–Sí, por Dios –dijo Parker–. Antes que nada: tengo un informe para ti.
–¿Ah, sí? ¿Y por qué no me lo habías dicho?
–Pero si no me has dejado…
–Vale. ¿De qué se trata?
–Hemos encontrado el sobre.
–¿Qué?
–Que hemos encontrado el sobre.
–O sea ¿que lo habéis encontrado de verdad?
–Sí. Uno de los camareros…
–Olvídate de los camareros. ¿Estás seguro de que es el sobre que buscábamos?
–Sí, sí. Lo hemos identificado.
–Bien, pero ¿lo habéis analizado?
–Sí, lo hemos analizado.
–¿Y qué es?
Parker lo miró con expresión de ir a darle una mala noticia y respondió con desgana:
–Bicarbonato.
Comprensiblemente, el señor Crofts dijo: «Ya se lo había dicho yo». Sir Impey espetó: «Es lamentable».
Describir la vida cotidiana de lord Peter Wimsey durante la semana siguiente no sería ni considerado ni edificante. La inactividad forzosa produce síntomas de irritabilidad hasta en el hombre más templado. Tampoco contribuía a aplacarlo la felicidad bobalicona del jefe inspector Parker y lady Mary Wimsey, que iba acompañada por aburridas demostraciones de afecto hacia su persona. Como el hombre del relato de Max Beerbohm, Wimsey «detestaba resultar conmovedor». Lo animó, pero discretamente, saber por el diligente Freddy Arbuthnot que se había descubierto que el señor Norman Urquhart estaba bastante relacionado con los desastres del Megatherium Trust.
Por otra parte, la señorita Kitty Climpson vivía en lo que a ella le gustaba llamar un «torbellino de actividad». La siguiente carta, escrita el segundo día tras su llegada a Windle, nos proporciona profusos detalles.
Hillside View,
Windle, Westmorland
1 de enero de 1930
Estimado lord Peter:
Estoy segura de que estará deseoso de enterarse lo antes posible de cómo van las cosas, y aunque solo llevo aquí un día la verdad es que creo que no me ha ido tan mal, teniendo en cuenta las circunstancias.
El tren llegó bastante tarde el lunes por la noche, tras un viaje deprimente y una lúgubre espera en Preston, aunque gracias a su amable insistencia en que viajara en primera clase en realidad no llegué nada cansada. ¡Nadie sabe qué diferencia tan enorme suponen estas comodidades, sobre todo cuando ya estás entrada en años, y tras los viajes tan incómodos que tuve que soportar en mis días de pobreza, me siento como si viviera en medio de unos lujos pecaminosos! El vagón tenía buena calefacción, incluso demasiada, así que me habría gustado bajar la ventanilla, pero había un hombre de negocios muy grueso, abrigado de pies a cabeza, con chaqueta y chaleco de lana, que se negó en redondo a que entrara aire fresco. Y es que los hombres de hoy en día son como plantas de invernadero, ¿verdad?, al contrario que mi pobre padre, que no permitía que se encendiera la chimenea en la casa antes del primero de noviembre ni después del treinta y uno de marzo, ¡ni siquiera si el termómetro marcaba cero grados!
No tuve ninguna dificultad para encontrar una habitación cómoda en el Station Hotel, a pesar de lo tarde que era. En los viejos tiempos, difícilmente se habría considerado respetable a una mujer soltera que llegara sola a medianoche con una maleta. ¡Es maravilloso que en la actualidad sea distinto! Estoy agradecida por haber vivido tales cambios, porque diga lo que diga la gente chapada a la antigua, que las mujeres de la época de la reina Victoria tenían mayor decoro y mayor modestia, quienes podemos recordar aquella situación sabemos cuán difícil y humillante era.
Por supuesto, mi primer objetivo ayer fue encontrar una casa de huéspedes conveniente, siguiendo sus instrucciones, y tuve la suerte de toparme con ella al segundo intento. Está muy bien atendida y es muy distinguida, con tres señoras mayores que se alojan permanentemente allí y que están al corriente de todos los cotilleos del pueblo, de modo que nada más propicio para nuestro propósito.
En cuanto alquilé la habitación, emprendí una pequeña expedición de exploración. Encontré a un policía muy servicial en High Street, y le pregunté cómo podía ir a casa de la señora Wrayburn. Lo sabía perfectamente, y me dijo que tomara el ómnibus, un trayecto que me costaría un penique hasta el Fisherman’s Arms, y que desde allí serían unos cinco minutos a pie. De modo que, siguiendo sus instrucciones, el autobús me llevó hasta el campo, a una encrucijada con el Fisherman’s Arms en una esquina. El cobrador fue sumamente amable y servicial y me explicó por dónde debía ir, de modo que no tuve dificultad alguna para encontrar la casa.
Es una casa antigua muy bonita, con jardines propios, bastante grande y construida en el siglo XVIII, con galería italiana y un césped muy verde, precioso, con un cedro y arriates, y en verano debe de ser el auténtico jardín del Edén. La contemplé desde la carretera un buen rato, pensando que a nadie le parecería extraño, porque a cualquiera puede interesarle una casa antigua tan hermosa. Estaban echadas la mayoría de las persianas, como si la mayor parte de la casa estuviera deshabitada, y no vi ni jardineros ni a nadie por allí, pero supongo que en esta época del año no hay gran cosa que hacer en los jardines. Eso sí, salía humo de una chimenea, así que había ciertas señales de vida.
Di un paseíto por la carretera y después di la vuelta y volví a pasar frente a la casa, y en esa ocasión vi a una sirvienta que doblaba la esquina de la casa, pero estaba demasiado lejos para poder hablar con ella. De modo que tomé el ómnibus otra vez y fui a almorzar a Hillside View, para conocer a las demás huéspedes.
Como es natural, no quería parecer demasiado impaciente, de modo que al principio no dije nada sobre la casa de la señora Wrayburn y me limité a hablar de cosas generales sobre Windle. Tuve ciertas dificultades a la hora de eludir las preguntas de estas buenas señoras, que no sabían qué pensar de una forastera que había llegado a Windle en esta época del año, pero sin decir demasiadas falsedades creo que les di la impresión de que… ¡había heredado una pequeña fortuna y que había ido a la región de los Lagos con la intención de buscar un sitio donde instalarme el próximo verano! También les dije que estaba haciendo unos bosquejos. Como cuando éramos jóvenes nos enseñaban a juguetear un poco con la acuarela, fui capaz de hacer alarde de unos conocimientos técnicos que llegó a convencerlas.
Eso me dio una oportunidad estupenda para indagar sobre la casa. ¡Qué maravilla, y tan antigua!, dije. ¿Y hay alguien viviendo allí? (Por supuesto, no lo solté todo de golpe. Esperé hasta que me contaron que en la zona había muchísimos sitios pintorescos, de gran interés para una pintora.) La señora Pegler, una anciana corpulenta, con mucho empaque y la lengua muy larga, me lo contó todo sobre la casa. Estimado lord Peter, ¡lo que no sepa yo sobre la vida disoluta de la señora Wrayburn en sus años mozos no lo sabe nadie! Pero lo que viene más al caso es que me dijo cómo se llama la enfermera y acompañante de la señora Wrayburn. Es la señorita Booth, enfermera jubilada, de unos sesenta años de edad, y vive sola en la casa con la señora Wrayburn, aparte de los criados y el ama de llaves. Cuando me enteré de que la señora Wrayburn es tan mayor, que está paralítica y tan delicada, dije que si no resulta demasiado peligroso que la señorita Booth sea la única persona que la atiende, pero la señora Pegler dijo que el ama de llaves es una mujer de absoluta confianza, que lleva muchos años con la señora Wrayburn y muy capaz de cuidar de ella cuando la señorita Booth está fuera. ¡Así que tengo la impresión de que la señorita Booth sale de vez en cuando! Al parecer, nadie la conoce personalmente en esta casa, pero según dicen se la ve con frecuencia en el pueblo con uniforme de enfermera. He conseguido que me hicieran una descripción bastante buena de esa mujer, de modo que si me topo con ella supongo que sería lo suficientemente lista para reconocerla.
La verdad es que es lo único que he podido averiguar en un día. Espero no decepcionarlo demasiado, pero es que me he visto obligada a enterarme de un montón de detalles de la historia local, que si esto y que si lo otro, y además no podía forzar la conversación para que girase en torno a la señora Wrayburn sin despertar sospechas.
En cuanto obtenga la mínima información, se lo comunicaré.
Atentamente,
KATHERINE ALEXANDRA CLIMPSON
La señorita Climpson acabó de escribir la carta en la privacidad de su habitación y la puso a buen recaudo en su amplio bolso antes de bajar. Por su larga experiencia en casas de huéspedes, algo le decía que dejar a la vista un sobre dirigido a un miembro de la nobleza, aunque fuera de segunda categoría, la expondría a una curiosidad de todo punto innecesaria. Desde luego, contribuiría a confirmar su situación social, pero en aquellos momentos lo que menos deseaba la señorita Climpson era estar en primer plano. Salió silenciosamente por la puerta del vestíbulo y se encaminó al centro del pueblo.
El día anterior se había fijado en el salón de té más destacado, otros dos nuevos y competitivos, otro ligeramente
passé
y decadente, un Lyons y cuatro salones recónditos y de aspecto mediocre que ofrecían refrigerios y eran al mismo tiempo pastelerías. Eran las diez y media. Con un poco de esfuerzo, en el transcurso de la hora y media siguientes pasaría revista a los habitantes de Windle que podían permitirse el capricho de un café matutino.
Echó la carta al correo y trató de decidir por dónde empezar. Lo cierto es que se inclinaba por dejar el establecimiento de Lyons para otro día. Era un Lyons normal y corriente, sin música ni heladería. Pensó que la clientela consistiría sobre todo en amas de casa y oficinistas. De los otros cuatro, quizá el Central fuera el más prometedor. Era bastante amplio y alegre, estaba bien iluminado, y por las puertas escapaban los sones de música. A las enfermeras suelen gustarles la amplitud, la iluminación y la música, pero el Central tenía un inconveniente: cualquiera que llegara desde la zona de la casa de la señora Wrayburn tendría que pasar por delante de todos los demás locales para llegar allí, con lo cual quedaba invalidado como puesto de observación. Desde ese punto de vista, lo más ventajoso era Ye Cosye Corner, desde donde se dominaba la parada del autobús. En consecuencia, la señorita Climpson decidió iniciar la campaña desde allí. Eligió una mesa junto a la ventana, pidió café y galletas integrales y empezó a velar armas.
Al cabo de media hora, tiempo durante el que no apareció ninguna mujer vestida de enfermera, pidió otro café y unas pastas. Entraron varias personas, la mayoría mujeres, pero bajo ningún concepto podía relacionarse a ninguna de ellas con la señorita Booth. A las once y media la señorita Climpson pensó que quedarse más tiempo llamaría la atención y podría molestar a la dirección. Pagó la cuenta y se marchó.
En el Central había bastante más gente que en Ye Cosye Corner, y en ciertos aspectos suponía una mejora, al tener cómodas sillas de mimbre en lugar de bancos de roble patinado y camareras dinámicas en lugar de lánguidas damas vestidas de lino. La señorita Climpson pidió otra taza de café y un panecillo con mantequilla. No había ninguna mesa libre junto a la ventana, pero encontró una cerca del escenario desde la que se dominaba toda la habitación. El corazón le dio un vuelco al ver un velo azul oscuro revoloteando en la puerta, pero la portadora del velo era una joven lozana con dos chicos y un cochecito de niño, y su esperanza volvió a desvanecerse. Antes de las doce, la señorita Climpson llegó a la conclusión de que había fallado con el Central.
La última incursión fue en el Oriental, un local extraordinariamente desventajoso para el espionaje. Consistía en tres habitaciones muy pequeñas, de forma irregular, débilmente iluminadas con bombillas de cuarenta vatios protegidas por pantallas japonesas y además recubiertas de cortinas de cuentas y colgaduras. Curiosa, la señorita Climpson se coló hasta en el último recoveco, interrumpiendo a varias parejas en pleno cortejo, antes de volver a una mesa cerca de la puerta y sentarse a tomar la cuarta taza de café. Dieron las doce y media, pero ni rastro de la señorita Booth. «Ya no va a venir –pensó la señorita Climpson–. Tendrá que volver a darle la comida a su paciente».
Regresó a Hillside View con escaso apetito para el asado.
Volvió a salir a las tres y media y se entregó a una bacanal de té. En esta ocasión incluyó en el recorrido el Lyons y el cuarto salón de té, empezando por el extremo de la ciudad y acabando cerca de la parada de autobús. Mientras se debatía con la quinta comida del día, junto a la ventana del Ye Cosye Corner, le llamó la atención una figura que caminaba apresuradamente por la acera. Había caído la tarde invernal y las luces de la calle no eran muy fuertes, pero distinguió con claridad a una enfermera más bien corpulenta, de mediana edad, con velo negro y capa gris, que pasaba por la acera del establecimiento. Estirando el cuello, la vio iniciar una rápida carrera, subir con dificultad al autobús en la esquina y desaparecer en dirección al Fisherman’s Arms.
«¡Qué contratiempo! –pensó la señorita Climpson mientras perdía de vista el vehículo–. Debo de haberme despistado en algún sitio para no verla. O a lo mejor estaba tomando el té en una casa particular. En fin, me temo que ha sido un día perdido. ¡Y encima me siento llena de té!».
Era una suerte que la Providencia hubiera concedido a la señorita Climpson una buena digestión, porque la mañana siguiente fue una repetición de sus actividades. Naturalmente, cabía la posibilidad de que la señorita Booth solo saliera dos o tres veces a la semana, o que saliera solo por las tardes, pero la señorita Climpson no quería correr riesgos. Al menos tenía la certeza de que la parada del autobús era donde debía vigilar. En esta ocasión se apostó en el Ye Cosye Corner a las once y esperó hasta las doce. No ocurrió nada y volvió a casa.
A las tres de la tarde estaba otra vez allí. La camarera ya la conocía y demostró cierto interés, entre divertida y tolerante, por sus idas y venidas. La señorita Climpson le explicó que le encantaba ver pasar a la gente y tuvo unas palabras de elogio para el café y el servicio. Le gustaba una pintoresca posada que había enfrente, y estaba pensando en dibujarla.
–Ah, sí, vienen aquí muchos pintores por eso –dijo la muchacha.
Eso le dio a la señorita Climpson una brillante idea, y a la mañana siguiente fue provista de lápiz y cuaderno de dibujo.