Hernández enfermó, como la mayoría de sus soldados, lo que les facilitó a los chinos poder cargar contra ellos. Ninguno de los supervivientes del ejército estadounidense había estado tan cerca de la explosión como su unidad, pero al menos un tercio de ellos quedaron expuestos a la radiación, la cual demostró su destructiva efectividad. El grupo era incapaz de montar las contraofensivas que requerían para, al menos, tomar posiciones de defensa, y los generales chinos lo sabían. Los asiáticos siguieron arrasando los emplazamientos americanos, dejando vulnerables sus rutas de suministro, pero asumiendo el riesgo a cambio de más territorios.
El ejército central de Colorado estaba rodeado. Pronto, el enemigo reforzó sus unidades de avance en la interestatal 70 y atacó el Valle de Aspen desde tres flancos distintos. Había otras poblaciones estadounidenses del estado, pero aparte de Grand Lake, ninguna de ellas tenía una fuerza militar significativa.
Aquélla era la jugada maestra, o eso parecía que pensaban los chinos. Los víveres, las herramientas y el combustible que necesitaban se hallaban allí mismo. Cada ciudad que absorbían era una ayuda, y al expandirse se lo ponían más difícil a las fuerzas aéreas americanas. Los grandes objetivos eran más difíciles de atacar y llevaba más tiempo cubrirlos, pero Ruth se preguntó si los chinos estarían presionando tanto la zona porque, como ella, también buscaban algún rastro de la nanotecnología desarrollada en Leadville.
Ya deberían haberlo encontrado en los cadáveres de los estadounidenses, y también era probable que hubiesen hecho prisioneros. Es más, no era imposible que los Estados Unidos hubieran transmitido los nanos a los chinos a través de sus balas y misiles. Cada vez que un soldado cargaba su arma, cada vez que una tropa de tierra rearmaba un jet, su piel, sudor y aliento quedaban impregnados en los proyectiles.
Ruth no tenía forma de saber si los investigadores chinos la habían superado en sus pesquisas o si el enemigo había desarrollado ya nuevas armas nanotecnológicas.
—Ya deben de conocer el Copo de Nieve —le dijo a Hernández. Ruth necesitaba advertirle que fuera cuidadoso con sus aviones si parecía que iban a perder la lucha por mantener alejado al enemigo de la interestatal 70.
Si los chinos flanqueaban el grupo de Aspen, si Grand Lake pensaba que aquél era el mejor sitio para acorralar a los chinos creando un cuello de botella antes de que partieran hacia la nueva capital, no hacía falta decir qué era lo que harían. El Copo de Nieve era la solución fácil. No había forma de defenderse de él, y tras su acción inicial, desaparecía.
—Los equipos armamentísticos estaban intentando... —dijo Ruth, pero se paró al darse cuenta de que se estaba excluyendo de lo que había hecho hablando en pasado.
—Había oído algo de eso —dijo Hernández—. No creo que Leadville permitiera jamás que la nanotecnología quedase fuera de su control.
El general estaba intentando ayudar. Pensó que el Copo de Nieve había desaparecido para siempre. Por un momento, Ruth no pudo hablar siquiera, inmersa en la autocrítica y la vergüenza. Sus tropas la habían salvado, y ella a cambio...
—Grand Lake es quien lo tiene ahora —dijo—, yo lo construí para ellos.
Sus ojos negros se la quedaron mirando en la penumbra.
—No sabía qué más hacer —dijo Ruth, y Cam murmuró:
—Joder...
Ella no se lo había dicho. ¿Qué podía hacer él? En aquel momento parecía la decisión acertada. Pensaba que estaba proporcionando a su país un nuevo y poderoso elemento di— suasorio, algo que seguía siendo verdad, pero en aquel momento todos los allí presentes corrían grave peligro.
Hernández tenía la mirada perdida detrás de ella, y aunque tenía la mano agarrada al borde del catre, era casi como si se hubiera derretido. Había comprendido la situación, Ruth lo vio en su cara grisácea. Él era un estratega, y a lo largo de la guerra civil había visto enfrentamientos entre su gente una y otra vez.
Grand Lake siempre había abogado por bombardear al enemigo. Todavía había oficiales de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en las bases de misiles de Wyoming y Dakota del norte, pero las Rocosas serían siempre el blanco de cualquier contraataque al oeste del país, y lo que era peor, el enemigo sabría responder a la ofensiva con la misma fuerza.
Pero el Copo de Nieve era diferente. Un arma de tamaño nanoscópico les daría muchísima ventaja. Usarla podría dar lugar a una posible respuesta nuclear, pero los más desesperados se habían convencido de que asustaría al enemigo lo suficiente para que no les atacaran más. Aquellos hombres podían creer que una nueva arma de destrucción masiva sin parangón era justamente lo que necesitaban para ganar la guerra.
Eso le planteaba a Hernández en un grave dilema. Necesitaba mantener cerca las armas y la infantería para repeler a los chinos, pero al mismo tiempo, si se comprometía demasiado, sus tropas no tendrían oportunidad de retirarse antes de que Grand Lake arrasara la zona. Y aun así, necesitaba disponer de todos y cada uno de sus hombres. Si perdía otra batalla, si Grand Lake se asustaba o simplemente perdía la paciencia con la limitada fuerza del Valle de Aspen, los cazas que lo habían ayudado llevarían la muerte a todos los que estaban allí.
El bombardeo no sería indiscriminado. Ruth esperaba que tuvieran cerebro suficiente como para soltar las cápsulas en el borde más alejado del grupo chino, pero los pilotos no tenían experiencia alguna con el Copo de Nieve. Estaban acostumbrados a atacar de forma directa. A pesar de todo, la reacción en cadena sería congénita a la tecnología, llegaría al frente americano.
—Lo mejor que podemos hacer es decirles a los de Grand Lake que he encontrado lo que buscaba —dijo Ruth.
—Pero si ni siquiera ha empezado... —Hernández se reprendió a sí mismo. Era evidente que seguía confuso—. Claro, por supuesto.
«Le cuesta mentir incluso ahora», pensó Ruth, «a pesar de las muchas veces que la gente le ha engañado a él».
Hernández se levantó, parecía aliviado de poder alejarse de ella.
—¿Qué puedo decirles por un canal abierto? —preguntó.
—Dígales que he encontrado lo que estaba buscando. Sólo eso, debería darnos un poco más de tiempo.
—Les llamaré ahora mismo.
—Lo siento muchísimo —dijo Ruth—, de verdad —las palabras parecían inapropiadas. Una vez más, había herido a aquellos que lo estaban arriesgando todo para ayudarla.
Los artilleros chinos estaban machacando la tierra a distancia, unos golpes estremecedores que iban y venían. Hubo tres o cuatro explosiones simultáneas, seguidas por una pausa, y luego diez o más impactos de un tirón. Durante el breve silencio, Cam oyó fusiles estadounidenses que devolvían el ataque. Todavía tenía el oído izquierdo parcialmente sordo, pero los proyectiles emitían un crujido muy característico. «Crack crack». Las explosiones volvieron, arrasando la otra cara de la montaña unos cuantos kilómetros al oeste. Cam deseó haberse ido lejos de Sylvan Mountain. Esperaba constantemente el momento en el que la roca entrara en erupción y los matara a todos. Estaban muy cerca, y el enemigo había empezado una nueva ofensiva con refuerzos llegados de Ari— zona.
La guerra había estado siempre allí. El humo y el polvo envenenaban el cielo, y llegaban hasta ellos con el viento. Cam se quedó mirando la puesta de sol, un brillo sucio y anaranjado que refulgía detrás de los negros picos que conformaban el horizonte. Aunque sabía que había gente muriendo en aquella luz tan espectacular, y su belleza le molestó.
Se giró hacia el otro lado y miró a Ruth, que estaba en el desfiladero. Se había reunido con Foshtomi y Goodrich en una pared de granito partida, que limpiaban media docena de carabinas para mantenerse ocupados. De otra forma, era imposible aguantar la espera. Hernández les había ordenado quedarse allí quietos. Estey quería dirigir a las patrullas por la zona, y Cam pensó que era tan inquieto como ellos. Pero aquél no era su territorio, y Hernández insistió en que hicieran lo menos posible para no llamar la atención del enemigo. Ya le parecía bastante malo haberse largado de Sylvan Mountain en dos camiones y un jeep con Ruth, Cam, Deborah y cinco soldados apoyados por un escuadrón de marines y él mismo.
Hernández intentó llevar a Ruth hacia los búnkeres de mando de Castle Peak, pero ya habían perdido bastante tiempo. Si podía ofrecer una respuesta, la necesitaba ya. Así que esperaron y comieron. Atendieron las heridas de cada uno e intentaron conciliar el sueño.
Habían pasado casi treinta y seis horas desde que se habían escondido en aquel barranco. Cam estaba dolorido por la tensión. Por encima de todo, si había algo que le había enseñado la plaga era a actuar. La urgencia de estar preparado para cualquier amenaza, fuera real o imaginaria, era exactamente por lo que había dejado a Allison. Se sorprendió a sí mismo con aquella afirmación. Había abandonado su sonrisa y su candor a cambio de nada más que dolor, sangre y gloria. Aquélla no era la decisión de un adulto que actuara con lógica. Y al mismo tiempo, no estaba seguro de qué tipo de hombre habría dejado sola a Ruth.
—Eh, tranquilízate —le dijo Foshtomi, golpeando su rodilla contra la de él.
El movimiento hizo que Cam se diera cuenta de que estaba rígido como una piedra, con el cuerpo agazapado como si estuviera a punto de saltar. Le dolía la mandíbula de apretar los dientes. «Tiene razón», pensó. «Te estás haciendo daño a ti mismo».
—A veces, lo único que puedes hacer es esperar —dijo Foshtomi, volviendo a su trabajo.
Estaba inspeccionando los seguros de las M4, aunque, una vez más, Cam la vio desplazar sus ojos castaños hacia él, como esperando a pillarle desobedeciéndola. Sarah Foshtomi era una buena compañera. Cam casi sonrió. Había cosas peores que sentarse allí con aquella mujer tan fuerte. Estaba seguro, pero él no contaba con el beneficio de los años que Foshtomi había pasado en el ejército. Ella sabía cómo hacer su trabajo y sólo su trabajo, aceptando su lugar dentro de un grupo más grande, donde Cam no había descubierto nada más que la auto confianza de un solitario.
Jamás se había sentido tan apartado. Dos de los marines de Hernández le recordaban como un enemigo. Nathan Gilbride estaba entre aquellos a quienes Cam había traicionado en Sacramento, y ni él ni el sargento Watts parecían dispuestos a perdonarle como había hecho su comandante, y lo que era peor, se lo habían explicado a sus compañeros marines, lo que supuso una presión inesperada. Cam no hubiera imaginado jamás que volvería a ver vivos a ninguno de aquellos hombres. Mantuvo la boca cerrada y los ojos abiertos. Incluso Ruth se había separado de él. La doctora tenía la única tienda del campamento, erigida contra uno de los camiones y oculta con redes y tierra, que camuflaban la larga figura del vehículo con la roca. En día y medio, Cam apenas la había visto dos veces, ambas hablando con Deborah, Hernández y Gilbride. Y aun así, pese a que tenía muchas ganas de tocarla, se retiró. Su trabajo era lo primero. Cam estaba celoso de Deborah por ser tan necesaria. La capitana era la ayudante de Ruth, y organizaba las muestras de sangre de Sylvan Mountain. Pero no se libraba de tener que servirle las comidas, ni de vaciar el cubo que le servía como letrina.
Cam tenía que ir con pies de plomo, había cometido un error la última vez que se había encontrado en esa situación. Cuando Ruth desapareció en el laboratorio de Grand Lake, encontró a Allison.
—Bueno, vamos a recoger —dijo Goodrich. Cargó con dos de las M4 al hombro, y Cam y Foshtomi le siguieron, cogiendo sus carabinas. El ocaso estaba dando paso a la noche. En treinta minutos más, ya no se verían.
Mientras se dirigía con Foshtomi hacia el segundo camión, Cam no pudo evitar mirar hacia la tienda de Ruth. Era una estructura endeble donde se alojaba su mejor esperanza. No podrían protegerla de las balas ni de los aviones, y sabía que él era el más inútil de todos, con un entrenamiento deficiente, un oído sordo y una mala relación con los marines.
Se habría retirado si hubiese tenido adonde ir, sólo por poder caminar otra vez. Tan grande era su urgencia. Reconoció el motivo de aquel sentimiento, eran los nervios, la duda y los traumas que tenía, pero se preguntó si conseguiría aplacarlos algún día. Aunque Ruth le diera la oportunidad, o Allison, o quien fuera, Cam se preguntaba si siempre estaría intentando escapar de sí mismo.
—Ahí está —dijo Foshtomi mientras apuntaba Ja linterna al desfiladero. Dos siluetas se proyectaban en el lado de la tienda, eran Deborah y Ruth.
Justo delante de las dos mujeres, un marine agachó la cabeza, iluminado por la luz amarilla. Hernández había ordenado que se mantuviese en la oscuridad absoluta.
—¡Eh! —gritó alguien. La silueta de Ruth dudó, pero la alta figura de Deborah salió de la tienda.
Cam dejó su cantimplora y se acercó a ellos, parpadeando para recuperar la visión nocturna.
—Cam, espera —dijo Goodrich, pero no se detuvo. Si el sargento insistía, podía decir que no le había escuchado por culpa de su oído sordo.
—¿Dónde está el general Hernández? —preguntó Deborah a los soldados que había enfrente de la tienda.
Estaba ayudando a Ruth y hablaba por ella. Ruth se tambaleó, protegiéndose la cadera, y Deborah le puso una mano en la cintura. Cam pasó por delante de los marines para ponerse a su lado. Uno de ellos dijo algo de lo que Cam sólo pudo entender el final: «...justo ahora». Pero el hombre señaló un lugar mientras hablaba, y aquello fue suficiente. Cam estaba más interesado en intentar evaluar la salud de Ruth en la oscuridad.
Ella se dio cuenta de su presencia y sonrió.
—¿Cómo estás? —le preguntó. Entonces se separaron otra vez cuando Deborah condujo a su amiga hacia delante, avanzando entre los marines. Ruth volvió a mirar atrás, agitando sus rizados cabellos bajo la luz de la luna.
«¿Qué habrás encontrado?», se preguntó Cam. Conocía lo suficiente sus estados de ánimo como para reconocer aquel cansancio placentero. Buenas noticias. Había buenas noticias, y eso significaba que ninguna de las pérdidas había sido en vano. El mero pensamiento te hizo sonreír mientras avanzaba hacia el grupo. El viento, frío y vivo, soplaba a través del cañón. Cam advirtió otro tipo de movimiento a su alrededor cuando los demás soldados se levantaron y se unieron a ellos. La mayoría de los veintiséis soldados y marines estaban escondidos en madrigueras fuera del barranco, pero Ruth se llevó consigo a los demás en parejas y tríos.