–No. No sería justo para usted, y además…

–¿Qué?

–Me da miedo. Entonces no hay escapatoria. Si quiere, viviré con usted, pero no pienso casarme.

Tenía un tono de voz tan indescriptiblemente triste que Wimsey no pudo sentir el menor entusiasmo ante la generosa proposición.

–Pero esas cosas no siempre funcionan –protestó–. Maldita sea, si usted debería saberlo… Perdone que lo mencione y tal… pero causa muchísimos inconvenientes, y encima tienes las mismas peleas que si estuvieras casado.

–Sí, lo sé, pero usted podría romper cuando quisiera.

–Pero no querría hacerlo.

–Claro que sí. Tiene familia y unas tradiciones… La mujer del César y esas cosas.

–¡Al diablo la mujer de César! En cuanto a las tradiciones y la familia… están de mi parte, por si sirve de algo. Cualquier cosa que haga un Wimsey está bien hecho, y que Dios ayude a la persona que se meta de por medio. El absurdo lema familiar es: «Actúo según mi capricho», y es verdad. No puedo decir que cuando me miro al espejo reconozca precisamente al primer Gerald de Wimsey, que resistió a lomos de un caballo de tiro en el sitio de Acre, pero desde luego tengo intención de hacer lo que me dé la gana con el matrimonio. ¿Quién va impedírmelo? No van a comerme. Ni siquiera van a rajarme, si a eso vamos. Una bromita, sin querer, para uso de oficiales.

Harriet se echó a reír.

–No, supongo que no van a rajarlo. No tendría que huir al extranjero con su insufrible esposa ni vivir en recónditos balnearios de Europa como en las novelas victorianas.

–Por supuesto que no.

–¿Y la gente olvidaría que he tenido un amante?

–Pero hija mía, si olvidan esas cosas a diario. Son expertos.

–¿Y que supuestamente lo asesiné?

–Y que fue triunfalmente absuelta de haberlo asesinado, por muchos motivos que tuviera para hacerlo.

–Pues no voy a casarme con usted. Si pueden olvidar todo eso, serán capaces de olvidar que no estamos casados.

–Claro que sí. El que no podría olvidarlo sería yo. Me parece que no estamos progresando mucho con esta conversación. ¿Debo entender que la idea de vivir conmigo no le repugna?

–¡Pero es ridículo! –exclamó la muchacha–. ¿Cómo voy a saber lo que haría o dejaría de hacer si estuviera libre y tuviera la certeza de… sobrevivir?

–¿Y por qué no? Yo puedo imaginarme lo que haría incluso en las circunstancias más inverosímiles, y esto está más claro que el agua.

–No puedo –dijo Harriet, empezando a apocarse–. Por favor, deje de hacer preguntas. No lo sé. No puedo pensar. No soy capaz de ver más allá de… de las próximas semanas. Lo único que quiero es salir de aquí y que me dejen en paz.

–De acuerdo –dijo Wimsey–. No volveré a molestarla. No es justo. Estoy abusando de mis privilegios y tal. No puede llamarme cerdo y largarse, dadas las circunstancias, así que no volveré a acosarla. Es más; soy yo el que se larga, porque tengo una cita… con una manicura. Una chiquita muy agradable, solo que un poco reprimida con las vocales. ¡Hasta luego!

• • •

La manicura, descubierta con la ayuda del inspector jefe Parker y sus sabuesos, era una criatura de carita de gata, actitud incitante y considerable astucia. No se anduvo con rodeos a la hora de aceptar la invitación a cenar de su cliente, ni mostró la menor sorpresa cuando él murmuró en tono confidencial que quería hacerle cierta proposición. Apoyó los codos regordetes en la mesa y ladeó la cabeza coquetamente, dispuesta a vender cara su honra.

A medida que fue desvelándose la proposición, su actitud experimentó un cambio que resultó casi cómico. Se desvaneció la redonda inocencia de sus ojos, el pelo perdió su sedosidad, o esa impresión dio, y las cejas se arquearon con un gesto de auténtico asombro.

–Pues claro que podría, pero ¿para qué lo quiere? –dijo al fin–. Me parece muy raro.

–Digamos que es una broma –contestó Wimsey.

–No. –Su boca se endureció–. No me gusta la idea. No tiene sentido, a ver si me entiende. Me parece una broma muy rara, y de esas cosas con las que una chica se puede meter en líos. Oiga, no será uno de esos… ¿cómo se dice? Salía algo sobre eso en la columna de la semana pasada de madame Cristal, en
Las cosillas de Susie
… Sí, hechizos, brujería, ocultismo y esas cosas. Porque a mí no me gustaría si fuera para hacerle daño a alguien.

–No voy a hacer un muñeco de cera, si se refiere a eso. Vamos a ver. ¿Es capaz de guardar un secreto?

–Ah, yo no soy de las que hablan. Yo nunca me voy de la lengua, no como otras.

–No, ya pensaba yo que no. Por eso le he pedido que saliera conmigo. Bueno, pues preste mucha atención, que se lo voy a contar.

Wimsey se inclinó hacia delante y se puso a hablar. Tan fascinada y absorta estaba aquella carita maquillada contemplando la suya, que la amiga del alma de la chica, que estaba cenando unas mesas más allá, se puso verde de envidia, convencida de que a su queridísima Mabel le estaban ofreciendo un piso en París, un Daimler y un collar de mil libras, y a continuación se peleó a muerte con su acompañante.

–Así que comprenderá lo mucho que significa para mí –concluyó Wimsey.

La queridísima Mabel soltó un suspiro, maravillada.

–¿Es verdad? ¿No se lo está inventando? Porque es mejor que lo de las películas.

–Sí, pero no debe decir ni media palabra. Usted es la única persona a la que se lo he contado. No se chivará a él, ¿verdad?

–¿A él? Si es un cerdo roñoso. No me verán a mí dándole nada a ese. Lo haré por usted. Va a ser un poco difícil, porque tendré que usar las tijeras, que normalmente no las usamos, pero ya me las apañaré. Confíe en mí. Aunque no van a ser grandes. Viene bastante a menudo, pero le daré todo lo que saque. Y ya lo arreglaré yo con Fred. Siempre lo atiende Fred, pero él lo hará si yo se lo pido. ¿Y después qué hago?

Wimsey sacó un sobre del bolsillo.

–Aquí dentro hay dos pastilleros precintados –dijo en tono solemne–. No debe sacarlos hasta que tenga las muestras, porque los han preparado para que estén químicamente limpios, a ver si me entiende. Cuando lo tenga todo, abra el sobre, saque los pastilleros, meta los trozos de uña en uno y el pelo en el otro, ciérrelos enseguida, póngalos en un sobre limpio y envíelo a esta dirección. ¿Comprende?

–Sí.

La chica tendió ansiosamente una mano.

–Así me gusta. Y ni una palabra.

–Ni… media… palabra.

Hizo un gesto exagerado de cautela.

–¿Cuándo es su cumpleaños?

–No lo celebro. Yo no me hago mayor.

–Muy bien. Entonces le puedo enviar un regalo de no cumpleaños cualquier día del año. Creo que le sentará bien el visón. Estará muy mona con una estola.

–Muy mona con una estola –repitió la chica burlonamente–. Todo un poeta, ¿eh?

–Es que usted me inspira –replicó Wimsey cortésmente.

22

–He venido a verle en respuesta a su carta –dijo el señor Urquhart–. Me interesan muchísimo los nuevos datos que tiene sobre la muerte de mi pobre primo. Y naturalmente, le ofrezco con sumo gusto cuanta ayuda pueda prestarle.

–Gracias –replicó Wimsey–. Siéntese, por favor. Supongo que ya ha cenado, ¿verdad? Pero tomará café, ¿no? Creo que prefiere la modalidad turca. Mi criado lo prepara muy bien.

El señor Urquhart aceptó la invitación y felicitó a Bunter por su maestría en la elaboración de ese extraño brebaje almibarado, tan desagradable para el paladar del occidental medio.

Bunter le agradeció circunspecto el halago y le ofreció una caja de esos amasijos igualmente repugnantes llamados delicias turcas, que no solo saturan el paladar y dejan los dientes pegados, sino que asfixian a quien los consumen en una nube harinosa de azúcar blanco.

El señor Urquhart se metió un enorme trozo en la boca, mientras murmuraba ininteligiblemente que era la auténtica variedad oriental. Con severa sonrisa, Wimsey tomó unos sorbos de café, sin azúcar y sin leche, y se sirvió una copa de coñac añejo. Bunter se retiró, y lord Peter abrió un cuaderno sobre las rodillas, echó un vistazo al reloj de la pared y empezó a hablar.

Expuso con cierto detalle las circunstancias de la vida y la muerte de Philip Boyes. El señor Urquhart, bostezando a escondidas, se limitó a comer, beber y escuchar.

Aún pendiente del reloj, Wimsey acometió la historia del testamento de la señora Wrayburn.

Atónito, el señor Urquhart dejó la taza, se limpió los dedos pegajosos con el pañuelo y se lo quedó mirando fijamente. Al cabo de unos momentos preguntó:

–¿Podría decirme cómo ha obtenido esa extraordinaria información?

Wimsey hizo un gesto con la mano.

–La policía –dijo–. Es increíble, la organización que tiene la policía. Cuando se ponen a ello, descubren cosas impresionantes. Pero supongo que no lo negará, ¿verdad?

–Estoy escuchándole –replicó el señor Urquhart en tono grave–. Cuando termine con este asombroso discurso, quizá pueda averiguar qué es exactamente lo que tengo que negar.

–Ah, sí, intentaré dejárselo muy claro –dijo Wimsey–. No soy abogado, desde luego, pero estoy intentando ser lo más lúcido posible.

Siguió hablando, monótono e implacable, mientras las manecillas del reloj seguían girando.

–Por lo que veo –añadió, tras haber pasado revista al asunto del móvil–, redundaría en su beneficio que el señor Philip Boyes no estuviera de por medio. Y he de reconocer que, en mi opinión, ese tipo era un chulo y un indeseable, y que de haber estado en su lugar yo habría pensado lo mismo.

–¿Y en eso se basa su descabellada acusación? –preguntó el abogado.

–En absoluto. Ahora mismo voy al grano. «Lento pero seguro», ese es el lema de su seguro servidor. Soy consciente de haberle robado setenta minutos de su valioso tiempo, pero créame si le digo que no han sido desperdiciados.

–Aun suponiendo que esta ridícula historia fuera cierta, algo que niego categóricamente, tengo un enorme interés por saber cómo piensa usted que administré el arsénico –dijo el señor Urquhart–. ¿Se ha inventado algo ingenioso para ese detalle? ¿O va a resultar que soborné a mi cocinera y a mi doncella para que fueran mis cómplices? Un poco atrevido, ¿no le parece?, y, además, habría ofrecido óptimas oportunidades para el chantaje.

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