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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (4 page)

—Me apetece abrazarte —dijo.

—Y a mí me apetece que me abraces.

La abrazó. Pensó que valía más que ninguna. La chica soltó la cuerda y le rodeó el cuello con los brazos, y él puso la mejilla junto a la de ella; su piel era agradable y fresca. Pensó que valía más que ninguna, y que ella quería aquello. Nunca le haría daño, pensó, y retiró lentamente los brazos.

Ató la barca a una piedra puntiaguda y alargada, y corrieron juntos hasta el punto más alto de la isla. Por encima de ellos volaban gaviotas que brillaban al sol, chillaban, se sumergían y lanzaban gritos hacia sus cabezas. Ellos corrían sin hacerles caso. De repente la chica se detuvo y dejó escapar un pequeño grito. Él la miró, y vio miedo en sus ojos. Ella alargó un brazo hacia él, y él lo agarró. La chica miraba fijamente una pequeña grieta en una roca justo delante de ellos.

—¡Mira!

—¡Una cría de gaviota!

—Tengo miedo.

—No es más que una cría de gaviota.

—Podría haberla pisado. Escucha qué feos son sus chillidos.

—Temen por sus crías.

—Quiero irme de aquí. Tengo miedo. Pueden hacemos daño.

Él quería decir que no, que no podrían hacernos nada, pero en ese momento levantó la vista y vio que las gaviotas bajaban hacia ellos, una tras otra. La chica gritó y se protegió la cabeza con los brazos, porque las gaviotas que salían de la luz del sol no estaban a más de dos o tres metros de distancia. Echaron a correr, y notaron cómo el miedo aumentaba con la huida. Pero los chillidos se fueron distanciando, y él le sonrió y dijo creo que se han enfadado con nosotros. Imagínate que la hubiera pisado, dijo ella.

—No pensemos más en ello —dijo él.

—De acuerdo —dijo ella.

—Sentémonos aquí, que no llega el viento.

—Ahora tienes que abrazarme otra vez.

Era lo que él más quería. La abrazó y puso la mejilla junto a la de ella. La chica le cogió la cabeza y apretó su boca contra la de él, metiéndole la lengua entre los labios. Él se olvidó de que podía respirar por la nariz y tuvo que soltarse por falta de aire.

—¿Me quieres? —preguntó ella, sus ojos azules estaban muy serios.

—Sí.

—Dime algo bonito.

—Vales más que ninguna.

—Estás muy gracioso cuando arrugas la frente.

—Estábamos hablando de ti.

—Ahora me apetece encender una hoguera —dijo ella, levantándose—. Será la hoguera más grande que jamás haya ardido en esta isla.

Paul se levantó y bajó corriendo hasta la orilla. Entre las piedras encontró madera ligera y seca devuelta por el mar. Lilly es rara, pensó. Cuando habla es como si nunca hasta entonces hubiera pensado en lo que está diciendo. Como si en ese momento pensara muchísimo en lo que está diciendo y nunca hasta entonces hubiera pensado en ello. Paul cogió una brazada de madera y subió corriendo hasta un pequeño llano a unos veinte o treinta metros isla adentro. Hizo un círculo con piedras. La chica llevó un montón de brezo y le preguntó que para qué eran las piedras. Para que el fuego no se extienda, contestó él. Qué buena idea, dijo ella y colocó el brezo dentro del círculo. Él puso la madera encima.

—Oye —dijo ella.

—¿Sí?

—Creo que yo te quiero más a ti que tú a mí —dijo.

Él no pudo decir nada. Sólo podía pensar que ella decía sin rodeos que lo quería. Él lo pensó muchas veces, y ella dijo cuando me abrazaste me puse a temblar. Tú no temblabas. Eso no tiene nada que ver, dijo él, porque lo único que hay es que te quiero. Lo mismo me ocurre a mí, dijo ella. No estoy ni preocupada, ni cansada, ni feliz, ni ninguna otra cosa, lo único es que te quiero. Se acercó a él y él la besó mientras le duró el aire, y notó que ella temblaba. Luego ella le pidió que la dejara encender la hoguera. Él le dio las cerillas, no resultó nada difícil hacer arder el brezo seco. Se sentaron de espaldas al viento. ¿Puedo?, preguntó Paul, y apoyó la cabeza en su regazo. Ella sonrió y enredó un dedo en su pelo, mientras él miraba las nubes. No se parecían a nada que hubiese visto antes.

—Estoy pensando en algo muy raro —dijo ella.

—¿Ah, sí?

—Sí. Estoy pensando en que si no hubiera sido de día cuando dijiste que me querías, habría tenido que echarme a llorar. ¿No es raro?

—Sí.

—Como si significara más en la oscuridad que con luz. Pero no es así, porque cuando más difícil resulta hablar de esas cosas es a la luz del sol, ¿no te parece?

—Sí. —Él seguía mirando las nubes—. Es como si los ojos se quedaran desnudos con el sol.

—¿Yo tengo los ojos desnudos?

—No, tú no.

Ella bajó la cabeza hacia él. Su boca se abrió un poco y sus ojos se cerraron antes de llegar a él. Él notó que el pelo de ella le hacía cosquillas en la cara y tuvo la sensación de que todo lo que sentía se desplazaba hasta sus dedos, y los apretó contra los hombros de ella. Soy yo quien hace esto, pensó. Ella levantó un poco la cabeza, pero no tanto como para que él dejara de notar su intensa respiración en la cara. Ella le miró el pelo y dijo nos queremos. Lo dijo muy deprisa, y él pensó que ella nunca había dicho nada de esa manera. Cerró los ojos y pensó es mía. De repente ella lo llamó por su nombre, y al incorporarse se libró de los brazos que tenía alrededor de los hombros. ¡Está ardiendo! gritó, y él se puso de pie. Llamas y humo subían del brezo fuera del círculo de piedras. Él corrió al pino más cercano y arrancó una rama. Se puso a golpear las llamas con ella. No sirvió de nada. Sabía que no servía de nada, pero seguía golpeando. Los ojos le escocían por el humo, y a veces el fuego le subía por los lados y tenía que retroceder varios pasos. Pero no se dio por vencido. Cuando la rama de pino empezó a quemarle las manos, la tiró y echó a correr. No veía a Lilly. Se detuvo y la llamó, pero no obtuvo respuesta. Rodeó las llamas y bajó corriendo hacia la barca. Lilly tampoco estaba allí. La llamó varias veces y empezó a subir hacia el punto más alto de la isla. No estará allí porque tiene miedo a las gaviotas, pensó. Se estaba acercando al punto más alto y los chillidos de las gaviotas eran cada vez más penetrantes. No puede estar aquí, pensó, porque tiene miedo de que las gaviotas vuelen hacia ella. Llegó donde habían encontrado la cría de gaviota, y la vio arrodillada, con un polluelo en las manos. Las gaviotas volaban hacia ella. A un par de metros de su cabeza lanzaban un grito y cambiaban de rumbo. Ella estaba arrodillada con el polluelo muy cerca de la cara. Parecía estar hablando con él. Paul la llamó y ella volvió la cara hacia él y sonrió. Él corrió hasta ella y le dijo que tenían que irse. ¿A que es bonito?, preguntó ella, acercándole el pajarillo. Si no nos damos prisa, el fuego se extenderá y no lograremos volver a la barca, dijo él. Ya vamos, contestó ella, levantándose del suelo. Verás como nos da tiempo. El polluelo estaba quieto en sus manos. Paul dijo en pocos segundos la isla entera estará ardiendo. Sí, contestó ella, y bajaron a toda prisa hacia la barca, corriendo directamente hacia las llamas y luego a lo largo de ellas para encontrar un hueco por donde escapar. No encontraron ninguno.

—Corre hasta la punta del cabo —gritó él, señalando hacia la entrada de la bahía. Esperó hasta que ella hubiese desaparecido y luego corrió en la misma dirección. Al llegar a la playa se desnudó y se lanzó al mar. El agua se cerró densa y fría a su alrededor, y nadó con brazadas cortas. Pensó cuando llegue a tierra ella verá que estoy desnudo. Estaría bien que me viera, pensó, porque no tengo la culpa de que ella me vea. Ella elige mirar sin que yo pueda hacer nada. Llegó a la otra orilla de la bahía y salió del agua. Mientras soltaba el cabo de amarre se dio cuenta de que ella lo estaba mirando. Él colocó la cabeza de tal manera que ella no podía saber que él la estaba viendo. Ella se encontraba a setenta u ochenta metros. Él empujó la barca y se metió dentro de un salto. Pensó si ella no ve que la estoy mirando, tal vez venga hacia la barca en el instante en que yo llegue a tierra para vestirme. Si lo hace, yo no tengo la culpa, porque le pedí que me esperara en la punta del cabo. Se sentó en el banquillo de la barca y sacó los remos. Una columna de humo denso subía de un espacio cuyo tamaño ignoraba, y el brezo quemado desprendía un olor agradable y acidulado. Cuando se encontraba a seis o siete metros de tierra, metió los remos en la barca y saltó hacia la proa. Bajó a tierra. Dejó el cabo de amarre sobre la roca sin anudarlo. Empezó a vestirse mientras la vigilaba. Entonces la llamó. ¡Ven aquí, Lilly! gritó. Ella tardó en aparecer.

—¿Crees que está asustado? —preguntó, apretando el pajarillo contra su pecho.

—¿Qué vas a hacer con él?

—Llevármelo e intentar que viva.

—Se morirá —dijo él.

—Lo cuidaré mucho.

—Se morirá de todos modos.

Se metieron en la barca, y él izó las velas y fijó el foque. Ella se sentó en la proa. Cuando salieron de la bahía, la barca escoró. La escota le lastimaba la mano. Notó el fuerte olor a brezo quemado, y, cuando se volvió, vio el humo que envolvía la isla y desaparecía en el mar.

—¿Crees que se morirá? —preguntó Lilly.

—No lo sé.

—Antes dijiste que sí.

—No es seguro. No entiendo de esas cosas. Estaría bien que viviera.

El comodín

Un sábado por la noche, hacia finales de noviembre, me hallaba solo en casa con Lucy. Yo estaba sentado en el sillón junto a la ventana, ella junto a la mesa del comedor haciendo un solitario, últimamente no paraba de hacer solitarios, yo no sabía por qué, pensaba que quizá tenía miedo de algo. Hace mucho calor, dijo Lucy, podrías abrir un poco la ventana. Estaba de acuerdo en que hacía algo de calor, y como afuera no hacía demasiado frío, abrí la ventana. Daba al jardín de atrás y a un bosquecillo, y me quedé de pie un rato escuchando el suave rumor de la lluvia. Tal vez fuera esa la razón, la suave lluvia y el silencio, lo cierto es que ocurrió lo que ocurre de vez en cuando: se te viene encima un gran vacío, es como si la misma falta de sentido de la existencia se te metiera adentro y se extendiera como un inmenso y desnudo paisaje. Ya puedes volver a cerrar, dijo Lucy, aunque yo seguía mirando por la ventana. Voy a dar una vuelta, dije. ¿Ahora?, preguntó ella. Cerré la ventana. Sólo un paseíto, contesté. Ella seguía con su solitario, sin levantar la cabeza. En la entrada, me puse el impermeable y el gorro de lluvia que sólo utilizo para trabajar en el jardín cuando hace mal tiempo. Tal vez por eso fui al jardín en lugar de salir a la carretera. Llegué hasta el final, donde cultivábamos la col y había un pequeño banco sin respaldo que databa de antes de que Lucy heredara la casa. Me senté bajo la lluvia en la oscuridad y miré hacia las ventanas iluminadas, pero como el jardín formaba una suave pendiente hacia abajo, no podía ver a Lucy, sólo el techo y la parte superior de las paredes. Al cabo de un rato hacía demasiado frío para permanecer sentado; me levanté con la intención de trepar por la valla y cruzar el bosquecillo hasta la carretera, junto a la oficina de correos. Pero al llegar a la valla, me volví y vi la sombra de Lucy en la pared de dentro y un trozo de techo, y no entendía cómo podía ser, no entendía cuál podía ser la fuente de luz que hacía que la sombra cayera justo ahí. Trepé por la valla por el lugar donde podía agarrarme a la rama inferior de un gran roble; desde allí podía ver a Lucy sentada junto a la mesa. Delante de ella ardía una vela, y en una mano llevaba algo que también ardía, pero me resultaba imposible ver de qué se trataba. Luego la llama desapareció, y Lucy se levantó; en ese instante fue como si toda la habitación quedara en penumbra. Un momento después, Lucy había desaparecido de mi campo visual. Esperé un rato, pero no volvió. Bajé de un salto hacia la parte exterior de la valla y me adentré en el bosquecillo. Me preguntaba qué había quemado, y de alguna manera me sentía engañado, por no decir encandilado, sé que fue justo eso lo que sentía, porque la idea me dejó algo perplejo, incluso me pregunté de dónde procedía el verbo «encandilar». Seguí andando por el sendero hasta llegar al aparcamiento de gravilla que había detrás de la oficina de correos, allí me paré a sopesar los pros y los contras, luego volví por el mismo camino, no era muy largo, sólo unos doscientos metros, y enseguida me encontraba otra vez junto a la valla.

Permanecí un buen rato en la entrada, y cuando llegué al cuarto de estar, Lucy estaba haciendo un solitario. Levantó la vista de las cartas y me dirigió una sonrisa. No había ninguna vela en la mesa, ni restos de papel quemado en el cenicero. ¿Y bien?, preguntó. Llueve, contesté. Ya lo sabías, ¿no?, preguntó ella. Sí, contesté. Me senté junto a la ventana. Miré hacia el jardín, pero sólo me encontré con el reflejo de la habitación y el de Lucy. Al cabo de un rato, sin levantar la vista de las cartas y con una voz completamente cotidiana, dijo: No tengo más que pellizcarme el brazo para saber que existo. Incluso tratándose de Lucy era una afirmación muy contundente, y si la interpreté como una acusación, lo atribuyo a esa sensación de haber sido engañado, una sensación que no se había esfumado al volver a casa y encontrar borradas todas las huellas de lo que había visto desde la valla. Estuve a punto de darle una respuesta irónica, pero me controlé. No dije nada, ni siquiera me volví hacia ella, sino que continué observando su reflejo en el cristal de la ventana. Se puso a recoger las cartas, todavía sin levantar la vista. Me sentí como si tuviera la cara rígida. Lucy guardó la baraja en el estuche y se levantó lentamente. Me miró.

Fui incapaz de volverme, estaba completamente recluido en la sensación de haber sido agraviado. Dijo: Pobre Joachim. Y se fue. La oí abrir el grifo de la cocina, luego se oyó la puerta del dormitorio, y finalmente se hizo el silencio. No sé cuánto tiempo permanecí sentado, desmenuzando con amargura sus últimas palabras, tal vez varios minutos, pero por fin mis pensamientos tomaron otro rumbo. Me levanté y me acerqué a la chimenea. Estaba tan limpia de cenizas como antes. Quería ir a la cocina y mirar en el cubo de la basura, pero dudé ante la posibilidad de que Lucy me sorprendiera. ¿Y qué?, me dije, no sabe que la he visto. Abrí la puerta de abajo del fregadero, y sobre la basura podía verse la esquina de una carta quemada. La cogí y empecé a darle vueltas, perplejo y confuso. Las preguntas se enmarañaban en mi interior. ¿Había ido a buscar una vela con el fin de quemar una carta? ¿Una de esas cartas con las que hacía solitarios? ¿Por qué una vela? ¿Por qué quemar una carta? ¿Por qué había vuelto a guardar la vela? ¿Qué carta? A la última pregunta tal vez pudiera darle una respuesta; dejé caer la carta quemada en el cubo de la basura y volví al cuarto de estar. La baraja seguía sobre la mesa, saqué las cartas y las conté, cincuenta y tres. Sólo había un comodín. Lucy había quemado un comodín. Miré el que quedaba: un bufón guiñando un ojo al sacarse un as de corazones de la manga. Me metí la carta en el bolsillo con una confusa sensación de venganza, luego volví a meter la baraja en el estuche.

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