–Pero si estuviera en la caja fuerte, el señor Urquhart lo sabría.
La señorita Climpson empezó a pensar que había dado demasiadas alas a su imaginación.
–No pasaría nada por comprobarlo –insistió.
–Pero no conozco la combinación –dijo la señorita Booth–. El señor Urquhart sí, claro. Podríamos escribirle para preguntársela.
La señorita Climpson tuvo una inspiración.
–¡Creo que sé cuál es! –exclamó–. Hay una serie de siete cifras en ese bloc blanco que estaba mirando hace un momento, y se me pasó por la cabeza que debían de ser para recordar algo.
–¡Bloc blanco! –exclamó la señorita Booth–. ¡Eso es! ¡Cómo hemos podido ser tan tontas! ¡Pues claro! ¡La señora Wrayburn estaba intentando decirnos dónde encontrar la combinación!
La señorita Climpson volvió a bendecir la utilidad de la letra «b».
–Subiré a buscarlo –dijo.
Cuando bajó, la señorita Booth estaba ante unas estanterías que se habían separado de la pared, dejando al descubierto la puerta verde de una caja fuerte empotrada. Con manos temblorosas, la señorita Climpson tocó el botón acordonado y lo giró.
La primera tentativa fracasó, debido a que en la nota no se especificaba hacia qué lado debía girarse el botón, pero a la segunda tentativa se detuvo en la séptima cifra con un convincente chasquido.
La señorita Climpson cogió el tirador, y la pesada puerta se movió y se abrió.
Había un montón de papeles dentro. Encima de todos, delante de sus narices, había un sobre alargado, cerrado. La señorita Climpson se abalanzó sobre él.
Testamento de Rosanna Wrayburn
5 de junio de 1920
–¿No es prodigioso? –dijo la señorita Booth.
La señorita Climpson le dio la razón.
La señorita Climpson se quedó aquella noche en la habitación libre.
–Lo mejor será que escriba una cartita al señor Urquhart explicándole lo de la
séance
y que le ha parecido lo mejor y lo más fiable enviarle el testamento a él –dijo la señorita Climpson.
–Le va a sorprender muchísimo –dijo la señorita Booth–. No sé qué dirá. Los abogados no suelen creer en la comunicación con los espíritus, y le parecerá muy raro que hayamos conseguido abrir la caja fuerte.
–Sí, pero el espíritu nos llevó directamente a la combinación, ¿no? El señor Urquhart no puede pensar que no vaya a hacer caso a un mensaje así, ¿verdad? Y la prueba de su buena fe es que va a enviarle el testamento directamente a él. Y no estaría de más que le pidiera que viniese aquí a revisar los demás documentos de la caja fuerte y a cambiar la combinación, ¿no cree?
–¿No sería mejor que me quedara yo con el testamento y le pidiera que viniera a buscarlo?
–Pero a lo mejor le hace falta urgentemente.
–Entonces, ¿por qué no ha venido?
La señorita Climpson observó, un poco molesta, que cuando no se trataba de mensajes espiritistas, la señorita Booth daba indicios de tener un criterio independiente.
–Quizá aún no sepa que lo necesita. Tal vez los espíritus han previsto una necesidad urgente que no surgirá hasta mañana.
–Ah, sí, es muy probable. ¡Si la gente aprovechara mejor la prodigiosa orientación que se les ofrece, cuántas cosas se podrían prever y prevenir! En fin, creo que tiene razón. Vamos a buscar un sobre grande donde quepa, le escribo la carta y mañana lo enviamos en el primer correo.
–Será mejor que vaya certificado –dijo la señorita Climpson–. Si me lo confía, lo llevaré a correos a primera hora de la mañana.
–¿Sí? Me quitaría un gran cargo de conciencia. Bueno, seguro que está tan cansada como yo. Voy a poner agua a hervir para las bolsas y nos acostamos. ¿Quiere quedarse un ratito cómodamente en mi salón? Solo tengo que poner las sábanas de su cama. ¿Qué? No, no, si lo hago en un momento. No se moleste, por favor. Estoy tan acostumbrada a hacer camas…
–Entonces yo me ocupo del agua –replicó la señorita Climpson–. Necesito sentirme útil.
–De acuerdo. No tardará mucho. El agua está bastante caliente en la caldera de la cocina.
Una vez a solas en la cocina, con el recipiente del agua agitándose y silbando antes de alcanzar el punto de ebullición, la señorita Climpson no perdió tiempo. Salió rápidamente de puntillas y se quedó al pie de la escalera aguzando el oído, pendiente de las pisadas de la enfermera mientras se alejaba. Después entró en el saloncito, cogió el sobre cerrado que contenía el testamento y un abrecartas largo y fino al que ya había echado el ojo como herramienta útil y regresó corriendo a la cocina.
Es increíble lo que puede tardar un recipiente con agua que parece a punto de hervir hasta que empieza a salir incesante el ansiado chorro de vapor. El observador se siente irremisiblemente atraído por las vaharadas engañosas y las tramposas pausas del silbido. A la señorita Climpson le dio la impresión aquella noche de que habría habido tiempo para hacer veinte camas hasta que el agua empezó a hervir, pero ni siquiera un cacharro sometido a estrecha vigilancia puede absorber calor eternamente. Tras lo que se le antojó una hora, aunque en realidad solo habían sido siete minutos, la señorita Climpson puso la solapa del sobre al vapor, furtivamente, con sentimiento de culpa.
«No debo precipitarme –pensó–. Por todos los santos, no te precipites o se romperá».
Introdujo con suavidad el abrecartas bajo la solapa, que se levantó y se abrió limpiamente justo cuando empezaron a resonar los pasos de la señorita Booth por el corredor.
La señorita Climpson escondió hábilmente el abrecartas detrás de la cocina y metió el sobre, con la solapa doblada para evitar que volviera a pegarse, detrás de una tapadera colgada de la pared.
–¡Ya está el agua! –anunció risueña–. ¿Dónde están las bolsas?
Hay que reconocer su sangre fría al poder llenar las bolsas con pulso firme. La señorita Booth le dio las gracias y empezó a subir las escaleras, con una bolsa de agua caliente en cada mano.
La señorita Climpson sacó el testamento de su escondite, lo extrajo del sobre y le echó un vistazo.
No era un documento demasiado largo y, a pesar de la fraseología jurídica, comprendió fácilmente el contenido. Al cabo de tres minutos volvió a meterlo en su sitio, humedeció la goma del sobre y pegó la solapa. Se lo guardó en el bolsillo de las enaguas (porque su vestimenta era anticuada y práctica), y fue a husmear en la despensa. Cuando volvió la señorita Booth, estaba preparando té tranquilamente.
–He pensado que nos reanimaría después de tanto esfuerzo –dijo.
–Muy buena idea –repuso la señorita Booth–. Yo estaba a punto de proponérselo.
La señorita Climpson llevó la tetera al saloncito, mientras la señorita Booth iba tras ella con las tazas, la leche y el azúcar en una bandeja. Con la tetera caliente y el testamento todo inocente sobre la mesa, la señorita Climpson sonrió y respiró a gusto. Había cumplido su misión.
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Carta de la señorita Climpson a lord Peter Wimsey.
Martes, 7 de enero de 1930
Estimado lord Peter:
Como habrá comprendido por mi telegrama de esta mañana, ¡lo he conseguido! Eso sí, no sé qué excusas voy a encontrar para tranquilizar mi conciencia por los métodos que he utilizado, pero estoy convencida de que la Iglesia tiene en cuenta que hay que engañar en ciertas profesiones, como la de policía, detective o espía en la guerra, y confío en que mis argucias puedan incluirse en esa categoría. De todos modos, como no creo que le interesen demasiado mis escrúpulos religiosos, procederé a comunicarle lo que he descubierto.
En mi última carta le explicaba el plan que tenía en mente, para que supiera qué hacer con el testamento, que fue enviado por correo certificado, como documentación, a nombre del señor Norman Urquhart. ¡La sorpresa que se llevará al recibirlo! La señorita Booth le adjuntó una carta excelente, que yo vi antes de meterla en el sobre, en la que explica las circunstancias pero sin mencionar ningún nombre. He mandado un telegrama a la señorita Murchison para que esté al tanto de la llegada del paquete, y espero que cuando se reciba y se abra intente estar presente, para que constituya otro testigo de su existencia. De todos modos, no creo que el señor Urquhart ose tocarlo. Quizá la señorita Murchison podría revisarlo detalladamente, algo para lo que yo no tuve tiempo (¡fue una auténtica aventura!). Estoy deseando contárselo todo en cuanto regrese, pero por si acaso la señorita Murchison no puede, voy a hacerle un breve resumen.
El patrimonio consiste en bienes raíces (la casa y los jardines) y bienes muebles (¿a que no se me dan mal los términos jurídicos?), cuyo valor exacto no puedo calcular. Pero lo esencial es lo siguiente:
Los bienes raíces quedan para Philip Boyes, sin duda alguna.
Quedan cincuenta mil libras, también para Philip Boyes, en efectivo.
El resto (creo que se llama remanente) queda para Norman Urquhart, designado único albacea.
Hay pequeños legados para beneficencia, cuyos detalles no logré memorizar.
En cierto párrafo se especifica que la mayor parte de los bienes queda en manos de Philip Boyes como prueba de que la testadora olvida el maltrato que sufrió por parte de la familia de Philip Boyes, del que él no era responsable.
El testamento lleva fecha del 5 de junio de 1920, y los testigos son Eva Gubbins, ama de llaves, y John Briggs, jardinero.
Estimado lord Peter, espero que estos datos sean suficientes para sus propósitos. Esperaba que, a pesar de que la señorita Booth había adjuntado el testamento en un sobre de envío de documentos, podría haberlo sacado y haberlo leído detenidamente; pero, por desgracia, para mayor seguridad lo había sellado con el sello privado de la señora Wrayburn, el cual no tuve suficiente destreza para quitar y volver a poner, aunque según tengo entendido se puede hacer con un cuchillo bien caliente.
Comprenderá que no puedo marcharme de Windle inmediatamente, ya que resultaría muy raro justo después de este percance. Confío en que en varias «sesiones» más con la señorita Booth podré aconsejarle que tenga cuidado con la señora Craig y su «control», Fedora, ¡porque estoy convencida de que es una embaucadora, como yo, pero sin mis motivaciones altruistas! ¡De modo que no le sorprenderá que no vuelva por ahí al menos durante una semana más! Estoy un poco preocupada por el dinero extra que va a suponer esto, pero si considera que las razones de seguridad no lo justifican, comuníquemelo, y tomaré medidas.
Le deseo toda la suerte del mundo, estimado lord Peter.
Suya afectísima,
KATHERINE A. CLIMPSON
P. D.: Como verá, he conseguido terminar el «trabajo» casi en la semana que habíamos acordado. Lamento profundamente no haberlo terminado ayer, pero me horrorizaba la idea de echarlo a perder por precipitarme.
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–Bunter –dijo lord Peter, levantando la vista de la carta–, sabía que en ese testamento había gato encerrado.
–Sí, milord.
–No sé qué pasa con los testamentos, pero sacan a la superficie lo peor de la naturaleza humana. Personas que bajo circunstancias normales son rectas e incluso amables se transforman en auténticas hidras y sueltan espumarajos por la boca con solo oír las palabras «Dispongo que mi legado…». Por cierto, eso me recuerda que no vendría mal un poquito de champán en picheles de plata para celebrarlo. Tráete una botella de Pommery y dile al inspector jefe Parker que me gustaría charlar con él. Y tráeme esas notas del señor Arbuthnot. ¡Ah, Bunter!
–¿Sí, milord?
–Llama por teléfono al señor Crofts, salúdalo de mi parte y dile que he encontrado al asesino y he averiguado el móvil y que espero presentar pruebas de cómo se cometió el crimen, si él consigue que el juicio se posponga una semana.
–Como diga, milord.
–Pero la verdad, Bunter, es que no sé cómo se hizo.
–No me cabe duda de que pronto se le ocurrirá milord.
–Sí, claro –respondió Wimsey con displicencia–. Desde luego. No voy a preocuparme por semejante nimiedad.
El señor Pond chasqueó la lengua contra la dentadura postiza.
La señorita Murchison levantó la vista de la máquina de escribir.
–¿Pasa algo, señor Pond?
–No, nada –respondió el jefe del despacho con irritación–. Una carta absurda de un absurdo miembro de su sexo, señorita Murchison.
–Eso no es ninguna novedad.
El señor Pond arrugó el entrecejo, considerando que el tono de voz de su subordinada era impertinente. Cogió la carta y el documento anexo y los llevó al despacho de dentro.
La señorita Murchison se acercó rápidamente a su mesa y echó un vistazo al sobre certificado, que estaba abierto. El matasellos era de Windle.
«Qué suerte –dijo para sus adentros–. El señor Pond es mejor testigo que yo. Me alegro de que lo haya abierto él».
Volvió a su asiento. Al cabo de unos minutos salió el señor Pond, con una leve sonrisa. Cinco minutos más tarde, la señorita Murchison, que estaba mirando su cuaderno de taquigrafía con el entrecejo fruncido, se levantó y se dirigió hacia él.
–¿Sabe taquigrafía, señor Pond?
–No. En mis tiempos no lo considerábamos necesario.
–No acabo de entender estos signos –dijo la señorita Murchison–. Parece «consentimiento», pero podría ser «consideración»… y es muy diferente, ¿no?
–Desde luego que sí –replicó el señor Pond secamente.
–Pues no me voy a arriesgar –dijo la señorita Murchison–. Tiene que salir esta mañana. Será mejor que se lo pregunte.
El señor Pond soltó un gruñido (no era la primera vez) por la negligencia de la mecanógrafa.
La señorita Murchison atravesó rápidamente la habitación y abrió la puerta del despacho sin llamar, una falta de respeto que hizo gruñir otra vez al señor Pond.
El señor Urquhart estaba de pie, de espaldas a la puerta, haciendo algo en la repisa de la chimenea. Se dio la vuelta con brusquedad, con una expresión de irritación.
–Señorita Murchison, ya le he dicho que quiero que llame antes de entrar.
–Lo siento mucho. Se me había olvidado.
–Que no vuelva a ocurrir. ¿Qué pasa?
No volvió a su mesa; se quedó de pie, apoyado contra la chimenea. Tenía la pulcra cabeza, recortada contra la pintura apagada de los paneles de la pared, un poco echada hacia atrás, como si estuviera protegiendo o desafiando a alguien, pensó la señorita Murchison.