Read Buenos Aires es leyenda 2 Online
Authors: Víctor Coviello Guillermo Barrantes
Tags: #Cuento, Fantástico
Al otro día volvimos al cybercafé, a la hora que Ary nos había dicho encontraríamos a Flavio. Y así fue: el adolescente llegó a las 13:05 con un séquito de cinco muchachos. Los seis parecían monjes de una religión exclusiva para jóvenes. Todos vestían de gris y negro, y llevaban capuchas sobre las cabezas, capuchas que emergían de buzos o de camperas. Lentes negros completaban el uniforme. Todos tenían la piel blanquecina, pero la palidez de Flavio era la más chocante. El joven que nos entregara el testimonio el día anterior hubiera podido pasar, al lado de Flavio, como un bañero de piel bien curtida por el sol.
Ary tuvo razón en otra cosa: que aquel encuentro no serviría de nada. Todas nuestras preguntas fueron respondidas por un silencio de iglesia y por nuestra propia cara de desconcierto reflejada en seis pares de lentes oscuros.
Nos fuimos del cybercafé con las manos vacías y con nuestros zapatos invadidos por una o dos hormigas.
Acudiendo al mundo de lo racional, podríamos decir que el chat del Infierno es sencillamente la obra de un ocurrente diseñador, la cual es tomada demasiado en serio por algunos de sus usuarios. Para ser conscientes de la realidad que puede tomar un mundo de fantasía en una mente dispuesta, sólo tenemos que recordar algunas excentricidades que han sido llevadas a cabo en nombre de juegos de rol.
¿Las hormigas? Habrían emigrado de la relativamente cercana plaza Mafalda así como de los espacios verdes que la rodean.
Si este enfoque no nos satisface, entonces podemos sumergirnos en espesas tinieblas y darle crédito a las palabras de aquel joven en el bar, a sospechar que, así como el «cyber de Ary», hay muchos en todo el mundo, con la función de atraer mortales, cada uno una pieza de las seiscientas sesenta y seis que conforman la llave que abre el pórtico por el que Satanás y su ejército invadirá nuestro mundo.
La investigación en Colegiales la realizamos a mediados del año 2004. Volvimos a finales del 2005 y ya no estaban ni Ary ni su cybercafé. Abordamos a los alumnos a la salida de sus escuelas y nos dijeron que el «cyber» había cerrado haría cosa de un año, y que de su dueño no sabían nada. De Flavio tampoco.
—No se inscribió este año en el colegio —nos dijo uno de los que habrían sido sus compañeros de aula—. Me dijeron que se fue a otro barrio.
Fuimos hasta donde se ubicaba el cybercafé y nos encontramos con un maxikiosco.
—El antiguo dueño era un roñoso —nos dijo la señora que atendía el quiosco, actual dueña del local—. Me dejó todo lleno de hormigas. Es el día de hoy que todavía las sigo matando. ¡Ah!, y también me dejó todas las paredes escritas.
Nos contó del trabajo que le había llevado limpiar todas aquellas inscripciones y de cómo una de ellas no había podido sacarla por nada del mundo. Le pedimos que nos la mostrara. Nos llevó a la parte de atrás, que ella usaba como depósito. Allí estaba. En una de las paredes, grandes y chorreadas letras rojas rezaban una única palabra: A
RYMAN
.
Antes de irnos del quiosco la señora nos suplicó no reveláramos la ubicación exacta del local, no quería perder clientes amén a su pasado. También nos comentó que alguien le había dicho que «el gordo ese», Ary para nosotros, había puesto otro cybercafé en el barrio, pero que no sabía dónde.
Cruzando la plaza Mafalda conversábamos acerca de la casi seguridad de la autoría de aquella inscripción. Habría sido el mismo Ary, además llevaba su sello, él mismo se autoproclamaba como un superhéroe más de los tantos que integraban los
comics
que tanto le gustaban. No es un pájaro, no es un avión, es A
RYMAN
…
Entonces fue cuando se nos ocurrió otro paralelismo no tan feliz como el anterior: Aryman o, mejor dicho Arimán, es otro de los nombres de Satanás. Su origen es persa, y lo encontramos en la doctrina profesada por Zaratustra, en la cual había un Señor, principio de todo bien, Ormuz; y un Señor, principio de todo mal, Arimán…
El plan maestro estaba en marcha.
Nada podía detenerlo.
Él sabía.
Los alejada.
Ellos eran muy sutiles, pero él era más inteligente. Había descubierto cómo detectarlos y los alejaría. Ya no causarían más problemas.
Dar el golpe sorpresivo, hacerlos salir y desaparecer como si nada.
Se deslizó en la noche urbana como un pez acostumbrado al asfalto.
El siguiente objetivo estaba a la vista.
Revisó el equipo: tenía todo. Hasta la 9 milímetros por si acaso.
Miró el reloj.
Perfecto.
A principios de septiembre de 2005, Li Quinz Hong, hombre de origen chino, fue interceptado por la policía en la esquina de avenida La Plata y Guayaquil sospechado de ser el autor material de los incendios intencionales de once mueblerías y una pinturería.
A Fosforito —como fue apodado una vez detenido—, le encontraron, además de la citada pistola 9 mm, dos botellones llenos de combustible, una caja de fósforos y una piedra con extrañas inscripciones. Se desplazaba en bicicleta.
Al poco tiempo, fue internado en el Hospital Neuropsiquiátrico fosé T. Borda.
Hasta aquí la noticia.
Como toda información fuera de lo común, fue prolijamente almacenada en nuestros archivos. Sin duda, los piromaníacos siempre son motivo de interés y, en algunos casos, de mucho peligro. Basta recordar al tristemente célebre asesino serial e incendiario Santos Godino, mejor conocido como El Petiso Orejudo, al cual este segundo volumen dedica un capítulo.
A principios también, pero de diciembre de 2005, nos llegó a cada uno de nosotros un sobre. Sin remitente. Al abrirlo encontramos tres enigmáticas oraciones escritas a mano:
Azucena Butteler los soñó.
El cometa Halley los trajo.
Li Quinz Hong los iba a echar.
Y después, daba la dirección de un bar llamado
El Orden
, ubicado en avenida Carabobo y avenida Eva Perón, en Parque Chacabuco. Una hora y fecha.
De inmediato nos preguntamos qué tendrían en común una mujer llamada Azucena Butteler, el cometa Halley y un piromaníaco chino.
Para las leyendas, todo.
Indagando un poco más sobre Azucena Butteler, descubrimos la historia de esta mujer que donó terreno de su propiedad en Parque Chacabuco para hacer un pequeño barrio. Pero antes, Azucena «soñó» el barrio que lleva su nombre. La señorita era cristiana devota y cuentan que una noche tuvo un sueño (otras fuentes lo señalan como una visión) con la Virgen María y un coro de ángeles que susurraban su nombre. Después, la Virgen le mostró una imagen de casas, muchos rostros felices y el nombre de su benefactora en todas las calles. Azucena comprendió el mensaje y se puso de inmediato manos a la obra, donando la manzana que comprende las avenidas La Plata y Cobo y las calles Senillosa y Zelarrayán para construir un grupo de casas para obreros, pero con una única condición: que el conjunto de viviendas llevara el nombre de su donante. Las obras se iniciaron en 1908 y culminaron dos años después, el mismo del centenario de la Revolución de Mayo, es decir, 1910. También, el año en que pasó el cometa Halley. ¿Y el incendiario?
Decidimos asistir al encuentro.
Ese mismo día, por la mañana, fuimos directamente al barrio Butteler.
De entrada, este barrio laberinto o barrio espejo nos hizo recordar levemente a Parque Chas, pero a escala reducida. De cada una de las cuatro esquinas de la manzana parten cuatro callecitas minúsculas con el mismo nombre: Azucena Butteler, y todas confluyen en un mismo centro, en el que nos encontramos con la plazoleta Enrique Santos Discépolo. Precisamente, en el Centro Cultural que lleva el nombre de este inspirado autor de tangos —como el inmortal
Cambalache
—, en la calle Butteler que desemboca en avenida La Plata, nos hicieron el aporte más importante al ponernos en contacto con dos históricos del barrio. Ellos son Juan V. y Orestes Y., vecinos de Butteler de toda la vida. Si bien la vejez nos iguala, las similitudes físicas de los dos vecinos sin parentesco alguno eran asombrosas. ¿Acaso el vivir en un lugar-espejo transforma a la gente? De conocerlos, a Jorge Luis Borges le habrían servido de inspiración para un relato. No cabe duda.
Sentados en uno de los bancos de la plazoleta y persiguiendo la sombra de un día que se presentaría bien caluroso, los dos septuagenarios aportaban datos cada vez más interesantes.
—Acá, la numeración va del 1 al 99 en sentido contrario a las agujas del reloj —explicaba Juan levantando el brazo izquierdo—. Entonces, usted se puede encontrar que frente a una casa con el número 5 tiene el 68. Por eso, los que vienen de afuera siempre se confunden. Yo vivo en la 59, una de las pocas que se mantienen originales. Porque se construyeron 64 casas todas idénticas, con dos ambientes, patio y puerta de madera.
—Esta placita al principio, tenía un tanque de agua con molino que abastecía a todo el vecindario —señalaba Orestes gesticulando también con el brazo izquierdo—. Estaba lleno de pibes porque ponían cadenas en las esquinas para que no pasaran los autos. Antes le decían La Escondida. Después, en el 72, le pusieron Discépolo y está bien. El tango siempre estuvo presente. En este barrio vivieron músicos como el bandoneonista y compositor Rafael Rossi, amigote de Gardel, en el 17. El zorzal lo visitaba a menudo. Decían que lo raro de acá los inspiraba y tenían mucha, muchísima razón.
Ese último comentario nos dio pie para citar la historia de Azucena Butteler.
—Todo eso es mentira. Es un invento de los chupacirios de la Medalla Milagrosa
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—afirmó en forma vehemente Orestes apuntando con el dedo índice en dirección a la iglesia—. La mina era católica, pero tengo entendido que no sólo era una estudiosa de la Biblia, del Antiguo Testamento sobre todo, sino también de otras religiones antiguas. Además, se metió con el espiritismo. Y recibió instrucciones no sé de quién para construir algo en este barrio, una especie de pista de aterrizaje.
—Fue un invento de Xul Solar —replicó Juan levantando también el índice.
El artista plástico era una cita inesperada. Nacido en la provincia de Buenos Aires en 1887 y fallecido en 1963, fue considerado por muchos como un visionario. Para Xul, el universo, lo real es la suma de los rápidos aleteos de un colibrí. Es decir, hacer visible lo que no podemos ver, partiendo de algo interior. Por eso, quedó tan impactado con la escuela expresionista. Su estilo tiene ecos de artistas como Kandinsky o Paul Klee. A su vez su influencia se extendió a artistas de otras ramas como Leopoldo Marechal.
—Conoció de muy jovencito a la Butteler —siguió Juan—. Juntos idearon una especie de monumento a los seres superiores que pueblan los universos. La idea era darle pureza a la gente humilde que iba a vivir en el barrio. Y darles energía. Yo no sé lo que es un resfrío, por ejemplo.
—Eso es verdad —completó Orestes, cruzando su pierna derecha, al mismo tiempo que también lo hacía Juan—. Me acuerdo que hace unos cuantos años estaba muy jodido de los meniscos. Vino una de esas tormentas de primavera. Justo el 22, en el equinoccio. Cayó un rayo a pocas cuadras y retumbó todo Butteler y eso no es nada. Pasó algo muy fuera de lo normal. Yo estaba mirando por la ventana y puteando por lo de las rodillas y les juro que después de caer el rayo, las callecitas se iluminaron con una luz azul. Los números de las casas se pusieron como al rojo vivo y sentí que la tierra se acomodaba, como si estuviéramos dentro de un reloj enorme y se hubiera puesto a andar otra vez.
Para nuestro desconcierto, Juan remató diciendo que las hojas de afeitar nunca se le desafilaban.
Aprovechamos este detalle delirante para introducir el tema del cometa Halley, durante su aparición en 1910.
—Mi madre me hablaba mucho de eso cuando era chico —dijo Juan—. Había un pánico bárbaro porque decían que la estela del cometa rozaría la Tierra y morirían todos envenenados. Y ésa es la otra historia que circula y que a los curas no les gusta nada. Una especie de Arca de Noé que se llevaría a las personas con el cometa. Parece que ese día se juntó mucha gente esperando ser salvada. Después, vinieron los festejos por el Centenario de la Revolución de Mayo y todo se olvidó.
Faltaba completar la secuencia y citamos a Fosforito, el incendiario chino.
—Miren, lo único que sabemos de incendios fue que un croto en Senillosa y Cobo se prendió fuego hace unos años —contestó rápido Juan.
Nos despedimos de estos mellizos gestuales porque se nos hacía tarde para la reunión con nuestro amigo misterioso.
Ambos levantaron la misma mano saludándonos a lo lejos y después se incorporaron del banco en forma simultánea.
El bar
El Orden
parecía detenido en el tiempo. El único toque de modernidad era un televisor color empotrado en la pared clavado en el canal deportivo.
Esperamos repasando lo que teníamos hasta ahora.
Los datos del barrio se acumulaban en la mesa junto a un par de cafés —bien cargados— del viejo bar. A grandes trazos, toda la historia del lugar se limitaba a la extensión de terreno denominada Parque Chacabuco, compuesta por unas doce manzanas. A fines del siglo XIX allí se erigía la Fábrica Nacional de Pólvora, llamada popularmente el «Polvorín de Flores». Esta fábrica ocupaba la parte sur del parque. En 1898, una gran explosión la hizo desaparecer. Entonces, la Municipalidad cedió esos terrenos y empezaron las quintas y también los baldíos. Hasta los años veinte estaba cerrado con un portón. Esa entrada, en la esquina de lo que ahora son la avenida Asamblea y Emilio Mitre, servía para que la gente pasara. En el medio del parque había un tambo que vendía leche recién ordeñada. También había vendedores ambulantes tales como el que comerciaba pavos, el barquillero, los maniseros. Además, ubicadas muy cerca, ferias municipales oficializadas en 1910. Ferias, gente, leyendas.