Cuentos reunidos (7 page)

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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Una lechera de tiempo

Fue en octubre o en noviembre; debería poder recordar si las hojas se habían caído ya de los árboles, una indicación precisa de tiempo inspira confianza, pues cómo voy a fiarme de la parte de mi memoria que me dicta el propio suceso, si he olvidado importantes detalles del decorado, una cosa depende de la otra, y el tiempo es un decorado.

Lo vi justo al salir del bosque, cuando estaba a punto de cruzar la carretera. Volví sobre mis pasos. Él venía de la ciudad e iba camino de su casa. Llevaba la lechera en la mano —una lechera de tiempo, se podría decir— y me quedé inmóvil detrás de una piedra, escuchando el tictac del despertador. Era un hombre grande y de movimientos pesados; llevaba un viejo abrigo que le llegaba hasta los tobillos; me imaginé su olor, pero supongo que fue una alucinación inducida por mi conocimiento, a través de terceros, de sus miserables condiciones de vida.

Lo seguí a una distancia prudente, ya sabía adónde se dirigía. Obro según mi naturaleza, mi naturaleza de mirón: me han sucedido pocas cosas en la vida, pero he visto mucho, mis experiencias son, en otras palabras, de segunda mano en su gran mayoría. De modo que lo seguí, fingiendo —también ante mí mismo— que era una casualidad el que fuera en la misma dirección que él. No hay que fijarse objetivos demasiado claros, así uno se asegura contra las derrotas. Vi que se desviaba de la carretera y cruzaba el campo a lo largo del arroyo; yo, por mi parte, iba siguiendo la orilla del bosque, oculto por los matorrales, no podía verme. Creo que un hombre que vuelve andando en solitario de la ciudad a casa va pensando en el pasado y se siente triste, pero aliviado por haber dejado atrás a la gente, tal vez sobre todo a los niños, porque uno no anda por ahí impune con un despertador dentro de una lechera, el que lo hace tiene que rebosar de indulgencia o de desdén. Creo que iba pensando en el pasado, tal vez —porque era un día de otoño— en que había vivido mucho para estar tan solo. Ahora recuerdo que tenía que ser noviembre, porque si no, yo no habría pensado en qué clase de Nochebuena puede pasar un hombre como él; yo era todavía lo suficientemente niño como para medir la soledad de un hombre por cómo pasa la Nochebuena: en eso se ve el papel que desempeña el tiempo.

El hombre vivía en un rincón de un granero medio derruido, rodeado por el bosque. Entró, pero volvió a salir enseguida y se sentó en una banqueta. No había mucho que mirar, el hombre se limitaba a estar sentado con los codos sobre las rodillas, pensé que era tan viejo que sería capaz de seguir sentado hasta que bajara el sol, y me pareció que tenía que ser el hombre más solitario de la tierra. Como ya he dicho, no había mucho que mirar —un viejo sentado en una banqueta— y estaba a punto de alejarme de allí cuando el hombre se movió. Sacó algo de un bolsillo interior: una flauta. Se la colocó entre los labios y tocó la melodía «Ahora se miran los dos»; sonaba muy bien: una canción matutina en un bosque vespertino, tocada por un anciano sentado en una banqueta delante de un granero medio derruido.

Tocó la melodía dos veces, luego se metió la flauta en el bolsillo y se levantó. Miró por entre los troncos, una larga mirada escudriñadora, como queriendo asegurarse de que estaba solo. Luego se puso a disertar de un modo lento y claro, como si los árboles fueran duros de oído. Era ese tipo de discurso que se pronuncia cuando se está a solas, palabras lanzadas al aire, digresiones aparentemente sin sentido, alejándose de cualquier hilo conductor plausible; si yo mismo no me hubiera servido de la naturaleza como auditorio para discursos parecidos, supongo que lo habría visto privado de sentido común, pero aquello me sonaba. Se estaba desintoxicando tras la excursión a la ciudad; hablaba de miradas tan largas como chapiteles y convertía a sus importunadores en ratas y crías de serpiente; era poco claro, pero elocuente —un espectáculo magnífico—, mientras el sol se ponía detrás del bosque callado, y cuando el hombre dejó de hablar, todo quedó tan en silencio como después de una triste canción.

De repente una salva de aplausos rompió el silencio, y dos jóvenes salieron del bosque, los hijos del hojalatero Ellermann. Aplaudían mientras se acercaban al viejo, que estaba inmóvil junto a la banqueta. Se colocaron frente a él.

—Así que todavía te queda algún chirrido dentro.

El viejo no contestó.

—Siéntate.

Se quedó de pie. Lo empujaron hasta la banqueta.

—¿Qué podemos hacer con un loco como este? Tiene algún chirrido dentro, ¿no?

Uno de ellos metió la mano en el abrigo del viejo y sacó la flauta. La sostenía entre dos dedos mientras gritaba algo que no pude captar. El viejo dio un grito e intentó quitársela. No fue muy astuto por su parte, su resistencia los incitó. Vi volar la flauta por los aires dibujando una curva, para aterrizar a unos metros de donde yo estaba; sonó como si hubiera chocado contra una piedra. Me sentí indignado, pero no me dejé engañar, mantuve mi indignación bajo control. Siempre lo he tenido; muchas veces la cobardía te impide actuar precipitadamente; no en vano a menudo se considera inteligentes a las personas cobardes. De manera que no hice nada, sino que dejé que las cosas evolucionaran por sí solas, con independencia de mi repulsa. No oí todo lo que se dijo, pero en cambio pude verlo todo. Uno de los hermanos entró en el granero y salió con la lechera. Iba tapándose la nariz.

—¡Qué asco, casi vomito!

Su hermano se rió. Quitaron la tapa de la lechera y se inclinaron sobre ella. El viejo se levantó y gritó, pero no le hicieron caso. Era un antiguo despertador, casi tan grande como la tapa. Hablaban y señalaban al aire.

—¡No! —gritó el viejo—. ¡No sabéis lo que hacéis!

Lo miraron, y creo que se lo pensaron dos veces, me inclino a concederles una cierta vacilación, un instante de indecisión antes de claudicar ante las exigencias de su prestigio.

—¿Crees que es su corazón?

—Eso parece. ¿Qué pinta crees que tendrá?

—Vamos a verlo.

Se pusieron a desmontar el despertador mientras hablaban y se reían. Iban dejando caer las piezas dentro de la lechera. El viejo estaba a dos pasos de ellos, inmóvil y callado. El sol había desaparecido; había tanto silencio que podía oír los tornillos dar contra el fondo de la lechera. Por fin acabaron.

—Pues no era gran cosa ese corazón.

El viejo no se movió, parecía una estatua, como si el tiempo realmente hubiese acabado, como si su corazón se encontrara hecho pedazos en el fondo de la lechera.

Los hermanos parecían extrañamente inofensivos después de aquello. Intentaron prolongar su fácil victoria con exclamaciones burlonas, pero de nada les sirvió, la victoria se les fue de las manos, allí solo quedábamos perdedores: el viejo, los hermanos, yo, y un bosque lleno de derrotas. Se retiraron sin salvas de aplausos, con una risa que sonaba falsa entre los troncos de los árboles.

Las voces se perdieron, cayó el crepúsculo. Salí de mi escondite y me puse a buscar la flauta. Creo que me vio, pero no se movió. No resultó difícil encontrarla. La agarré y fui hacia él, yo, lo contrapuesto a los hermanos, una mano tendida.

—Está entera.

La tomó sin decir palabra y sin mirarla. Nunca había estado tan cerca de él; el tiempo había arado profundos surcos en su cara. No se me ocurría nada que decirle. Sus grandes ojos se posaron en mí. Era incómodo, me había dejado llevar por mis sentimientos, infringiendo el primer mandamiento del mirón: «Nunca te dejes ver». Él me vio, y tal vez le serví de pobre consuelo, porque no cabe duda de que el hombre me desdeñaba. Pero no dijo nada, y al cabo de un instante se inclinó, cogió la lechera y fue hacia la puerta.

Me adentré lentamente en el bosque, por donde los árboles eran más tupidos, para que él no viera que estaba avergonzado. Pero no creo que estuviera pensando en mí, porque apenas había dado un par de pasos cuando se oyó un alboroto tremendo en el viejo granero, un estruendo como si todo lo que había dentro de las cuatro paredes se estuviera haciendo pedazos. Tal vez también la flauta.

En la peluquería

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.

Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.

De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, hubiera preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y, ¿por qué hablar?, ¿quién escucha?, y, ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?

Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo estaba cambiado. Sólo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. «Pobre perrito», decían, o: «Gatito, pobrecito, ¿estás herido?». ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!

Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me hubiera costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.

La noche de Mardon

Todas las calles tenían nombre de oficios, la calle del Panadero, la calle del Hojalatero, la calle del Zapatero. Dejó la maleta en la acera mojada y sacó del bolsillo del pecho el papel doblado. Calle del Peletero, 28. Siguió andando. Tenía una pierna más larga que la otra. Sentía frío en los pies y en la espalda. Preguntaré al primero que vea, pero era una mujer, y tampoco preguntó a la siguiente. Seguro que lo encontraré. Las tiendas estaban cerradas, pero aún no habían encendido las farolas. Llegó a un puente y pensó que se había pasado, pero siguió andando. Debajo de él sonó el pitido de un tren. Y yo que creía que era un río, si no hubiera venido un tren, habría pensado que acababa de cruzar un río, y nadie sabría de dónde venía yo. ¿Viene usted del otro lado del río? Míralo, viene del otro lado del río. ¿Estaba borracho hoy el barquero? ¿Había subido a su hija al mástil?

Llegó a un café, una tasca, entró, se sentó en un rincón, pidió una taza de té, dejó el sombrero encima de la maleta y se dispuso a esperar. No había muchos clientes; si los colocara uno encima de otro, tripa contra tripa y espalda contra espalda, no llegarían más que a mitad de camino hasta el techo. Cuando el dueño le llevó el té, le preguntó por la calle del Peletero, y el hombre contestó: Siga por el puente, pasará por delante de una casa con pinta de haberse tomado una copa de más, luego tome la primera calle a la izquierda y después la segunda a la derecha. No puede equivocarse.

Volvió atrás, cruzó el puente, vio la casa que se había tomado una copa de más, tomó la primera calle a la izquierda, y luego la segunda a la derecha, pero no encontró ninguna placa con el nombre de la calle, ni ningún número en la hilera de casas idénticas de tres plantas. Entró en una de ellas, recorrió un oscuro pasillo con tres puertas, y una anciana de pelo blanco con un delantal azul oscuro le dijo que él vivía un piso más arriba, tiene el nombre puesto en la puerta, pero ahora no está en casa. Subió los desgastados escalones lenta y fatigosamente, llevo encima la carga de mis años. El chico no se encontraba en casa, pero la puerta no estaba cerrada con llave, y entró en una fría habitación, donde había una cama sin hacer, una mesa y dos sillas. Se sentó, apoyó la cabeza en las manos y pensó en el largo viaje —el vagón de tren donde el hijo de la viuda conjugaba el verbo follar sobre la maleta polvorienta, sesenta horas sin dormir, o casi sin dormir, el minero que daba la lata sobre las perversidades de Cristo y que tras cincuenta horas de viaje gritó Señor, en tus manos…, y tiró del freno de emergencia—.

Oyó ruidos detrás de él procedentes de la puerta, que se había quedado entreabierta. Ah, perdone, dijo ella, pensaba que no… usted tiene que ser Lender, él me dijo que usted vendría, pero no hoy. Soy Vera Dadalavi, vivo justo enfrente, puede esperar en mi habitación, es más caliente que esta, pero tráigase la maleta, hombre de Dios.

La siguió; la mujer tenía en las paredes dibujos de máscaras, de pies y de manos, y poemas recortados de periódicos fijados con chinchetas verdes y amarillas en el papel pintado gris. Él se quitó el abrigo y se sentó de cara a la puerta. Esa es la mano de Mardon, dijo la mujer, señalando uno de los dibujos.

Le faltaba el dedo índice. ¿Tiene hambre? No tenía hambre, solo sueño.

Y cansancio. Se hundió un poco más en la silla y cerró los ojos. ¿Cuándo volverá? No se sabe: esta noche, mañana, cuando se haya cansado de andar y no encuentre ningún sitio donde dormir. Las noches son cada vez más frías. Seguro que volverá.

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