—Y ahora manos a la obra a toda velocidad, ¿no?
—Desde luego —dijo Martin Beck automáticamente, pues estaba pensando en otras cosas—. La empresa de Palmgren, ahí en Malmö, ¿no es una fachada?
—Yo diría que no; al contrario, parece que va muy bien.
—¿A qué se dedica?
—A importación y exportación.
—¿De qué?
—De arenque.
—¿Arenque?
—Sí. —Malm parecía sorprendido—. ¿No lo sabías? Compra arenque en Noruega y en Islandia, y luego lo exporta, aunque no sé dónde, pero todo parece funcionar dentro de la legalidad.
—¿Y la empresa de Estocolmo?
—A primera vista es una inmobiliaria, pero…
—Pero ¿qué…?
—Los expertos opinan que Palmgren amasó su enorme fortuna en otros lugares, y no hay forma de averiguar más.
—Oh, claro, ya entiendo.
—Quiero decirte todavía un par de cosas.
—¿Cuáles?
—En primer lugar, que Palmgren, además de sus negocios africanos y en otras partes, era un hombre poderoso en esta sociedad y tenía muchos amigos influyentes.
—Sí, eso ya se sabe.
—O sea que hay que ir con cuidado.
—Comprendo. ¿Y en segundo lugar?
—Que es posible que se trate de un asesinato político.
—Sí —dijo Martin Beck, poniéndose serio de repente—. Ya cuento con esa posibilidad.
—Y así terminó la conversación.
Martin Beck llamó a la jefatura de policía. Aún no se sabía nada de Mansson, Skacke estaba ocupado y Backlund había salido.
Era una buena idea: salir.
El tiempo invitaba a ello, y además era sábado. En el vestíbulo reinaba gran animación cuando bajó, unos minutos más tarde. En el mostrador de recepción había gente inscribiéndose y despidiéndose en distintos idiomas, pero entre la clientela había un personaje que sin duda iba a ser blanco de todas las miradas.
Era un hombre joven y bastante corpulento, ataviado con un traje a cuadros de corte moderno, camisa a rayas, zapatos amarillos y calcetines del mismo irritante color. Llevaba el cabello ondulado y brillante y lucía unos mostachos con las guías hacia arriba, que seguramente retorcía por las mañanas con unas tenacillas. El hombre estaba apoyado en el mostrador. Llevaba una flor en la solapa y un ejemplar de la revista
Esquire
enrollado bajo el brazo.
Parecía un muñeco de anuncio de alguna discoteca. Martin Beck lo conocía. Se llamaba Paulsson y era primer inspector de homicidios en Estocolmo.
Cuando Martin Beck fue a dejar la llave de su habitación, Paulsson le miró con unos ojos tan exquisitamente lánguidos e indolentes, que otras tres personas se vieron obligadas a volver la cabeza para mirarle.
La policía de seguridad acababa de hacer su aparición.
A Martin Beck le entraron de repente unas ganas incontenibles de reír. Se dio media vuelta y salió a la calle sin mirar a su camuflado colega.
Cuando estuvo sobre el puente Mälarbron se volvió para observar el edificio del hotel. No era feo y conservaba su particular estilo, con su imponente fachada y un alto torreón modernista, que había llegado a ser una imagen característica en el conjunto de la ciudad. El edificio fue diseñado por el gran Frans Ekelund.
Paulsson estaba en la escalera del hotel espiando. Su aparición casi carnavalesca hacía que cualquier delincuente pudiera reconocerle con facilidad. Además, tenía una irrefrenable afición a aparecer por televisión siempre que había manifestaciones o peleas callejeras.
Martin Beck sonrió y se fue a pasear por el puerto.
La habitación que tenía alquilada Benny Skacke estaba en Kärleksgatan, a una manzana de la jefatura de policía. Era espaciosa y agradable, con muebles cómodos y prácticos aunque un poco desvencijados. Antes que él la había alquilado un inspector auxiliar que fue trasladado a Landskrona. La casera era una anciana amable y animosa, viuda de policía, que sólo exigía una condición a sus huéspedes: que fueran policías.
La habitación daba a un distribuidor con baño y cocina y él tenía acceso ilimitado a ambos servicios.
Benny Skacke era un hombre de costumbres o, mejor dicho, iba camino de serlo. No es que por naturaleza lo viera todo cuadriculado, pero consideraba que si seguía cierta rutina en el trabajo, conseguiría mejor sus propósitos, cuya meta era llegar a ser comisario.
Cada mañana se levantaba a las seis y media, hacía un poco de gimnasia y se entrenaba en levantamiento de peso, se duchaba con agua helada y se frotaba con fuerza antes de vestirse. Tomaba un desayuno consistente, por lo general leche cuajada y copos de cereales, huevo cocido, pan sin levadura y un vaso de zumo de fruta. Ya que los horarios de trabajo eran muy irregulares, dejaba sus actividades deportivas para las horas libres, cuando éstas surgían durante el día. Al menos tres veces por semana iba a nadar, daba largos paseos en bicicleta, se ponía un mono de gimnasia y corría por el campo de Limhamn, donde también se entrenaba con el equipo de fútbol de la asociación de policías de Malmö, y jugaba todos los partidos que se celebraban en el campo de Mariedal. Por las noches estudiaba Derecho, ya había aprobado dos cursos de la carrera y esperaba poder estar maduro para superar el tercer examen aquel otoño.
A las once de la mañana y a las nueve de la noche llamaba a su novia, Mónica. Se habían prometido en Estocolmo la semana antes de que lo trasladaran a Malmö, y ella había pedido también el traslado a esta ciudad como enfermera diplomada, pero no consiguió llegar más allá de Helsingborg. De todos modos había mejorado la situación porque de esta forma se podían ver en las contadas ocasiones en que les coincidían los días libres.
Aquel sábado caluroso y soleado se salió un poco de la rutina habitual durmiendo una hora más por la mañana y saltándose el desayuno. En cambio, llenó un termo de leche con cacao y lo metió en una bolsa junto con el bañador y una toalla. De camino a la jefatura de policía entró en la panadería de Davidshallstorg y compró dos buñuelos de canela y un corazón de vainilla. Pasó los enormes portones de cobre de la entrada principal, torció por Verkstadsgatan y llegó al aparcamiento de la jefatura de policía, donde tenía su bicicleta. Era una bicicleta negra, de modelo danés, y en la barra había pintado a mano y en letras de molde la palabra POLIS, con lo que confiaba ahuyentar a los posibles ladrones de bicicletas.
Con la bolsa metida en el portapaquetes pasó a través de la frondosa vegetación del Parque de Palacio y llegó a los baños de Ribersborg. Hacía un calor asfixiante a pesar de ser aún temprano. Nadó y tomó el sol aproximadamente una hora, luego se tumbó sobre la hierba y comió lo que llevaba en la bolsa.
Cuando Skacke entró en su despacho eran las nueve y media, y un mensaje de Backlund adornaba su escritorio:
«Mansson con la viuda. Beck todavía en el Savoy. Vigila el teléfono. Llegaré a las doce. Backlund.»
Skacke se sentó en su escritorio y vigiló el teléfono, que no daba ninguna señal de vida, mientras pensaba en el asesinato de Viktor Palmgren. ¿Qué motivo podía existir? Palmgren era rico, pero el dinero era suyo, y el poder también. ¿Quién podía entonces beneficiarse de su muerte? Charlotte Palmgren era la heredera más directa —y única, por lo visto— de su dinero. Mats Linder parecía poder heredar más bien el poder. Pensando en la famosa belleza de la señora Palmgren y en su relativa juventud podría también pensarse en un móvil pasional. No era del todo impensable que tuviese un amante que se hubiera cansado de ser siempre plato de segunda mesa, pero en ese caso era, desde luego, un sistema bien curioso de perder de vista al marido. Fuera cual fuera el móvil, el procedimiento había sido aparentemente irreflexivo. El agresor escapó, de momento, pero si hubiera planeado la acción de antemano, hubiera comprendido que las posibilidades eran mínimas. Además, la víctima aún vivió un día entero, y para bien o para mal podía haber superado sus heridas y sobrevivir. El asesino tenía que saber que Palmgren iba a estar en el comedor del Savoy en aquel momento preciso, si es que no se trataba de un auténtico loco que se limitó a entrar allí por las buenas y pegarle un tiro al que encontró más a mano.
Sonó el teléfono. Era el intendente Malm desde Estocolmo, que preguntaba por Martin Beck. Skacke le informó de que probablemente seguía en el hotel, y Malm colgó sin dar las gracias ni decir adiós.
Benny Skacke había perdido el hilo de sus elucubraciones y optó por perderse en ensoñaciones. Imaginó que llegaba a la solución del caso y que perseguía él solo al asesino y lograba detenerlo. Lo ascenderían con toda seguridad, y la cosa era seguir escalando. Ya estaba a punto de ser nombrado comisario jefe cuando un nuevo telefonazo interrumpió sus visiones.
Era voz de mujer. Primero no entendió de qué hablaba, porque tenía ese acento típico de Escania que les cuesta tanto entender a los de Estocolmo. Hasta que lo trasladaron a Malmö, Skacke no había estado jamás en Escania, y no le extrañaba no entender algunos de los dialectos escanios. Lo que le dejaba estupefacto era que alguien no le entendiera a él, que hablaba sueco de pura cepa.
—Sí, llamaba por lo del crimen, ese que salió en los periódicos —oyó que decía la mujer.
—Sí —dijo él, y esperó.
—¿Es la sección de homicidios, verdad? —quiso asegurarse la mujer, con cierta desconfianza.
—Sí, soy el inspector auxiliar Skacke.
Silencio pensativo.
—¿Auxiliar? ¿No hay ningún jefe por ahí?
—No; en este momento no está, pero puede usted hablar tranquilamente conmigo, porque también estoy trabajando en el caso. ¿Qué deseaba contarnos?
A él le pareció que inspiraba bastante confianza, pero la mujer no dio muestras de creer demasiado en su autoridad.
—Mire, será mejor que me acerque personalmente —concluyó con gran parsimonia—. Vivo a cuatro pasos de ustedes y no me cuesta nada…
—Muy bien, será usted bien recibida. Sólo tiene que preguntar por el inspector auxi…
—…y a lo mejor mientras tanto ya ha llegado el jefe —añadió la mujer, colgando a continuación.
Tardó doce minutos, y llamó a la puerta. Si la mujer había parecido escéptica por teléfono, al ver a Skacke demostró aún mayor desconfianza.
—No sé, preferiría un tipo algo más maduro —comentó como si estuviera escogiendo vestidos en una tienda.
—Lo siento —dijo Skacke muy tieso—, pero resulta que ahora quien está de guardia soy yo. ¿Quiere sentarse?
Acercó el sillón de brazos al escritorio y la mujer se sentó con gran prudencia en el borde mismo del asiento. Era pequeña y rechoncha, y llevaba una chaqueta de verano verde pálido y un sombrero de paja blanco.
Skacke volvió a su lugar detrás del escritorio.
—Muy bien, señora…
—Gröngren.
«¿Existe un nombre así? —pensó Skacke—. Por lo visto, sí.»
—Muy bien, señora Gröngren. ¿Qué tenía que contarnos sobre el suceso del miércoles?
—¡Asesinato! Oh, es que yo vi al asesino. Bueno, cuando lo vi no lo sabía, hasta esta mañana, cuando he leído el periódico y me he dado cuenta.
Skacke se adelantó, dispuesto a tomar notas.
—Cuente.
—Pues mire, había ido a Copenhague a comprar comida, y luego me encontré con una amiga y fuimos a tomar café en Brönnum, o sea que llegué a casa bastante tarde. En la esquina del puente de Mälarbron, enfrente mismo del Savoy, se pone en rojo el semáforo y me espero, y entonces, de repente, veo a un tipo que salta por a ventana del comedor del Savoy. Yo he ido varias veces con mi sobrino a comer, o sea que sabía que era el comedor. Y lo primero que pienso es: «¡Vaya un pillastre, que se quiere largar sin pagar la cuenta saltando por la ventana!». Pero yo no podía hacer nada porque el semáforo estaba en rojo y no había nadie más cerca de allí.
—¿Pudo ver hacia dónde se dirigía?
—Sí, ya lo creo: fue al aparcamiento de bicicletas que está a la izquierda del hotel, cogió una bicicleta y se largó hacia la plaza Drottningstorget. Entonces se puso el semáforo en verde, pero ya no se le veía, y pensé que el director del restaurante puede permitirse perder ese dinero, así que no me preocupé más y me marché. —La mujer descansó unos instantes—. Ah, y cuando crucé la calle empezó a salir gente del hotel a mirar, pero ya se había largado.
—¿Puede usted describir a ese hombre? —preguntó Skacke disimulando su rabia, y siguió apuntando en su cuaderno.
—Pues debía de tener unos treinta y cinco años, quizá cerca de cuarenta, porque era calvo; bueno, no calvo del todo, pero con poco pelo, y oscuro. Llevaba un traje marrón y una camisa como amarilla, y corbata, pero no sé de qué color. Los zapatos serían negros o marrones. Seguramente marrones, porque el traje era también marrón.
—¿Qué aspecto tenía? Constitución del cuerpo, rasgos faciales, algún detalle especial.
La mujer pareció recordar.
—Era delgado de cuerpo y de cara. Tenía el aspecto de un hombre cualquiera, quizá alto, creo; no tanto como usted, pero alto. No sé qué más puedo decir.
Skacke permaneció en silencio mirándola unos instantes.
—¿Cuándo lo perdió de vista? ¿Dónde estaba el hombre cuando usted dejó de verlo?
—En el semáforo del cruce de Bruksgatan, creo, porque estaba rojo. Luego se puso verde y crucé, y entonces desapareció.
—Humm… ¿Cómo era la bicicleta?
—¿La bicicleta? Como todas las bicicletas, supongo.
—¿De qué color?
—No lo sé —dijo la señora Gröngren moviendo la cabeza—. Pasaban coches todo el rato y me lo tapaban.
—Muy bien. ¿Quiere decirnos algo más sobre ese hombre?
—No, no recuerdo nada más. ¿Dan recompensa por esto?
—No creo. El deber moral del ciudadano es ayudar a la policía. ¿Puede darme su dirección y su teléfono, señora Gröngren, por si fuera necesario volver a hablar con usted?
La mujer dio su dirección y su teléfono. Después se levantó.
—Bueno, pues adiós. ¿Cree usted que saldré en los periódicos?
—Pudiera ser —dijo Skacke a fin de animarla, mientras se levantaba para acompañarla hasta la puerta.
—Adiós y muchas gracias por la ayuda y por la molestia.
Cuando ya se había vuelto a sentar, después de cerrar la puerta, ésta volvió a abrirse y la mujer se asomó.
—¡Ah, es verdad! Antes de montar en la bicicleta se sacó algo de la americana, de aquí, del pecho, y lo metió en una caja de cartón o algo así que llevaba en el portapaquetes. Me había olvidado de decírselo.