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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

Asesinato en el Savoy (18 page)

—¿Policía…? —repitió el vigilante con una voz grave y retumbante—. Quiero ver toda clase de papeles antes de dejarle a usted…

El hombre de la maleta no dudó ni un segundo. Dejó de lado el decrépito ascensor y bajó las escaleras como una exhalación.

Gunvald Larsson se hallaba en una situación comprometida. Si golpeaba al tipo del mono, lo más probable era que rodara escaleras abajo y se desnucase. Tras pensarlo un instante, prefirió escabullirse pasando por debajo de su brazo derecho, y la cosa fue fácil, pero el vigilante actuó con rapidez y le agarró la chaqueta. Al intentar soltarse, oyó cómo la tela cedía y se desgarraba. Completamente indignado por este nuevo estropicio en su indumentaria, se dio media vuelta y golpeó al hombre en la muñeca. El vigilante lo soltó con un gemido, pero Broberg ya le llevaba mucha ventaja.

Gunvald Larsson se lanzó escaleras abajo, y tras de sí oyó una retahíla de juramentos y unos pesados pasos.

La situación en el vestíbulo era totalmente absurda: Zachrisson, naturalmente, se había metido, en el portal y se hallaba de pie delante de la puerta y con las piernas abiertas. Se acababa de desabrochar la chaqueta y en aquel momento sacaba la pistola.

—¡Alto! —chilló— ¡Policía!

Broberg se había parado en seco sin soltar la maleta que llevaba en la mano derecha. Metió la mano izquierda en el bolsillo de la gabardina y sacó una especie de pistola, apuntó al techo y disparó. Gunvald Larsson no oyó ningún rebote y pensó que se trataría de una pistola de salvas o de alguna especie de juguete.

Zachrisson se tiró sobre el suelo de mármol y disparó, pero falló. Gunvald Larsson se apretó contra la pared, Broberg caminó en dirección opuesta al agente, que se hallaba junto a la puerta exterior, seguramente porque sabía de alguna puerta trasera. Zachrisson volvió a disparar, y volvió a fallar. El hombre de la maleta estaba tan sólo a tres metros de Gunvald Larsson y seguía caminando hacia el interior del vestíbulo.

Zachrisson hizo tres disparos seguidos y los falló todos.

«¡Qué carajo les enseñarán en la academia de policía!», pensó Gunvald Larsson con asombro.

Los tiros rebotaron en todas direcciones entre los muros de piedra, y uno de ellos terminó incrustándose en el tacón del zapato derecho de Gunvald Larsson, echando a perder para siempre una pieza de artesanía italiana de primera clase.

—¡Alto el fuego! —bramó.

Zachrisson todavía hizo otro disparo, pero la pistola hizo
clic,
porque seguramente había olvidado llenar el cargador.

Gunvald Larsson se adelantó tres pasos y le dio un puñetazo a Hampus Broberg con todas sus fuerzas en plena barbilla. Pudo oír el crujido de sus nudillos, el hombre cayó redondo sobre su trasero y se quedó sentado en el suelo.

El vigilante llegó al final de la escalera jadeando y soltando toda clase de palabrotas.

—¡Qué coño es esto! —exclamó con asombro.

El humo de la pólvora formaba una neblina azulada que invadía todo el vestíbulo, y el olor era muy penetrante.

Zachrisson se levantó, con expresión confundida.

—¿Adónde apuntabas? —le recriminó Gunvald Larsson de mal humor.

—A las piernas.

—¿A las mías, quizá?

Gunvald Larsson cogió el arma que se le había caído a Broberg, y vio que, efectivamente, era una pistola de salvas.

En la calle se había formado un corro de gente que se amontonaba armando bastante barullo.

—¡Están locos! —dijo el vigilante—. ¿No ven que es el director Broberg?

—¡Cierra el pico! —ordenó Gunvald Larsson, y ayudó a Broberg a ponerse en pie.

—Coge la maleta —ordenó a Zachrisson—, si es que puedes con ella.

Sacó entonces al detenido a la calle, cogiéndolo fuertemente del brazo derecho. Broberg se agarraba la barbilla con la mano izquierda, y entre los dedos le caían gotas de sangre.

Gunvald Larsson se abrió paso entre la multitud embobada y sin mirar a ningún lado, dirigiéndose a su coche. Detrás iba Zachrisson dando saltitos. Gunvald Larsson empujó al detenido al asiento trasero del coche y después entró él.

—¿Sabrás encontrar la jefatura de policía? —le preguntó a Zachrisson.

Éste asintió con humildad, mientras se iba encogiendo bajo el volante.

—¿Qué ocurre? —preguntó un aparentemente honorable ciudadano con traje gris y boina.

—Estamos rodando una película —respondió Gunvald Larsson, cerrando la puerta de golpe.

—¡Arranca de una vez, coño! —le gritó a Zachrisson, que estaba manoseando la llave de contacto.

Por fin consiguió poner el coche en marcha. De camino hacia Kungsholmen, hizo una pregunta que le tenía seguramente sobre ascuas desde hacía un buen rato:

—¿Es que tú no llevas armas?

—¡Idiota! —dijo Gunvald Larsson con cansancio.

Llevaba, como casi siempre, una pistola prendida con una pinza en la cintura del pantalón.

Hampus Broberg no abrió la boca.

17

Hampus Broberg no decía nada, en parte porque no quería y en parte no podía, pues se le habían saltado algunos dientes y tenía una herida en la barbilla. A las nueve y media de la noche seguían Gunvald Larsson y Kollberg ocupándose de él y soltándole preguntas sin sentido.

—¿Quién disparó contra Viktor Palmgren?

—¿Por qué intentaba huir?

—¿Pagó usted al asesino, sí o no?

—¡No le servirá de nada negarlo!

—Lo mejor es que diga lo que sepa.

—Bueno, a ver, ¿quién fue el autor de los disparos?

—¿Por qué no contesta?

—La suerte está echada; lo mejor será que hable.

Broberg movía la cabeza de vez en cuando, y al mencionarse el asesinato de Palmgren, sus rasgos faciales se torcían hasta que se le dibujaba una risa sardónica en el rostro. Kollberg imaginaba lo que aquella mueca significaba, pero poca cosa más. Como parte del procedimiento legal, le habían preguntado si quería hablar con su abogado, pero incluso entonces se limitó a mover la cabeza.

—¿Quería eliminar a Palmgren para quedarse con todo el dinero?

—¿Dónde está el que disparó?

—¿Quién más había en la conjura?

—¡Conteste, coño!

—Está usted detenido.

—Lo tiene mal.

—¿Por qué intenta encubrir a otros?

—Nadie se ha preocupado de encubrirle a usted.

—Vamos, hable de una vez.

—Si delata al asesino, a lo mejor eso le favorecerá más adelante.

—Le conviene colaborar.

Kollberg, de vez en cuando, optaba por formular preguntas menos directas:

—¿Dónde nació? ¿Y cuándo?

Gunvald Larsson tenía la costumbre de empezar por el principio:

—A ver, empecemos de nuevo: ¿cuándo decidió que había que eliminar a Viktor Palmgren?

Mueca. Movimiento de cabeza. Kollberg creyó entrever que sus labios formaban la palabra «idiotas», y por un momento le pareció un apelativo bastante adecuado.

—Si no quiere abrir el pico, escriba en ese cuaderno.

—Aquí tiene un lápiz.

—Sólo nos interesa el asesinato; lo demás es competencia de otras personas.

—¿Sabe usted que es sospechoso de conspiración…

—…por complicidad en un asesinato premeditado?

—Lo mejor para todos sería que confesase ahora mismo.

—Empezaremos otra vez: ¿cuándo decidió que Viktor Palmgren debía morir?

—¡Hable de una vez!

—Usted sabe que tenemos pruebas suficientes para encerrarle, y de momento está usted detenido.

De eso no había duda, desde luego. En la maleta se encontraron acciones y otros documentos de un valor cercano al medio millón de coronas, según pudieron calcular de manera provisional. Eran investigadores criminales y no expertos en finanzas, pero algo sabían de evasión de divisas y acciones.

En una carterita del bolsillo interior de la americana de Broberg encontraron un billete de ida a Ginebra vía Copenhague y Frankfurt a nombre de un tal Mr. Roger Frank. En el otro bolsillo interior hallaron un pasaporte falso con la fotografía de Broberg, pero a nombre de Roger Frank, ingeniero.

—Bueno, ¿qué tal va eso?

—Lo mejor que puede hacer es descargar su conciencia.

Por fin, Broberg cogió el lápiz y escribió unas palabras sobre un cuaderno de taquigrafía. Ellos se inclinaron sobre la mesa y pudieron leer: «Traigan a un médico». Kollberg llamó a Gunvald Larsson aparte y le dijo en voz baja:

—Creo que será lo más prudente. No vamos a estar así toda la vida.

Gunvald Larsson arrugó la frente.

—Quizá tengas razón; además, ¿hay algo que nos induzca a creer que él organizó este asesinato? Yo creo que no.

—Exacto —convino Kollberg pensativo—, exacto.

Ambos estaban cansados y deseaban fervientemente marcharse a sus casas, pero no quisieron terminar sin repetir algunas de las preguntas:

—¿Quién disparó contra Palmgren?

—Nos consta que no fue usted, pero también que sabe quién lo hizo. ¿Cómo se llama?

—¿Y dónde está?

—¿Cuándo nació usted? —inquirió Gunvald Larsson sin saber ya qué estaba diciendo—. ¿Y dónde?

Después lo dejaron, llamaron al médico de la policía de turno y entregaron a Broberg al personal de custodia de detenidos.

Se metieron en sus coches respectivos y se marcharon a casa, Kollberg con su mujer, que ya dormía, y Gunvald Larsson a lamentarse por sus prendas destrozadas.

Antes de irse a dormir, Kollberg trató de localizar a Martin Beck por teléfono, pero no lo encontró.

Gunvald Larsson no tenía intención de llamar a Beck ni a nadie. Pasó bastante rato debajo de la ducha pensando en las manchas de sangre de sus pantalones, en la americana desgarrada y en el zapato destrozado. Antes de dormirse leyó dos páginas de un libro de Stein Riverton.

Kollberg había tomado parte en un interrogatorio algo más sustancioso a media tarde.

Tan pronto como él y Åsa Torell hubieron introducido a Helena Hansson en un cuartucho frío y poco acogedor de la sección de moralidad y orden, la chica se desmoronó y soltó una declaración tan abundante e imparable como sus lágrimas. Tuvieron que conectar una grabadora para no perderse nada de lo que tenía que contar.

Era una
call-girl
y, efectivamente, Hampus Broberg requería a menudo sus servicios. Fue él quien le dio la maleta y el billete de avión. Debía volar a Zurich y entregar la maleta a la custodia de valores del hotel, y él llegaría de Ginebra para recuperarla al día siguiente.

Le pagaría diez mil coronas por el encargo, si todo salía bien. E ignoraba por completo lo que contenía la maleta.

Hampus Broberg le había dicho que no podían correr el riesgo de viajar en el mismo avión.

Cuando llegó la policía intentó contactar con Broberg en el hotel Carlton, donde se alojaba bajo el nombre de Frank, pero no lo encontró.

Los honorarios por el trabajo de Malmö no habían sido mil coronas, sino mil quinientas.

Recitó de corrido los diversos números de contacto de la red de prostitución telefónica a la que pertenecía.

Dijo que era totalmente inocente y que no tenía ni idea del asunto. Era una prostituta, pero no la única, y además, siempre había ido haciendo otras cosas paralelamente.

Sobre el asesinato no sabía absolutamente nada más de lo que había contado ya un par de veces.

Kollberg se inclinó por creerla en este punto concreto, y en los demás también.

18

Paulsson espiaba en Malmö.

Los primeros días, el sábado y el domingo, se concentró en el personal del hotel, en busca de alguien a quien arrinconar. Su experiencia le había demostrado que cualquier misión es mucho más fácil si se sabe a quién se está buscando.

Hacía sus comidas en el comedor del hotel, y el resto del tiempo permanecía en el vestíbulo. En seguida vio que le daba mal resultado aquello de ocultarse tras un periódico abierto en el restaurante, espiando lo que hablaban los demás. La mayor parte de los comensales eran extranjeros y empleaban sus idiomas incomprensibles, y si algún miembro del servicio se refería en algún momento a los sucesos del miércoles, lo hacía bien lejos de su mesa.

Paulsson decidió jugar al huésped curioso, sobre lo cual había leído una historieta en el periódico. Llamó por gestos al camarero, un joven medio dormido, con patillas y una chaquetilla cegadoramente blanca dos tallas superior a la suya. Paulsson intentó entablar conversación sobre el crimen, pero el mozo le respondía con monosílabos y sin el menor interés, mientras su mirada se perdía más allá de la ventana abierta.

—¿Vio usted al asesino?

—Pues…

—¿Era uno de esos melenudos?

—Nooo…

—¿Seguro que no era un melenudo? ¿No iba vestido de cualquier manera, pues?

—Puede que un poco desarreglado, no lo vi muy bien, pero llevaba americana.

El mozo fue requerido en la cocina y se alejó.

Paulsson empezó a elucubrar.

Para alguien que normalmente llevase pelo largo y barba, y téjanos y una trinchera raída, lo más fácil del mundo era disfrazarse; bastaba cortarse el pelo, afeitarse, ponerse un traje, y nadie le reconocería. El problema era que después tardaría un tiempo en recobrar su aspecto original, y entonces sería más fácil buscarle.

Paulsson quedó muy aliviado con su conclusión.

Por otro lado, había muchos de esos extremistas de izquierda que parecían personas normales; eso lo había podido comprobar numerosas veces vigilando manifestaciones en Estocolmo, y le había puesto siempre de mal humor, porque los que llevaban un mono azul con grandes pegatinas de Mao en el pecho eran fáciles de identificar, aunque no formaran grupo, pero lo que complicaba el trabajo eran aquellos miserables que andaban derechos, aseados y con trajes limpios, con un maletín lleno de octavillas y proclamas. Claro que tenían la ventaja de que no pringaban, pero, aun así, eran un fastidio.

Él
maître
se acercó a su mesa.

—¿Le ha gustado? —le preguntó.

Era bajito, llevaba el cabello engominado y tenía un brillo de humor en la mirada. Por lo menos parecía más despierto y locuaz que el mozo.

—Estupendo, gracias —dijo Paulsson.

Entonces decidió abordar rápidamente el tema.

—Hace un momento estaba pensando en eso que ocurrió el miércoles. ¿Estaba usted aquí?

—Sí, aquella noche estaba de turno. Es un asunto horroroso, y todavía no han cogido al que disparó.

—¿Lo vio usted?

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