Read Buenos Aires es leyenda 2 Online
Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes
Tags: #Cuento, Fantástico
Y si aceptamos la idea de que Internet es un universo fuera del nuestro, los mismos miedos llevarán a algunos a decir que ese universo puede transportarnos hacia sitios o portales… fuera del nuestro.
Y el camino del miedo siempre conduce hacia la peor posibilidad. ¿Habrá peor destino para un navegante de Internet que el mismo Reino de Lucifer?
Desembarcamos en Colegiales atraídos por el dato que aseguraba que entre los alumnos de algunas escuelas secundarias de ese barrio corría el rumor de que en cierto cybercafé se puede acceder a un chat directo con el Infierno.
En un principio pensamos que dicho rumor no estaba tan extendido como imaginábamos, ya que nos costó dar con testimonios valederos. Pero, al parecer, la razón era otra: el asunto del chat es tomado por sus usuarios como un secreto, pactan de palabra no andar divulgándolo por ahí. Pero ninguna comunidad, por hermética que sea, es perfecta. Siempre hay filtraciones…
M
AURO
C.: «Escuché hablar a mi hijo y a sus amigos del colegio acerca de ir a Internet para meterse en el Infierno. Yo siempre pensé que se trataba de un jueguito de computadora».
F
ACUNDO
G.: «Yo nunca me metí, pero vi cómo algunos compañeros míos sí lo hacían. Es genial. Podés elegir con qué demonio chatear. Pero no se puede meter cualquiera. Tenés que ir con Flavio que él la tiene clara».
F
ABIÁN
C.: «No podés estar mucho tiempo en el chat porque la compu se recalienta. Yo conozco a un chico que por chatear en el Infierno más de lo debido se le prendió fuego el monitor».
M
ARTÍN
S.: «Para tener acceso al chat diabólico tenés que haber entrado alguna vez a alguna página cualquiera siendo el visitante número 666. Muchos sitios tienen un contador y te dicen qué número de visitante sos, pero también tenés muchos sin contador. Igual te enterás porque te llega un mail que dice que estás invitado al chat del Infierno».
Facundo, Fabián y Martín son alumnos de diferentes escuelas de Colegiales. Hubo dos preguntas que les hicimos a los tres por igual. La primera se refería a la dirección electrónica del chat. Los tres respondieron lo mismo: cambiaba todas las semanas, todos los lunes les llegaba a los usuarios un mail con la nueva dirección. La segunda pregunta era acerca de si al chat se accedía desde cualquier computadora. Las tres respuestas volvieron a coincidir: había que ir al «cyber de Ary». Sólo desde sus computadoras se podía entrar en el Infierno. Esta segunda respuesta nos confirmó que el rumor que nos había llevado a Colegiales era un buen rumor.
El «cyber de Ary» era oscuro y sucio. La poca luz que caía del techo y la que despedían los monitores de las computadoras bastaba para delatar un piso que no había sido barrido en semanas, así como las partículas de todo tipo que poblaban los muebles y hasta las mismas computadoras.
Luego de hacer a un lado el
comic
de Superman que estaba leyendo, Ary, como si no quisiera desentonar con el mito, nos dedicó una carcajada diabólica ante la mención del chat del Infierno.
Abrió tanto la boca que alcanzamos a verle cinco empastes entre las muelas inferiores. Todo en él era así: exagerado. Ary pesaría unos doscientos kilos. Su rostro tenía más metal que carne. Exhibía seis piercings en su rechoncha nariz, tres de cada lado; otros dos le brillaban sobre cada ceja, otros seis rodeaban su enorme boca y de uno de ellos surgía una pequeña cadena que se unía con uno de los cinco aros de su oreja izquierda. En la derecha tenía cuatro. Nos extrañó no ver ninguna bolita metálica incrustada en su lengua, custodiando los empastes.
A continuación reconstruiremos la conversación que mantuvimos con este personaje evitando las interrupciones por parte de los clientes.
—¡Es muy bueno! —nos gritó Ary luego de soltar la carcajada—. ¡Eso del chat satánico es muy bueno! ¡Después del harén virtual de Carlitos, es lo mejor!
—Pero ¿sabe en qué consiste? —preguntamos—. ¿Es verdad todo lo que se dice?
—¿Todo lo que se dice? Yo sólo sé que vienen esos pibes y se meten en ese chat y se lo pasan, dicen ellos, conversando con diablos. Yo no les creo, pero no se puede negar que es una idea muy buena.
—¿Está al tanto de que, según dicen, es su cybercafé el único en la zona con acceso al chat en cuestión?
—Algo me dijeron. Si es así,
fantabuloso
(no dijo ni «fantástico» ni «fabuloso», dijo «fantabuloso»). De esa manera ganamos todos. Los pibes le agregan misterio a su club, y yo gano plata.
No pudimos evitar hacerle la siguiente pregunta. Se la realizamos por pura curiosidad y, afortunadamente, terminó relacionada con nuestra investigación:
—¿En qué consistía eso que nombró, lo del harén virtual?
—¡El harén virtual de Carlitos! —gritó como si Carlitos viviera en Nepal y tuviera que enterarse de que estaban hablando de él. Las personas presentes en el cybercafé parecían acostumbradas a los alaridos de Ary, pues en ningún momento desviaron la mirada del monitor que cada uno tenía delante—. Ahí empezó todo, con Carlitos. ¡Ése sí que era un hijo de puta! Se fue enganchando minas por chat, una salteña, una cordobesa, una de acá, de Buenos Aires, y así. Estaba en contacto con quince o veinte minas diferentes, todas argentinas. Evitaba conocerlas personalmente. Ni siquiera les mandaba una foto personal. Y lo bien que hacía. Yo no soy ningún galán, pero Carlitos era horrible, siempre decíamos que era Moe, el de los tres chiflados, pero bizco y con la boca de Mick Jagger. Igual, a Carlitos, no le importaba, porque él no pretendía conocer a las minas que contactaba. Él las quería para otra cosa. El guacho las enamoraba por chat y después les pasaba su número de celular. Entonces había una mina que lo llamaba a la mañana para que no llegara tarde al trabajo, otra que lo llamaba para que no se olvide tal cosa, otra que lo consolaba cuando estaba triste. Cuando precisaba algo, ahí estaba una de ellas para servirlo. ¡Y todas le mandaban regalos para su cumpleaños!
Interesante (o deberíamos haber dicho fantabuloso).
—¿Pero por qué dice que ahí empezó todo?
—Pasó que un día Carlitos incluyó en su harén una integrante que no resultó ser del tipo que a él le gustaban. La piba, si es que era una piba, ustedes saben que Internet está llena de mentirosos, y Carlitos no llegó nunca a hablar con ella… ¿En qué estaba?… ¡Ah, sí! ¡La piba! La piba era medio oscurita y le dijo que tenía la fórmula de meterse en un chat con demonios. No sé si ya les dijeron lo de ser el visitante 666 de una página y eso.
Cuando le dijimos que sí, continuó.
—Carlitos no quiso saber nada, y no chateó más con la piba esta. Pero lo comentó acá, en el Cyber, y Flavio, uno de los pibes del colegio, no me pregunten de qué colegio, se interesó. Carlitos le pasó el mail de la piba y listo. Entonces Flavio parece que le hizo caso a esta minita y se metió en cuantos sitios pudo, hasta que en uno terminó siendo el visitante número 666. O al menos eso dice él, pero yo a Flavio no le creo nada, para mí que lo inventó todo para levantarse minas. Seguro que le tenía envidia al capo de Carlitos.
Algo se movía sobre la cadenita que cruzaba la enorme cara de Ary. Era una hormiga. Se la señalamos. Ary se puso medio bizco para poder distinguirla. Entonces la sopló. La hormiga pasó entre nosotros a una velocidad cercana a la de la luz. Detrás de ella nos llegó una lluvia de saliva. Nos empapó. Mientras nos secábamos, Ary gritó:
—¡Me tienen cansado estas hormigas de mierda! ¡Tengo el local lleno de estos bichos!
Desviamos la vista hacia el interior del local y descubrimos que Ary tenía razón: la suciedad que habíamos percibido al entrar no estaba
quieta
. Muchas de las partículas que la componían se movían. Hormigas.
Ary tomó, aun temblando por la bronca, la revista de
comic
que le habíamos encontrado leyendo, y la abrió delante de él. Un milagro permitió que no se rompiera a la mitad. Era el número de la muerte de Superman.
A pesar de esa repentina demostración de indiferencia, le hicimos la última pregunta:
—¿A qué hora suele venir Flavio?
—Ya vino y ya se fue —nos llegó la voz de Ary desde el otro lado de la revista—. Viene todos los días con su grupito, después del colegio, a eso de la una. Pero no les va a servir de nada.
No habíamos hecho una cuadra, luego de abandonar el cybercafé, cuando sentimos un «hey, ustedes» a nuestras espaldas. Era un adolescente pálido y ojeroso. Estaba agitado y transpirado. De tan pálido parecía transpirar leche.
—Los escuché ahí, en lo de Ary —nos dijo tratando de recuperar su respiración normal. Había corrido detrás nuestro, sin duda—. Yo estaba en la segunda computadora. No le crean nada a ese gordo, si de lo único que sabe es de superhéroes. Lo del chat es verdad. Hay que pararlo de alguna forma.
El chico nos miraba con unos ojos celestes clarísimos, pálidos igual que todo su rostro, como si tantas horas delante de un monitor le hubieran descolorido la piel de la cara, el iris de los ojos. Hasta sus facciones parecían gastadas. Porque de eso estábamos seguros: aquél era el típico joven con sobredosis de Internet, de juegos en red, etcétera.
—¿Vos te metiste en el chat? —le preguntamos.
Sin decir palabra el joven nos señaló un bar. Era lógico, quería privacidad. Buscamos una mesa apartada.
—Claro que entré —nos dijo una vez sentados y con el café marchando—. Es una mierda. Tienen que pararlo.
Le pedimos que se tranquilizara y que nos explicara su experiencia. Llegó el café, tomó un sorbo y comenzó:
—Yo veía cómo con eso del chat diabólico, Flavio y sus amigos empezaron a ganar mujeres. Entonces me uní al grupo. Siguiendo la estrategia de Flavio me puse a visitar páginas hasta que fui el 666 en una de ellas. Después me llegó el mail ese que te dice que tenés derecho a entrar en el foro del Infierno y que el único precio que pagás es tu alma.
—¿Tu alma? ¿Y aceptaste?
—Más vale. Es que al comienzo no te lo tomás muy en serio. Además, ¿cuál es? ¿Para qué quiero mi alma en estos tiempos que corren? Hubiera cambiado mi alma por el último simulador de Fórmula Uno.
—¿Y una vez adentro, qué pasó?
—Como les dije, al comienzo te cagás de risa. Vas pasando diferentes niveles de demonios. En los primeros chateás con demonios muy graciosos, no paran de hacerte chistes, todos zarpados. Además era verdad: las minitas me empezaron a dar más bola. Pero cuando pasé al décimo nivel, la cosa se puso medio pesada. Había demonios que te adivinaban cosas de tu vida. Un tal Azazel me dijo que a los seis años yo había querido matar a mi hermano, un año más chico que yo; que si no hubiera llegado mi otro hermano, el mayor, justo antes que encendiera el fósforo, lo habría conseguido. También me dijo que a mi hermanito, el olor a queroseno del pelo, recién se le fue pasados los tres meses. Es que mi hermanito era un quilombero, y yo había visto cómo mi viejo quemaba así las ramas del jardín. Pero bueno, la cuestión es que eso lo sabe nada más que mi vieja y mis hermanos, ni mi viejo está enterado. Así que cuando ese demonio me lo dijo no me gustó un carajo. Igual me la banqué y llegué al nivel 26. Ahí ya los bichos esos te piden que hagás cosas por ellos, que siempre son maldades, a cambio de una recompensa.
El joven se acabó el café de una vez. Nos miró con mayor intensidad, como si la cafeína le hubiera subido a los nervios ópticos y le hubiera devuelto a sus ojos algo del color perdido.
—Lo más grosso fue lo de Walter —anunció—. Abadón, un demonio del nivel 27, me dijo que me levantara a la novia de Walter. Yo pensé que era imposible, hacía seis años que salían juntos. Pero ya les dije: si sos parte del club de Flavio se te hace todo más fácil con las mujeres, no sé, es como si te vieran algo que antes no veían. Entonces hice lo que Abadón me pidió, le saqué la novia a Walter. Es que además la guacha estaba buenísima. Yo pensé que mi recompensa era ésa, quedarme con semejante hembra; pero cuando llegué el fin de semana a casa, mi vieja me dijo que habían dejado un sobre para mí, que lo había traído un tipo con un acento raro, vestido todo de negro. Mi vieja me dio el sobre. Había diez billetes de cien dólares. Y después me di cuenta de una cosa: las numeraciones de los billetes eran diferentes, pero todas terminaban en 666. Igual me importó un pito, me compré más memoria para la compu y un montón de juegos buenísimos. Pero la sonrisa se me borró cuando me enteré de que Walter se dejó pisar por el tren. ¡El boludo se mató por una mina! A partir de ahí no quise saber más nada con el chat. Pero al grupito de Flavio no les importa, ellos siguen chateando. Me dijeron que Flavio llegó al nivel 660. ¡Seis niveles más y va a poder chatear con el mismo Lucifer! Ya lo hubiera conseguido si no fuera porque la computadora se te recalienta a las tres horas de estar conectado con el Infierno.
Dejamos al muchacho respirar y apurarse el vasito de agua que le habían dejado junto al café. Luego le preguntamos:
—¿Es verdad que sólo se tiene acceso a ese chat en el cybercafé de Ary?
—Sí, y no me extraña. Ese chat debe de estar prohibido en todos lados, pero como el gordo es un tránsfuga debe tener un acceso pirata.
—¿Y qué puede ocurrir si Flavio se comunica con el Señor de las Tinieblas?
—Nada bueno, estoy seguro. Una vez me dijeron algo que me hizo cagar de risa, y que ahora me caga de miedo. La persona que me lo dijo lo había sacado de un libro de nuevas profecías. Parece que Dios, cuando encadenó al Diablo en el Infierno, le cerró todos los caminos que conducen a nuestro mundo. Pero el Diablo es zorro. Se inventó un camino en el ciberespacio. Alguien lo destapó de este lado y creó Internet. Siento que cuando alguien como Flavio se comunique directamente con Lucifer algo terrible va a pasar. O quizá ya viene pasando, quizá Flavio sea uno más de un montón de gente que ya se ha estado chateando con el Diablo. Quizá cuando sean seiscientos sesenta y seis los que se comuniquen con Él, el portal se abra… y comience el Apocalipsis.
Le pagamos el café al muchacho y le dimos las gracias por su testimonio.
—¡Tienen que pararlo! —nos gritó desde la mesa cuando nosotros salíamos del bar.
¿El delirio de un adicto a las computadoras? Quizás. ¿El relato de un joven psicótico? Tal vez. Lo que diremos es que o el muchacho sabe algo de demonología, o los conocedores de la materia son los creadores del chat diabólico, ya que Azazel y Abadón son nombres de demonios míticos.
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