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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (11 page)

En los días siguientes fui varias veces a su casa. Yo era el pariente más allegado y me tocó organizar el entierro y todo lo relativo a sus bienes y enseres. En una de mis primeras visitas, alcancé al hombre de la ropa raída que subía por la escalera. Iba muy despacio y yo moderé mis pasos para no acercarme demasiado a su espalda, pero seguramente me había oído porque se detuvo, tal vez para dejarme pasar. Puso las dos manos sobre la barandilla y me miró.

—Ah, es usted —dijo, y sonó como si se sintiera aliviado.

—¿Se acuerda de mí? —pregunté.

—Por supuesto. ¿Vive usted aquí?

Me detuve tres escalones por debajo de él y le expliqué la situación.

Me miró con una mirada tan alerta que pensé: Está disfrazado.

Tras concluir mi escueta explicación, el hombre expresó con pocas palabras su pésame, y luego dijo:

—Y yo sin saber que había muerto. Claro que la conocía. Era muy amable.

—Bueno, no exactamente amable —contesté—, eso tal vez sea una exageración.

—No, no, nada de eso, en una ocasión incluso me subió a casa una bolsa de la compra que pesaba mucho.

—No me diga —comenté sorprendido.

—Esas cosas se aprecian, ¿sabe usted?

—Algo que en realidad debería ser una cosa natural.

—Bah, eso era hace mucho. Los tiempos cambian. Hay que poner el reloj en hora. Así uno no se lleva decepciones, quiero decir.

Me dirigió una breve sonrisa, luego se volvió y continuó subiendo. Yo lo seguía. Vivía justo debajo de mi hermana. En la puerta no había ninguna placa con su nombre. Nos despedimos, y no lo oí cerrar la puerta hasta que casi hube llegado arriba.

Alrededor de una semana más tarde, me lo encontré en la calle. Yo iba otra vez al piso de mi hermana. Lo divisé a cierta distancia, venía derecho hacia mí, tenía una expresión hermética, no se percató de mi presencia hasta que me detuve delante de él y lo saludé. Por un instante pareció que lo hubiera pillado in fraganti, pero sólo por un instante, luego sonrió. Intercambiamos unas frases triviales, luego le pregunté, incitado por el hecho de que nos encontráramos delante de una cafetería, si quería tomar un café conmigo. Vaciló un momento, luego aceptó. El local era luminoso y grande, con muchas mesas blancas y redondas. No se quitó el abrigo, por eso yo tampoco me quité el mío. Removía lentamente el café con la cucharita, aunque no se había puesto ni azúcar ni leche. Yo tenía dentro un montón de preguntas, pero no sabía qué decir. Entonces él preguntó de qué había muerto mi hermana. Era un buen tema. Los dos éramos, por así decirlo, firmes partidarios del paro cardíaco como causa de muerte. El único inconveniente de una muerte tan repentina, dijo bromeando, es que uno ha de tener sus bienes bajo control en todo momento para estar seguro de no dejar ninguno de sus secretos, por no decir inclinaciones, a la posteridad.

Contesté, en el mismo tono de broma, que ese era un pensamiento muy vanidoso. Él me miró entonces con una leve sonrisa que tal vez fuera irónica, y dijo:

—¿Acaso no se siente usted inclinado a atribuirme algo de vanidad?

—Oh, sí —contesté, un poco sorprendido.

—¿De modo que usted no juzga por las apariencias? —preguntó, todavía con esa media sonrisa que me resultaba difícil de interpretar. Le aseguré que en absoluto, no en su caso. Me miró interrogante, y comprendí que le había dicho demasiado y demasiado poco, y por eso añadí que había algo en él que me hacía pensar que iba disfrazado.

—¿Quiere decir —preguntó— que no soy quien parezco ser?

—No exactamente —contesté—, más bien que usted ha roto con su punto de partida, que, por así decirlo, se ha salido de su marco.

Fui torpe y también más indiscreto de lo que había pretendido, me sentí bastante mal, y el silencio que se hizo fue más que penoso. Por fin empecé a disculparme, pero él me hizo un gesto que me desarmó, parecía asustado, y dijo que no tenía que pedir disculpas por nada, al contrario, él era el que me había provocado, y, además, no me faltaba razón, pues años atrás su vida había dado un giro drástico, no es que se lamentara de ello, que no pensara eso, si alguien le preguntaba si su vida había cambiado para bien o para mal, tendría que contestar llanamente que no lo sabía, lo único que sabía es que había cambiado.

Después de pronunciar todas esas palabras que en el fondo no expresaban nada, calló. Esperaba que continuara, pero no dijo nada más, y como lo consideraba demasiado inteligente para decir tanto sin haber tenido algún propósito, llegué a la conclusión de que había sido su manera de cerrar el tema. Con razón o sin ella, tuve la sensación de que me había puesto en mi sitio, y no me esforcé mucho por iniciar una nueva conversación. Intercambiamos unas palabras bastante anodinas, él me agradeció la compañía y lamentó tener que irse. Fuera nos dimos la mano y nos fuimos cada uno por nuestro lado.

La siguiente vez que fui al piso de mi hermana había quedado allí con mi hermano menor. Lo veo muy de tarde en tarde y no lo lamento. Es asesor jurídico de algún ministerio y una persona muy autosuficiente. Llegó media hora más tarde que yo y veinte minutos después de la hora acordada; bien es verdad que se disculpó, pero con tanta indiferencia, que más bien parecía una ofensa. Me tragué la ofensa, y cuando hubo colgado el abrigo, le di una exhaustiva lista de todos los muebles y enseres. Le interesaba más bien lo último, sobre todo lo referente a joyas y cubertería de plata. Yo había colocado todo de un modo bastante práctico, sobre una mesa entre las ventanas del dormitorio, y cuando se lo mostré, se vio obligado a señalar que había sido un descuido por mi parte no haberlo colocado en un lugar más seguro. Debería haber caído en que un piso deshabitado constituye una gran tentación para los ladrones. No contesté, porque quería evitar en la medida de lo posible discutir con él. Fue al dormitorio, y yo a la cocina a poner agua para el café. A través de las paredes podía oírlo abrir cajones y armarios, supuse que miraría debajo del colchón, yo también lo había hecho. Al rato, entró en la cocina y preguntó si nuestra hermana no había dejado más objetos personales, cartas y cosas así. Contesté que estaban en el escritorio. Volvió a salir de la cocina, y cuando entré en la habitación con el café, estaba sentado en medio de un montón bastante grande de cartas, leyendo. Yo también había leído gran parte de las cartas, las que habían sido escritas por mi madre. De hecho, había escondido una que contenía tres frases sobre mí. Le sugerí que se llevara las cartas para leerlas en casa. Le pareció bien y fui a la cocina a buscar una bolsa de plástico para meterlas. Estando allí, llamaron a la puerta. Oí que mi hermano iba a abrir. No me acordaba de dónde había dejado las bolsas y tardé en encontrarlas. Me topé con mi hermano en la puerta del salón, parecía, como poco, desconcertado, y dijo:

—Es para ti —no supe inmediatamente de qué podía tratarse, no hasta que me susurró—: ¿Lo conoces? —entonces comprendí a quién se refería, pero al mismo tiempo no entendía esa pregunta asombrada, casi aturdida, de mi hermano. Era él, estaba delante de la puerta, también parecía perplejo. Se disculpó, había oído pasos en el piso, pues vivía justo debajo, había pensado que era yo, yo solo, no tenía intención de molestar, sólo quería preguntar si me apetecía tomar un café con él cuando hubiera acabado, pero tal vez no fuera muy oportuno, puesto que no estaba solo. Le contesté que con mucho gusto, y pareció alegrarse. Volví a ocuparme de mi hermano, que estaba de pie en medio de la habitación, mirándome interrogante.

—¿Lo conoces? —preguntó.

—Claro que lo conozco —contesté.

—Vaya.

—Por favor, ahórrame tus prejuicios —le dije, un poco abatido, pero él prosiguió sin inmutarse:

—¿Vive en este bloque?

—Sí, vive en este bloque.

—Gabriel Grude Jensen.

—¿Tú también lo conoces? —le pregunté, perplejo.

—No, Dios me libre. Pero seguí el juicio.

—¿El juicio?

—Sí, el juicio. ¿No has dicho que lo conocías?

—No ha hablado mucho de su pasado.

—Es comprensible. Mató a su mujer Dios sabe hace cuántos años. Una historia muy fea.

Dijo bastantes más cosas, estaba claro que disfrutaba con su papel de informante, pero cuando se rebajó a ironizar sobre mi llamada amistad con ese hombre, le dije que no tenía por costumbre preguntar a la gente si había matado a alguien, y que tampoco dejaría que la respuesta a esa pregunta decidiera si me gustaba o no.

Después de eso, hicimos lo que habíamos ido a hacer, y al cabo de una hora se marchó. Yo fregué las tazas, apagué las luces y cerré la puerta. Luego bajé al piso de abajo y toqué el timbre. El hombre me cogió el abrigo y me condujo al salón. De forma y tamaño era idéntico al de mi hermana, pero escasamente amueblado. En medio de la habitación había una mesa baja y ovalada, y a cada lado de la mesa, un sillón. Detrás de uno de ellos había una lámpara de pie con una pantalla oscura, la luz que emanaba apenas llegaba a iluminar las paredes desnudas. Toda la habitación parecía un escenario. Me invitó a sentarme, luego me ofreció una copa de coñac con el café; la acepté. Decidí ocultar lo que sabía sobre él. Llenó las copas y me preguntó qué me parecía su hogar. En parte por el tono de su voz, me sentí obligado a interpretar la pregunta como algo provocativa, de modo que contesté que, a mi entender, la impresión espartana que transmitía correspondería a su naturaleza o a su bolsillo. Dijo que eso era lo que él llamaría una respuesta diplomática, y luego añadió —con bastante incoherencia, en mi opinión— que en general no tenía nada en contra de la soledad. ¿De estar solo, quiere decir? le pregunté. Sí, sí, eso era lo que quería decir. Pero después de la muerte de mi hermana todo se había vuelto muy silencioso, antes oía sus pasos, y de vez en cuando voces o ruidos en la cocina, en ese bloque se oía todo a través de las paredes, pero ahora no oía nada, a veces tenía la sensación de no existir, y eso le causaba una gran angustia. ¿También yo vivía solo? Le contesté que sí. ¿Angustia? le pregunté. Sí, sabe usted, cuando todo se vuelve imperiosamente vacío y uno necesita levantarse y andar, y, preferentemente, decir algo al aire, rodearse de sí mismo, por así decirlo, es lo único que sirve. Bebió un sorbo de la copa. Yo no sabía qué decir, lo mío no es hacer confidencias, y cuando otras personas me las hacen, me siento angustiado y avergonzado. ¿Le estoy molestando? preguntó. De ninguna manera, contesté, y probablemente sonó convincente, porque continuó hablando de su angustia. Me sentía cada vez más incómodo. Aunque no se le notaba, supuse que antes de que yo llegara había bebido bastante, esa era la explicación más razonable de que ahora se mostrara tan diferente de la impresión que me había causado en nuestros anteriores encuentros. Y cuando, para colmo, empezó a hablar del amor, decidí dar por concluida la visita. En el mundo hay demasiado poco amor, dijo, deberíamos sentir más amor los unos por los otros. Fue muy penoso. ¿Quiénes son los unos y los otros? pregunté, y ¿qué es el amor? Sólo contestó a la primera parte de la pregunta. Todos, dijo. Me encogí de hombros, podría no haberlo hecho, pero sentí cierta necesidad de hacerme notar, y al fin y al cabo fue una reacción bastante suave. ¿No está usted de acuerdo? preguntó. Contesté que no lo estaba. Eso le pareció interesante, y quiso echarme más coñac. Lo rechacé cortésmente diciendo que lamentaba tener que irme. Tenía una cita. Pero no me levanté inmediatamente, no quise que me descubriera, además tenía un poco de mala conciencia, pues al fin y al cabo él no me había hecho nada, sólo hablar como un cura tonto. De modo que, con el fin de mostrarme amable y de que el silencio no se le hiciera tan angustioso, le dije que esperaba no tardar demasiado en encontrar un comprador para el piso de mi hermana. Ah, no será lo mismo, exclamó, y al mirarle interrogante, añadió: Sabe usted, su hermana mostraba conmigo una especie de bondad. No me diga, dije perplejo. Sí, contestó, y por eso… saber que eran sus pasos… Seguro que me entiende. Asentí y me levanté. Me quedé de pie, con la cara a la sombra de la pantalla oscura, asintiendo una y otra vez con la cabeza, como si entendiera todo, era una mímica que no desentonaba con ese cuarto que recordaba un escenario; no me quedaba ni un pensamiento sensato en la cabeza. Le oí decir que había sido un placer hablar con alguien que lo entendía, un gran placer, no se encontraba a menudo a una persona así. Me sostuvo el abrigo, luego nos dimos la mano. Me marché, firmemente decidido a no volver a poner los pies en el piso de mi hermana.

El estimulante entierro de Johannes

El día comenzó estupendamente, había dormido bien. Este va a ser un día mejor, Paulus, me dije a mí mismo. Y al llegar al parquecillo donde suelo sentarme a leer el periódico cuando hace buen tiempo, incluso el banco más cercano a la señal de STOP estaba libre. Me gusta sentarme allí; se ve tanta impaciencia junto a un STOP…, hasta se puede presenciar algún que otro accidente. No es que me encanten los accidentes, pero, por ejemplo, si por alguna razón un avión hiciera explosión en el aire, no tendría nada en contra de ser uno de los que lo observaran, o mejor, el único. Pues sí, Paulus, me dije a mí mismo, no descartes que hoy pueda ser un día mejor.

Sé que algunos insisten en que soy un viejo cascarrabias, pero eso es sólo verdad a medias. Cuando aparece algo positivo en mi vida, me aferro a ello, y en esos momentos puede ocurrir que grite por dentro: ¡por fin, por fin! Aunque no sucede a menudo, claro, el mundo no es así. Pero, por ejemplo, no hace más de un mes…, ah sí, tal vez algo más…, bueno, da igual, no era un buen ejemplo.

Pues bien, allí estaba yo sentado, sin nada pendiente conmigo mismo, cuando de pronto divisé a mi hermano gemelo, Johannes, que se acercaba renqueando por la acera. Tuve la ardiente esperanza de que no me hubiera visto, pero en ese momento oí su voz.

—Ajá, Paul, finges no haberme visto. Así ha sido siempre, brusco e indiscreto.

Le sonreí cortésmente, como si no hubiera oído su comentario.

—Anda, eres tú —dije—, hacía mucho que no te veía.

Se sentó a mi lado y se puso a contar cuánto tiempo hacía exactamente.

—Casi justo dos años antes de que nuestra madre muriera, y de eso hace nueve años.

—¡Ay! —exclamé—, ¿de veras hace tanto tiempo?

—Por lo menos esperaba verte en su entierro.

—Sí, sí —dije—, muy amable de tu parte.

Como se puede ver, lo intenté por la buenas, pero él continuó, con muchas palabras, reprochándome mi ausencia hace nueve años, al menos podría haber enviado flores o un telegrama. Etcétera. Era demasiado estúpido. Y para irritarlo, lo admito, le pregunté de qué había muerto su madre. Y se irritó tremendamente.

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