–Tan atrevido que no hay ni que planteárselo con un hombre tan previsor como usted. Que precintara esa botella de borgoña, por ejemplo, sugiere una cabeza sensible a toda clase de posibilidades, incluso demasiado, diría yo. Precisamente fue ese detalle lo que me llamó la atención desde el principio.
–No me diga.
–Me preguntaba cómo y cuándo administró usted el veneno. Creo que no fue antes de la cena. Tanta solicitud al vaciar la botella de agua del dormitorio… ¡ah, no! Ese punto no se ha pasado por alto… El cuidado que puso en ver a su primo solo en presencia de testigos y en no quedarse jamás con él a solas… con eso creo que se puede eliminar el período anterior a la cena.
–Lo mismo pienso yo.
–El jerez –añadió Wimsey, pensativo–. Era una botella sin abrir, y el vino se pasó directamente al decantador. Después podríamos comentar algo sobre la desaparición del resto, pero creo que podemos absolver al jerez.
El señor Urquhart asintió irónicamente.
–La sopa. También la tomaron la cocinera y la doncella y sobrevivieron. Me inclino por dar un aprobado a la sopa, y también al pescado. Habría sido fácil poner veneno en una parte del pescado, pero habría supuesto la colaboración de Hannah Westlock, y eso está reñido con mi teoría. Una teoría es algo sagrado para mí, señor Urquhart, casi como un… ¿cómo se llama?… Ah, sí, un dogma.
–Una disposición de ánimo muy peligrosa, pero dadas las circunstancias, no voy a discutirla –repuso el abogado.
–Además, si el veneno hubiera estado en la sopa o el pescado, podría haber empezado a hacer efecto antes de que Philip… supongo que puedo llamarlo así, ¿verdad?… antes de que Philip se marchara de la casa –añadió Wimsey–. Pasemos al pollo. Supongo que la señora Pettican y Hannah Westlock pueden darle el visto bueno. Y, a propósito, por la descripción, debía de estar exquisito. Se lo digo como persona con considerable experiencia en asuntos de gastronomía, señor Urquhart.
–Me doy perfecta cuenta –replicó el señor Urquhart cortésmente.
–Y entonces solo nos queda la tortilla, algo realmente soberbio cuando está bien hecha y se come (eso sí que es importante)… cuando se come enseguida. Una idea estupenda, llevar los huevos y el azúcar a la mesa y prepararla allí mismo. Por cierto, ¿quedaron restos que fueran a parar a la cocina? ¡No, no! No dejas algo tan bueno a medio comer. Mejor que la cocinera preparase otra tortilla para su colega y ella. Me consta que nadie salvo Philip y usted se regaló con esa tortilla.
–Efectivamente, y no tengo por qué negarlo –dijo el señor Urquhart–, Pero ha de tener en cuenta que yo también participé en el banquete sin consecuencias. Y, además, fue mi primo quien la preparó.
–Cierto. Cuatro huevos, con azúcar y mermelada, todo ello común y corriente, por así decirlo. No… no podía haber nada en el azúcar ni en la mermelada. Esto… ¿me equivoco si digo que uno de los huevos estaba rajado cuando llegó a la mesa?
–Es posible. No lo recuerdo.
–¿No? Bueno, no está bajo juramento, pero Hannah Westlock recuerda que cuando llevó usted los huevos a casa, porque, como bien sabe, señor Urquhart, usted los compró, dijo que había uno rajado y que quería utilizarlo para la tortilla. Incluso usted lo puso en el cuenco con tal fin.
–¿Y bien? –preguntó el señor Urquhart, quizá un poco menos tranquilo.
–Que no es muy difícil introducir arsénico en polvo en un huevo rajado –contestó Wimsey–. Yo he hecho el experimento con un tubito de cristal, y quizá con un embudo pequeño resultaría más fácil. El arsénico es una sustancia que abulta mucho… con siete u ocho gránulos se puede llenar una cucharilla. Se acumula en un extremo del huevo, y cualquier rastro que quede en el exterior se puede limpiar enseguida. El arsénico líquido se puede introducir aún más fácilmente, por supuesto, pero por una razón especial yo hice el experimento con el polvo blanco normal y corriente. Se disuelve muy bien.
El señor Urquhart había sacado un cigarro puro de la petaca y empezó a encenderlo con gran aparatosidad.
–¿Está insinuando que al batir cuatro huevos, uno de ellos, envenenado, se mantuvo milagrosamente alejado de los demás y quedó depositado con su carga de arsénico en un lado de la tortilla? ¿O que mi primo se sirvió a propósito la parte envenenada y me dejó a mí el resto?
–Para nada, para nada –replicó Wimsey–. Lo único que insinúo es que el arsénico estaba en la tortilla y que llegó hasta allí gracias a ese huevo.
El señor Urquhart tiró la cerilla a la chimenea.
–Me parece que su teoría tiene algún defecto que otro, como el huevo.
–Aún no he acabado de exponer la teoría. El siguiente punto se basa en detalles insignificantes. Permítame que los enumere. El hecho de que no tuviera ganas de beber durante la cena, su piel, unos recortes de uñas, un mechoncito de su cabello, tan bien cuidado… Junto todo esto, le añado un sobre de óxido arsenioso de la caja secreta de su despacho, me froto las manos… así, y… ¿qué aparece? Cáñamo, señor Urquhart.
Trazó una soga el aire.
–No sé qué quiere decir –replicó el abogado con voz quebrada.
–Sí, hombre. Cáñamo. Con lo que se hacen las sogas. Un material estupendo, el cáñamo. Pero en fin, sigamos con lo del arsénico. Como usted sabe, no suele sentar bien, pero hay gente cargante, como esos campesinos de Siria de los que tanto hablan, que por lo visto lo toman por pura diversión. Les da energía, o eso dicen, les aclara el cutis y les alisa el pelo, y se lo dan a los caballos; bueno, dejemos lo del cutis, porque los caballos no se puede decir que tengan cutis, pero ya me entiende. Y ese hombre tan espantoso, Maybrick, que según dicen también lo tomaba. En resumidas cuentas, todo el mundo sabe que algunas personas lo toman y que son capaces de zamparse grandes dosis con un poquito de práctica, lo suficiente para matar a una persona normal y corriente. Pero usted ya lo sabe.
–Es la primera noticia que tengo.
–¿Adónde cree que va a ir parar? Es igual. Vamos a suponer que no sabe nada del asunto. El caso es que un tipo… no recuerdo su nombre, pero está en el libro de Dixon Mann, empezó a preguntarse cómo demonios funcionaba aquello, de modo que se puso a probarlo con perros y tal, les dio sus buenas dosis de arsénico, supongo que se cargó a unos cuantos y al final descubrió que, mientras que del arsénico líquido se encargan los riñones y es especialmente dañino para el organismo, el arsénico sólido se puede administrar a diario, en una dosis un poco mayor cada vez, de modo que las actividades corporales, «los tubos», como lo llamaba una viejecita de Norfolk que conocí, se acostumbran y pueden expulsarlo sin apenas darse cuenta, por así decirlo. He leído no sé qué libro en el que explican que es obra de los leucocitos, esos corpúsculos blancos tan curiosos, ya sabe, que rodean la sustancia y la echan para que no perjudique. En fin, el caso es que si tomas arsénico sólido durante una buena temporada, un año o así, consigues esto… sí, inmunidad, y puedes tomar seis o siete granos de una vez sin que te dé ni una diarrea.
–Fascinante –dijo el señor Urquhart.
–Al parecer es lo que hacen esos brutos de campesinos sirios, y procuran no beber durante dos horas o así después de haberlo tomado, por miedo a que se lo traguen los riñones y se convierta en veneno. No estoy utilizando un lenguaje muy técnico, pero eso es lo esencial. Pues resulta, muchacho, que he pensado que si a usted se le había ocurrido la brillante idea de inmunizarse primero, podría haber compartido tan ricamente una tortilla de arsénico con un amigo. A él lo mataría y a usted no le pasaría nada.
–Ya.
El abogado se humedeció los labios con la lengua.
–Pues, como iba diciendo, usted tiene una piel muy clara… aunque ahora que me fijo el arsénico le ha dejado alguna que otra mancha (a veces pasa) y un pelo muy liso, y también me fijé en que se negó en redondo a beber durante la cena, y me dije: «A ver, Peter, tú que eres tan listo: ¿qué te parece?». Y cuando encontraron el sobre con arsénico en su despacho… De momento no nos vamos a preocupar de cómo lo hicieron, me dije: «Vaya, vaya. ¿Cuánto tiempo llevará con esto?». Su habilidoso farmacéutico extranjero le ha dicho a la policía que dos años… ¿Es así? Más o menos cuando la quiebra del Megatherium, ¿no? Después conseguimos unas pequeñas muestras de sus uñas y su pelo, y ¿qué nos encontramos? Que están hasta los topes de arsénico. Y entonces dijimos: «¡Ajajá!». Por eso le pedí que viniera a charlar un ratito conmigo, por si acaso se le ocurría algo, ¿comprende?
–Lo único que se me ocurre –dijo Urquhart, con una expresión espeluznante pero con una actitud rigurosamente profesional– es que debe tener mucho cuidado antes de exponer esta ridícula teoría ante nadie. No sé qué habrán colocado usted y la policía en mi despacho (con franqueza, pienso que son capaces de cualquier cosa), pero divulgar mi presunta adicción a las drogas es una calumnia vergonzosa. Es cierto que he estado tomando durante una temporada un medicamento que contiene una ligera cantidad de arsénico (el doctor Grainger puede proporcionarle la receta) y que probablemente ha dejado restos en mi piel y mi pelo, pero aparte de eso, no existe fundamento alguno para una acusación tan monstruosa.
–¿Ninguno?
–Ninguno.
–Entonces, ¿cómo es posible? –preguntó Wimsey con tranquilidad, pero con un dejo amenazador en el tono de voz, rígidamente controlado–, ¿cómo es posible que esta noche haya tomado una dosis de arsénico suficiente para matar a dos o tres personas normales y corrientes, al parecer sin consecuencias? Esos repugnantes dulces de los que se ha atiborrado, y permítame que se lo diga, de una forma por completo impropia de su edad y condición, están literalmente llenos de arsénico. Lo ha tomado, pobrecillo mío, hace una hora y media. Si el arsénico puede afectarle, tendría que estar retorciéndose de dolor desde hace una hora.
–¡Maldito sea!
–¿Por qué no intenta fingir algunos síntomas? –preguntó Wimsey con sarcasmo–. ¿Quiere que le traiga una palangana? ¿O que llame al médico? ¿Le arde la garganta? ¿Siente las tripas a punto de reventar? Es ya un poco tarde, pero con un poquito de buena voluntad por su parte, seguro que puede hacer gala de una pizca de sensibilidad, ¿no?
–¡Miente! ¡No se atrevería a hacer semejante cosa! Sería un asesinato.
–En este caso no lo creo, pero estoy dispuesto a esperar, a ver qué pasa.
Urquhart se lo quedó mirando. Wimsey se levantó de la silla con un movimiento rápido y se plantó ante él.
–Yo que usted no me pondría violento. A cada cual su medicina. Además, tengo un arma. Disculpe por el melodrama. ¿Va a vomitar o qué?
–Está usted loco.
–No diga esas cosas. Venga hombre, anímese. Inténtelo. ¿Quiere que lo acompañe al cuarto de baño?
–Me siento enfermo.
–Claro, pero su tono de voz no acaba de convencerme. Salga por la puerta, siga por el pasillo y es la tercera a la izquierda.
El abogado salió dando traspiés. Wimsey volvió a la biblioteca y tocó el timbre.
–Bunter, creo que el señor Parker va a necesitar ayuda en el cuarto de baño.
–Sí, milord.
Bunter se marchó, y Wimsey se quedó esperando. Al poco se oyó un alboroto a lo lejos. En la puerta aparecieron varias personas: Urquhart, muy pálido, con la ropa y el pelo revueltos, Parker y Bunter, que lo llevaban firmemente agarrado por los brazos.
–¿Ha vomitado? –preguntó Wimsey con mucho interés.
–No –contestó Parker con seriedad, poniéndole bruscamente las esposas a su presa–. Ha soltado una sarta de insultos contra ti durante unos cinco minutos, después ha intentado salir por la ventana, pero al ver que eran tres pisos ha salido hecho una furia por la puerta del vestidor y se ha dado de manos a boca conmigo. Venga, muchacho, no te revuelvas, que te vas a hacer daño.
–¿Y todavía no sabe si lo hemos envenenado?
–Me parece que no se lo cree. Por lo menos no ha hecho el menor esfuerzo. La única idea que tenía en la cabeza era largarse.
–Qué lastima. Si yo quisiera hacer creer que me habían envenenado montaría un numerito un poco más convincente.
–Ya está bien, por Dios –dijo el prisionero–. Me han pillado con una trampa repugnante, indignante. ¿No les parece suficiente? Cállense la boca de una vez.
–Ah, vaya, o sea que te hemos pillado –dijo Parker–. Bueno, ya te dije que no hablaras, y si te empeñas, no es culpa mía. Por cierto, Peter, no lo has envenenado, ¿verdad? No parece haberle hecho ningún efecto, pero es por el informe del médico.
–No, la verdad es que no –respondió Wimsey–. Solo quería saber cómo reaccionaría ante la idea. En fin, hasta luego. Ahora es cosa tuya.
–Sí, ya me hago cargo yo, pero podrías pedirle a Bunter que llame un taxi –dijo Parker.
Una vez que se hubieron marchado el prisionero y su acompañante, Wimsey se volvió pensativo hacia Bunter con una copa en la mano.
–«Mitrídates murió viejo», dice el poeta, pero yo lo pongo en duda, Bunter. En este caso lo pongo pero que muy en duda.
Había crisantemos dorados en la mesa del juez; parecían estandartes flameantes.
También la acusada tenía una mirada desafiante en la sala abarrotada de gente mientras el actuario leía los cargos. El juez, un hombre mayor y regordete con cara del siglo XVIII, miraba expectante al fiscal general.
–Señoría, he sido informado de que la corona no presenta prueba alguna contra la acusada.
La exclamación sofocada que resonó en toda la sala fue como el susurro de los árboles cuando empieza a arreciar el viento.
–¿He de entender que se han retirado los cargos contra la acusada?
–Tales son mis instrucciones, señoría.
–En tal caso –dijo el juez, impasible, dirigiéndose al jurado–, lo único que tienen que hacer es emitir el veredicto de inocencia. Ujier, haga callar al público.
–Un momento, señoría. –Sir Impey Biggs se puso en pie, enorme y mayestático–. En nombre de mi cliente, la señorita Vane, pido la venia para pronunciar unas palabras, señoría. Se han presentado cargos contra ella, señoría, la terrible acusación de asesinato, y me gustaría dejar claro que mi cliente abandona esta sala libre de toda sospecha sobre su persona. Según he sido informado, señoría, en este caso no se han retirado los cargos por falta de pruebas. Se ha puesto en mi conocimiento que la policía tiene en su poder más información que demuestra sin lugar a dudas la absoluta inocencia de mi cliente. También se ha puesto en mi conocimiento, señoría, que se ha procedido a otro arresto, al que seguirá la investigación pertinente. Señoría, esta señora debe regresar al mundo no solo absuelta por este tribunal, sino por el tribunal de la opinión pública. Sería inadmisible cualquier clase de ambigüedad, y me consta, señoría, que cuento con el apoyo del fiscal general para lo que digo.