–Es usted muy amable –dijo la señorita Murchison, no muy convencida.
–Las manitas de cerdo llevan su tiempo, y como el asunto que tenemos entre manos también nos llevará un rato, aceptamos la invitación con mucho gusto… si está segura de que no es molestia –dijo Wimsey.
–Molestia ninguna –replicó la señora Rumm, con calor–. Son ocho manitas preciosas, y con su poquito de queso tendremos más que de sobra. Vamos, Esmeralda, que papá tiene cosas que hacer.
–El señor Peter va a cantar –dijo la niña, clavando unos ojos llenos de reproche en Wimsey.
–Venga, no molestes a su señoría –la reprendió la señora Rumm–. ¡Válgame Dios, qué vergüenza me haces pasar!
–Cantaré después de cenar, Esmeralda. Y ahora sé buena y márchate, o te hago burla. Te he traído una nueva alumna, Bill.
–Siempre a su servicio, señor, sabiendo que es obra del Señor. Bendito sea.
–Gracias –repuso Wimsey con modestia–. Es un asunto sencillo, Bill, pero como la señorita no tiene experiencia en cerraduras y demás, la he traído para que le enseñes. Es que, señorita Murchison, antes de que Bill viera la luz…
–¡Alabado sea Dios!
–Era el ladrón y desvalijador de cajas fuertes más hábil de los tres reinos. No le importa que se lo diga, porque ha tomado su medicina, ha acabado con todo eso y ahora es un excelente cerrajero, normal y honrado.
–¡Gracias sean dadas a Aquel que concedió la victoria!
–Pero de vez en cuando, si necesito un poco de ayuda para una causa justa, Bill pone a mi disposición su larga experiencia.
–Ah, no sabe usted, señorita, qué alegría devolver el talento del que tan perversamente abusé cuando es al servicio del Señor. Bendito sea el santo nombre de quien sacó bien del mal.
–Así sea –dijo Wimsey, asintiendo con la cabeza–. Verás, Bill, le tengo echado el ojo a la caja fuerte de un abogado, que podría contener o no algo que me ayude a sacar de apuros a una persona inocente. Esta señorita tiene acceso a la caja, si puedes enseñarle cómo entrar.
–¿Cómo que «si»? –gruñó Bill con soberano desprecio–. ¡Claro que puedo! ¡Una caja fuerte! ¡Si eso no es nada! Eso no es campo para la habilidad de un hombre. Robar la hucha de los críos, eso es lo que es con esas cerraduras de latón. No hay ni una caja fuerte en toda esta ciudad que no pueda abrir yo a ciegas, con una venda en los ojos, guantes de boxeo y un macarrón cocido.
–Ya lo sé, Bill, pero no eres tú quien lo tiene que hacer. ¿Puedes enseñar a la señorita cómo funciona?
–Pues claro. ¿Qué clase de cerradura es, señorita?
–No lo sé –contestó la señorita Murchison–. Creo que normal. O sea, que tiene una llave normal y corriente, que no es de bombillo ni nada por estilo. El señor… esto, el abogado tiene un juego de llaves, y el señor Pond otro… Son sencillas, con cañón y guarda.
–¡Bah! Entonces en media hora le enseñaré todo lo que tiene que saber, señorita –dijo Bill. Se acercó a un armario y sacó media docena de cerraduras y un montón de curiosos ganchos de alambre colgados de una anilla, como llaves.
–¿Son ganzúas? –peguntó la señorita Murchison con curiosidad.
–Eso es lo que son, señorita. ¡Instrumentos de Satanás! –Movió la cabeza mientras acariciaba con cariño el brillante acero–. ¡Cuántas veces habrán abierto llaves como estas la puerta trasera del infierno a los pobres pecadores!
–Esta vez sacarán a una pobre inocente de la cárcel para que vea el sol… eso si hay, con este clima tan espantoso.
–¡Alabado sea Dios por su infinita misericordia! Bueno, señorita, lo primero es entender cómo está hecha una cerradura. Mire usted.
Cogió una de las cerraduras y le mostró cómo se retiraba el cierre levantando el resorte.
–Verá, señorita, no hacen falta palabras raras. Cañón, guarda, y ya está. A ver, inténtelo.
La señorita Murchison así lo hizo y forzó varias cerraduras con una facilidad que la dejó sorprendida.
–Bueno, señorita, la dificultad es que cuando el pestillo está en su sitio, no se puede uno fiar de los ojos, pero tiene el oído y el tacto en los dedos que le ha dado la Providencia (¡alabada sea!) a tal propósito. Así que lo que tiene que hacer es cerrar los ojos y como si dijéramos ver con los dedos, hasta que tenga el resorte lo suficientemente atrás para que pase el pestillo.
–Es que soy muy torpe –dijo la señorita Murchison tras la quinta o sexta tentativa.
–Tranquila, señorita. Tómeselo con calma y ya verá cómo de repente se le arregla, como si dijéramos. Usted note cuándo se pone blando y deje las manos sueltas, como independientes. Señor, ya que está usted aquí, ¿le gustaría echarle un vistazo a una combinación que tengo? Es una joya. Me la ha dado Sam, ya sabe quién le digo. Cuántas veces habré intentado demostrarle que va por mal camino. «No, mira, Bill», me dice. «Es que la religión no es para mí», me dice esa pobre oveja descarriada, «pero no voy a pelearme contigo, Bill, y me gustaría dejarte esto de recuerdo».
–Ay, Bill, Bill –replicó Wimsey, blandiendo un dedo con gesto de reproche–. Mucho me temo que no te has hecho con esto honradamente.
–Bueno, señor, si yo supiera quién es el propietario se lo devolvería de buena gana. Es bastante buena. Sam hizo el truco con las bisagras y la puerta salió enterita, con la cerradura y todo. Es pequeña, pero una auténtica maravilla. Yo no conocía este modelo, pero lo he dominado en un par de horas –dijo Bill con orgullo impenitente.
–Tendría que ser una buena pieza para que no pudieras tú con ella, Bill.
Wimsey se puso frente a la cerradura y empezó a manipular el tirador con una delicadeza milimétrica de los dedos y el oído pendiente de la caída de la clavija.
–¡Señor! –exclamó Bill, en esta ocasión sin invocación religiosa–. ¡Pero qué buen chorizo habría sido usted si se hubiera puesto a ello… que no lo permita el Señor en su infinita misericordia!
–Tendría que trabajar demasiado en esa vida, Bill –replicó Wimsey–. ¡Maldita sea! Se me ha escapado.
Dio vuelta al tirador y empezó a intentarlo otra vez.
Cuando llegó el momento de las manitas de cerdo, la señorita Murchison había logrado una notable habilidad con las cerraduras sencillas y su respeto por la profesión de los ladrones se había acrecentado considerablemente.
–Usted no se precipite, señorita –fue el último mandamiento de Bill–, vaya a ser que deje arañazos en la cerradura y así no le luce nada. Es una joyita, esa cerradura, ¿eh, lord Peter, señor?
–Superior a mis fuerzas –repuso Wimsey, riéndose.
–Práctica, es lo único que tiene –dijo Bill–. Si hubiera usted empezado a su debido tiempo, menudo sería ahora. –Suspiró–. Si es que últimamente no hay gente buena en esto… ¡bendito sea el Señor!, gente que pueda hacer un trabajo de verdad artístico. A mí es que me llega a lo más hondo cuando veo una cosa así de elegante hecha añicos con gelignita. ¿Qué es eso de la gelignita? Cualquier idiota puede hacerlo y no hay por qué montar tanto barullo. Es una burrada, y ya está.
–Venga, Bill, deja de suspirar por esas cosas –le regañó la señora Rumm–. Venga, a cenar. O sea, si se hace algo tan malo como reventar una caja fuerte, ¿qué más dará que sea artístico o inartístico?
–Mujer tenía que ser, ¿eh?, mejorando lo presente, señorita.
–Pero sabes que es verdad –replicó la señora Rumm.
–Lo que yo sé es que esas manitas parecen muy artísticas, y eso es más que suficiente para mí –intervino Wimsey.
Una vez consumidas las manitas de cerdo y debidamente entonado «Nazaret», para gran admiración de la familia Rumm, la velada acabó agradablemente con la interpretación de un himno, y la señorita Murchison se encontró de repente andando por Whitechapel Road con un manojo de ganzúas en el bolsillo y una serie de conocimientos sorprendentes en la cabeza.
–Tiene usted unas amistades muy graciosas, lord Peter.
–Sí, parece una broma, ¿verdad? Pero Bill el Aciegas es una de las mejores. Me lo encontré una noche en mi casa y sellé con él una especie de alianza. Me daba clases y esas cosas. Al principio le daba un poco de vergüenza, pero después lo convirtió otro amigo mío (es una larga historia), y en resumidas cuentas, se hizo con este negocio de cerrajero y le va muy bien. ¿Se considera suficientemente competente con las cerraduras?
–Creo que sí. ¿Qué tengo que buscar cuando abra la caja?
–Verá, la cuestión es que el señor Urquhart me enseñó algo que según afirmó él era el borrador de un testamento firmado por la señora Wrayburn hace cinco años. Le he anotado los puntos fundamentales en un papel. Aquí tiene. El problema es que ese borrador se mecanografió en una máquina de escribir que, según usted, se compró nueva hace solo tres años.
–¿Quiere decir que eso es lo que estaba escribiendo el señor Urquhart el día que se quedó hasta tarde en el bufete?
–Eso parece. Pero ¿por qué? Si tenía el borrador original, ¿por qué no me lo enseñó? En realidad, no tenía por qué habérmelo enseñado, a menos que fuera para engañarme sobre algo. Además, aunque me dijo que lo tenía en casa, y tenía que saber que estaba allí, fingió buscarlo en la caja de la señora Wrayburn. ¿Por qué?, vuelvo a preguntar. Para hacerme creer que ya existía cuando fui a verlo. La conclusión a la que he llegado es que, si hay testamento, no tiene nada que ver con el que me enseñó.
–Desde luego, esa impresión da.
–Lo que quiero que busque es el auténtico testamento. El original o la copia tienen que estar allí. No se lo lleve, sino intente memorizar los puntos fundamentales, sobre todo el nombre del principal legatario o legatarios y el del legatario del remanente. Recuerde que el legatario del remanente se lleva todo lo que no se ha dejado específicamente a otra persona, o cualquier cosa que quede si un legatario muere antes que la testadora. Lo que quiero saber por encima de todo es si le dejaba algo a Philip Boyes o si se menciona a la familia Boyes en el testamento. De no estar el testamento, quizá podría haber otro documento interesante, como un fideicomiso secreto en el que se dan instrucciones al albacea para que disponga del dinero de una forma determinada. En definitiva, necesito detalles de cualquier documento que pueda parecer de interés. No se entretenga demasiado en tomar notas. Si puede, retenga mentalmente las disposiciones y escríbalas en privado, no en el despacho. Y acuérdese de no dejar las ganzúas por ahí, no vaya a ser que se las encuentre cualquiera.
La señorita Murchison prometió cumplir las instrucciones. En aquel momento pasaba un taxi, Wimsey la acomodó en él y la encaminó hacia su domicilio.
El señor Norman Urquhart miró el reloj de la pared, que marcaba las cuatro y cuarto, y dijo para que lo oyeran al otro lado de la puerta abierta:
–¿Están casi terminadas esas declaraciones juradas, señorita Murchison?
–Estoy con la última página, señor Urquhart.
–Tráigamelas en cuanto acabe. Tienen que estar en el despacho de los Hanson esta noche.
–Sí, señor Urquhart.
La señorita Murchison galopaba ruidosamente sobre las teclas, golpeando la palanca del carro con furia innecesaria, y haciendo que el señor Pond lamentara una vez más la intrusión de las mujeres en el despacho. Concluyó la página, la adornó al pie con una serie de fiorituras a base de puntos y rayas, apretó la tecla para librar el margen, hizo girar el rodillo, retorciendo las hojas despiadadamente con las prisas, tiró el papel carbón a la papelera, zarandeó con energía las copias por los cuatro costados para ordenarlas con simetría y entró dando brincos en el despacho interior.
–No he tenido tiempo de repasarlas –anunció.
–Está bien –replicó el señor Urquhart.
La señorita Murchison se retiró y cerró la puerta al salir. Recogió sus cosas, sacó un espejo y se empolvó sin reparo la nariz, bastante grande, metió un montón de cachivaches en un bolso ya de por sí abultado, puso unos papeles bajo la funda de la máquina de escribir, preparándolos para el día siguiente, quitó de un tirón el sombrero de la percha y se lo encasquetó en la cabeza, remetiendo mechones de cabello con dedos vigorosos e impacientes.
Sonó el timbre del señor Urquhart… dos veces.
–¡Vaya, hombre! –exclamó la señorita Murchison, poniéndose colorada.
Se quitó el sombrero y acudió a la llamada.
–Señorita Murchison –empezó a decir el señor Urquhart, con expresión de suma irritación–, ¿sabe usted que se ha dejado un párrafo entero en la primera página?
A la señorita Murchison se le subieron aún más los colores.
–¿De verdad? Cuánto lo siento.
El señor Urquhart le tendió un documento que por lo voluminoso se parecía a aquella declaración tan larga que, según cuentan, no se podría haber llenado ni con todas las verdades del mundo.
–Es un incordio tremendo –dijo–. Es el más largo y el más importante de los tres, y se necesita urgentemente, para primera hora de la mañana.
–No sé cómo puedo haber cometido un error tan absurdo –farfulló la señorita Murchison–. Me quedaré esta tarde para volver a mecanografiarlo.
–Me temo que tendrá que hacerlo. Por desgracia, yo no podré revisarlo, pero no se puede hacer otra cosa. Por favor, esta vez compruébelo minuciosamente, y encárguese de que esté en el despacho de los Hanson mañana por la mañana, antes de las diez.
–Sí, señor Urquhart. Pondré todo el cuidado del mundo. De verdad, lo siento mucho. Comprobaré que está todo correcto y lo llevaré yo misma.
–Muy bien. Seguro que así se solucionará –replicó el señor Urquhart–. Que no vuelva a ocurrir.
La señorita Murchison recogió los papeles y salió. Parecía nerviosa. Retiró la funda de la máquina de escribir, ruidosa y furiosamente, tiró de los cajones de la mesa hasta que chocaron con los topes, zarandeó las hojas y los papeles de calco como podría zarandear un terrier a una rata y atacó inclemente la máquina.
El señor Pond, que acababa de cerrar su escritorio y se estaba enrollando una bufanda alrededor del cuello, la miró un tanto asombrado.
–¿Tiene más cosas que mecanografiar esta noche, señorita Murchison?
–Tengo que repetir entero este mamotreto –contestó la señorita Murchison–. Me he dejado un párrafo en la primera página… tenía que ser la primera, cómo no, y quiere que esta paparrucha esté en el despacho de los Hanson antes de las diez de la mañana.
El señor Pond emitió un leve gruñido y movió la cabeza.
–Con esas máquinas se descuidan ustedes mucho –la reprendió–. En los viejos tiempos, los oficinistas se lo pensaban dos veces antes de cometer errores tontos, porque eso significaba volver a copiar el documento entero a mano.