—¡Oh! ¿No vio lo que era, por casualidad? Quiero decir, el objeto que metió en la caja.
—No, es que estaba de lado, pero la caja era así de grande, igual de grande que el portapaquetes y de unos diez centímetros de alto. La vi por detrás cuando se marchaba en la bicicleta.
Skacke le agradeció de nuevo el favor, y la señora Gröngren se marchó, esta vez definitivamente.
Skacke marcó el número de la terminal de hidroplanos. En la tapa de su libreta había escrito, cuando la estrenó: «Inspector auxiliar B. Skacke».
Mientras esperaba que cogieran el teléfono se entretuvo en poner delante: «Primer».
Poco después de la una del mediodía del sábado, entraron Martin Beck y Per Mansson en el comedor de la jefatura de policía.
Martin Beck había estado dando un paseo por el muelle industrial, que un sábado de verano en plena época de vacaciones permanecía silencioso y abandonado. Había ido hasta el extremo del muelle petrolero, en el que acababan de interrumpir los trabajos de drenaje. Desde allí contempló aquel extraordinario paisaje de ciencia ficción lleno de charcos de agua estancada y lechosa, rodeados de arena en bancadas rectísimas en las que se advertían las huellas profundas que dejaban los camiones y las excavadoras. Estuvo pensando en lo mucho que había crecido aquel puerto desde la primera vez que lo vio, unos quince años atrás. De repente, se sintió hambriento, que era una sensación nueva y bastante agradable el día siguiente a una gran cena. «Uno se acostumbra en seguida», pensó complacido, mientras se dirigía, todo lo deprisa que le permitía aquel calor asfixiante, hacia el centro de la ciudad. Imaginaba qué elegiría para comer del menú del comedor de la jefatura de policía.
Mansson no experimentaba tanta hambre, pero en cambio tenía mucha sed. Rechazó la bebida que le ofreciera Charlotte Palmgren, pero cuando se vio metido en el coche, como un pollo al horno, sintió deseos de zambullirse en una piscina llena de refresco helado y rojo como el que vio preparar a Mats Linder. Estuvo a punto de irse a casa y prepararse un gintónic, pero pensó que era demasiado temprano para eso y reprimió sus deseos. Con el agua mineral de la cantina sería suficiente.
El hambre de Martin Beck se calmó un poco al notar que su estómago estaba dispuesto a darle guerra, y pidió una simple tortilla de jamón, un tomate y una cerveza. Mansson pidió lo mismo.
Cuando se hubieron sentado, cada uno con su bandeja, vieron a Benny Skacke lanzarles miradas intermitentes. Frente a él y dándoles la espalda, advirtieron la presencia de Backlund, que había apartado su plato y señalaba insistentemente a Skacke con el dedo índice. No podían oír lo que estaba diciendo, pero a juzgar por la mirada de Skacke se trataba de una reprimenda.
Martin Beck despachó la tortilla con rapidez y luego se dirigió hacia donde estaba Backlund. Puso la mano sobre su hombro y le preguntó amablemente:
—¿Te importa que tome prestado a Skacke un momento? Quiero hablar con él sobre un par de cosas.
Backlund pareció irritado por la interrupción, pero apenas pudo protestar. «A este tipo de Estocolmo lo han enviado de la dirección general para llevar la investigación, como si nosotros solos no nos bastásemos para una cosa así…»
Skacke se levantó y parecía que le hubieran quitado un gran peso de encima. Siguió a Martin Beck, Mansson terminó también de comer, y los tres abandonaron el comedor seguidos por la mirada ofendida de Backlund.
Fueron al despacho de Mansson, que estaba bastante ventilado. Mansson se sentó en su silla giratoria, sacó un palillo del bote de los lápices y se lo metió en la boca después de arrancarle el envoltorio. Martin Beck encendió un cigarrillo y Skacke fue en busca de su cuaderno de notas. Luego, se sentó en la silla que estaba junto a Martin Beck y se puso el cuaderno sobre las rodillas.
Martin Beck vio lo que había escrito en la tapa y sonrió. Skacke se dio cuenta, se sonrojó y puso el cuaderno boca abajo. Entonces les contó lo que le había dicho la nueva testigo.
—¿Estás seguro de que se llama Gröngren? —preguntó Mansson con un asomo de incredulidad.
Cuando Skacke terminó su relato, Martin Beck le dijo:
—Vas a interrogar a la tripulación del hidroplano. Si el que vieron sobre cubierta era nuestro hombre, tuvieron que ver también esa caja, si es que la llevaba, claro.
—Acabo de llamar. La azafata que lo vio tiene el día libre hoy, pero mañana por la mañana viene, así que bajaré a hablar con ella.
—Bien —aprobó Martin Beck.
—¿Entiendes el danés? —preguntó Mansson.
—¿Tan difícil es? —dijo Skacke abriendo mucho los ojos.
Martin Beck creyó llegado el momento de contar la historia de su conversación con Malm y de hablar del colega recién llegado.
—Así que se llama Paulsson —dijo Mansson—; pues creo que le he visto por televisión, por cierto que se parece mucho a un tipo de seguridad que tenemos aquí: le llaman Persson
el Misterioso,
y también le gusta llevar trajes raros y vestirse de fantasma. Yo creía que esto de la exportación de arenque ya lo sabías, pero del negocio de las armas no tenía ni idea.
—No es nada extraño —reconoció Martin Beck—; tampoco se trataba de que lo supiera demasiada gente.
Mansson rompió el palillo y lo dejó en el cenicero.
—Vaya, vaya, ya me imaginaba yo algo por el estilo cuando esa viuda desnuda me ha dicho que Palmgren tenía muchos negocios en Portugal.
—¡¿La viuda desnuda?! —exclamaron Martin Beck y Skacke al unísono.
Mansson cogió otro palillo del bote de los lápices y explicó:
—Pues he estado a punto de decir la viuda alegre, pero no estaba alegre; ni alegre ni triste: parecía traerle todo sin cuidado.
—Pero desnuda… —dijo Martin Beck.
Mansson les contó su visita matinal a la mansión de los Palmgren.
—¿Y estaba buena? —quiso saber Skacke.
—¡No, qué va! —rechazó Mansson brevemente, y volviéndose hacia Martin Beck, propuso: ¿Te parece bien que hable con ese tal Mats Linder?
—Perfectamente —convino Martin Beck—, pero a mí también me gustaría conocerle, e incluso me da la impresión de que deberíamos ser dos.
Mansson asintió, y al cabo de un momento preguntó:
—¿Tú crees en eso del motivo político?
—Sí, ¿por qué no?, pero quisiera saber más sobre los negocios extranjeros de Palmgren, y lo que será de ellos a partir de ahora. Mats Linder no parece estar metido en estos asuntos, sino dedicado exclusivamente a lo del arenque. ¿A qué se dedica el otro, el danés?
—Aún no lo sé —respondió Mansson—, Vamos a averiguarlo, y si no, seguro que Mogensen sabe algo.
Permanecieron unos segundos en silencio, al cabo de los cuales dijo Skacke:
—Si el tipo que disparó es el mismo que voló de Kastrup a Estocolmo, sabemos seguro que es sueco. Y si fue un crimen político, significa que esa persona estaba en contra de los negocios de Palmgren con Rhodesia, Angola, Mozambique y todo eso. Y si estaba en contra, entonces es que se trataba de un fanático de la extrema izquierda.
—Ahora estás hablando como Persson
el Misterioso
—ironizó Mansson—, que ve fanáticos de extrema izquierda en todas las esquinas. Pero, bueno; quizá tengas razón, después de todo.
—Para ser sincero os diré que yo pensaba lo mismo hasta que hablé con Malm. Hay algo que recuerda extraordinariamente los atentados políticos; algo que se desprende del
modus operandi…
Martin Beck se calló de golpe al advertir que estaba empleando la misma terminología que Malm, lo cual le irritó enormemente.
—A lo mejor sí, o a lo mejor no —comentó Mansson—, porque los grupos extremistas de por aquí se concentran alrededor de la universidad de Lund. Los conozco y son de lo más pacífico, en general, pero la SÄPO es incapaz de comprenderlo.
—No hay ningún indicio de que sea de aquí —observó Skacke.
Mansson sacudió la cabeza.
—¡Conocimiento del local! —exclamó—. Y pensad si lo de la bicicleta es cierto…
—Imagínate que la encontramos —aventuró Skacke, muy optimista.
Mansson le miró de arriba abajo, luego sacudió la cabeza de nuevo y dijo con buen humor:
—¡Madre mía, chaval, seguirle la pista a una bici!
Backlund golpeó la puerta y entró sin esperar respuesta, mientras limpiaba sus gafas.
—¡Ah, mira, deliberando! —dijo, irritado—. A lo mejor los caballeros ya han averiguado el rumbo que tomó el casquillo de la bala. Hemos buscado por todas partes, incluso en la comida. Yo, personalmente, he estado metiendo los dedos en el puré de patatas, pero la cosa es muy sencilla: no hay casquillo…
—Sí, hombre, sí, claro que hay casquillo —rechazó Mansson con expresión de cansancio.
—Claro, porque disparó con un revólver —corearon Martin Beck y Skacke.
Backlund se quedó como si le acabara de atropellar un autobús.
El domingo por la mañana, cuando Benny Skacke se bajó de la bicicleta en el muelle de los hidroplanos, el
Springeren
entraba ya en el puerto en posición baja, y se acercaba lentamente al embarcadero.
Seguía haciendo un tiempo espléndido y no se había atrevido demasiada gente a atravesar el estrecho de Sund en aquel artefacto que parecía una cabina de avión. Del interior del barco salieron unas diez o doce personas que pasaron muy deprisa por la pasarela y cruzaron el edificio de la estación para irse a pelear por el único taxi que quedaba en la parada.
Skacke esperó junto a la pasarela. A los cinco minutos apareció sobre cubierta una muchacha rubia con uniforme de azafata. Él se adelantó, se presentó y le mostró su placa.
—¡Pero si ya se lo he contado todo a la policía sobre ese hombre! A la policía de Copenhague, claro.
Para alegría de Skacke, la chica hablaba prácticamente sueco, aunque naturalmente con un fuerte acento danés.
—Sí, ya lo sé, pero se olvidaron de preguntarle una cosa: ¿vio usted si ese hombre que se quedó en cubierta el miércoles por la tarde llevaba algo en las manos?
La azafata se mordió el labio inferior y frunció el ceño. Por fin dijo entrecortadamente:
—Pues ahora que lo dice…, creo recordar…; sí, espere. ¿Era una caja? Sí, de cartón, negra, más o menos así de grande.
Y separó las manos para dar idea del tamaño de lo que había visto.
—¿Vio si todavía llevaba la caja al bajar a la cabina para sentarse? ¿O al bajar a tierra?
La chica reflexionó un rato. Luego sacudió la cabeza con determinación.
—No, de eso no me acuerdo; la verdad es que no lo sé. Sólo vi que la tenía bajo el brazo cuando estaba aquí arriba.
—Gracias de todos modos. Ha sido una información muy valiosa. No habrá recordado nada más sobre ese hombre desde que habló con la policía de Copenhague, ¿verdad?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
—Nada en absoluto.
—¿Seguro?
La chica esbozó una sonrisa muy profesional y dijo:
—No, nada. Y si me disculpa, tengo que arreglar algunas cosas para la próxima travesía.
Skacke regresó en bicicleta a Davidshallstorg y subió a su despacho de la jefatura de policía. En realidad, disfrutaba de su día libre, pero eran cerca de las once: la hora de llamar a Mónica.
Prefirió llamarla desde su despacho que desde su casa, en parte porque no se atrevía a hablar demasiado tiempo por teléfono para no gastar, y en parte también porque su casera siempre andaba fisgoneando. Y para hablar con Mónica no quería estorbos.
Mónica también tenía el día libre y estaba sola en el piso que había alquilado a medias con una compañera de trabajo. La conversación duró casi una hora, pero ¿y qué?: pagaba la policía o, mejor dicho, los contribuyentes.
Cuando Skacke colgó el teléfono, su cabeza estaba llena de cosas que no tenían nada que ver con el asesinato de Viktor Palmgren.
Martin Beck y Mansson se volvieron a encontrar en la jefatura de policía a las ocho de la mañana del lunes. Ninguno de los dos tenía su mejor día: Mansson presentaba un aspecto indolente, apático y abandonado, y Martin Beck estaba triste y pensativo.
Se dedicaron a revisar papeles en silencio, y no encontraron nada que les animase. El domingo había transcurrido sin más novedades que un aumento del calor y que aún se había marchado más gente de la ciudad. Cuando informaron a la prensa vespertina de que «los trabajos de búsqueda se desarrollaban sin variaciones», en esa frase vacía y gastada se escondía toda la verdad. Lo único positivo era la información de Skacke sobre el hidroplano.
Julio es un mal mes para las investigaciones policiales. Si hay suerte y hace buen tiempo, cualquier cosa resulta una pesadez, excepto irse de vacaciones. El reino de Suecia permanece prácticamente cerrado: nada funciona y no hay forma de ver a nadie, por la sencilla razón de que se ha marchado todo el mundo al extranjero o a sus casas de veraneo. Esto incluye a casi todos, desde el delincuente profesional hasta los organismos oficiales, y los relativamente pocos policías que están de servicio se ocupan sobre todo de vigilar el alud de extranjeros ruidosos y variopintos o en mantener el orden en el tráfico de las autopistas.
Martin Beck, por ejemplo, hubiera dado cualquier cosa por poder hablar con su antiguo camarada Fredrik Melander, a la sazón inspector de homicidios de la sección criminal en Estocolmo, un tipo de cuarenta y nueve años y dotado de la mejor memoria del cuerpo para nombres, sucesos, situaciones y cualquier otro dato al que hubiera tenido acceso durante sus treinta años de servicio. Era el hombre que nunca olvidaba nada y uno de los pocos que podrían aportar algo constructivo al singularísimo caso Palmgren. Pero Melander estaba definitivamente ilocalizable, de vacaciones, y, como de costumbre, absolutamente aislado en su casa de verano en la isla de Värmdö, en la que no había teléfono, además de que ninguno de sus colegas le supo decir dónde estaba exactamente. Su pasatiempo favorito era tallar madera, pero aquel mes de vacaciones había decidido construir una chalupa nueva de dos plazas, algo que sólo sabían hacer él y su gigantesca mujer, la cual era, además, espantosamente fea.
Para colmo, tanto Martin Beck como Mansson hubieran tenido que empezar las vacaciones aquella misma semana, y en sus lúgubres semblantes se reflejaba la seguridad de que se iban a ver definitivamente aplazadas.
Aquel lunes, sin embargo, debían terminar los interrogatorios, saliera lo que saliera de ellos. Martin Beck llamó a Estocolmo y consiguió convencer a Kollberg, después de un largo tira y afloja, de que se ocupara de Hampus Broberg y de Helena Hansson.