–No acabo de descifrar la taquigrafía de la carta a Tweke & Peabody, y he pensado que sería mejor preguntarle –dijo la señorita Murchison.
–Preferiría que tomara notas con claridad en su momento –replicó el señor Urquhart, clavándole una severa mirada–. Si voy demasiado deprisa, dígamelo. Al final evitaría problemas, ¿no le parece?
La señorita Murchison recordó la serie de normas que, medio en broma medio en serio, había preparado lord Peter Wimsey para que sirvieran de orientación a la «residencia felina», en concreto la séptima, que rezaba: «Desconfíen siempre del hombre que las mira directamente a los ojos. Quiere evitar que vean algo. Búsquenlo».
Apartó los ojos del rostro de su jefe.
–Lo siento mucho, señor Urquhart. No volverá a ocurrir –murmuró.
Había una extraña línea oscura en el borde del panel justo encima de la cabeza del abogado, como si no ajustara bien en el marco. Nunca se había fijado.
–A ver, ¿cuál es el problema?
La señorita Murchison preguntó, recibió respuesta y se retiró. Antes de salir lanzó una ojeada a la mesa. El testamento no estaba allí.
Terminó las cartas, y cuando las llevó para que las firmara el señor Urquhart, aprovechó la ocasión para mirar el panel otra vez. No vio ninguna línea oscura.
Salió del despacho puntualmente, a las cuatro y media. Tenía el presentimiento de que sería una imprudencia quedarse más tiempo allí. Fue a buen paso por Hand Court, giró a la derecha por Holborn, volvió a tirar a la derecha por Featherstone Buildings, dio un rodeo por Red Lion Street y desembocó en Red Lion Square. De pronto, y desde una distancia prudencial, vio salir al señor Pond, delgado, acartonado y encorvado, que a continuación bajó por Bedford Row hacia la estación de Chancery Lane. El señor Urquhart apareció poco después. Se quedó un momento en el umbral, mirando a derecha e izquierda, y cruzó la calle, hacia donde estaba ella. Por un momento creyó que la había visto, y se escabulló precipitadamente tras una furgoneta estacionada junto al bordillo. Así oculta, retrocedió hasta la esquina de la calle, donde había una carnicería, y recorrió con la mirada un escaparate lleno de cordero de Nueva Zelanda y carne de vaca refrigerada. El señor Urquhart se aproximaba. Sus pisadas sonaban más fuertes; de repente se detuvo. La señorita Murchison clavó los ojos en un redondo de ternera con el precio de cuatro libras, tres chelines y cuatro peniques. Oyó una voz:
–Buenas tardes, señorita Murchison. ¿Qué, eligiendo la chuleta para la cena?
–Ah, buenas tardes, señor Urquhart. Sí… Estaba pensando que ojalá la providencia considerase la posibilidad de proporcionar carne para asar a las personas solteras.
–Sí… Se cansa uno de tanta carne de vaca.
–Y el cerdo puede resultar indigesto.
–Pues sí. En fin, debería usted dejar de ser soltera, señorita Murchison.
La señorita Murchison emitió una risita boba.
–Pero señor Urquhart, así, tan de repente…
La extraña piel pecosa del señor Urquhart se sonrojó.
–Buenas tardes –replicó bruscamente y con extraordinaria frialdad.
La señorita Murchison se rió para sus adentros mientras el señor Urquhart se alejaba a grandes zancadas.
«Creo que le he dado una lección. Es un grave error tomarse libertades con los subordinados. Luego se aprovechan de ti».
Lo observó hasta que se perdió de vista al otro extremo de la plaza, volvió por Princeton Street, cruzó Bedford Row y entró de nuevo en el edificio de oficinas. La asistenta bajaba en ese momento.
–¡Ya ve, señora Hodges! ¡Otra vez aquí! ¿Le importaría abrirme? Se me ha perdido una muestra de seda. Debo de habérmela dejado en mi escritorio, o se me habrá caído al suelo. ¿No la habrá visto, por casualidad?
–No, señorita. Todavía no he hecho su oficina.
–Entonces daré una batida por aquí a ver si la encuentro. Quiero llegar a Bourne antes de las seis y media. Qué lata.
–Sí, señorita, y con el gentío que hay con los autobuses y esas cosas. Vamos, señorita.
Abrió la puerta, y la señorita Murchison entró como una flecha.
–¿La ayudo a buscarlo, señorita?
–No, gracias, señora Hodges. No se moleste, por favor. No creo que ande muy lejos.
La señora Hodges cogió un cubo y fue a llenarlo al grifo que había en el patio trasero. En cuanto sus pesados pasos ascendieron al primer piso, la señorita Murchison se dirigió al despacho de dentro.
«Tengo que ver como sea lo que hay detrás de los paneles», pensó.
Las casas de Bedford Row son hogarthianas
[20]
: altas, simétricas, y conservan el esplendor de tiempos pasados. Los paneles de las paredes del despacho del señor Urquhart, si bien afeados por múltiples capas de pintura, tenían una factura magnífica, y por encima de la repisa de la chimenea discurría un festón de flores y frutas, bastante recargado para la época, con una cesta y una cinta en el centro. Si el panel se movía con un resorte oculto, probablemente la clave se encontraría entre aquellos adornos. La señorita Murchison arrimó una silla a la chimenea, pasó los dedos con rapidez por el festón, apretando con ambas manos, pendiente de si irrumpía alguien.
Esta clase de investigación es fácil para los expertos, pero lo único que sabía la señorita Murchison de escondrijos secretos se lo debía a la literatura sensacionalista, y no era capaz de encontrar el truco. Tras casi un cuarto de hora, empezó a desesperar.
Paf, paf, paf… La señora Hodges bajaba.
La señorita Murchison se apartó con tal precipitación de los paneles que la silla se escurrió y tuvo que apoyarse con fuerza en la pared para no caerse. Bajó de un salto, devolvió la silla a su sitio, alzó la mirada… y vio el panel abierto de par en par.
Al principio pensó que se trataba de un milagro, pero enseguida comprendió que al escurrirse había dado un golpe de lado al marco del panel. Se había deslizado un trocito cuadrado de la carpintería y había dejado al descubierto un panel interior con una cerradura en el medio.
Oyó a la señora Hodges en la otra habitación, pero estaba tan entusiasmada que no se preocupó por lo que pudiera pensar la asistenta. Apoyó una pesada silla contra la puerta, para que nadie pudiera entrar sin dificultad y sin que lo oyera. Al momento siguiente tenía las ganzúas de Bill el Aciegas en la mano… ¡Qué suerte no haberlas devuelto! Y también era una suerte que el señor Urquhart hubiera confiado en que su botín estaba a salvo tras el panel y no le hubiera merecido la pena ponerle una cerradura de seguridad.
Tras unos momentos de rápida manipulación con las ganzúas, la cerradura cedió. Abrió la puertecita.
Dentro había un montón de papeles. La señorita Murchison los hojeó, rápidamente al principio, y después los revisó con expresión de perplejidad. Recibos de valores… acciones… Megatherium Trust… Esas inversiones le sonaban… ¿Dónde lo había…?
La señorita Murchison se sentó, mareada, con el montón de papeles en las manos. De repente comprendió lo que había pasado con el dinero de la señora Wrayburn, que había estado administrando el señor Urquhart gracias al fideicomiso, y por qué era tan importante el asunto del testamento. La cabeza le daba vueltas. Cogió una hoja de papel de la mesa y se puso a anotar apresuradamente en taquigrafía los detalles de las diversas transacciones de las que eran prueba aquellos documentos.
Alguien dio un golpe en la puerta.
–¿Está ahí, señorita?
–Un momentito, señora Hodges. Creo que se me ha caído aquí, en el suelo.
Pegó un fuerte empujón a la silla, cerrando bien la puerta. Tenía que darse prisa. De todos modos, había reunido lo suficiente para convencer a lord Peter de que había que husmear en los negocios del señor Urquhart. Volvió a meter los papeles en el armario, exactamente en el mismo orden en el que los había encontrado. Se dio cuenta de que también estaba allí el testamento, de canto. Se asomó. Había algo más, escondido al fondo. Metió una mano y sacó el misterioso objeto. Era un sobre blanco, con la etiqueta de una farmacia extranjera. Habían abierto la solapa y la habían vuelto a pegar. Lo rompió y vio que contenía unos cincuenta gramos de un polvo blanco muy fino.
Aparte de un tesoro escondido y unos documentos misteriosos, nada puede fascinar tanto como un sobre lleno de un enigmático polvo blanco. La señorita Murchison cogió otra hoja de papel, echó un poquito de polvo, volvió a colocarlo al fondo de la caja y cerró la puerta con la ganzúa. Puso en su sitio el panel, con manos temblorosas, con cuidado de cerrarlo perfectamente para que no apareciera la traicionera línea oscura.
Apartó la silla de la puerta y exclamó alegremente:
–¡Ya lo tengo, señora Hodges!
–Qué bien –dijo la señora Hodges en la puerta.
–¡Figúrese! –añadió la señorita Murchison–. Estaba mirando las muestras cuando llamó el señor Urquhart, y esta debió de pegárseme al vestido y caérseme al suelo aquí dentro.
Levantó triunfalmente un retazo de seda. Lo había arrancado del forro de su bolso aquella tarde, como prueba, si acaso era necesaria, de su dedicación al trabajo, ya que el bolso era de buena calidad.
–Cuánto me alegro de que lo haya encontrado, señorita –dijo la señora Hodges.
–Pues por poco no lo encuentro –dijo la señorita Murchison–. Estaba aquí, medio escondido. Bueno, me voy corriendo, antes de que me cierren la tienda. Buenas noches, señora Hodges.
Pero mucho antes de que los complacientes señores Bourne y Hollingsworth cerraran sus puertas, la señorita Murchison estaba llamando al timbre del segundo de piso del 110A de Piccadilly.
• • •
Apareció en plena reunión. Estaban el honorable Freddy Arbuthnot, con expresión afable; el inspector jefe Parker, con expresión preocupada; lord Peter, con cara somnolienta, y Bunter, que tras haberla presentado se retiró a un rincón y se quedó observando a los allí reunidos con discreción.
–¿Nos trae novedades, señorita Murchison? En tal caso, ha llegado en el momento oportuno para asistir a la asamblea de las águilas. El señor Arbuthnot, el inspector jefe Parker, la señorita Murchison. Bueno, vamos a sentarnos a pasar un buen rato. ¿Ha tomado té? ¿O preferiría un poquito de algo?
La señorita Murchison declinó la invitación.
–¡Vaya! –dijo Wimsey–. La paciente rechaza el alimento. Sus ojos lanzan destellos. Tiene expresión de angustia. Los labios entreabiertos. Los dedos juguetean con el broche del bolso. Todos los síntomas apuntan a un ataque agudo de comunicatividad. Cuéntenoslo todo, señorita Murchison.
La señorita Murchison no necesitaba que la azuzaran. Contó sus aventuras y tuvo el placer de mantener a su público embelesado desde la primera hasta la última palabra. Cuando por fin sacó el trozo de papel con el polvo blanco, los allí presentes expresaron su sentir con un aplauso, al que se unió Bunter con sobriedad.
–¿Convencido, Charles? –preguntó Wimsey.
–Reconozco que estoy impresionado –contestó Parker–. Por supuesto, hay que analizar ese polvo…
–Así se hará, ¡oh, personificación de la cautela! –replicó Wimsey–. Bunter, el potro de tortura y las empulgueras. Bunter ha aprendido a hacer la prueba de Marsh y la realiza admirablemente. Tú sabes cómo funciona el asunto, ¿verdad, Charles?
–Lo suficiente para una prueba.
–Adelante entonces, hijos míos. Mientras tanto, hagamos un resumen de nuestros hallazgos.
Bunter salió de la habitación, y Parker, que había estado tomando notas en un cuaderno, se aclaró la garganta.
–Bueno, me parece que el asunto se presenta en los siguientes términos –dijo–. Tú aseguras que la señorita Vane es inocente, y te comprometes a demostrarlo presentando acusaciones convincentes contra Norman Urquhart. Hasta el momento, las pruebas que has presentado se limitan prácticamente al móvil, reforzadas por pruebas de intención de inducir a error en las investigaciones. Dices que la acusación contra Urquhart ha llegado al punto en el que la policía puede, y debe, hacerse cargo de ella, y estoy dispuesto a darte la razón. Ahora bien, te advierto que aún tienes que presentar pruebas en cuanto a los medios y la ocasión.
–Eso ya lo sé. ¿Y qué más?
–Bueno, solo quiero que lo sepas. Bien. Philip Boyes y Norman Urquhart son los únicos parientes vivos de la señora Wrayburn, o Cremorna Garden, que es rica y tiene mucho dinero que dejar. Hace ya bastantes años, la señora Wrayburn dejó sus asuntos en manos del padre de Urquhart, el único miembro de la familia con el que seguía relacionándose. A la muerte de su padre, Norman Urquhart se hizo cargo de esos asuntos, y en 1920, la señora Wrayburn cumplimentó las formalidades de una escritura de fideicomiso, por la cual le concedía a él autoridad única para gestionar sus bienes. También hizo testamento, en el que dividía desigualmente sus bienes entre sus dos sobrinos nietos. Philip Boyes heredaba todos los inmuebles y cincuenta mil libras, mientras que Norman Urquhart se llevaba el resto y era el único albacea. Cuando fue interrogado sobre el testamento en cuestión, respondió con falsedades, asegurando que la mayor parte del dinero la heredaría él, e incluso llegó al extremo de mostrar un documento afirmando que era un borrador de dicho testamento. Supuestamente, la fecha del borrador es posterior a la del testamento que ha descubierto la señorita Climpson, pero no cabe duda de que Urquhart cambió la fecha, seguro que en los últimos tres años y probablemente en los últimos días. Además, el hecho de que no destruyera el verdadero testamento, si bien estaba en un lugar accesible, da a entender que no fue sustituido por otras disposiciones testamentarias. Por cierto, Wimsey, ¿por qué no destruyó el testamento? Como único heredero superviviente, se habría quedado con todo.
–A lo mejor no se le ocurrió. O a lo mejor había más parientes. Por ejemplo, ese tío suyo de Australia.
–Cierto, pero sea como sea, el caso es que no lo destruyó. En 1925 la señora se quedó paralítica y se puso senil, de modo que no cabe posibilidad alguna de que intentara averiguar nada sobre su patrimonio ni de que hiciera otro testamento.
»Como sabemos por el señor Arbuthnot, por esa época Urquhart se metió de lleno en el mundo de la especulación. Cometió errores, perdió dinero, se metió aún más en el asunto para recuperarse y al final se vio envuelto en la quiebra de Megatherium Trust. Sin duda perdió más de lo que podía permitirse, y nos encontramos con que, según lo que ha descubierto la señorita Murchison (de lo que, por cierto, no me gustaría tener que tomar nota de forma oficial), había abusado sistemáticamente en su condición de fideicomisario y utilizado el dinero de la señora Wrayburn para sus negocios. Depositó las propiedades de esta señora como garantía para grandes préstamos, e invirtió el dinero así recaudado en el Megatherium y otros planes asimismo arriesgados.