Veneno Mortal (2 page)

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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

Descubrí que Dorothy L. Sayers tenía mucho que enseñarme, como lectora y como futura novelista que yo era. Mientras que muchos novelistas de la época dorada del género policíaco reducen la trama al crimen de rigor, los sospechosos, las pistas y las falsas pistas, Sayers no presenta un panorama tan limitado en sus obras. Considera el delito y la investigación consiguiente un simple marco para contar una historia mucho más amplia, el esqueleto, por así decirlo, sobre el que colocar los músculos, órganos, vasos sanguíneos y características físicas de un relato mucho más extenso. Escribía lo que yo denomino novela-tapiz, un libro en el que el escenario se hace realidad (desde Oxford hasta la dramática costa de Devon, pasando por la lóbrega llanura de los pantanos), en el que a través del argumento principal y los secundarios los personajes desempeñan funciones que sobrepasan las de los simples actores en el escenario de la investigación criminal, en el que se desarrollan diversos temas, en el que se utilizan símbolos literarios y de la vida, en el que abundan las alusiones a otra clase de literatura. En resumen, Sayers «no toma prisioneros», como yo lo llamo, en su enfoque de la novela policíaca. No escribía para adaptarse a sus lectores, sino que daba por sentado que sus lectores estarían a la altura de lo que esperaba de ellos.

Encontré en sus obras una riqueza que no había visto en otras novelas policíacas. Me sumergí en la minuciosa aplicación del detalle que caracteriza sus argumentos y me enseñó todo lo que hay que saber sobre las campanas en
Los nueve sastres
, sobre las insólitas aplicaciones del arsénico en
Veneno Mortal
(
Strong Poison
) y sobre la belleza arquitectónica de Oxford en
Los secretos de Oxford
(
Gaudy Night
). Escribió sobre todos los temas, desde criptología hasta enología, haciendo inolvidable el enloquecido período de entreguerras que señalaba la muerte de un manifiesto sistema de clases y anunciaba el comienzo de una época insidiosa.

Sin embargo, lo que sigue destacando en la obra de Sayers es su deseo de investigar la condición humana. Las pasiones de unos personajes creados hace ochenta años siguen siendo tan reales como entonces. Las motivaciones de la conducta de las personas no son ahora más complejas que en 1923, cuando lord Peter Wimsey se presentó en público por primera vez. Los tiempos han cambiado, y la Inglaterra de Sayers resulta irreconocible en muchos sentidos para el lector actual, pero uno de los auténticos placeres de leer una novela de Sayers hoy en día es ver que los tiempos en los que vivimos modifican nuestra percepción del mundo que nos rodea pero no contribuyen en absoluto a cambiar lo más íntimo del ser humano.

Cuando empecé a escribir novelas policíacas, decía que me conformaría con que alguna vez se mencionara mi nombre de un modo elogioso junto al de Dorothy L. Sayers. Hoy me alegro de poder decir que así ocurrió, con la publicación de mi primera novela. Si lograra ofrecer al lector al menos una parte de los detalles y los deleites que ofrece Sayers en sus novelas de Wimsey, me daría por más que satisfecha.

No cabe duda de que la reedición de una novela de Sayers es un verdadero acontecimiento. Los lectores que, una generación tras otra, la incorporan a su vida se embarcan en un viaje inolvidable con un compañero aún más inolvidable. En momentos de extrema desesperación se puede recurrir a Sherlock Holmes en busca de una solución rápida a nuestros sufrimientos, pero como bálsamo que asegura la supervivencia frente a las vicisitudes de la vida, nada mejor que aferrarse a lord Peter Wimsey.

Elizabeth George
Huntington Beach, California
27 de mayo de 2003

1

Había rosas carmesíes en la mesa de la sala del tribunal, parecían salpicaduras de sangre. El juez era muy viejo, tanto que daba la impresión de haber sobrevivido al tiempo, a los cambios y a la muerte. Su cara de cotorra estaba seca, como seca era su voz de cotorra y sus viejas manos, de venas abultadas. La toga escarlata desentonaba terriblemente con el carmesí de las rosas. Llevaba tres días en aquella sala con el aire viciado, pero no mostraba la menor señal de fatiga.

No miró a la acusada mientras recogía cuidadosamente sus notas y se volvía para dirigirse al jurado, pero ella sí lo miró. Sus ojos, como oscuras manchas bajo las pobladas cejas sin perfilar, no reflejaban esperanza, aunque tampoco temor. Aguardaban.

–Señoras y señores del jurado…

Los pacientes ojos del anciano parecían estar sintetizando y estimando la inteligencia del grupo: tres respetables comerciantes, uno alto, muy dado a discutir; otro corpulento, nervioso, de bigote mustio, y un pobrecillo con un resfriado tremendo; el director de una gran empresa, preocupado por no perder su valioso tiempo; el dueño de un bar, con una jovialidad que parecía fuera de lugar; dos hombres más bien jóvenes del sector artesanal; un hombre mayor, educado y de aspecto anodino, que podría haber sido cualquier cosa; un pintor de barba pelirroja que disimulaba un mentón casi inexistente; tres mujeres: una solterona mayor; una señora robusta y de aire resuelto, encargada de una bombonería, y una sufrida madre y esposa cuyos pensamientos parecían volar continuamente hacia el hogar abandonado.

–Señoras y señores del jurado… Han escuchado con gran paciencia y atención las pruebas de esta dolorosa causa, y es ahora mi deber resumir los hechos y argumentos que han presentado ante ustedes el ilustre fiscal general del Estado y los ilustres abogados defensores, y ordenarlos con la mayor claridad posible, con el fin de ayudarles a tomar una decisión.

»Pero, en primer lugar, quizá debería decir unas palabras sobre esa decisión en sí misma. Me consta que todos ustedes saben que uno de los grandes principios del Derecho británico consiste en que toda persona acusada de un delito ha de ser considerada inocente a menos que y hasta que se demuestre lo contrario. El acusado o la acusada no tiene por qué probar su inocencia; según la frase de la jerga moderna, “es asunto de” la corona demostrar la culpabilidad, y, a no ser que ustedes estén convencidos de que la corona lo ha establecido así más allá de toda duda razonable, es su deber pronunciar el veredicto de “inocente”, lo cual no significa necesariamente que la acusada haya demostrado su inocencia. Solo significa que la corona no ha logrado que ustedes hayan llegado a la convicción indudable de su culpabilidad.

Alzando del cuaderno los ojos bañados en violeta, el periodista Salcombe Hardy garabateó un par de palabras en un trozo de papel y se lo pasó a Waffles Newton. «Juez desfavorable». Waffles asintió con la cabeza. Eran viejos sabuesos.

El decrépito juez continuó.

–Quizá quieran que les explique lo que significa exactamente la expresión «duda razonable». Significa lo que en la vida cotidiana se puede considerar una duda sobre cualquier asunto normal y corriente. Se trata de un asesinato, y sería natural que pensaran que, dadas las características del caso, la expresión significara algo más, pero no es así. No significa que tengan que buscar soluciones absurdas para algo que les parece sumamente sencillo. No tiene nada que ver con esas dudas tormentosas que a veces nos asaltan a las cuatro de la mañana cuando no podemos dormir. Significa que las pruebas deben ser como las que aceptarían en un sencillo asunto de compraventa o cualquier otra transacción común y corriente. Y, por supuesto, no deben hacer ningún esfuerzo por creer en la inocencia de la acusada, ni aceptar las pruebas de su culpabilidad sin realizar un examen meticuloso.

»Tras estas breves palabras, destinadas a que no sientan en exceso la carga de la gran responsabilidad que recae sobre ustedes por su deber para con el Estado, empezaré desde el principio e intentaré exponerles con la mayor claridad posible lo que hemos escuchado.

»La corona sostiene que la acusada, Harriet Vane, asesinó a Philip Boyes envenenándolo con arsénico. No voy a dilatarme en las pruebas presentadas por sir James Lubbock y los demás médicos que han prestado declaración sobre la causa de la muerte. La acusación sostiene que murió por envenenamiento con arsénico, y la defensa no lo niega. Por consiguiente, las pruebas demuestran que la muerte fue debida al arsénico, y eso han de aceptarlo como un hecho. El único interrogante que les queda por resolver es si, efectivamente, el arsénico fue administrado por la acusada con la intención de asesinato.

»Como ya saben, el finado, Philip Boyes, era escritor. Contaba treinta y seis años de edad y había publicado seis novelas y numerosos artículos y ensayos. Todas sus obras literarias correspondían a lo que en ocasiones se denomina de tipo “avanzado”. Propugnaban doctrinas que a algunos podrían parecemos inmorales o sediciosas, tales como el ateísmo, la anarquía y lo que se conoce como “amor libre”. Al parecer, su vida privada se rigió, al menos durante cierto tiempo, por tales doctrinas.

»Sea como fuere, en cierto momento de mil novecientos veintisiete entabló relación con Harriet Vane. Se conocieron en uno de esos círculos artísticos y literarios en los que se habla sobre temas “avanzados”, y con el paso del tiempo llegaron a ser muy amigos. La acusada es también novelista de profesión, y tiene gran importancia recordar que escribe libros del género llamado “de misterio” o “policíaco”, que tratan sobre los ingeniosos métodos para cometer asesinatos y otros delitos.

»Han escuchado a la acusada en el estrado, y también han escuchado a las diversas personas que han prestado declaración sobre el carácter de dicha acusada. Se les ha dicho que es una joven de gran talento, educada en los más estrictos principios religiosos, y que, a la edad de veintitrés años, y sin mediar culpa alguna por su parte, tuvo que buscar su camino a solas en el mundo. Desde entonces, y ahora cuenta veintinueve años, ha trabajado diligentemente para mantenerse, y hay que decir en su favor que, gracias a sus propios esfuerzos, se ha independizado de una forma legítima, sin deber nada a nadie y sin aceptar la ayuda de nadie.

»Ella misma ha contado, con toda sencillez, que llegó a comprometerse seriamente con Philip Boyes y que, durante un considerable período de tiempo, se opuso a las tentativas de él para convencerla de que vivieran juntos de forma deshonesta. De hecho, no existe razón alguna por la que no hubiera podido casarse con ella honrosamente, pero, según parece, él se hacía pasar por una persona opuesta al matrimonio formal. Han escuchado el testimonio de Sybil Marriott y Eiluned Price, según el cual la acusada sufrió mucho por la actitud del finado, y también que era un hombre muy apuesto y atractivo, al que ninguna mujer se habría resistido fácilmente.

»Sea como fuere, en marzo de mil novecientos veintiocho, la acusada, rendida ante la incesante insistencia del finado, cedió, y consintió en vivir con él en términos íntimos, fuera de los vínculos matrimoniales.

»Quizá piensen, y con razón, que fue un gran error. Quizá, tras considerar la situación de desprotección de esta joven, sigan pensando que se trata de una persona de carácter moral inestable. No se dejarán engañar por el falso brillo con el que ciertos escritores rodean el “amor libre”, y llegarán a la conclusión de que no fue sino mala conducta, lisa y llanamente. Sir Impey Biggs ha puesto de manera correcta su gran elocuencia al servició de su cliente describiendo la conducta de Harriet Vane en tono lisonjero; la ha presentado como un sacrificio desinteresado y una autoinmolación, y les ha recordado que, en semejante situación, la mujer siempre tiene que pagar un precio mucho más elevado que el hombre. Tengo la certeza de que no prestarán demasiada atención a tales palabras. Saben distinguir perfectamente entre el bien y el mal en estos asuntos, y quizá piensen que si Harriet Vane no hubiera sido corrompida, en cierto modo, por las perniciosas influencias entre las que vivía, habría dado muestras de un heroísmo más auténtico rechazando la compañía de Philip Boyes.

»Pero, por otra parte, han de tener cuidado y no atribuir a este desliz una importancia que no tiene. Una cosa es que un hombre o una mujer lleven una vida inmoral, y otra completamente distinta cometer un asesinato. Quizá piensen que un paso en el camino del mal facilita el siguiente, pero esta consideración no debe pesar demasiado a la hora de su decisión. Están en su derecho de tenerla en cuenta, pero sin que ello les predisponga a nada.

El juez hizo una pausa, y Freddy Arbuthnot dio un codazo en las costillas de lord Peter Wimsey, que parecía profundamente deprimido.

–Francamente, espero que no. Maldita sea, si cualquier tontería desembocara en un asesinato, colgarían a la mitad por cargarse a la otra mitad.

–¿Y en qué mitad estarías tú? –preguntó su señoría, clavándole unos segundos sus fríos ojos y volviendo después la mirada hacia el banquillo de los acusados.

–Yo sería la víctima –replicó el honorable Freddy–. Prefiero ser el cadáver de la biblioteca.

–Philip Boyes y la acusada vivieron de esta guisa durante casi un año –continuó el juez–. Varios amigos han declarado que parecían mantener una relación sumamente afectuosa. Según dijo la señorita Price, aunque evidentemente Harriet Vane sufría por su lamentable situación, al tener que romper con los amigos de su familia y no tratar con personas a quienes su irregular situación social podría resultar embarazosa, era fiel a su amante y se manifestaba abiertamente orgullosa y feliz de ser la compañera de Philip Boyes.

»No obstante, en febrero de mil novecientos veintinueve tuvieron una pelea y la pareja se separó. Nadie ha negado que hubiera una pelea. El señor y la señora Dyer, que viven en el piso de arriba del de Philip Boyes, dicen que oyeron una discusión a gritos, que el hombre soltaba exabruptos y la mujer lloraba, y que al día siguiente Harriet Vane recogió sus cosas y se marchó de la casa. Lo extraño en este caso, un detalle que deben examinar con minuciosidad, es la supuesta razón de la pelea. A este respecto, solo contamos con el testimonio de la propia acusada. Según la señorita Marriott, a quien Harriet Vane pidió asilo tras la separación, la acusada se negó reiteradamente a dar información sobre el tema, limitándose a decir que Boyes la había defraudado, que se sentía muy dolida y no quería volver a saber nada de él.

»De esto podría deducirse que Boyes había dado a la acusada motivo de queja, por infidelidad, crueldad o sencillamente por su persistente negativa a regularizar su situación ante los ojos del mundo, pero la acusada lo niega rotundamente. Según su declaración, y en este punto su testimonio está confirmado por una carta de Philip Boyes dirigida a su propio padre, Boyes le propuso matrimonio al final, y esa fue la causa de la pelea. Quizá les parezca una declaración realmente extraordinaria, pero es el testimonio bajo juramento de la acusada.

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