Cam y Deborah se sentaron a ambos lados de Ruth, los dos aún doloridos por sus heridas. Las dos mujeres compartieron cama, intentando darse calor entre ellas. Deborah durmió en la parte de fuera de la cama intentando protegerse las lesiones de la espalda. Cam se sentó contra la fina capa metálica del camastro con los hombros casi tocando los pies de Ruth, que dormía con la cabeza en las rodillas. Ruth les habría pedido que se cambiaran de sitio si no hubiera tenido miedo de ofender a su amiga, pero Deborah no podía sentarse contra la cama. Sentarla en el suelo habría sido inexcusable, y Ruth ya había sido bastante cruel con Cam en lo que a su relación se refería.
Nunca había pretendido ser una molestia. Sólo quería consolidar su relación aunque no fuera más que con un polvo rápido. ¿Cuándo habían tenido tiempo para algo así? Suponía que los soldados apartarían la mirada si ella y Cam se juntaban en un saco de dormir, pero se habría sentido muy vulnerable y, lo que era peor, alguien había robado la caja de condones de su mochila cuando había estado en la tienda médica de Grand Lake.
Ruth se preguntó qué habrían hecho Cam y Allison. ¿Se habrían limitado a las manitas y al sexo oral o habrían tenido relaciones plenas? Ruth quiso enterarse mejor. Quería que él la quisiera más que a la joven, y pensó en Ari y en los juegos picantes a los que jugaban, masturbándose el uno al otro, lamiéndose y besándose. Los recuerdos la hicieron ser consciente de que tenía a Deborah durmiendo contra su espalda. Acomodó los muslos lo mejor que le permitió el dolor de la cadera, intentando contener ahí el calor.
Pensó que había sido más indecisa con Cam de lo que había sido jamás con ninguna otra persona porque él veía lo peor de ella, pero siempre había algo que la confortaba. Podía ser frívolo, o quizá estuviese equivocada. No se sentía que mereciera consuelo, ni mucho menos placer, cuando eran sus errores los que habían iniciado la guerra y matado a una enorme cantidad de gente en todo el planeta.
Ruth se mordió el labio y miró al hombre que había en la cama contigua, un soldado con cortes en la barbilla y la nariz. También había visto que una enfermera le cambiaba unas vendas en el cuello antes de cambiarle las sábanas. Su piel tenía un tono gris amarillento en la penumbra, pero su respiración era estable y Ruth deseó que se recuperara pronto.
Hernández entró lentamente en la sombra, parándose a murmurar algunas frases con alguien a unas cuantas filas de ella. Se volvió a detener antes de llegar a su catre, echando una mirada a los tres que allí estaban.
—Estoy despierta —dijo Ruth.
Hernández movió la cabeza. Llevaba una cantimplora de plástico y se la ofreció. Ruth notó el calor de la botella antes siquiera de tocarla.
—Es sopa —dijo.
—Muchas gracias, general.
El no reaccionó a lo que ella pretendía que fuera un cumplido. Volvió a mirar a Cam, que estaba dormido, y luego al soldado que había en la cama de al Jado. Parecía tan respetuoso como un hombre en una iglesia. No tenía muy buena impresión de sí mismo, lo último que quería Hernández era molestar a los demás. Ruth conocía muy bien la impactante sensación de conexión que ella había visto en todo lo que hacía.
Estey también había ido a verla una hora antes. Ruth apreció el gesto, sabiendo lo ocupado que estaba el sargento. Los dos nunca habían tenido razón alguna para charlar, y Ruth sabía que aquella actitud era un excelente mecanismo para sobrellevar la situación. Intentó mostrarse simpática con él, quería ser algo más que un trabajo para Estey. Le pidió que les diera ánimos a Hale y a Goodrich de su parte, pero él se limitó a asentir y se marchó a hacer cosas mejores.
Frank Hernández era ahora general de brigada. Se había convertido en el tercero al mando del ejército central de Colorado, en parte porque no quedaba nadie más, pero también porque había cumplido cuando la situación lo había requerido. Hernández había resultado clave en la reorganización de las fuerzas de tierra de la zona, preparadas a tiempo para enfrentarse al enemigo. Muchos de los soldados y oficiales de reserva que tenían un rango superior a él se habían quedado atrás.
Fueron sus decisiones las que les habían hecho ganar o perder en muchas batallas de las autopistas 50 y 133. Ya fuera para que una compañía de infantería estuviera en el lugar adecuado o que una unidad de artillería tuviera el equipo para mantener sus armas, Hernández siempre era la clave. Su habilidad de anticiparse a los hechos y a las capacidades de su propia gente había sido crucial para cientos de miles de vidas.
Estaba confusamente ligado a ellos. Ruth pensó que era el sentido de la responsabilidad lo que en realidad le había llevado a la línea de frente. Hernández no debía estar allí. Sylvan Mountain había experimentado un enorme incremento de los ataques con la presión de los chinos en el norte, mientras atravesaban la interestatal 70. Los centros de mando locales de los Estados Unidos estaban escondidos en lo profundo del Valle de Aspen, en una base más grande y segura. Hernández había arriesgado su vida para atravesarla. Había insistido en conocer a los supervivientes del escuadrón de Ruth, pero no estaba seguro de que ella estuviera con ellos. Todo era una excusa. Necesitaba ver a las tropas que conocía sólo como números en los mapas, y ella le respetaba por eso.
—Hemos empezado a recoger muestras de sangre aquí en las tiendas —susurró.
Ruth hizo un movimiento de cabeza, como asintiendo. Perfecto, allí podía encontrar el equipo médico que necesitaba, junto con las pocas listas y tablas que conservaban, a pesar de estar destrozadas.
—¿Qué más necesita? —le preguntó—. Estamos refrigerando las muestras que sacamos, pero no sé si seremos capaces de construirle una sala estéril.
—No hace falta que malgaste el espacio del refrigerador. La temperatura ambiental es perfecta, y cualquier zona de trabajo me servirá. No hace falta que sea mucho. He llevado a cabo la mayor parte de mi trabajo en la parte trasera de un jeep.
—Entonces, me gustaría que se trasladara mañana. Los aviones enemigos nos atacan en todas partes, pero esta base en concreto suele recibir muchas ofensivas. Preferiría que estuviera en un lugar algo más apartado.
—De acuerdo, muchas gracias —Ruth no pretendía mostrarse tan valiente como para no necesitar protección.
Hernández volvió a buscar sus ojos en la oscuridad. Luego puso la mano en el camastro, cerca de su cara. El gesto fue casi agresivo, pensó ella, una muestra de su capacidad para acorralarla y controlarla.
—¿A qué nos estamos enfrentando? —le preguntó.
—General...
—Tengo que saberlo, Ruth.
Ella se estremeció. Hernández no había usado nunca su nombre de pila, y aquella informalidad estaba fuera de lugar con su pequeña demostración de fuerza. Estaba atrapado, tenía que ayudarla pero seguiría siendo sospechoso, tanto por su traición en Sacramento como por el enorme poder de la nanotecnología. Seguramente era por ambas cosas. Era posible que también Ruth se hubiera portado como una bruja por la forma en que la trataba Hernández, con una mezcla de reverencia y desconfianza. Él entendía de hombres y de armas, pero ella representaba una amenaza muy diferente.
—No sé qué responderle —dijo Ruth— Lo juro, aunque estoy segura de que el fantasma no es un arma. Creo que Leadville estaba experimentando con nuevos tipos de vacuna.
—¿Es ésa la única razón por la que está aquí?
—¡Por supuesto! —había olvidado mantener un tono de voz bajo, y Deborah se agitó contra ella, medio dormida. Cam ya estaba despierto. Sus ojos se habían vuelto a estudiar a Hernández, y Ruth dijo:
—¿Qué está intentando decirnos?
—Hemos estado mirando tus notas.
—La mayoría son especulaciones —sonó defensiva incluso para ella misma.
—Necesito saber más sobre el detonante de saturación.
Ruth se lo quedó mirando, con el cerebro pensando a toda máquina. ¿Qué era lo que aquella gente había concluido de sus números y anotaciones? Parecía improbable que Hernández hubiera entrenado a nadie en el campo de la nano— tecnología. ¿Sería que simplemente les había pedido a ingenieros de combate o técnicos informáticos que sacaran lo que pudieran de sus apuntes? Basándose en su forma helicoidal, Ruth había teorizado que el fantasma había sido diseñado para unirse a una estructura mayor tras pasar cierta densidad en una población... pero la idea no era más que eso, una idea.
—Si lo leyera todo, sabría que aún tengo serias dudas sobre esa línea de investigación y que la abandoné hace varios días —dijo con firmeza.
—Eso no es lo que me ha dicho mi gente.
—Entonces, están equivocados.
—¿De qué está hablando? —pregunto Cam.
—La doctora Goldman ha considerado una forma de detener al ejército chino que podría matar también a todos los habitantes de las montañas —dijo Hernández—. Una especie de masacre a gran escala.
—No pensará que eso sea cierto, ¿no? —dijo Cam, preguntándoselo también a sí mismo.
—Creo que Grand Lake haría cualquier cosa por ganar —dijo Hernández, y Ruth alcanzó por fin a comprender a qué se debía el cambio que se había producido. Fue él quien se había perdido en Sacramento, fue él quien había visto cómo se evaporaba Leadville. Hernández la estaba poniendo a prueba. Si fallaba las respuestas, si de verdad él pensaba que Grand Lake pretendía destruirle, la guerra civil volvería a estallar en los Estados Unidos cuando por fin habían conseguido evitarla. Incluso unidas, las fuerzas de Colorado apenas podrían hacer nada contra los chinos.
—¿Cree que hemos venido hasta aquí sólo para morir? —preguntó Ruth con un toque de sarcasmo—. ¿Como si pensáramos que una misión suicida fuera nuestra mejor salida?
—Sé que carga con mucha culpa —dijo él, acabando con su desdén así de fácil—. Sus amigos no tienen por qué saber qué está haciendo —continuó, y tenía toda la razón.
Había convertido en duda el desprecio de la doctora, y ésta se giró enseguida para mirar a Cam.
—No es verdad —le dijo.
—Lo sé —Cam cubrió la mano de ella con la suya.
Detrás de ella, Deborah se apoyaba en un codo para mirar a Hernández. Colocó la otra mano en la cintura de su amiga. Era un gesto de afecto, y Ruth no olvidaría jamás su lealtad hacia ella. Le estaba muy agradecida, porque todavía guardaba un secreto.
—He venido a ayudarle —le dijo a Hernández. Su voz temblaba por las lágrimas— He venido a ayudar a todo el mundo —dijo, y Hernández empezó a mover la cabeza lentamente en la oscuridad.
—Perdóneme —le contestó—, tenía que asegurarme.
—Pero... si nosotros no...
—Lo siento —levantó la mano con inseguridad, como si quisiera buscar un lugar para unirse a la pequeña cadena que la conectaba a Cam y a Deborah.
Ruth deseó que lo consiguiera. Pero en vez de eso, Hernández bajó el brazo a su lado.
—Mi primera responsabilidad es para con la gente de aquí —dijo—, y sus notas contienen una información temible. —Sí.
Permanecieron en silencio durante un instante, escuchando los incesantes sonidos de la tienda, el barullo de los soldados heridos que estaban solos y tenían frío a pesar de que compartían aquella pesadilla.
—No debería interferir en su camino —le dijo Deborah—. Ruth es la mejor opción que tenemos.
—Ya lo veremos —respondió Hernández levantándose.
Ruth fue tras él.
—Espere, por favor.
—Tengo mucho que hacer.
—No quiero que se marche así —dijo ella honestamente—. Por favor, quédese unos minutos más.
—Está bien —Hernández se sentó de nuevo.
Ruth se esforzó por encontrar algo agradable que decir.
—¿Le apetece un poco de sopa? —le preguntó.
—No, es para vosotros.
Pero había demasiadas cosas importantes que saber y nunca había tiempo.
—Pensábamos que estaba en Leadville cuando explotó la bomba —le dijo.
Hernández asintió. —Allí estaba.
Su compañía sólo sobrevivió gracias a las montañas que rodeaban la capital. El avión enemigo debía de estar por debajo de los cuatro mil metros cuando detonó su carga. El gran anillo de la división había actuado como un cuenco, reflejando el estallido hacia arriba en vez de dejar que se expandiera hacia los lados. El servicio de inteligencia estimó que la explosión había sido de seis megatones. Un dispositivo del Juicio Final. No había motivo para apilar tantos proyectiles en el avión, a no ser que los rusos estuvieran preocupados porque los emboscaran o los abatieran. Con un cargamento de aquella magnitud, podrían alcanzar la ciudad desde ochenta kilómetros de distancia o causar daños a, al menos, unos ciento cincuenta.
Hernández tuvo suerte de que se hubieran acercado tanto. Los reconocimientos aéreos y de los satélites no mostraban más que escombros en la zona cero. No había el más mínimo rastro de nada humano en el valle. La propia tierra era irreconocible. Se habían evaporado enormes cantidades de tierra y piedras, y los restos se convirtieron brevemente en líquido. La tierra, que en aquel momento era totalmente llana, estaba tachonada de dunas y pequeñas colinas irregulares. Casi parecía que alguien hubiera vertido una increíble cantidad de hierro fundido desde el cielo. El efecto era insólito. La onda expansiva había afectado a todos los puntos bajos de la zona, como si se hubiera desplazado por el terreno. Fue eso lo que salvó a Deborah. La onda saltaba y se hundía, devastando algunos valles y perdonando a otros.
Hernández estaba en una cresta que miraba al sur, lejos de la explosión. La gran serie de cordilleras que había entre su posición y Leadville redirigió la peor parte del daño. Pero incluso cuando parecía que iba a conseguir escapar, el impacto actuó sobre la montaña lo suficiente como para cerrar muchas de sus madrigueras, como manos que se convertían en puños. En apenas unos segundos se encontró con cinco muertos y setenta heridos. El día se convirtió en noche cuando la tormenta golpeó con un calor y un polvo asfixiantes.
Corrieron colina abajo, dejándolo todo menos a los heridos. Tenían miedo de la plaga, pero sabían que se asfixiarían si se quedaban. Más tarde se darían cuenta de que la presión atmosférica había caído en picado en una zona de decenas de kilómetros, mientras la reacción nuclear absorbía aire en una columna inmensa y extremadamente caliente. Tuvieron una pizca de buena suerte, la región quedaba libre de la plaga temporalmente. Una vez llegaran a la base de la montaña, podrían quedarse en la autopista 24 y avanzar rápido por el arrugado asfalto. La nube de hongo cayó sobre sí misma, cubriéndoles de ceniza y tiras calientes.