Pero allí estaba el pestilente y descompuesto cuerpo de un gran perro de pelo negro. Tendría que hacer algo con él, pero no sabía qué.
Dejó la pala de nieve, pasó por delante del garaje y entró en la casa. Erna estaba sentada junto a la mesa de la cocina leyendo el periódico. No levantó la vista. Jakob se sentó enfrente de ella y encendió un cigarrillo. Erna sonrió por algo que había leído. Jakob dijo:
—Hay un perro muerto debajo de la trampilla del sótano.
—Debajo de… ¿Un perro?
—Lleva allí desde antes de Navidad.
—No.
—No sé qué hacer. El hedor…. Y es muy grande.
—¿Desde antes de Navidad? Dios mío.
—Desde antes de la gran nevada.
—Dios mío, Jakob. ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé.
Jakob se levantó y se acercó a la ventana. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Tenemos lejía?
—Debajo del fregadero.
La cogió y salió. Entró en el garaje. Agarró de un gancho de la pared una cuerda de tender enrollada y volvió a la parte posterior de la casa. Ató el cabo de la cuerda al asa de la trampilla del sótano. No es más que un perro muerto, pensó. Retrocedió dos o tres metros, tensó la cuerda y tiró de ella. La trampilla se abrió. Jakob pasó por delante de la entrada, cogió la pala y comenzó a echar nieve en la abertura. Cuando por fin estuvo seguro de haber enterrado el cuerpo con la nieve, se acercó y miró hacia abajo. Luego fue a buscar la botella de lejía, pero, en el momento de ponerse a desenroscar el tapón, divisó al vecino, que lo estaba observando desde la ventana de su cocina. Por un instante se quedó perplejo, como si lo hubieran pillado in fraganti. Luego, con una tranquilidad forzada y sin mirar en dirección a la casa del vecino, cogió la pala de nieve y la botella y las dejó en el garaje antes de entrar en casa.
Erna no estaba en la cocina. Jakob se sentó y encendió un cigarrillo. ¿Martin?, pensó. Antes de la gran nevada. ¿Martin? Oyó a Erna que bajaba del piso de arriba.
—¿Has conseguido sacarlo? —preguntó.
—No. Holt estaba en la ventana. Esperaré a que se haga de noche.
—¿No tendrías que informar a la policía?
Él no contestó.
—Alguien tiene que haberlo echado en falta.
—Déjame arreglar este asunto a mi manera, por favor.
—Sí, pero alguien nos lo ha hecho. A nosotros.
—Eso no lo sabemos. ¿Quién puede haber sido?
—Pues no sé quién puede haber sido. Lo que está claro es que no ha bajado al sótano por su cuenta. ¡Ah, Dios!
—¿Qué pasa?
—Imagínate si, oh, Dios, si alguien lo ha encerrado allí.
—No te pongas histérica.
—No estoy histérica. Pero no entiendo por qué te niegas a informar a la policía.
—Lo hago a mi manera, te he dicho, y no se hable más del asunto.
Se levantó. Salió de la cocina, atravesó la entrada y bajó al sótano por la escalera interior. Cogió un viejo hule de la repisa que había sobre el banco de carpintero y con las tijeras hizo un agujero en cada esquina. Luego cortó una cuerda de unos cinco o seis metros en cuatro partes iguales y las ató a los agujeros del hule. Se acercó a la trampilla del sótano y miró hacia afuera. Estaba oscureciendo. Al cabo de media hora estaría suficientemente oscuro. Me vio, pensó, pero desde ese ángulo no habría podido ver al perro.
Cogió el hule, subió por la escalera exterior y entró en el garaje. Se metió en el coche y encendió un cigarrillo. Cuando le pareció que ya estaba bastante oscuro, llevó la botella de lejía hasta la bajada al sótano. No había nadie en la ventana de la cocina del vecino. Echó lejía encima de la nieve que cubría el cuerpo del perro y volvió al garaje a buscar la pala de nieve y el hule. Con la pala empujó al perro hacia el borde de la escalera, luego extendió el hule. A continuación metió la pala debajo del cuerpo del animal y lo echó sobre el hule. El perro quedó al descubierto, el hedor le vino a la cara y Jakob empezó a vomitar a chorros.
Más tarde, cuando había volvió a cubrir el perro de nieve, soltó la cuerda de tender del asa de la trampilla del sótano e hizo un lazo con ella. Ató los cuatro cabos de cuerda del hule al lazo. No había nadie en la ventana del vecino. Empezó a tirar de la cuerda, y el hule formó una especie de red de pesca alrededor del perro. Pesaba menos de lo que se había imaginado, y el hule aguantó. Lo arrastró por la nieve hasta la valla de madera al fondo del jardín. Luego cogió la pala y cubrió el cuerpo con medio metro de nieve. Lo conseguí, pensó.
Media hora más tarde, cuando se había duchado y cepillado los dientes, entró en el cuarto de estar. Erna estaba viendo la televisión.
—Ya está —dijo Jakob.
Ella no contestó. Él se sentó. Bueno, pensó. Encendió un cigarrillo. Transcurrió un minuto.
—¿Qué has hecho con él? —preguntó Erna.
—Está abajo, en la huerta. Lo he cubierto de nieve.
—¿Y cuando se derrita la nieve?
—Entonces lo enterraré.
—¿En la huerta?
—Sí.
—No, Jakob, no lo quiero debajo de las verduras.
—¿Dónde si no? ¿No pretenderás que cave el césped?
—Haz lo que quieras, pero no lo quiero debajo de las verduras.
—En mi vida he oído una cosa más tonta.
—Es posible. Y además sigo diciendo que debes informar a la policía.
—¡Deja ya de dar la lata con la policía, coño!
—¿Cómo te atreves a hablarme así, Jakob?
—Te hablo como me da la gana. He estado trajinando con ese jodido animal hasta vomitar a chorros, y tú no haces más que darme la lata con la policía.
Se levantó bruscamente y salió de la habitación.
—¡Jakob! —le gritó ella. Él no contestó. Subió al dormitorio, pero volvió a salir inmediatamente, pues allí no tenía nada que hacer. No sabía adónde ir. Se sentó en la parte superior de la escalera. Intentó recordar con exactitud cuándo se había marchado Martin, pero no lo logró.
Oyó sonar el teléfono y, cuando Erna atendió, se levantó y bajó a la cocina. La puerta del cuarto de estar estaba abierta, pero no podía oír lo que decía. Bebió un vaso de agua. Luego dejó caer el vaso al suelo, pero no se rompió. Lo recogió y lo dejó caer de nuevo, esta vez con algo de fuerza, no mucha. El vaso se rompió, aunque no en tantos pedazos como se había imaginado. Cogió la escoba y el recogedor y se puso a barrer. Erna no acudió. Luego fue al cuarto de estar a buscar un periódico viejo. Erna estaba sentada en el sofá, había apagado el televisor. Jakob cogió el periódico y volvió a la cocina. Envolvió los trozos de cristal en el periódico y lo metió todo en el cubo de la basura. Desde allí observó a Erna a través de la puerta entornada. Estaba sentada en el borde del sofá mirando fijamente al frente y con los labios muy apretados. Jakob apagó la luz y encendió un cigarrillo. Si ella se volvía, lo vería fumar en la oscuridad. Ella volvió la cabeza. Él se fumó el cigarrillo y fue al cuarto de estar.
—¿No hay nada en la tele? —preguntó.
—Sólo un concierto —contestó ella.
Jakob cogió el periódico que estaba sobre la mesa del sofá y se sentó.
—Tengo que decirte —dijo ella— que por muy desagradable que te resultara lo del perro, no deberías haberla tomado conmigo. Sabes muy bien cómo reacciono cuando me gritas.
Él encendió un cigarrillo.
—Tenía que decírtelo —añadió ella—, y dicho está. Y ahora voy a hacer café.
Se levantó y fue a la cocina. Él se quedó sentado con el periódico sobre las rodillas escuchando los ruidos que ella hacía. Empujó el periódico hasta el suelo y aplastó el cigarrillo. Luego agachó la cabeza y apretó con fuerza las palmas de las manos contra los oídos. De ese modo sólo podía escuchar el zumbido que provenía del interior de su cabeza. No se dio cuenta de que ella volvió a entrar, pero de repente se percató de que lo estaba mirando.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Nada. Me zumba la cabeza.
—¿Crees que puede haber sido Martin, verdad?
—¿Martin? ¿Qué? ¿Qué Martin?
—Tu Martin. Por eso no querías denunciarlo a la policía, ¿verdad? Tenías miedo de que hubiera sido Martin.
Él se levantó. Su mirada se encontró con la de ella, y ella retrocedió un paso.
—¡Qué coño estás diciendo!
—Pero…
—¡Qué coño estás diciendo!
—No he querido…, perdóname. Me estás asustando. Por favor, Jakob, no me asustes. ¡Jacob…, no!
Él retiró la mano. Dio la vuelta. Fue a la cocina. El agua para el café estaba hirviendo y apagó la placa. Sobre la encimera, en una bandeja, estaban las tazas, la jarrita de la leche y el azucarero. Se quedó contemplando todo durante un rato, luego meneó la cabeza varias veces. Sacó el café instantáneo del armario, lo echó en las tazas, las llenó con agua y llevó la bandeja al cuarto de estar. Erna estaba sentada en el sofá mirándose las rodillas y abrazándose como si tuviera frío. Jakob colocó la taza, la jarrita y el azucarero delante de ella. Ella no levantó la vista. Jakob encendió el televisor. Emitían una película policial. Se acomodó en el sillón y encendió un cigarrillo. Al cabo de un rato, Erna se levantó y subió al dormitorio; él podía sentir sus pasos. No volvió a bajar.
La noche siguiente, Jakob colocó una lona grande sobre el montón de nieve junto a la valla de madera, y cuando la tierra se desheló, enterró al perro en la huerta. Erna no dijo una palabra, pero al llegar la primavera, la huerta quedó sin cultivar.
Una de las últimas veces que estuve en un café fue un domingo de verano, lo recuerdo bien, porque casi todo el mundo iba en mangas de camisa y sin corbata, y pensé: tal vez no sea domingo, como yo creía, y el hecho de que pensara exactamente eso hace que me acuerde. Me senté en una mesa en medio del local, a mi alrededor había mucha gente tomando canapés y bollos, pero casi todas las mesas estaban ocupadas por una sola persona. Daba una gran impresión de soledad, y como llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie, no me hubiera importado intercambiar unas cuantas palabras con alguien. Estuve meditando un buen rato sobre cómo hacerlo, pero cuanto más estudiaba las caras a mi alrededor, más difícil me parecía, era como si nadie tuviera mirada, desde luego el mundo se ha vuelto muy deprimente. Pero ya había tenido la idea de que sería agradable que alguien me dirigiera un par de palabras, de modo que seguí pensando, pues es lo único que sirve. Al cabo de un rato supe lo que haría. Dejé caer mi cartera al suelo fingiendo que no me daba cuenta. Quedó tirada junto a mi silla, completamente visible a la gente que estaba sentada cerca, y vi que muchos la miraban de reojo. Yo había pensado que tal vez una o dos personas se levantarían a recogerla y me la darían, pues soy un anciano, o al menos me gritarían, por ejemplo: «Se le ha caído la cartera». Si uno dejara de albergar esperanzas, se ahorraría un montón de decepciones. Estuve unos cuantos minutos mirando de reojo y esperando, y al final hice como si de repente me hubiera dado cuenta de que se me había caído. No me atreví a esperar más, pues me entró miedo de que alguno de aquellos mirones se abalanzara de pronto sobre la cartera y desapareciera con ella. Nadie podía estar completamente seguro de que no contuviera un montón de dinero, pues a veces los viejos no son pobres, incluso puede que sean ricos, así es el mundo, el que roba en la juventud o en los mejores años de su vida tendrá su recompensa en su vejez.
Así se ha vuelto la gente en los cafés, eso sí que lo aprendí, se aprende mientras se vive, aunque no sé de qué sirve, así, justo antes de morir.
María hizo un comentario sobre él en presencia de los demás que a él le pareció fuera de lugar y que lo alteró en exceso. Se esforzó todo lo que pudo por aparentar indiferencia, pero cuando los invitados se hubieron marchado y María dijo que estaba cansada, él abrió otra botella de vino y echó un leño en la chimenea. ¿No vas a acostarte?, preguntó ella. Él contestó que no estaba cansado y que le apetecía otra copa. Ella lo miró. Mañana será otro día, dijo. Ya lo sé, señaló él, y ese fue el único amago de agresividad que logró expresar.
Permaneció levantado una hora más. Se bebió dos copas de vino. Luego llevó la botella a la cocina y tiró casi todo su contenido en el fregadero. Volvió al salón con la botella y la colocó junto a la copa vacía.
Al día siguiente se despertó tarde y solo. Se levantó enseguida. La casa estaba vacía, pero encontró la mesa del desayuno puesta para él. El café del termo estaba templado. Se bebió dos tazas. El periódico dominical se encontraba al lado del plato. Lo cogió y salió a la terraza. María estaba de rodillas en la huerta, casi oculta tras las dalias; él hizo como si no la hubiera visto y se sentó de espaldas. Abrió el periódico, levantó la vista y se puso a mirar las copas de los árboles que se dibujaban sobre un cielo de color azul mate. Permaneció en esa postura hasta que escuchó pasos en la gravilla y la voz de ella a sus espaldas: Buenos días. Bajó el periódico y la miró. Buenos días, contestó. Ella se quitó los guantes de jardinería y subió la escalera. Estabas durmiendo tan plácidamente, dijo, que no quise despertarte. ¿Te quedaste levantado mucho rato? Un par de horas, contestó él. ¿Tanto?, dijo ella. Él dobló el periódico sin contestar, luego dijo: He pensado ir a ver a mi padre. Vera viene a comer, señaló ella. Estaré de vuelta antes, contestó él. No va a darte tiempo, objetó ella. Entonces podemos comer una hora más tarde, propuso él. ¿Sólo porque de repente se te ha ocurrido ir a ver a tu padre? Él no contestó. Ella entró en la casa y él se levantó y fue tras ella, en busca de su chaqueta. Pero si no has desayunado, objetó ella. No tengo hambre, contestó él. Se encontró con la mirada de María; ella lo escrutó. ¿Qué te pasa? Nada, contestó él.
Cuando un poco más tarde estaba saliendo de la ciudad en dirección a R, se sintió casi orgulloso durante un rato y pensó: Hago lo que quiero.
A mitad de camino, se salió de la carretera principal y se dirigió hacia el fiordo Bu. Había allí un pequeño café al aire libre. Comió dos sándwiches y tomó un café. Estaba sentado debajo de un árbol mirando el fiordo. Se fumó un cigarrillo. De tarde en tarde miraba el reloj. Se fumó otros dos cigarrillos, luego se levantó y fue hacia el coche.
Regresó por el mismo camino por el que había llegado, y estuvo de vuelta en casa antes de que se hubiesen sentado a la mesa. María le preguntó por su padre y él contestó: No me reconoció. Vera comentó que tenía que ser muy doloroso ver a su propio padre tan desvalido. Él asintió. Se sentaron a la mesa. Él sirvió el vino. Comieron asado de ternera y charlaron de temas cotidianos. Él participaba con algún que otro sí o no; sus pensamientos se desviaban a menudo, pero se ocupaba todo el tiempo de que las copas de ellas no estuvieran vacías. Y cuando María al final de la comida quiso saber más sobre el estado de su padre, la pregunta chocó con una reflexión agresiva que él acababa de hacerse y contestó, de un modo inesperadamente negativo: ¿Y a qué se debe ese repentino interés por mi padre? Se hizo el silencio. Entonces Vera dijo discretamente: Eso no ha sido muy amable de tu parte, Jakob. No, no lo ha sido, contestó él, casi igual de discreto, pero no es de tu incumbencia. Y cogió la copa con la mano temblorosa. Creo que deberías explicarte, dijo María. Él no contestó. No sé qué creer, añadió ella. Él se reclinó en la silla y la miró: Mi padre está bien. Ya no sabe lo que ocurre, y si los enfermeros lo tratan con cariño, nadie puede hacerle daño. Así que está bien. Volvió a hacerse el silencio, luego María dijo: Eso podrías haberlo dicho antes. Hay muchas cosas que uno siempre podría haber dicho antes, contestó él. ¿A qué te estás refiriendo ahora?, preguntó ella. ¿Me estoy refiriendo a algo?, preguntó él. Vaya, ahora sí que te has puesto imposible, dijo ella. Y se levantó y empezó a recoger la mesa. Al levantarse también Vera, dijo: No, no, tú quédate sentada. Jakob vio cómo, tras un momento de vacilación, Vera cogió la fuente de verduras y la salsera, y siguió a María hasta la cocina. Jakob se sirvió vino, se levantó y salió a la terraza. Se fumó un cigarrillo y luego otro. Vació la copa. Vera salió y se sentó. Vaya verano, dijo ella. Sí, contestó él. Aunque en realidad, añadió Vera, agosto es un mes bastante… tiene algo de nostálgico, ¿no te parece? De alguna manera es el fin de algo. Él la miró, sin contestar. Cuando era niña, prosiguió ella, siempre asociaba el mes de agosto, sobre todo las noches, con el canto de los grillos, que tanto me gustaba. Ya no hay grillos. ¿Ah no?, preguntó él. No, contestó ella. La miró: estaba sentada con la cabeza agachada, tocándose una uña de la mano. Le preguntó: ¿Te sirvo vino? Gracias, contestó ella. Él entró por una botella y una copa. María no estaba. Vera seguía en la misma postura, como si estuviera absorta en algo, y cuando él hubo llenado las dos copas, se quedó un instante mirándola; sintió de repente una oleada de calor, como un calambre, y exclamó: Qué bonita eres. ¿Yo?, preguntó ella. Él no contestó y se sentó. Se hizo el silencio, también dentro de él. Luego ella añadió: Hace mucho que nadie me dice eso. ¿Me das un cigarrillo? Él le ofreció el paquete. No sabía que fumaras, dijo. Lo he dejado, contestó ella. Él le dio fuego. María dijo desde la puerta: Pero, Vera… ¿A que sí?, preguntó Vera. ¿Te ha seducido Jakob? Vera miró a Jakob, y contestó: Sí, en cierto modo. Pero yo misma decidí caer. María salió a la terraza, acercó una silla a la mesa y se sentó. Jakob le preguntó si quería que fuera a buscarle una copa, se sentía muy ligero y libre. Fue por la copa y le sirvió vino. Vera hacía aros de humo. Mirad, dijo, aún sé hacerlos. Estás jugando con fuego, señaló María. Sí, contestó Vera, casi se me había olvidado lo bueno que es. Ya ves, dijo María. Vera sopló nuevos aros al aire casi inmóvil. Estás poniendo a prueba tu voluntad, prosiguió María. Por favor, dijo Vera, y añadió, mirando a Jakob: María nunca ha dejado del todo de ser la hermana mayor. Ya lo veo, dijo Jakob. Tonterías, contestó María. María no juega con fuego, apuntó Jakob. Seguro que sí, dijo Vera. ¿A que sí, María? Todo el mundo lo hace. María le dio un sorbo a su copa. Puede que sí, contestó, pero evito quemarme. Jakob se rió. María lo miró. Vera apagó el cigarrillo. Hace bochorno, comentó María. Sí, contestó Vera. Ojalá se desencadene una verdadera tormenta. Y un rayo alcance esa casa tan fea. Pero, Vera…, dijo María. Jakob se rió. ¿Te parece gracioso?, preguntó María. Sí, contestó Jakob, por eso me he reído. Se hizo un largo silencio, y por fin María se levantó. Permaneció un instante de pie, luego bajó la escalera y se adentró en el jardín. Di algo, dijo Vera.