Yo me sentía fascinado, he de admitirlo, pero, conforme pasaba el tiempo, más por el espectáculo en la calle que por el protagonista. La gente había empezado a manifestarse, se reían y se gritaban por encima de la cabeza del pobre hombre; yo nunca había visto nada parecido en cuanto a repentino contacto social, incluso se asomó un hombre en la casa vecina que me gritó algo. Sólo capté la última palabra, «blasfemia», y, por supuesto, no contesté. Si al menos hubiera dicho algo sensato, por ejemplo «urgencias», quién sabe, tal vez hubiéramos podido establecer una especie de relación de saludo de ventana a ventana. Pero no tenía ninguna gana de establecer una relación de saludo con un hombre adulto —tenía años suficientes como para ser el hijo de mi mujer, fallecida ya hace mucho— a quien no se le ocurre nada más sensato que decir «blasfemia», aún no me siento tan solo.
Pero basta con eso. Estaba, como ya he dicho, fascinado por esa bulliciosa vida en las ventanas, me recordaba a mi infancia, entonces era mejor ser viejo, pienso, menos solitario, y, sobre todo, uno moría más o menos a la edad adecuada. En ese instante salió un hombre de un portal. Tenía prisa, y se dirigió directamente al chiflado. Lo agarró por detrás, lo dio vuelta y le pegó en la cara con tanta fuerza que el loco se tambaleó y cayó al suelo. Por un instante se hizo el silencio en la calle, como si todo el mundo estuviera conteniendo la respiración. Luego volvió el ruido, y esta vez el malestar se dirigía sin duda al asaltante. La gente no tardó en salir a la calle, y mientras el causante inmediato de todo el barullo estaba sentado, callado y desconcertado, a unos metros de distancia, se inició una acalorada discusión de la cual resultaba imposible captar los detalles, pero era obvio que también el asaltante tenía sus partidarios, porque de repente dos jóvenes empezaron a tirarse de los pelos. Ay, fue un día muy negro para la sensatez.
Entretanto, el loco se había levantado, y mientras los jóvenes se peleaban probablemente por él, pero posiblemente por causas muy diferentes, y algunos intentaban mediar entre ellos, él retrocedía, alejándose cada vez más, hasta que llegó a la siguiente esquina. Allí dio la vuelta y echó a correr, fue un alivio, y he de decir que sabía correr.
Cuando el grupo se dio cuenta de que el hombre había desaparecido, se fue calmando lentamente, y se fue cerrando una ventana tras otra. También yo cerré la mía, no era un día caluroso. El mundo está lleno de insensatez y confusión, la falta de libertad tiene profundas raíces, la esperanza de igualdad está disminuyendo, la fuerza superior es demasiado grande, eso parece. Tenemos que estar contentos con lo bien que vivimos, dice la gente, la mayoría vive peor. Y luego toman pastillas contra el insomnio. O contra la depresión. O contra la vida. ¿Cuándo llegará una nueva estirpe que entienda el significado de la palabra igualdad, una estirpe de jardineros e ingenieros forestales que talen los grandes árboles que dan sombra a todos los pequeños, y que quiten los brotes del árbol de la ciencia?
El camarero gordo estaba en la parte de más adentro, bajo el viejo y desgastado tejado de chapa ondulada, fumando. Eran algo más de las tres, y el termómetro detrás de su hombro izquierdo marcaba 39 grados. Tiró la colilla y entró en el oscuro bar donde el pequeño escocés hacía un solitario.
Carl se volvió y vio una pequeña barca de pesca dar la vuelta por el largo y estrecho malecón. Un poco más allá, el mar desaparecía en la neblina de calor.
Bebía la cerveza a pequeños sorbos, ya estaba tibia. La barca desapareció y todo quedó inmóvil.
Pero solo un instante. Por la esquina de la estación de autobuses llegaba el pequeño Hilux verde de Zakarias. Se detuvo y aparcó en la manchada sombra de una palmera desgarbada. Zakarias salió y se puso a descargar cajas de vino y Coca-Cola de la furgoneta. El camarero gordo salió del bar y gritó algo que Carl no entendió; Zakarias le contestó. El camarero se acercó a la furgoneta friccionando sus gruesos muslos al andar. Entre los dos empezaron a llevar las cajas al bar.
Cuando iban a por más, Zakarias miró a Carl y gritó:
—
Hello. Your wife not here?
—
No, she is sick.
—Se tocó la tripa para ilustrar la mentira.
—
Sorry. Good wife, ok?
—
Ok.
Metieron el resto de las cajas. Volvió a hacerse el silencio. Carl se acabó la cerveza, dejó unas monedas en la mesa y se levantó. Se metió en el callejón donde el tonelero tenía su taller. La sombra de la hilera de casas era demasiado estrecha para cobijarlo. El sol calentaba sin piedad.
Subió por la oscura escalera de la pensión hasta la segunda planta. La puerta de la habitación estaba cerrada con llave. Llamó, pero Nina no contestó. Gritó su nombre, ninguna reacción. Estaba tan seguro de encontrarla dentro que ni siquiera había mirado si la llave colgaba en la recepción. Bajó por ella. No estaba.
Que se vaya a la mierda, pensó, y salió de nuevo a la despiadada luz del sol. Nadie había recogido la mesa, las monedas seguían allí. Se sentó fuera con la cara vuelta hacia la oscura abertura de la puerta. Se metió las monedas en el bolsillo. El camarero gordo no apareció, y al cabo de un rato Carl se levantó y entró en el bar, donde el gran ventilador del techo producía un atisbo de frescor. El camarero y el escocés estaban jugando al ajedrez. Carl pidió una cerveza y se sentó en otra mesa más adentro, debajo del tejado de chapa ondulada donde la luz era menos intensa. Lo sorprendió que Nina fuera capaz de hacer como si no estuviera en la habitación, no era propio de ella, y con un repentino destello de autocrítica pensó: No la conozco.
Tomó un trago de cerveza. Me quedaré aquí, ella sabe dónde encontrarme, pensó. Voy a emborracharme, pero poco a poco.
Bebiendo entró en la amargura y bebiendo salió a la indiferencia, pero sin emborracharse mucho. El bar se fue llenando de gente, y a las cuatro y media el camarero puso el tocadiscos, la siesta había acabado. El pequeño escocés salió y se sentó a la mesa más cercana a la puerta.
Carl bebía despacio, pero con premeditación.
Hoy le tocaba a él.
El día anterior le había tocado a Nina.
Todo había empezado muy bien. Estuvieron en Barbarossa comiendo un plato de pescado con una botella de vino blanco. Empezó y acabó el breve crepúsculo, y cayó la suave oscuridad. Hablaron de cómo la luz salía de repente de los callejones, confluyendo sobre el mar antes de desaparecer detrás del horizonte. Bebieron vino y se tocaron las manos, estaban a gusto. La oscuridad se espesó en torno a ellos, pagaron y se fueron andando hacia la vieja plaza, tomados de la mano.
Encontraron una mesa en una terraza y pidieron cerveza. Luego Nina quiso un raki, y después otro. Todo iba bien; Carl tenía la intensa sensación de que estaban muy unidos. Entonces Nina sugirió que dieran un paseo. Caminaron sin rumbo por calles estrechas y sombrías.
De repente oyeron música bouzouki. El sonido los condujo a una pequeña tasca. El hombre que tocaba tendría cerca de sesenta años. Se sentaron en el único lugar que quedaba libre y pidieron raki. En la pared de detrás de la barra había fotografías e imágenes recortadas de periódicos del hombre que tocaba. «Debe de ser conocido», comentó Nina entusiasmada. Vació el vaso de raki e hizo señas a la flaca mujer de detrás de la barra para que le sirviera otro. Carl se abstuvo. Y de repente Nina ya no estaba con él. Estaba mirando a su alrededor; con esa mirada especial, directa y a la vez lujuriosa e inocente. Se fijó en tres hombres que estaban sentados cerca de la puerta, en los tres o en uno de ellos, él no podía saberlo. Lo que sí sabía era que tendría que cambiar —o, si hiciera falta, acabar con ese estado de excitación de Nina—, de lo contrario, todo terminaría muy mal. Pero no podía hacer nada, no inmediatamente. Cuando ella anunció que quería otro raki, él le preguntó con una sonrisa —aunque bastante angustiada, bien es verdad— si pensaba emborracharse. «Estoy muy bien», contestó ella, mirando radiante al músico y a los tres hombres junto a la puerta. Al poco rato la mujer de la barra se acercó a rellenarles las copas, seguramente por invitación de uno de los tres hombres. Carl dijo que no era necesario bebérsela, pero ella se la bebió. Él hizo lo mismo; había perdido la batalla. Que acabe como quiera, pensó, ella lo quiere así, como si se tratara de una especie de impulso. Y, sin embargo, al cabo de un rato dijo que quería macharse. «¿Estás de mal humor?», preguntó ella, y él lo negó, porque esa palabra no describía su estado de ánimo, se sentía triste, desconcertado, y tal vez un poco indignado. Pues eso, bastante indignado. Era un marido abandonado delante de las narices de su mujer, claro que estaba indignado, maldita sea. Hizo señas a la dueña, le sonrió y pagó, también sonrió a Nina y a los músicos, no le notarían nada, todo estaba normal, todo estaba bien. Se levantó y le preguntó si se iba con él. «¿Ahora que estamos tan a gusto?», preguntó ella. «¿Lo estamos?», preguntó él sonriendo.
Se fue con él.
Ninguno de los dos dijo nada. Ella iba un paso por detrás de él.
Llegaron al puerto y Nina dijo: «No pensarás irte ya al hotel, ¿no?». Él contestó con una evasiva. «Yo no pienso ir al hotel», dijo ella. «Solo si no bebes más raki», dijo él. «Dios mío, qué espléndido eres», dijo ella. «Sí», contestó él. «Entonces una cerveza», dijo ella.
Nina eligió lugar y mesa donde había más público. Carl buscaba algo que decir, algo que la hiciera volver, pero no se le ocurría nada. Con el fin de escapar a ese doloroso silencio, fue al servicio y se tomó mucho tiempo. Cuando volvió, Nina ya había entablado conversación con dos griegos de la mesa vecina; hablaban inglés, hablaban de Nina —de dónde era, dónde se alojaba, hasta cuándo se quedaba. Eran amables, corteses. A Carl le gustaron, sobre todo el que estaba sentado más cerca de Nina, y que era el que mejor hablaba inglés, se llamaba Nikos, era de Atenas, y estaba de vacaciones. Al cabo de un rato Nina acercó más su silla a la de Nikos, y Carl dijo entre dientes, pero sonriendo: «A lo mejor no hace falta que te lo comas». Ella lo miró. «Tienes que hablar inglés», dijo.
Él ya no tenía nada más que decir. Todo se desarrollaba con normalidad. Nina pidió como sin darse cuenta más cerveza. El amigo de Nikos se marchó, y Nikos acercó su silla a la mesa de ellos; Nina puso la mano sobre su brazo desnudo, de nuevo como sin darse cuenta. Carl hizo como si no lo viera, o mejor dicho, como si no significara nada, y prosiguió una conversación sobre los juicios tras la caída de la junta de los coroneles, unos juicios que, en opinión de Nikos, habían sido una farsa y una catástrofe. Nina lo interrumpió para preguntarle si era abogado. Nikos se rió, puso su mano libre sobre la de ella —pero solo un instante— y dijo que trabajaba en una compañía de seguros. Nina dijo que no lo parecía. Carl miró el reloj y dijo que se estaba haciendo tarde. También Nikos miró el reloj y estuvo de acuerdo. Dijo que iba en la misma dirección que ellos.
Pagaron. Nina sugirió que fueran por la playa. Carl y Nikos andaban uno a cada lado de ella. Carl vio que Nina cogía la mano de Nikos y eso le dolió. Se alejó un poco de ellos, no mucho, pero lo suficiente para que las pequeñas olas que golpeaban la playa le impidieran oír lo que hablaban. De repente Nina se detuvo, se volvió hacia Nikos y lo besó en la boca. No fue un beso largo, y Nikos se limitó a recibirlo, aunque sin soltarle la mano. Carl no dijo nada, pero se detuvo y los miró. La tenue luz le iluminó la cara, las suyas quedaban en la oscuridad. Vio sus siluetas a la luz de las farolas del paseo marítimo, y vio a Nikos retirar la mano. Luego siguieron andando, nadie decía nada, Carl iba un par de metros por delante de ellos, no quería volverse, pues tenía su orgullo. Cogió la cuesta en dirección a las luces y oyó que lo seguían. Llegaron a la carretera, Carl siguió hacia la pensión, Nina y Nikos iban charlando detrás de él. Nina se reía. Entonces se volvió a pesar de todo y vio que iban agarrados de la mano. Ya casi habían llegado a la pensión. Ya está bien, pensó Carl, no hace falta arrastrarse. Ya está bien. Apretó el paso. Nina gritó algo, pero él hizo como si no la oyera. Entró en la pensión, saludó con un movimiento de la cabeza a Manos, sentado medio dormido frente al televisor, y cogió la llave de detrás del mostrador. Subió apresuradamente a la habitación. La puerta del balcón estaba abierta, dejando que algo de luz de la calle entrara en la habitación. No encendió ninguna lámpara y salió al balcón, que se encontraba casi justo encima de la recepción. No oyó nada. Se inclinó por encima de la barandilla y miró hada abajo. No estaban allí. Se sentó y encendió un cigarrillo. Al cabo de un rato oyó que se abría la puerta y se quedó sentado, inmóvil, por un breve instante de desesperación pensó que Nina no estaba sola. Lo estaba. Estaba a su lado. «¿Qué te pasa?», le preguntó. Él no contestó. «Siempre tienes que ser así», dijo ella. Él se mordió la lengua, porque eso era lo que ella buscaba. «Maldita sea», dijo Nina y entró en la habitación. Él tiró a la calle el cigarrillo a medio consumir y encendió otro. Ella encendió la luz. «¿Acaso he hecho algo mal?». Él no contestó. Ella volvió a salir al balcón. «¿No te vas a acostar?». «Aún no», contestó él. «Pretendes castigarme, ¿verdad?». «¿Castigarte por qué?», preguntó él, le pareció una buena respuesta. «Por no ser capaz de satisfacerme con esa polla tan rápida que tienes». Volvió a entrar y apagó la luz. Él permaneció sentado, su corazón se negaba a tranquilizarse, le hervía la sangre. Esto se acabó, pensó, tiene que acabarse de una vez por todas.
Se fumó otros tres cigarrillos y supuso que ella se había dormido. Entró sin hacer ruido, se desnudó, echó la cortina, tanteó para encontrar la cama y se tapó con la sábana. Nina se movió. «¿Acaso he hecho algo malo?», preguntó. Él no contestó. «Qué sádico eres, coño». Él se quedó un rato pensando en lo peor que podía decir, y dijo: «Una vez me contaste que una amiga tuya solía ir por ahí exhibiendo el coño. Observándote esta noche he entendido de repente lo que querías decir. Deberías…».
En ese instante ella se lanzó encima de él, totalmente por sorpresa, Carl notó cómo los dedos de ella se cerraban alrededor de su cuello y la oyó resoplar: «Te voy a matar». Sus manos no apretaban fuerte, pero a él le entró pánico y se defendió a golpes. Ella aflojó los dedos, pero siguió forcejeando. Él le dio un empujón y salió de entre la sábana y de la cama. Ella seguía tumbada intentando recobrar el aliento. Él descorrió la cortina y salió al balcón, luego volvió a entrar por la ropa y el tabaco. Era la una y media.