Antídoto (37 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Su fuerza fue crucial para evacuar a Ruth y a los escoltas. Estey quedó provisionalmente al mando del escuadrón, a pesar del rango de Deborah, aunque fue ésta quien se acercó al segundo jeep con Goodrich y Cam para asegurarse de que los marines recogían todo lo que Ruth necesitaba.

Podrían haber usado el vehículo para marcharse, y también para llevar a Somerset, pero el eje frontal estaba partido y el radiador, destrozado. Parte de los apuntes habían quedado convertidos en confeti, y la caja de muestras tenía ahora cuatro agujeros por los que chorreaba la sangre, pero Deborah insistió en recogerlo todo tal como estaba. Entonces se cayó y dejó que un marine la rodeara con un brazo. Ella también estaba sangrando, y tenía un moratón horrible en la espalda.

Ruth rompió a llorar. Antes de seguir andando, Cam apretó la mano de Foshtomi y la chica asintió con seriedad. Ya había cogido las insignias de Park y Wesner, y pensaba enterrar a sus amigos en uno de los cráteres. Cam sospechaba que al día siguiente tendría que enterrar también a Somerset.

Tres hombres cargaron a Hale en unas parihuelas que habían improvisado con una sábana y dos fusiles. Cam y Goodrich llevaron el microscopio atómico. Otro hombre tiró las preciadas raciones y ropas que llevaban para hacer sitio a las muestras de sangre y los documentos. Ruth avanzó cojeando, con los dientes castañeando y la cara pálida. Habían cubierto menos de medio kilómetro cuando un par de F-22 Raptor rugieron al noroeste, entrando a la zona baja de los valles para acabar con la artillería china.

Su oído derecho estaba mejorando. Pero el izquierdo no, y el irregular sonido de la gente que lo rodeaba le seguía afectando al equilibrio. Otro caza pasó por encima de ellos, y Cam no supo localizarlo hasta que vio a los demás mirando hacia al este. Aquello le hizo sentir miedo.

Consiguieron avanzar durante unos treinta minutos hasta que Ruth y uno de los marines necesitaron descansar. Cam no pensaba que conseguirían llegar a la zona segura antes de la noche, a pesar de que apenas estuvieran a media mañana. Había demasiados heridos entre ellos, y también llevaban demasiadas cosas. Pero un par de horas después se encontraron con un par de camiones. Ya por la tarde, siguieron pasando por líneas y líneas de trincheras y alambradas.

Las montañas miraban hacia el oeste y no habían sido afectadas por el ataque nuclear. En las siguientes semanas, sin embargo, la tierra había quedado reducida a unas pendientes estériles llenas de barro. Las líneas defensivas rodeaban las montañas hasta donde alcanzaba la vista de Cam, muchas de ellas apostadas con emplazamientos de vigilancia, vehículos y escombros. Los aviones enemigos y los artilleros habían atacado la colina repetidas veces. Pero el mismo daño habían provocado miles de pies americanos y el peso de los camiones, los tanques y los buldózer.

La anquilosada tierra apestaba por el fuego y la podredumbre, y el olor aumentaba según pasaban cerca de una serie de canales. Había gente sucia por todas partes, algunos comiendo y otros cavando. Debían de vivir en una especie de era preindustrial. De hecho, eran los radares y los tanques lo que parecía fuera de lugar.

Al fin, los camiones llevaron a un almacén de tela, escondiéndose así del cielo. Ruth había caído dormida. Cam intentó protegerla de los empujones de los soldados y los marines mientras todos se levantaban, pero no lo consiguió. La doctora abrió los ojos con miedo, pero luego le vio y sonrió con dulzura. Cam colocó la mano sobre su rodilla. Mientras tanto, un equipo médico bajó enseguida a Kevin Hale, quien sufría de fiebre por el trauma.

—Haced sitio, haced sitio —dijo un hombre, empujando a través de otros médicos y oficiales. Había algo en la constitución del hombre que le resultaba familiar, y Cam echó la cabeza adelante para mirar a través de los soldados, agotados.

Era el comandante Hernández.

22

Ruth se revolvió en el banco al fondo del camión, y se forzó a levantarse y caminar a pesar del dolor en la cadera.

—Con cuidado —dijo—, por favor.

El sargento Estey había pasado a la cola del vehículo con el capitán de los marines, hablando con urgencia a los hombres de uniforme que había abajo.

—He dejado a tres hombres allí, señor —dijo Estey, repitiendo la parte más importante de su informe, que había hecho por radio varias horas antes.

—Aún estamos intentando conseguir un helicóptero —contestó uno de los oficiales, extendiendo la mano para ayudarle a bajar.

—¡Por favor! —Ruth estiró el cuello para ver.

El capitán bajó del camión. Estey y Goodrich le siguieron. El almacén resonaba con las voces y el movimiento. En alguna parte, una puerta se cerró de golpe y un lejano grupo de artilleros disparó varias veces, pero Ruth no oyó nada.

Se arrodilló torpemente en el camión para ponerse al nivel de Frank Hernández. Un espasmo le atravesó los músculos cortados de la cadera, pero fue el torrente de emociones lo que casi la hizo caer, una mezcla de remordimientos y alegría, y una increíble sensación de
déjá vu.
Empezó a tartamudear.

—Pero ¿cómo es que...?

—Hola, doctora Goldman —dijo él en su habitual tono tranquilo.

Ruth había conocido a Hernández en la parte trasera de una ambulancia en Leadville, débil por el dolor de su brazo otra vez roto y el shock de volver a notar la gravedad de la Tierra. Durante un corto período de tiempo habían sido aliados. Ella lo respetaba más de lo que él pudiera haber imaginado, incluso después de traicionarle. Era un buen hombre, pero demasiado leal, apoyaba al gobierno de Leadville sin cuestionar nada. Se vieron por última vez en el laboratorio de Sacramento, a punta de pistola. El escuadrón de Newcombe había matado a uno de los marines de Hernández antes de dejarlos inmovilizados a él y a otros tres hombres en el invisible mar de nanos, atados con cinta aislante, con los cables de radio cortados y con menos de dos horas de aire en sus trajes de aislamiento.

Ruth y los demás traidores no pretendían que se asfixiara, y la muerte del marine fue un error. Le contaron a las fuerzas de Leadville dónde encontrar a Hernández, usándolo como cebo mientras empezaba la lucha por la posesión de la vacuna... y Ruth siempre había esperado que él hubiese conseguido escapar, aunque luego supuso que si lo habían rescatado, habría perecido en la capital cuando explotó la bomba.

Fue como encontrar a Deborah, como encontrar a alguien de la familia. Era la segunda vez que había redescubierto a alguien que pensaba que había muerto, aunque luego se dio cuenta de que tenía razón con la idea hasta cierto punto. Su aspecto era muy distinto. El hombre que conocía iba siempre tan pulcro como dictaba el código militar de los Estados Unidos, su aspecto era saludable y elegante. En aquel momento estaba en los huesos, y el tono aceitunado de su piel estaba teñido de un feo gris pálido. El bigote que solía llevar se había convertido en barba, y poblaba las quemaduras que tenía en la mejilla izquierda, como gotas de cera rosada, aunque llevaba la gorra baja, como si intentara esconder las cicatrices.

Las lágrimas se apoderaron de los ojos de Ruth, y ésta ni siquiera intentó reprimir sus sentimientos, dejando que las gotas cayeran en el estrecho espacio que había entre ella y Hernández.

—Es usted... —dijo dudosa, entonces llevó los dedos a su uniforme—. Jamás pensé que volvería a verlo.

El sonrió. Podría haber respondido de muchas otras maneras, pero puede que él también sintiera la misma sensación de familiaridad tan bienvenida. Podría haberla culpado por todo lo que pasó y Ruth no habría negado nada. ¿Y si fue él quien llevó la vacuna a Leadville? ¿Y si el consejo presidencial había conseguido negociar con los rusos una posición de poder absoluto, en vez de pelear por aplacar la rebelión en los Estados Unidos, al mismo tiempo que negociaban en el extranjero? Y aun así, su sonrisa era auténtica. El gesto de ella conmovió sus ojos negros y él también suavizó su postura.

Ruth sintió una especie de perdón, así que se sorprendió cuando Hernández se echó atrás para dejar que otro soldado la bajara del camión. ¿Se habría equivocado? No. La mirada de él se apartó de la doctora con algo parecido a la vergüenza.

Hernández no era lo bastante fuerte como para aguantar su peso. Las quemaduras, el color de la piel... Estaba envenenado por la radiación, pero intentó ocultarlo mirando hacia Cam y Deborah.

Pareció no reconocer a la capitana, pues apenas se habían visto antes, pero ésta se movió al lado de Ruth de forma protectora, mientras Cam se agachaba en el camión con la mano pegada a las costillas. Uno de los marines le ayudó a bajar, y Hernández dijo:

—Hola,
hermano
.
[1]

– Mucho gusto en verte
[2]
—dijo Cam.

—Me alegro de que esté bien —le dijo.

Él se estaba muriendo.

—Gracias, yo también me alegro por usted —Hernández la miró a los ojos antes de sonreír otra vez—. Vayamos a curarles esas heridas. Descansen primero, ya hablaremos más tarde.

—Me gustaría tomar muestras de sangre de todas las personas que hay aquí —dijo Ruth.

—Podrá hacerlo luego, ¿de acuerdo?

—Hágalo —dijo Deborah—. Señor, hágalo mientras nos atienden los médicos, o si no puede que no haya tiempo.

—Usted es Reece, la astronauta —dijo Hernández.

—Sí, señor.

Se frotó los grises hoyuelos que tenía bajo los ojos y sacudió la cabeza.

—Los de Grand Lake no nos dijeron quién iba a venir. Una técnica con escolta, nada menos. Si lo hubiera sabido, habría movilizado a más gente para intentar ahuyentar a los chinos, pero nos superan en número en casi todas partes —dijo—. Lamento lo de sus amigos.

Ruth asintió. Mientras ellos estaban a salvo, Somerset yacía sangrando en la ladera de la montaña, pero Grand Lake había mantenido en secreto su misión porque había una concentración demasiado elevada de vigilancia electrónica centrada en las Rocosas. Podría haber bastado un desliz, una pista. Si los rusos o los chinos supieran que Ruth estaba viajando, el enemigo hubiera redirigido todas sus tropas para matarla o capturarla.

—¿Podrían ir a recoger a las personas que hemos dejado allí? —dijo ella.

—Envié otro camión hace varias horas. No sabemos si podrán pasar por ciertos sitios, pero si el camino está difícil, dedicarán el resto del viaje a su gente.

—Gracias.

—Avisaré a unos cuantos equipos para que se encarguen de las muestras de sangre. ¿Puedo preguntar qué estamos buscando?

—Nanos...

—Lo imaginaba. Si no, no estaría aquí —Hernández les mostró algo del guerrero que había en su interior, retándola con una mirada—. Pero ya tenemos la vacuna, y no han venido conduciendo hasta aquí porque no pudieran conseguir un helicóptero...

Ruth le interrumpió también.

—No necesito más que una gota de cada hombre, con un pinchazo bastará. Sólo hay que asegurarse de que se guardan todas por separado y se clasifican con la unidad del soldado, la posición que ocupa y dónde estaba antes de la bomba.

—Antes de la bomba —repitió Hernández.

—Sí —Ruth se aclaró la garganta. No quería herirlo más, pero merecía saber la verdad—. Leadville estaba haciendo pruebas con una nueva tecnología con su propia gente —le dijo.

Fueron enviados a una tienda muy concurrida, y allí continuó su sensación de
déjá vu.
Incluso casi se rió, pero la hubiera hecho parecer una loca. Se había visto demasiadas veces rodeada de equipos médicos, como un coche de carreras averiado que tuviera que volver a la pista. Deseó no volver a necesitar nunca ese tipo de atención, y aun así lo único que vería en el futuro sería más sangre. Matar o morir. ¿Cómo podrían terminar con la lucha? ¿Rindiéndose? No sabía si el enemigo permitiría eso siquiera.

Un hombre la ayudó a desvestirse, y luego limpió con cuidado la sangre y la tierra ennegrecida que tenía en la cadera. Ruth sólo llevaba una camiseta y calcetines, y sólo se avergonzaba de lo marcadas que tenía las costillas que mostraba cuando se tumbaba sobre el costado bueno con la camiseta levantada. Cerca, Deborah no llevaba nada de cintura para arriba, vestida con poco más que la ropa interior mientras le trataban las heridas de la espalda. Pero tras algunas raciones de comida, parecía volver a estar bien. Muy bien, de hecho. Era una mujer alta de piel suave y pechos pequeños pero perfectos.

Ruth vio a Cam mirando la figura de Deborah, y de pronto éste notó la mirada de ella. Ruth se sonrojó, pero el equipo médico no notó el cambio. Debían de haber visto a miles de pacientes yendo y viniendo. Como médico, Deborah también parecía algo distante. Ruth pensó que era una lástima reducir el cuerpo humano a un simple vehículo o herramienta. Se alegró de ser una mujer capaz de robarle miradas a un hombre. Ahora estaba preocupada por él. Cam se frotaba la oreja izquierda una y otra vez, apretándose el pecho lleno de cicatrices con la mano derecha. Estey dijo que sólo tenía una magulladura en las costillas, pero estaba claro que le dolía lo suficiente como para no poder levantar el otro brazo, y les comentó que no oía nada de aquel lado.

Llegó el cirujano de Ruth, un hombre enfermizo con cara macilenta por la radiación. Tosió una y otra vez dentro de la máscara que llevaba, aguantando la respiración para calmarse se frotaba las manos de vez en cuando. Ruth habría pedido que la atendiera otra persona, pero una enfermera se le acercó y le susurró:

—El coronel Hanson es el mejor.

El hombre estaba peor incluso que Hernández, y aun así seguía de servicio. Ruth se preguntó cuántos más habría ya enterrados. Sabía que ella misma no dejaría de trabajar hasta que la mataran.

El médico le inyectó en la cadera una buena dosis de novocaína, una anestesia dental, pero nada más. Estaban usando sus últimas provisiones y cada día había más heridos. Ruth gritó al notar la gran presión que ejercía contra su pelvis al sacar la metralla, pero era la mano de Cam bien agarrada a la suya lo que recordaría más adelante.

Hernández fue a buscarlos llegada la noche. Ruth se había forzado a beber una taza de sopa a pesar de las náuseas. Estaba tumbada en un catre con los ojos medio cerrados, concentrada en un punto entre el dolor y la luz tenue de la sala.

Los habían llevado a otra tienda, una más grande, fría y llena de gente. La única iluminación consistía en una sola linterna situada a lo lejos. Las enfermeras pasaban de vez en cuando por delante de la luz, y docenas de pacientes se movían en las camas y en el suelo, dibujando largas sombras en las paredes de la tienda.

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