Asesinato en el Savoy (14 page)

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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

—¿Dónde está el chupatintas de tu marido?

—Hugold está en el Estado Mayor, tiene mucho que hacer y una gran responsabilidad, porque el general está de vacaciones.

—¡No jodas! —exclamó Gunvald Larsson—. ¿Y no ha sido capaz de pegarte una buena paliza todavía, después de trece años?

—Once. Y ándate con ojo, que no estoy sola, además.

—¡Ah, qué bien! ¿Ya tienes amantes y todo? ¿Algún recluta, quizá?

—Puedes guardarte tus groserías. Es una amiga de la infancia que ha venido a tomar el té. Se llama Sonja; a lo mejor la recuerdas.

—No, seguro que no.

—No ha tenido mucha suerte —dijo la mujer alisándose levemente sus rubias guedejas—, pero ejerce una profesión muy respetable: es dentista.

Gunvald Larsson no hizo comentario alguno. La siguió hasta una sala enorme y muy elegante. Sobre una mesita baja se hallaba un servicio de té de plata, y en el sofá se sentaba una mujer alta y esbelta, de ojos castaños, que mordisqueaba una galletita.

—Éste es mi hermano mayor —le presentó la rubia—, ¡por desgracia! Se llama Gunvald, y es… policía. Antes no; antes sólo era un animal. Hace más de diez años que no le veo y antes tampoco nos veíamos casi nunca.

—Bueno, haz el favor de comportarte como una persona —advirtió Gunvald Larsson.

—¡Mira quién fue a hablar! A ver, ¿dónde demonios estuviste metido los últimos seis años de la vida de papá?

—En la mar, trabajando, haciendo mucho más de lo que nunca ha hecho nadie en esta familia.

—Nos dejaste toda la responsabilidad a los demás —le reprochó ella con amargura.

—¿Y quién se quedó luego con el dinero y con todo lo demás?

—Tú ya te habías pateado tu parte de la herencia antes de que te expulsaran de la Marina —dijo ella con frialdad.

Gunvald Larsson miró a su alrededor.

—¡Mierda!

—¿Qué quieres decir?

—Precisamente eso: mierda. Por ejemplo: ¿de dónde sale ese jarrón de plata tan enorme?

—De Portugal. Lo compramos en Lisboa durante un crucero alrededor del mundo.

—¿Cuánto costó?

—Unos cuantos miles —dijo ella con indiferencia—; no me acuerdo muy bien. Y ahora, ¿qué eres? ¿Guardia?

—Primer inspector auxiliar de homicidios.

—Papá se debe de estar revolviendo en su tumba. O sea que no has sido capaz ni de llegar a comisario o como se llame… ¿Cuánto ganas?

—Eso no te importa.

—Bueno, ¿y qué buscas aquí? ¿Vienes a pedir dinero? No me extrañaría. —Miró a su amiga, que seguía la discusión en silencio, y añadió inexpresivamente—: Siempre ha sido un fresco de mucho cuidado.

—Exacto —dijo Gunvald Larsson sentándose—. Anda, saca otra taza.

La mujer abandonó el salón. Gunvald Larsson miró a la amiga de la infancia con cierta curiosidad, pero ella no le devolvió la mirada y ninguno de los dos dijo nada.

Su hermana volvió con una bandeja de plata cincelada, con una taza de té en un platito también de plata.

—¿Qué buscas aquí?

—Ya lo sabes. Has de contarme todo lo que sepas de Broberg y de su jefe, que se llamaba Palmgren y que murió el miércoles.

—¿Murió?

—Sí, ¿no lees los periódicos?

—A lo mejor, pero a ti no te importa.

—Lo mataron de un tiro.

—¿Matar? ¿Tiros? ¡Pero en qué clase de porquerías andas metido!

Gunvald Larsson se sirvió té sin inmutarse.

—Además, ya te he contestado; yo no espío a los vecinos, y eso ya se lo he dicho al otro patoso que has enviado esta mañana.

Gunvald Larsson bebió un sorbo de té. Luego apartó la taza de un golpe.

—Oye, déjate de gesticular tanto, Lillan. Eres una fisgona desde que aprendiste a andar, y yo sé que sabes un montón de cosas sobre ese Broberg y también sobre Palmgren. Y estoy convencido que tú y tu ratón de oficina los conocéis a los dos. Ya sé cómo funciona vuestro círculo selecto de amistades.

—¡Qué vulgar eres! No diré nada, y menos a ti.

—Sí, ya lo creo que sí; si no…

—Si no, ¿qué?

—Si no, pienso coger al primer guardia de uniforme que encuentre, visitar casa por casa en un radio de un kilómetro, presentarme y decirles que mi hermana es tan imbécil que tengo que pedirles ayuda a otras personas.

Ella le miró asustada y preguntó con ansiedad:

—¿Pero tendrías la cara de…?

—¡Y tanto que tendría cara! Así que lo mejor es que empieces a cantar ya.

La amiga de la infancia seguía el diálogo con un interés discreto, pero evidente.

La hermana dijo con resignación, después de un largo y tenso silencio:

—Bueno, ya veo que serías capaz de hacer una cosa así. —E inmediatamente añadió—: ¿Qué quieres saber?

—¿Conoces a ese tal Broberg?

—Sí.

—¿Y a Palmgren?

—Ligeramente; nos hemos visto en alguna que otra fiesta, pero…

—Pero ¿qué?

—Nada.

—Bueno, ¿qué ha hecho Broberg estos últimos días?

—Eso es algo que no me incumbe.

—En eso estamos de acuerdo, pero estoy segurísimo de que te has dedicado a fisgonear por la ventana cada vez que entraba o salía alguien de esta casa. ¿Qué?

—Su familia se marchó el viernes.

—Ya lo sabía. ¿Qué más?

—El mismo día vendió el coche de su mujer, un Ferrari blanco.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque vino un comprador y estuvieron fuera de la casa haciendo los tratos.

—Lo que se mira se ve. ¿Qué más?

—Me parece que el director Broberg no ha dormido en casa estas últimas noches.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has estado en su casa mirando y tocando?

Ella le lanzó una mirada rendida y dijo:

—Estás más desagradable que nunca.

—Contesta, coño.

—Es casi imposible no enterarse de lo que ocurre en la casa de al lado.

—Claro, sobre todo cuando se es una fisgona. ¿Crees que no ha estado, entonces?

—Sí, ha venido varias veces y me ha parecido que se llevaba un montón de cosas.

—¿Ha venido alguien más aparte del tratante de automóviles?

—Pues…

—¿Cuándo y quién?

—El sábado vino con una chica rubia y estuvieron un par de horas. Luego metieron unas cuantas cosas en el coche, maletas y cosas así.

—¡Ajá! Continúa.

—Ayer hubo gente; una pareja muy distinguida y un tipo que parecía abogado. Estuvieron dando vueltas y mirando, y el tipo que parecía abogado hacía gestos todo el rato.

—¿Y cómo lo interpretabas?

—Como si quisiera vender la casa. Incluso me parece que la vendió.

—¿También escuchaste lo que dijeron?

—No pude evitar oír alguna cosa.

—De eso estoy seguro —dijo Gunvald Larsson secamente—. ¿Y te pareció que vendía la casa?

—Sí.

—¿Con muebles y toda la mierda?

—¡Oh! ¡Qué expresiones más bastas!

—Contesta, en vez de preocuparte de eso. ¿Por qué crees que llegó a vender la casa?

—Porque oí trozos de conversación. Dijeron, por ejemplo, que los mejores negocios eran siempre negocios rápidos y que la situación hacía que la compra-venta fuera ventajosa para ambos.

—Sigue.

—Se despidieron muy efusivamente, se dieron la mano y palmadas en el hombro. Broberg le cedió varias cosas; entre otras, las llaves.

—¿Qué pasó entonces?

—Aquellas personas se marcharon en su coche, un Bentley negro.

—¿Y Broberg?

—Se quedó todavía un par de horas.

—¿Y qué hizo?

—Encendió el fuego y estuvo saliendo humo bastante rato por la chimenea. Pensé…

Y se interrumpió.

—¿Qué pensaste?

—Pues que era muy raro con el tiempo que hace, con este calor.

—¿Y luego?

—Estuvo bajando todas las persianas y después se marchó, y desde entonces no lo he vuelto a ver.

—Lillan… —dijo Gunvald Larsson con amabilidad.

—Sí, dime.

—Hubieras sido un buen policía.

Ella hizo una mueca indescriptible y preguntó:

—¿Vas a seguir molestándome?

—Claro que sí. ¿Conoces bien a Broberg?

—Sólo nos vemos de vez en cuando; es casi inevitable entre vecinos.

—¿Y a Palmgren?

—Ya te he dicho que muy por encima. Estuvimos juntos en un par de fiestas en casa de Broberg. Una vez dimos una fiesta en el jardín, y acudió él. Ya sabes, en estas ocasiones se suele invitar a los vecinos, y aquella vez dio la casualidad de que Palmgren estaba en casa de Broberg y también le invitamos.

—¿Estaba solo?

—No; vino con su mujer, que es joven y encantadora.

—Ah, ¿sí?

Ella no dijo nada.

—Bueno, ¿qué opinas de esas personas?

—Tienen mucho dinero —dijo ella con indiferencia.

—Vosotros también, tú y tu caballerete.

—Sí, es cierto.

—Dinero llama dinero —sentenció Gunvald Larsson con aire filosófico.

Ella lo miró largamente y después dijo con gran agudeza:

—Quiero que entiendas una cosa, Gunvald.

—¿Qué es?

—Que estas personas, Broberg y Palmgren, no pertenecen a la misma categoría que nosotros. Es evidente que tienen mucho dinero, sobre todo Palmgren, según creo, pero les falta estilo y finura. Son negociantes sin escrúpulos que lo aplastan todo a su paso. He oído decir que Broberg es una especie de usurero y que Palmgren llevaba negocios de lo más sospechoso en el extranjero. Esta clase de personas tiene acceso a los círculos más elevados a través de su dinero, pero aún les falta algo, y nunca terminan de integrarse totalmente.

—Sí, sí, ya veo que es así. Pero, entonces, ¿tampoco aceptas a Broberg?

—Sí, pero sólo por su dinero. Su fortuna, igual que la de Palmgren, les vuelve influyentes. Y la cosa es que esta sociedad ha llegado a ser lo que es porque existen personas como Palmgren y Broberg. En cierto modo son piezas más importantes en la marcha del país que el gobierno y el parlamento y esas cosas. Por eso los debemos aceptar incluso nosotros.

Gunvald Larsson la observó con disgusto.

—Así que ésa es tu opinión. Pues yo creo que no tardará mucho en ocurrir cosas que os van a sorprender a base de bien a ti y a tu gentuza de la alta sociedad.

—¿Qué es lo que va a ocurrir?

—¿De verdad eres tan burra que no te das cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor en todo el mundo?

—A mí no me levantes la voz —advirtió ella muy seria—. Ya no somos niños, así que más vale que te vayas a hacer gárgaras.

—Ya hice muchas cuando era marino.

—Hugold vendrá de un momento a otro, y no quiero que te encuentre aquí.

—Veo que trabaja pocas horas.

—Claro; la gente de alta preparación suele trabajar pocas horas. Adiós, Gunvald.

Él se levantó.

—Bueno, al menos me has ayudado —reconoció.

—No hubiera dicho una sola palabra si no te hubieras valido de la amenaza y de la extorsión.

—No, ya lo sé.

—Y por mí pueden pasar otros diez años sin vernos.

—Por mí también. Adiós, pues.

Ella no respondió. La amiga se levantó y dijo:

—Yo también debo irme.

Gunvald Larsson la miró. Era una chica alta y delgada, que le llegaba por lo menos a los hombros. Iba vestida con finura y elegancia, llevaba un maquillaje discreto, y se mostraba discreta en todo. No había ningún coche afuera…

—¿Puedo llevarla a algún lado?

—Sí, gracias.

Y salieron.

Gunvald Larsson recorrió con la mirada la casa o excasa de Broberg y se encogió de hombros. Cuando estuvieron sentados en el coche, miró si la mujer llevaba algún anillo, y no lo llevaba.

—Perdón, no he entendido bien su apellido.

—Lindberg, Sonja Lindberg; me acuerdo de ti de cuando era pequeña.

—Ah, ¿sí?

—Sí, entonces también eras mucho mayor que yo, claro.

La encontró muy atractiva. Pensó en invitarla a algo, pero eso podía esperar, no corría prisa; era cuestión de llamarla un día.

—¿Dónde quieres que te deje?

—En Stureplan, gracias; tengo la consulta en Birger Jarlsgatan, y vivo allí también.

«Estupendo —pensó él—, no hace falta preguntar más.»

Ninguno de los dos dijo nada hasta que hubieron llegado a Stureplan.

—Adiós y gracias.

Ella le tendió la mano. Él se la cogió: era delgada, fresca, seca.

—Adiós —se despidió él, cerró la portezuela y se marchó.

En su despacho de Kungsholmsgatan halló unos quince recados, uno de ellos de Kollberg, que estaba en Västberga y quería que lo llamase. Gunvald Larsson despachó lo más urgente antes de marcar el número de la comisaría de la zona Sur.

—Sí —dijo Kollberg.

Gunvald Larsson le contó todo lo que sabía, pero silenciando la fuente de información.

—Muy bien, Larsson —aprobó Kollberg—. Todo parece indicar que el tipo ese quiere poner tierra de por medio.

—Seguramente ya se ha largado.

—No lo creo, porque la maleta de que te hablé sigue en su despacho de Kungsgatan. Acabo de hablar con su secretaria y me ha dicho que Broberg la había llamado hace una media hora para decirle que no podría estar en la oficina antes de las cinco.

—O sea que está viviendo en algún hotel —concluyó Gunvald Larsson pensativo.

—Probablemente. Ahora lo comprobaré, pero me extrañaría que se hubiera inscrito con su verdadero nombre.

—Seguro que no, claro. ¿Has localizado a aquella tía?

—Todavía no; estoy esperando que me digan algo del departamento de moralidad y orden. —Calló un instante, tras lo cual dijo lamentándose—: Todo se junta: si no puedo estar en Kungsgatan antes de las cinco, ¿puedes ocuparte tú o alguien de vigilar esa maldita oficina de préstamos?

El impulso inmediato de Gunvald Larsson fue decir que no. Cogió el abrecartas de la mesa y empezó a hurgarse muy serio entre los dientes delanteros.

—Sí —accedió por fin—, ya me ocuparé yo.

—Gracias. —«Agradéceselo a mi hermana», pensó Gunvald Larsson. Luego dijo—: Otra cosa.

—¿Qué?

—Este tío, Broberg, ¿estaba a la mesa cuando dispararon contra Palmgren?

—Sí.

—Entonces, ¿cómo coño puede tener algo que ver con el asesinato?

—No me lo preguntes a mí; todo es un misterio complicado. A lo mejor Martin sabe algo.

—Beck —dijo Gunvald Larsson con disgusto.

Y así terminó la conversación.

14

Lennart Kollberg tuvo que esperar más de una hora la llamada del departamento de moralidad y orden. Aguardó sentado en su despacho de Västberga, bañado en sudor. Lo que por la mañana había parecido un simple recado, o sea, hablar con dos testigos, se había convertido en una auténtica cacería a medida que iba transcurriendo la jornada.

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