—La persona que disparó sobre Palmgren tenía unas posibilidades mínimas de salir de aquel comedor sin más problemas. Su forma de conducirse hasta el momento de efectuar el disparo indica cierto fanatismo.
—¿Más o menos como en los atentados políticos?
—Exactamente, pero luego, ¿qué pasa? Que se larga como por milagro, y entonces ya no se comporta como un fanático, sino movido por el pánico.
—¿Por eso crees que ha intentado abandonar la ciudad?
—Entre otras cosas. Entra, dispara y no se preocupa de lo que pueda ocurrir después, pero de repente le entra el miedo, como a la mayoría de los asesinos. Tiene miedo, sencillamente, y sólo piensa en largarse, lo más lejos y lo más deprisa posible.
«Esto es una hipótesis —pensó Skacke—, una hipótesis sin demasiada base, además.» Pero permaneció en silencio.
—Esto es sólo lo que pudiéramos llamar una hipótesis —dijo Mansson—. Y un buen criminalista no debe contentarse con hipótesis, pero no veo ninguna otra base sobre la que podamos trabajar.
El teléfono sonó de nuevo.
«Trabajo —pensó Mansson—, un trabajo bien curioso, por cierto.» En realidad, Mansson estaba libre de servicio.
Fue una noche pesada porque realmente no ocurrió nada. Se paró a unas cuantas personas que más o menos coincidían con la descripción, tanto en las carreteras como en la estación central, pero ninguna de ellas parecía tener nada que ver con el caso, y se procedió simplemente a tomar sus datos personales.
A la una menos veinte salió el último tren de la estación central. A las dos menos cuarto, la policía de Lund comunicó que Palmgren seguía con vida. A las tres llegó un nuevo comunicado de Lund: la señora Palmgren era víctima de un ataque de nervios y resultaba difícil interrogarla y sacar algo en claro. Al parecer, había podido ver bien al agresor, pero no lo conocía en absoluto.
—Parece espabilado ese tipo de Lund —comentó Mansson, y bostezó.
Poco después de las cuatro volvió a llamar la policía de Lund. El equipo médico que atendía a Palmgren había decidido no operarle de momento. La bala había entrado por detrás del oído izquierdo y era imposible determinar los daños producidos. El estado general del paciente era bueno, teniendo en cuenta las circunstancias.
El estado general de Mansson, en cambio no era tan bueno. Estaba cansado y sentía la garganta seca. De vez en cuando, iba al lavabo a enjuagarse.
—¿Se puede vivir con una bala metida en la cabeza? —preguntó Skacke.
—Sí. Se han dado casos. A veces, la bala queda enquistada en los tejidos y el paciente se cura; en cambio, si los médicos intentan operarle para sacársela, igual se les queda muerto.
Por lo visto, Backlund se había quedado todo el tiempo en el Savoy, porque llamó a las cuatro y media y dijo que había acordonado la zona a la espera de que los expertos realizaran una inspección detallada del lugar del crimen, en lo cual esperaba que no invirtieran ni dos horas.
—Pregunta si nos hace falta aquí —dijo Skacke tapando el auricular con la mano.
—En el único sitio donde ése hace falta es en la cama de su mujer.
Skacke transmitió el mensaje en una versión algo modificada, y poco después añadió:
—Yo creo que podríamos eliminar el aeropuerto de Bulltofta. El último avión ha salido a las once y cinco y a bordo no había nadie que se pareciera a la descripción. El próximo avión saldrá a las seis y media, la lista de pasajeros está cerrada desde anteayer, y no figura nadie en lista de espera.
Mansson pensó un rato sobre esta información.
—Humm… —dijo por fin—. Creo que voy a llamar a una persona que no aguanta que la despierten.
—¿A quién, al comisario jefe?
—No, ése no habrá dormido mucho más que nosotros. Por cierto, ¿dónde estabas anoche?
—Fui al cine —dijo Skacke—. No voy a quedarme empollando en mi cuarto cada noche.
—Yo no he empollado nunca en ningún sitio. A las ocho y media salía un hidroplano de Malmö a Copenhague. Averigua cuál era.
Era un encargo difícil, y Skacke tardó una media hora en averiguarlo.
—Era el
Springeren,
y ahora está en Copenhague. Hay que ver el mal humor que gastan algunos cuando les despiertas por teléfono.
—Consuélate, porque ahora viene lo peor.
Fue a su despacho, descolgó el teléfono, marcó cero, cero, cuatro, cinco, y a continuación el número privado del inspector Mogensen, de la oficina de investigación de la policía de Copenhague. El teléfono sonó diecisiete veces hasta que una voz espesa contestó:
—Mogensen.
—Hola, soy Per Mansson, de Malmö.
—¡Me cago en la leche! —gritó Mogensen—. ¿Sabes la hora que es?
—Sí —dijo Mansson—, pero esto puede ser muy importante.
—¡Coño, más vale que sea importante! —dijo el danés, inflamado.
—Anoche hubo un atentado aquí, en Malmö. Existe la posibilidad de que el autor huyera a Copenhague. Tenemos una descripción.
Mansson le contó toda la historia y Mogensen dijo de mal humor:
—¡Coño! ¿Tú te has creído que yo puedo hacer milagros, o qué?
—Exacto. Llámame cuando sepas algo.
—¡Vete al cuerno! —dijo Mogensen en correctísimo sueco, y colgó el aparato.
Mansson sacudió la cabeza y bostezó.
—¿Qué idioma era ése? —preguntó Skacke con gran curiosidad.
—Escandinavo —respondió Mansson.
Después no ocurrió nada.
Más tarde ocurrió que llamó Backlund para decir que ya había examinado el lugar del crimen. Eran las ocho.
—¡Qué pesado es este tipo! —comentó Mansson.
—¿Qué hacemos ahora?
—Nada; esperar.
A las nueve menos veinte sonó el teléfono privado de Mansson. Cogió el aparato y estuvo escuchando durante un par de minutos, terminó la conversación sin decir nada más que «gracias» o «adiós» y le gritó a Skacke:
—¡Llama a Estocolmo, deprisa!
—¿Y qué les digo?
Mansson consultó el reloj.
—El que ha llamado era Mogensen. Ha dicho que un sueco, cuyo nombre es Bengt Svensson, ha sacado billete desde Kastrup a Estocolmo esta noche y que ha estado en lista de espera varias horas hasta que, por fin, ha tomado un vuelo de SAS a las siete y veinticinco. No debe hacer ni diez minutos que ha aterrizado en Arlanda. El tipo parece coincidir con la descripción. Quiero que paren el autobús del aeropuerto a la ciudad en la terminal y que detengan a ese hombre.
Skacke se abalanzó sobre el teléfono.
—Sí —dijo sin respiración medio minuto más tarde—. Estocolmo se ocupa de esto.
—¿Con quién has hablado?
—Con Gunvald Larsson.
—¡Ah, ya!
Esperaron.
Tras media hora de silencio, sonó el teléfono de Skacke. Tiró del auricular, escuchó y se quedó callado con el aparato en la mano.
—Se les ha escapado —anunció.
—¡Vaya, hombre! —dijo Mansson lacónicamente, pensando que habían dispuesto nada menos que de veinte minutos para poderlo alcanzar.
En la jefatura de policía de la calle Kungsholm, de Estocolmo, se oyeron frases parecidas.
—Sí, se les ha escapado —dijo Einar Rönn asomando su narizota colorada y sudorosa por la puerta del despacho de Gunvald Larsson.
—Se les ha escapado ¿qué? —preguntó Gunvald Larsson con desinterés.
Estaba pensando en cosas bien distintas: en tres extraños atracos con violencia en el metro la noche anterior. Y dos violaciones. Y dieciséis peleas. Esto era Estocolmo, más o menos. Pero no había habido ni un solo asesinato o muerte, gracias a Dios. No recordaba ya cuántos atracos y robos se habían cometido ni a cuántos drogadictos había detenido la policía, junto con delincuentes contra la moral, contrabandistas o borrachos. Tampoco recordaba cuántos agentes se habían entretenido con personas más o menos inocentes en sus coches patrulla o en las distintas comisarías. Probablemente con muchas.
Gunvald Larsson era primer inspector de homicidios en la sección criminal. Medía un metro noventa y dos y era fuerte como un toro, rubio y con los ojos azules; era, además, bastante presumido para ser policía. Aquella mañana, por ejemplo, llevaba un traje de color gris claro, y la corbata, los zapatos y los calcetines a tono con ese color. Tenía un carácter bastante particular y no le caía bien a casi nadie.
—Sí, hombre, el autobús del aeropuerto, el de la terminal de Haga —dijo Rönn.
—Sí, ¿y qué ha pasado, que se les ha escapado?
—La patrulla que debía inspeccionar a los pasajeros no ha llegado a tiempo. Los pasajeros ya se habían apeado y el autobús se había vuelto a marchar.
Gunvald Larsson abandonó finalmente sus otras preocupaciones y se concentró en el asunto que tenía delante, clavó sus ojos azules en Rönn y dijo:
—¿Qué? ¡Pero si eso es imposible!
—Desgraciadamente no. No han llegado a tiempo, así de simple.
—¿Te has vuelto loco?
—El que se tenía que encargar de esto no era yo.
Era un hombre tranquilo y de bastante buen carácter, un norteño, nacido en Arjeplog, y a pesar de llevar mucho tiempo viviendo en Estocolmo, conservaba todavía su dialecto.
Gunvald Larsson había cogido el teléfono por casualidad cuando llamó Skacke, y le pareció que controlar a los pasajeros de un autobús era la cosa más sencilla del mundo. Enfurecido, exclamó:
—¡Pero si yo he llamado en seguida a Solna, y el oficial de guardia me ha dicho que tenía un coche patrulla en la carretera de Karolinska, y de allí a la terminal de Haga no hay ni tres minutos, y ellos disponían al menos de veinte! ¿Qué ha pasado?
—Parece que alguien ha estorbado a esos muchachos por el camino.
—¿Estorbado?
—Sí, se han visto obligados a realizar una intervención, y cuando han llegado a la terminal, el autobús ya no estaba.
—¿Una intervención?
Rönn se puso las gafas y miró un papel que llevaba en la mano.
—A ver… Sí, exacto; aquí está. El autobús se llama
Beata y
normalmente hace la ruta de Bromma.
—¿Beata
? ¿Quién es el payaso que ha empezado a bautizar a los autobuses?
—Ah, yo no he sido —dijo Rönn tranquilamente.
—A ver, dame los nombres de esos genios del coche patrulla.
—No sé sus nombres.
—Pues ocúpate de esto. Si los autobuses tienen nombres, ¡coño!, entonces los agentes de policía también deben tenerlos, aunque, bien mirado, habría bastante con que llevaran un número.
—O símbolos.
—¿Símbolos?
—Sí, como los niños en las guarderías; ya sabes: barco, coche, pájaro, seta, mosca, perro, y cosas así.
—Yo no he ido nunca a una guardería —dijo Gunvald Larsson, despreciativo—. Ocúpate de esto ahora mismo. El tal Mansson de Malmö se va a partir de risa si no le damos una explicación convincente.
Rönn salió.
«Perro y cosas así…», repitió Gunvald Larsson para sus adentros.
Y en seguida sentenció en voz alta:
—¡Están todos como cabras!
Después volvió a su atraco del metro, mientras se hurgaba los dientes con el abrecartas.
Al cabo de diez minutos volvió Rönn, con sus gafas puestas y su nariz roja, y un papel en la mano.
—Aquí lo tengo —anunció—. Coche número tres de la comisaría de Solna, con los agentes Karl Kristiansson y Kurt Kvant.
Gunvald Larsson dio tal respingo, que estuvo a punto de suicidarse con el abrecartas.
—¿Qué? ¡Esto es para morirse! Ese par de idiotas me persiguen y, encima, son de Escania. Hazlos venir volando; esto tiene que aclararse ahora mismo.
Kristiansson y Kvant tenían bastante que contar. La suya era una historia complicada y difícil, aparte de que sentían un terror mortal ante Gunvald Larsson, y consiguieron demorar casi dos horas su llegada a la jefatura de policía de Kungholmsgatan. Ese fue su error, pues Gunvald Larsson tuvo tiempo de hacer averiguaciones por su cuenta.
Por fin los tenía allí, limpios, de uniforme y con las gorras en la mano. Eran rubios y anchos de espaldas, y medían un metro ochenta y seis. Los dos miraban secamente a Gunvald Larsson con los ojos azules expectantes. En su fuero interno se preguntaban por qué había de ser precisamente él quien hiciera una excepción a la regla no escrita, pero vigente, según la cual los policías no deben criticarse entre sí por su forma de trabajar ni testificar unos contra otros.
—Buenos días —saludó Gunvald Larsson amablemente—. Me alegro de que hayáis podido venir.
—Buenos días —titubeó Kristiansson.
—¡Hola! —dijo Kvant con arrogancia.
Gunvald Larsson lo miró, suspiró y preguntó:
—Vosotros erais los encargados de buscar entre los pasajeros del autobús en Haga, ¿no es así?
—Sí —confirmó Kristiansson pensativo, y añadió— pero llegamos demasiado tarde.
—No llegamos a tiempo —corrigió Kvant.
—Ya lo he comprendido —replicó Gunvald Larsson—. También he sabido que estabais parados en la carretera de Karolinska cuando habéis recibido la orden. Desde allí a la terminal de autobuses se tarda unos dos minutos, pongamos tres. ¿Qué clase de coche lleváis?
—Un Plymouth —dijo Kristiansson retorciéndose.
—La merluza avanza a dos kilómetros por hora —objetó Gunvald Larsson—, y seguramente hubiera recorrido esa distancia en menos tiempo que vosotros.
Hizo una pausa. Luego gritó:
—¡¿Por qué coño no habéis llegado a tiempo?!
—Nos hemos visto obligados a efectuar una intervención por el camino —explicó Kvant, muy tieso.
—Estoy seguro de que cualquier merluza hubiera encontrado también una excusa más inteligente —comentó Gunvald Larsson con resignación—. Bueno, a ver, ¿cuál ha sido el motivo de esa intervención?
—Pues… hemos sido insultados —dijo Kristiansson con un hilo de voz.
—¡Insulto a la autoridad! —puntualizó Kvant categóricamente.
—¿Y cómo ha sucedido eso?
—Un hombre que circulaba en bicicleta nos ha soltado una cuchufleta.
Kvant seguía aguantando el tipo, pero Kristiansson estaba callado y muerto de miedo.
—Y eso, naturalmente, os ha impedido cumplir la misión que os acababan de encomendar, ¿no?
Kvant no se quedó corto:
—El propio director general de la policía ha dicho en unas declaraciones que hay que denunciar cualquier forma de insulto a la autoridad, especialmente contra el personal uniformado. Somos policías, y no monigotes de feria.
—¿Estás seguro? —se mofó Gunvald Larsson. Los dos agentes le miraron sin comprender. Él se encogió de hombros y prosiguió—: El personaje que acabas de citar es muy conocido por sus intervenciones públicas, desde luego, pero dudo que incluso él haya sido capaz de decir una estupidez tan grande. A ver, ¿cómo es la cuchufleta?