Él no contestó. Le sirvió vino. Voy a emborracharme, dijo ella. ¿Y por qué no?, dijo él, para eso está el vino. Creo que voy a irme, repuso ella. A mí me gustaría que te quedaras. Me vuelvo malvada, dijo ella. Que así sea, dijo él. Una niña mala, dijo ella, mirándolo. Él apartó la mirada, pero tenía la sensación de que ella seguía mirándolo. ¿Te has asustado?, preguntó ella. Asustado no, contestó él. ¿Entonces, qué?, preguntó ella. María llegaba andando por la hierba. Las zanahorias se están corneando, dijo. ¿Corneando?, se extrañó Jakob. Hay que escardar las plantas, señaló ella. Subió la escalera y dejó tres pequeños tomates en la mesa. Mira qué ricos, dijo. Vera cogió uno. Creo que yo también me voy a buscar un marido con huerta, dijo. Sí, ¿por qué no?, dijo María. Y con una terraza como esta, añadió Vera, donde puedes estar sentada incluso cuando llueve. Nunca nos sentamos aquí cuando llueve, dijo María. Ya lo creo que sí, la contradijo Jakob. Yo me siento a menudo aquí cuando llueve. No es verdad, objetó María. Claro que es verdad, dijo Jakob. Yo sí que me sentaría, dijo Vera, y se metió el tomate en la boca. Junto a mi marido, añadió. ¿Qué marido?, preguntó María. El de la huerta y la terraza, contestó Vera. Estás borracha, dijo María. Por supuesto que sí, asintió Vera. Voy a preparar café, dijo María, y entró en la casa. Vera dio un gran sorbo de vino. ¡Café!, exclamó. Jakob le llenó la copa. Gracias, dijo ella. Y también un cigarrillo, si tienes. Él le dio uno y luego fuego. ¿Es verdad que te sientas aquí cuando llueve?, preguntó. Alguna vez lo he hecho, contestó él, pero de eso hace ya mucho tiempo. Entonces no era verdad, dijo ella. Así es, dijo él, pero eso María no puede saberlo. La hiciste pasar por mentirosa, dijo Vera. No más que ella a mí, al decir que nunca me siento aquí. Pero es verdad, dijo Vera. Sí, pero ella no lo sabe. Tal vez lo sabe porque te conoce, dijo Vera. Ella no me conoce, objetó Jakob. María salió y dejó tres tazas sobre la mesa. Miró a Vera sin decir nada. Volvió a entrar. Pobre María, dijo Vera. Jakob no contestó. Me tomaré el café y luego me iré, dijo ella. Él no contestó. Ella apagó el cigarrillo. María llegó con el café, llenó las tazas y se sentó. Jakob se levantó, entró en el salón, cruzó la entrada y salió a la calle: allí permaneció unos instantes, antes de echar a andar en dirección al centro.
Volvió a casa dos horas más tarde. Vera y María estaban sentadas en el salón, aún no habían encendido la luz. Estás aquí, dijo María. Sí, asintió él. Justamente estábamos preguntándonos qué habría sido de ti, dijo María. He ido a por tabaco, contestó él. Se hizo el silencio durante un rato, luego añadió: Se está nublando. Sí, asintió María, ya lo hemos visto. Oímos un grillo, dijo Vera. ¿Ah sí?, preguntó Jakob, mirándola. Ella bajó la vista. Él sacó el paquete de tabaco del bolsillo. ¿Quieres?, le ofreció. No, gracias, contestó Vera. He vuelto a dejarlo. Él se encendió un cigarrillo y preguntó: ¿Alguna quiere cerveza? No querían. Él fue a la cocina por una botella y un vaso, luego volvió al salón y se sentó. Nadie decía nada. Bueno, creo que debo irme ya a mi casa, dijo Vera. Puedes quedarte aquí esta noche, señaló María. Gracias, pero…, contestó Vera. Nadie te espera, comentó María. No, por ese lado no hay problema. No tengo a nadie que me espere. Lo dices como si hubiera que tenerme compasión. Tonterías, dijo María. No hay razón para tenerte compasión. ¿Por qué íbamos a tenerte compasión? Exactamente, eso es lo que yo digo, contestó Vera, de modo que no me pidas que me quede sólo porque nadie me espera. También podría haberme quedado aunque alguien me esperara. Sí, claro, asintió María. Vera se levantó. ¿Te vas?, preguntó María. Voy al baño, contestó Vera. Jakob la siguió con la mirada. Qué complicada es, opinó María. Jakob no contestó. María se levantó y encendió la lámpara de pie. Y tú simplemente desapareciste, prosiguió. Él no contestó. Ella permaneció junto a la lámpara encendida; él no la miró. La oía respirar con dificultad. Ella dijo: No voy a soportar esto mucho más. De acuerdo, contestó él. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?, preguntó ella. Él no contestó. Ah, Dios mío, dijo ella. Jakob oyó los pasos de Vera en la escalera. María apagó la lámpara y se sentó. El salón quedó en penumbra. Vera entró, se acercó a la puerta abierta de la terraza, y se quedó mirando hacia fuera. Jakob se levantó. Más vale que me marche antes de que se ponga a llover, dijo Vera. Jakob atravesó la entrada y se dirigió al cuarto de los invitados. Cerró la puerta. La cama estaba hecha. Permaneció unos segundos mirándola, y notó un temblor en el cuerpo. El frente de nubes estaba ya muy cerca; partía el cielo en dos. Acercó una silla a la ventana y se sentó a contemplar el crepúsculo con los codos apoyados en el alféizar. Al cabo de un rato escuchó voces bajas en la entrada, luego cómo la puerta de la calle se abría y se cerraba, al final se hizo el silencio. Él no se movió. De repente un soplo de viento rozó las hojas del árbol delante de la ventana, y al cabo de unos segundos llegó la lluvia. No le ha dado tiempo, pensó. Intentó captar sonidos del interior de la casa, pero no oía más que la lluvia. Ya era casi noche cerrada. De pronto todo se iluminó un instante, y unos segundos más tarde sonaron truenos en la lejanía. Ahora María tendrá miedo, pensó. Llegaron más rayos y más truenos; contó los segundos, los intervalos eran cada vez más cortos. Ahora estará asustada, pensó. Se levantó y se acercó a la puerta, la abrió a medias y escuchó. Permaneció así un rato, luego atravesó la entrada y se metió en el salón. María no estaba allí. Volvió a salir, subió la escalera y entró en el dormitorio. Estaba tumbada en la cama con el edredón sobre la cabeza. María, dijo él. Ella apartó el edredón. Estaba completamente vestida. Tenía mucho miedo, dijo. No hay razón para tener miedo, dijo él. Creía que te habías marchado, dijo ella. Él se acercó a la ventana. No te quedes ahí, por favor, le pidió ella. Él miró el reflejo de ella en el cristal de la ventana. No pasa nada, dijo, tenemos pararrayos. Ya lo sé, contestó ella, pero aún así tengo miedo, y me entra aún más al verte junto a la ventana. Él retrocedió un par de pasos; todavía podía verla. Ella se levantó de la cama. Creo que ya ha pasado, dijo él. Pensé que te habías marchado, señaló ella. ¿Adónde?, preguntó él.
Cuando mi mujer todavía vivía, creía que cuando ella muriera yo tendría más espacio para mí. Sólo su ropa interior ocupa tres cajones de la cómoda, pensaba. Cuando muriera, podría ocuparlos yo, uno con mis monedas de cobre, otro con las cajas de cerillas, y el tercero con los corchos. Tal y como está ahora, pensaba, es un caos total.
Mi mujer murió hace ya mucho. Era una mujer exigente, que descanse en paz, por fin me la concedió a mí. Vacié los cajones, las estanterías y los armarios. Retiré todo lo que había sido suyo y gané mucho espacio libre, más de lo que necesitaba. Pero lo vacío, vacío está. Me deshice de un par de armarios, pero sólo conseguí una habitación más vacía, en lugar de dos armarios vacíos. Fue una imprudencia por mi parte, pero ocurrió, como ya he dicho, hace mucho tiempo, y yo era mucho más joven entonces.
Pues bien, semanas o tal vez meses después de haber cometido esa imprudente ampliación del vacío de mi cuarto, recibí la sorprendente visita de mi segundo hijo, Carl. Venía por un chal de su madre, un chal —que por lo visto tenía pensado regalarle a su mujer como recuerdo de su infancia. Cuando supo que me había deshecho de él, montó en cólera. «¿Para ti no hay nada sagrado?», me gritó. Y eso lo decía él, que es un hombre de negocios y vive de la compraventa. Me entraron ganas de interrumpirlo, pero me contuve, al fin y al cabo soy en parte responsable de su existencia. «¿Qué tenía de especial ese chal?», pregunté en tono conciliador. «Mamá lo hizo a ganchillo mientras me estaba esperando. Le tenía un cariño especial». «Comprendo, el chal nació contigo. ¿Eras acaso su hijo preferido?». «Da la casualidad de que sí». «Ah, no, de casualidad nada», contesté, estaba empezando a perder la paciencia. Es su vivo retrato, y, como ella, incapaz de descubrir las leyes naturales de la existencia. «Bueno, el chal se ha perdido y no se puede recuperar —dije—, tendrás que consolarte pensando que sólo lo perdido se posee eternamente, como dice el poeta». Desde luego, es una afirmación bastante tonta, pero pensé que le gustaría. Me equivoqué, me había olvidado por un instante de que él es un hombre de negocios. Dio un paso amenazador hacia mí, soltó una furiosa pero aburrida retahíla sobre mi insensibilidad, y concluyó diciendo que algunas veces no entendía que yo fuera su padre. «Tu madre era una mujer honrada», contesté, pero él no captó el sentido de mis palabras. ¿Cómo he podido tener unos hijos tan duros de mollera? «No necesitas recordármelo», me dijo. Se fue poniendo cada vez más rojo, de pronto se me ocurrió que tal vez padeciera del corazón, al fin y al cabo había cumplido ya sesenta años, y con el fin de evitar una desgracia, le dije que sentía lo del chal y que si hubiera venido antes, habría podido llevarse todo lo que había pertenecido a su madre. Sigo pensando que lo dije en un tono muy conciliador, pero él se puso aún más rojo. «¿No querrás decir que lo has tirado todo?», gritó. «Todo», respondí. «Pero ¿por qué?». No quise contestarle, así que dije: «Tú nunca lo entenderías». «Pero qué falta de humanidad». «Al contrario. Lo hice como resultado de una decisión bien meditada, y esa manera de actuar, por así decirlo, es lo único que nos hace específicamente humanos».
Fue por mi parte un puro sofisma, claro, pero él no pareció escuchar mis palabras. «Entonces no tengo nada que hacer en esta casa», gritó. Había adquirido la costumbre de gritar, lo que tal vez indicara que su mujer se estaba quedando sorda. Yo, por mi parte, oigo muy bien, lo cual a veces resulta molesto. Algunos sonidos son mucho más fuertes que lo que eran; además, han aparecido otros nuevos, tales como el martillo neumático y cosas semejantes. Así que no me importaría estar un poco sordo. «Oigo lo que dices —dije—, pero no veo que tenga solución». Entonces se marchó por fin, ya era hora, porque si no yo podría haber perdido la paciencia. Lo cierto es que tengo más paciencia ahora que antes, supongo que se debe a la edad, pues los viejos tenemos que soportar mucho.
Soy terriblemente viejo. Ya me resulta casi tan difícil escribir como andar. Voy despacio. No logro más que unas cuantas frases al día. Y hace poco me desmayé. Se estará acercando el final. Fue mientras estaba resolviendo un problema de ajedrez. De repente, me sentí extenuado. Tuve la sensación de que la vida misma se estaba extinguiendo. No dolía. Sólo era un poco incómodo. Y luego debí de perder el conocimiento, porque cuando lo recobré, tenía la cabeza sobre el tablero de ajedrez. Reyes y peones tirados. Es exactamente como desearía morirme. Será pedir demasiado, supongo, poder morirse sin dolores. Si cayera enfermo con muchos dolores y supiera que la enfermedad y los dolores iban a ser para siempre, me gustaría tener un amigo que pudiera facilitarme la entrada en la nada. Es cierto que las leyes lo prohíben. Desgraciadamente, las leyes son conservadoras, de modo que los médicos alargan los dolores de un ser humano, incluso cuando saben que no hay esperanza. Eso se llama ética médica. Pero nadie se ríe. Las personas que tienen dolores no suelen reírse. El mundo no es misericordioso. Se dice que, durante las grandes depuraciones en la Unión Soviética, a los condenados a muerte se los mataba de un tiro en la nuca, camino del tiempo de espera en sus celdas. De repente, sin previo aviso. A mí eso me parece un atisbo de humanidad en medio de tanta miseria. Pero el mundo protestó: al menos habrían de tener derecho a morir cara al pelotón de ejecución. El humanismo religioso no es poco cínico, ay, o el humanismo en general.
Pero como dije, me desperté con la cara entre las fichas de ajedrez. Por lo demás, era casi como despertarse después de un sueño normal y corriente. Me sentía un poco aturdido. Sólo se me ocurrió volver a colocar las fichas, pero era incapaz de concentrarme. Estaba a punto de sentarme junto a la ventana cuando llamaron a la puerta. No abro, pensé. Será un evangelista para hacerme creer en la vida eterna. Últimamente han proliferado mucho. Parece que la superstición está viviendo un auge. Pero volvieron a llamar y empecé a dudar. Los evangelistas suelen llamar sólo una vez. De manera que grité «Un momento» y fui a abrir. Tardé. Era un chico. Vendía lotería de la banda de música del colegio local. Los premios constituían una burla no intencionada hacia los viejos: bicicleta, mochila, botas de fútbol y cosas así. Pero no quise mostrarme negativo y le compré un boleto. Y eso que no me gusta la música de banda. Pero el monedero estaba encima de la cómoda, y tuve que decirle al chico que entrara conmigo. De otro modo, hubiera tenido que esperar muchísimo. Iba justo detrás de mí. Seguro que jamás había andado tan despacio. De camino hacia la habitación, acorté el tiempo preguntándole qué instrumento tocaba. «Bueno, no sé», contestó. Me pareció una respuesta extraña, pero supuse que era tímido. Yo podría ser su bisabuelo. Tal vez incluso lo fuera. Sé que tengo muchos bisnietos, pero no conozco a ninguno de ellos. «¿Te duelen mucho las piernas?», preguntó el chico. «No, lo que pasa es que son muy viejas», contesté. «Ah, bueno», dijo, probablemente más tranquilo. Ya habíamos llegado a la cómoda, y le di el dinero. Entonces me invadió un ataque de sentimentalismo. Me pareció que el chico había empleado mucho tiempo para vender un solo boleto. De modo que le compré otro más. «No hace falta», dijo él. En ese instante sentí un mareo. La habitación empezó a dar vueltas. Tuve que agarrarme a la cómoda, y el monedero abierto se me cayó al suelo. «Una silla», dije. Cuando me la hubo dado, el chico se puso a recoger el dinero, que estaba disperso por el suelo. «Gracias, chico», dije. «De nada», contestó. Dejó el monedero encima de la cómoda, me miró muy serio y dijo: «¿Nunca sales?». En ese momento me di cuenta de que seguramente había salido por última vez. No quiero correr el riesgo de desmayarme en la acera. Eso significaría hospital o residencia de ancianos. «Ya no», contesté. «Ah», dijo él, de un modo que me hizo ponerme sentimental de nuevo. No soy ya más que un viejo bufón. «¿Cómo te llamas?», pregunté, y la respuesta no hizo más que empeorar el asunto. «Thomas». Por supuesto, no quise decirle que yo me llamaba igual, pero me dejó con una sensación muy rara, casi solemne. Bueno, no era de extrañar, pues las campanas acababan de doblar por mí, por así decirlo. De manera que de repente se me ocurrió darle al chico algo para que se acordara de mí. Ya lo sé, ya lo sé, pero yo no era yo. Le dije que cogiera de la biblioteca el búho tallado. «Es para ti —dije—, es aún más viejo que yo». «Ah, no —dijo él—, ¿por qué?». «Por nada, chico, por nada. Gracias por tu ayuda. Cierra la puerta cuando salgas, por favor». «Muchas gracias». Luego se marchó. Parecía muy contento. Pero tal vez estaba disimulando.